CAPÍTULO PRIMERO

Ernie Holker pegó la espalda en la pared y miró hacia el vigilante situado a corta distancia, pero que en aquellos momentos no se ocupaba de ellos. Luego, a los dos hombres que tenía delante.

Eran jóvenes, pero muy distintos. Sam «Lightfingers» Prowsett, de treinta y dos años, alto, delgado, de cabellos rubios y cara afilada, ojos claros y boca fina, estaba cumpliendo una condena de doce años por robo con lesiones. Joseph «Rough» Leskowitch, de veintiocho, cumplía veinte por homicidio. Ambos tenían a sus espaldas un interesante historial. Ahora permanecían muy atentos a sus palabras.

El propio Ernie «Dum-Dum» —Ernie para sus amistades y la policía— estaba considerado como uno de los inquilinos más importantes de San Quintín. Se había librado de la cámara de gas únicamente a causa de la destreza de su abogado y la desaparición muy oportuna de cierto testigo de cargo, pero cumplía cadena perpetua por homicidio en primer grado. Contaba treinta y siete años, era alto, fuerte, de duras facciones y fríos ojos negros. Había ido a la Universidad y fue teniente de «marines» en Corea hasta que alguien reveló en un periódico que solía convertir en balas «dum-dum» los proyectiles de su pistola y su metralleta. Eso le costó un Consejo de guerra y la pérdida de su graduación, más cierta permanencia en una prisión militar, dejándole el apodo y también un profundo rencor hacia la milicia en particular y la sociedad en general. Puesto en libertad y desmovilizado, no había tardado en demostrar sus sentimientos, culminando con el asesinato a sangre fría del periodista que lo descubrió, asesinato que no le pudieron probar, aunque centró sobre él la atención de toda la Prensa del país. Gracias a eso, meses más tarde era capturado, convicto de un nuevo crimen de sangre, y recluido en San Quintín, donde gozaba de mucha consideración entre sus camaradas.

—Grabaos bien todas las instrucciones —dijo con su voz metálica, desagradable, en tono bajo—. Y no olvidéis que el menor fallo lo echará todo a rodar.

—Descuida —le contestó Sam con una mueca—. Ya sabes que puedes confiar en nosotros.

—Yo no confío en nadie. Os conviene tanto como a mí que esto salga bien.

—Entonces, mañana…

—A las siete y cuarenta y cinco vendrán a recoger la basura, como de costumbre. Estaréis en el turno de limpieza, de forma que deberéis bajar los recipientes al patio. Los demás se mantendrán pasivos, saben lo que les conviene…

Siguió dando instrucciones, que los otros dos escuchaban atentamente, mientras en el patio los presos disfrutaban de su diaria ración de ocio al aire libre y nadie parecía darse cuenta de lo que estaban tramando…

Más tarde, Holker ingresó de nuevo a su celda del piso segundo, compartida con otro condenado a cadena perpetua, un tal Winninger, que había dado muerte a su esposa para cobrar el seguro de vida. Winninger era un hombre de cincuenta años, cabeza ovoide y ojos saltones, medio calvo, siempre con gafas que le prestaban una expresión de intelectual. Durante largo tiempo había sido contable en un poderoso banco de la ciudad de Houston, Texas, y sólo fue atrapado por uno de esos fallos casi incomprensibles que cometen todos los criminales demasiado hábiles e inteligentes. A la sazón era uno de los presos empleados en la biblioteca.

—¿Todo marcha bien, Ernie? —inquirió.

Holker asintió con un gesto.

—Sí. Espero que esos dos no cometerán fallos a última hora.

—Tú los escogiste; dijiste que eran los mejores.

—Y lo son.

Winninger esbozó una sonrisa suave.

—Me hago cargo de que estarás nervioso…

Holker se revolvió con violencia.

—Yo no tengo nervios, Winninger, no se olvide.

—Claro que no los tienes. —Winninger no parecía demasiado impresionado—. Pero incluso el más templado siente cierta inquietud inevitable en vísperas de jugárselo todo a una carta. Es como cuando en la guerra hay que salir al ataque. Yo también la hice, en Europa, ya sabes…

Holker no le contestó. Hosco fue a sentarse en su camastro y encendió un cigarrillo. Winninger prosiguió con su fría, calmosa voz:

—Ahora yo no tengo nervios, porque no voy a salir… aún. Durante años lo he planeado todo pacientemente y conforme se acerca el gran día siento que me invade una gran exultancia, pero eso nada tiene que ver con el nerviosismo. Si todo se realiza tal y como está preparado, mañana por la noche vosotros os encontraréis libres, fuera de aquí… Recuérdalo, Ernie. Sin mí, no habrá nada.

Lo dijo con infinita suavidad. Holker lo miró de reojo, ceñudo.

—No necesitas repetírmelo. Y sabes muy bien que saldrás.

—Sí, claro… Pero por si a alguno de los otros muchachos se le ocurren ideas tontas…

—Yo soy el que tomará las decisiones una vez fuera de aquí, y nadie más.

Winninger sonrió y asintió.

El turno de limpieza entró en servicio a las siete de la mañana de un día frío, lluvioso y desapacible, tal como predijera el día anterior la emisora de radio. Bajo la vigilancia de uno de los empleados de la prisión, un grupo de seis hombres procedió a cargar la basura en los camiones que diariamente la sacaban. Los hombres trabajaban silenciosos, sin demasiada prisa, como si no les importaran la lluvia y el frío. El agente, rifle en mano, no les quitaba ojo…

Prowsett y Leskowitch estaban en el grupo. El último camión a cargar tenía a un ayudante nuevo, un hombre joven, de rudas facciones y nada hablador, tampoco demasiado activo. Ya estaba casi toda la basura terminada de recoger en el camión cuando aquel hombre hizo una leve seña a Leskowitch, el cual se detuvo en su tarea y se tambaleó, apoyándose en el vehículo.

El vigilante se le acercó, malhumorado.

—¿Qué te pasa a ti ahora, Leskowitch? Vamos, sigue.

—Me siento enfermo, Pat. De veras…

Prowsett estaba a dos pasos detrás de Leskowitch y los demás también le daban frente, habiendo dejado la tarea. Se acercó al presunto enfermo mientras hablaba…

En el mismo instante en que daba la espalda al ayudante del camión, éste movió veloz y certero el instrumento de largo mango terminado en un rastrillo de acero con que removía y acomodaba la basura dentro del vehículo.

El golpe fue tan certero como efectivo. El guardia emitió un sordo gemido y se tambaleó, soltando su rifle. Veloz, Leskowitch cogió el arma mientras Prowsett sostenía al vigilante. Los otros cuatro se movieron…

—¡Aprisa!

Dos de los presos arrastraron al desvanecido vigilante hacia la pared, donde habían varios depósitos vacíos. Y uno de ellos se acurrucó sosteniéndolo como si se encontrara un poco cubierto por el breve tejadillo, vigilando la tarea, mientras los otros tres se movían con indiferencia. En cuanto a Prowsett y Leskowitch saltaron como gamos dentro del camión, escurriéndose en su interior. El ayudante cerró la tapa dejándola bien asegurada. Había un par de rejillas para permitir la salida de aire infecto, abiertas a los costados del camión.

El ayudante fue a la cabina y subió. El conductor, hombre grueso y de cara abúlica, llevaba ocho años haciendo aquel servicio y no se había movido de allí. Un poco al fondo, otros dos vigilantes se movían, uno en el patio, el otro sobre un muro interior, atentos a la tarea de los presos. Pero ninguno pudo advertir la rapidísima acción.

—Vámonos ya…

El ayudante parecía muy tranquilo. El conductor del camión lo puso en marcha y lo condujo despacio hacia la salida.

Nunca nadie había intentado fugarse de aquella prisión usando tal sistema. En realidad, se consideraba poco menos que imposible escapar de San Quintín y los hechos lo habían demostrado. A decir verdad, resultaba casi ridículo, totalmente absurdo, el intento.

Pero es bien sabido que los fallos de los criminales más listos suelen ser realmente ridículos, así como, a veces, un gran matemático se puede equivocar en una simple suma. Todo el sistema de prevención vigente en San Quintín partía de la base de su casi inexpugnabilidad y tenía en cuenta todos los factores posibles en la presunción de que los presos y sus cómplices se exprimirían el cerebro ideando enrevesados planes de fuga.

A nadie se le había ocurrido la posibilidad de que dos presos trataran de fugarse dentro del camión de la basura precisamente porque debía darse por descontado que tal camión sería especialmente revisado.

Pero los hombres no son máquinas. Y los empleados de San Quintín eran hombres. Conocían al conductor desde hacía ocho años y durante digamos siete y medio habían efectuado la revisión; últimamente con una rutina cada vez más relajada. A la sazón, eran muchas las ocasiones en que tal revisión no se realizaba. ¿Qué preso iba a enterarse? Ninguno… Aparte de que no pasaba todos los días.

Pero pasaba. Y ahora, con un intercambio de saludos y alguna chanza, el camión pasó sin que los guardianes de las puertas, ni siquiera los encargados del control, se tomaran la molestia de abrir las compuertas del vehículo para husmear en su maloliente interior. ¿Quién diablos iba a escaparse allí? Alguna vez se había comentado que intentarlo era como anticipar la cámara de gas…

Cuantío se descubrió la fuga, el camión de basura estaba solo a quinientos metros de la cárcel, avanzando bajo la lluvia y la neblina del amanecer por la carretera que conducía al penal y a menos de cien metros de otra carretera estatal con no excesivo tránsito a tal hora. El conductor oyó las sirenas y detuvo el vehículo, intrigado.

—¡Vaya! Parece que alguno se ha…

—Abajo.

El conductor se quedó mirando la pistola súbitamente aparecida en la mano de su ayudante. El que tenía normalmente había enfermado y desde hacía unos días le colocaron a aquel individuo con quien apenas si intimó. Ahora se mojó los labios con la lengua y gorgoteó:

—De modo que es eso… Estás Joco, os atraparán…

—He dicho que bajes. Aprisa. ¿O quieres morir?

El conductor no quería morir. Abrió y bajó, seguido por su ayudante, que le hizo ir a la trasera del vehículo. Desde dentro ya habían levantado la compuerta los dos hígados, que salieron bufando y resollando de manera expresiva.

Un culatazo puso fuera de combate al conductor del camión. Y mientras los dos presos corrían a campo traviesa hacia la otra carretera, el ayudante metió al desvanecido conductor bajo el vehículo, de manera que semejaba estar investigando una avería. Luego corrió por la carretera adelante…

Los dos fugitivos emplearon minuto y medio en alcanzar la carretera. Y en el momento que llegaban a la misma por la cercana curva dobló, a velocidad muy moderada, una camioneta cubierta con las marcas de una lavandería. Su conductor arrimóse a la cuneta, los presos saltaron a la carretera y abrieron las puertas traseras, simplemente encajadas, tirándose dentro. Inmediatamente el vehículo aceleró.

Un potente automóvil deportivo estaba parado casi en la confluencia de la carretera del penal con la otra. Una muchacha rubia ocupaba el asiento delantero y daba muestras de nerviosismo. El ayudante del camión llegó a la carrera. Se había quitado la chaqueta de cuero y la gorra del mismo material. Sin hablar, se metió en el vehículo, cuyo motor estaba en marcha, tomó el volante y aceleró, mientras la muchacha metía las prendas de cuero debajo del asiento. Vehículo deportivo y camioneta de reparto se cruzaron segundos después, cuando ya salían los patrulleros de la policía a toda velocidad.

La camioneta aminoró la marcha cinco minutos más tarde. Estaban en un punto solitario y desolado, entre dos curvas amplias por un desmonte largo. Venía, poderoso y renqueante, un gran camión de mudanzas en opuesta dirección.

Los dos fugados saltaron como gamos de la camioneta al cruzarse ambos vehículos. Sobre sus ropas de penado llevaban sendas gabardinas y cada cual un bulto de ropas de paisano atadas, las cuales echaron dentro del gran camión de mudanzas cuyas puertas traseras había abierto un hombre que estaba en su interior y los ayudó a subir. La camioneta de lavandería prosiguió su camino a una velocidad razonable.

A los dos minutos, el gran camión se cruzó con un patrullero de la policía, pero no fue detenido. Algo más adelante, un par de motoristas sí lo hicieron. El conductor inquirió, cachazudo:

—¿Qué sucede, agente? ¿Alguna fuga?

—Dos presos peligrosos. ¿Qué transportan?

—Muebles de una empresa publicitaria. Ahí detrás va un hombre, por si quieren inspeccionar.

—¿No han visto nada extraño?

—Desde luego que no. Y sólo hemos cruzado con un par de coches y la furgoneta de una lavandería…

El agente que fue a la parte trasera encontró a un hombre muy tranquilo y a un amontonamiento bien estibado de muebles de oficina y grandes cajones de embalaje. No pudo sospechar que dos de aquellos cajones ocultaban a los fugados…

En cuanto al conductor de la furgoneta de lavandería aguantó estoicamente el interrogatorio a que lo sometieron.

—Oí la sirena cuando me encontraba a unos doscientos metros más acá de la bifurcación. No me detuve porque no era asunto mío. No, no vi nada. El tiempo está muy malo y el asfalto resbaladizo…

Era un hombre casi viejo, con lentes, tipo de menestral. Y dentro del vehículo había un amontonamiento de prendas sucias que, según dijo, llevaba a su lavandería. La somera inspección no demostró nada raro a los agentes.

En realidad, todas las sospechas recayeron sobre cierto coche deportivo de gran potencia de motor, que había visto el conductor de la furgoneta parado junto a la bifurcación con una muchacha rubia dentro. La declaración del conductor del camión de basura y las de los empleados de la misma prisión permitieron dar una descripción muy exacta del ayudante, tanto que un patrullero policial avisó haberse cruzado con el coche deportivo, el cual era conducido por un individuo de tales características acompañado por una rubia. Entre el punto donde los localizaron y la prisión había casi cinco millas, cuatro bifurcaciones de carreteras y suficiente espacio para que los dos fugitivos, tras ir acurrucados en el asiento trasero, transbordaran a otro vehículo…

Aún estaba revuelto el presidio cuando sacaron a Ernie Holker de su celda para conducirlo a la ciudad, donde se le iba a celebrar un juicio a puerta cerrada a consecuencia de haber prosperado determinada petición legal de su abogado. Eran las tres y cuarto de la tarde cuando el coche celular que lo conducía abandonó el presidio…

Una hora y cinco minutos más tarde el coche celular penetraba en un túnel por debajo de la gran autopista norte-sur, a cuatro millas de la ciudad. Dos obreros estaban reparando algo a la entrada del túnel y un «Crysler» negro último modelo se hallaba detenido a un lado, con su conductor comprobando algo en un mapa de carreteras. Llovía fuerte.

El vehículo policial se proponía tomar la gran autopista al salir del túnel, siguiendo la gran rosa de carreteras que cambiaba las direcciones. A aquella hora del día la circulación, incluso por la autopista, no era excesiva. En el túnel entraron ellos cuando por la parte opuesta lo hacía un gran camión de mudanzas, el techo de cuyo remolque quedaba a metro y poco más del piso de la autopista. Como venía despacio, el coche celular no tenía problemas de paso.

Los tuvo de repente, cuando al cruzarse ambos, el conductor del camión realizó una maniobra súbita, bloqueando el túnel. El agente que guiaba el coche celular trató de impedir el choque, pero no le fue posible. Sin embargo, no fue un golpe violento, aunque sí suficiente para provocar ligera conmoción no sólo a los dos policías de la cabina delantera, sino a los dos restantes que vigilaban a Ernie dentro del vehículo y a este mismo.

Cinco segundos después del choque el ayudante del camión sacó una pistola de aspecto especial y disparó, cuando intentaba abrir la portezuela, el conductor del coche celular. El pequeño proyectil penetró en la cabina y estalló contra la parte opuesta con un chasquido raro, saliendo rápidamente un humo amarillento, denso. De inmediato comenzaron a toser los dos agentes…

Los que estaban con Ernie, repuestos, echaron mano a sus armas y uno de ellos se acercó a la mirilla de comunicación mientras el otro apuntaba al preso, que tenía una sonrisita impasible. Pero por la mirilla estaba entrando ya gas y retrocedió tosiendo, aprisa.

—¡Gas tóxico!

El ayudante del camión abrió velozmente la portezuela, saltó al piso y terminó de abrir la de la cabina delantera del coche celular. Para entonces, sus dos ocupantes ya habían perdido los sentidos. De detrás del camión habían saltado dos hombres, vestidos con uniformes policiales, y uno corrió a la salida opuesta del túnel mientras el otro acudía en apoyo del ayudante del camión. Ambos llevaban máscaras antigás muy modernas, que se pueden colocar en pocos segundos.

El ayudante del camión echó a tierra de un tirón al conductor del coche celular, subió a la cabina, metió el caño de la pistola por la mirilla de comunicación y disparó. El disfrazado de policía echó mano al verdadero agente que ya estaba sin sentido, lo sacó, se lo cargó al hombro y corrió con él a la trasera del camión de mudanzas. Por su parte, el conductor del camión ya había bajado y procedía a llevarse al chófer del coche celular.

En ambas bocas del túnel, la circulación estaba detenida. En una el falso policía, en la otra los presuntos obreros, habían actuado rápidamente.

—No pueden pasar. Den la vuelta, ha habido un accidente de tránsito…

Los conductores estaban a demasiada distancia, con sus parabrisas empañados por la insistente lluvia, para poder advertir demasiados detalles de lo que sucedía en el centro del túnel. Además, en Estados Unidos nadie se ocupa poco ni mucho de lo que le sucede a otro conductor. Así, los vehículos fueron dando la vuelta y retrocediendo en la opuesta dirección.

Tres minutos después de haber ocurrido la colisión, los dos policías que ocupaban la cabina delantera estaban dentro del remolque del camión y el gas letal se había disipado. El conductor y el ayudante del camión subieron de nuevo a su Vehículo, mientras el falso policía tomaba el volante del coche celular, en cuyo interior tanto Ernie como los dos guardias que lo escoltaban yacían inconscientes por el gas. Las caretas fueron guardadas y se vio que el ayudante del conductor del camión era el mismo que propició la fuga de Prowsett y Leskowitch.

Ambos vehículos maniobraron hábilmente, separándose sin grandes dificultades. El camión se arrimó a su lado de túnel y el coche celular avanzó, despacio, hasta la salida opuesta. Al llegar allí, se detuvo y subió el otro falso policía tranquilamente. Las huellas del encontronazo eran mínimas en el coche celular. Se alejó sin que nadie, entre los conductores que esperaban paso, abrigase la menor sospecha.

El camión también siguió camino. Y al llegar a la otra boca del túnel, los dos operarios que detenían el tráfico se movieron veloces, subiendo a su parte trasera. Se trataba de Prowsett y Leskowitch. El pesado vehículo se alejó por su ruta tranquilamente mientras la circulación se restablecía por el puente. Todo había durado siete minutos de reloj…