CAPÍTULO V

Ernie Holker miró su magnífico cronómetro suizo.

—Son las doce —dijo secamente—. Comprueben sus relojes.

Los dos hombres que lo rodeaban así lo hicieron. Hallábanse a un lado de la carretera, ocultos a las miradas de posibles viajeros por una fila de árboles y una depresión del terreno. Junto a ellos había dos vehículos, un «Lincoln» negro último modelo y un «Chrysler Phantom», cuyo remolque era, sin género de dudas, excepcional, ya que lo constituía un cañón ligero sin retroceso de los usados por los «marines» en sus operaciones, con una extraordinaria potencia de disparo. A corta distancia estaba el pequeño vehículo donde el cañón vino oculto hasta allí.

Ernie comenzó a dar órdenes secas, con el acento de un jefe de comando.

—Sam, vete con Rudy.

Sin rechistar, los dos aludidos se movieron veloces, subieron a un coche que se encontraba unos cincuenta metros más allá y doblaron el extremo del espolón arbolado que los ocultaba de la carretera, saliendo a ella. El ruido del vehículo se perdió rápidamente.

Ernie dio una nueva orden:

—Vito, tú y «Dads».

Los dos hampones subieron al «Lincoln» y maniobraron, saliendo por donde lo hicieran los anteriores. Quedaron con Ernie, Pritchard y Leskowitch.

—Alista el «bazooka», Lou.

El aludido se metió en el coche a medias, sacando un «bazooka» de los usados por la Infantería de Marina y los paracaidistas. Mientras, Ernie y Leskowitch se acercaron a la maleta del coche, la abrieron y extrajeron uno tras otro cuatro proyectiles calibre 77, con sus correspondientes espoletas, que procedieron a ajustar rápidamente. Luego guardaron tres y metieron el cuarto en la recámara del cañón, cerrándola y echando el seguro. Ernie miró a Pritchard, que asintió:

—Listo el «bazooka».

—Vamos.

Todos los miembros del grupo usaban gabardinas oscuras y bajo ellas trajes normales, de telas oscuras también, con camisas de tonos discretos y corbatas azules o verdes, en tonalidades oscuras. También eran oscuros los sombreros y utilizaban guantes especiales, delgados y flexibles.

Lou tomó el volante y puso el vehículo en marcha. A su lado, Leskowitch empuñó una metralleta de las usadas por los paracaidistas. En el asiento trasero, Ernie tenía otra a mano y el «bazooka» colocado a su izquierda, con una granada sobre el asiento.

El coche dobló la punta del espolón de tierra arbolada y avanzó suavemente hacia la cercana carretera, entrando en ella. No hacía apenas ruido el potente motor. Ernie vio las luces de Torrington a media milla larga de distancia. La carretera aparecía vacía, salvo las luces de posición traseras de los coches que conducían a los cuatro restantes miembros de la banda. Hacia atrás no venía nadie tampoco. El cañón apenas saltaba sobre sus ruedas de goma compacta, a remolque del automóvil…

Ernie miró de nuevo su reloj-pulsera.

—Mantén esta velocidad hasta la entrada del pueblo —ordenó.

—Sam ya entró…

Sam condujo al coche tranquilamente por las calles solitarias. A su lado, Rudy se mantenía alerta, con la metralleta encima de las rodillas.

Dos manzanas antes de llegar a la calle principal, Sam detuvo al coche entre dos postes de luz y se apeó, mirando a Rudy.

—Tres minutos.

—Descuida…

Sin más, Sam Prowsett caminó velozmente hacia la calle principal. Al llegar a la esquina del edificio de Correos y Teléfonos echó una rápida ojeada y pudo ver cómo entraban eh la oficina del sheriff los dos agentes recién relevados. La neblina casi le impidió ver las borrosas figuras de los que montaban guardia delante del Banco.

Por lo demás, no se distinguían sino dos borrachos en retirada bajando por la parte opuesta de la calle y, casi enfrente de la oficina de teléfonos, a un hombre grueso echando el cierre a su negocio de bar. Sam aguardó a que lo hiciera, conteniendo su impaciencia. Luego dobló la esquina y se metió con paso normal en la oficina.

Corinne Dermott estaba soñando despierta con hombres de potentes abrazos mientras leía una novela romántica y con un ojo atendía a la central. La conexión directa con el Campo de Instrucción tenía una marca roja especial. Desde hacía cinco o seis minutos no le hablan solicitado ninguna llamada de larga distancia…

Vio entrar al desconocido y no se alarmó, porque Sam no era del todo mal parecido y sí de una edad aceptable para ella, aparte de que avanzó pausado y con una leve sonrisa. Corinne consideraba que todo hombre joven era un candidato a su mano en potencia y aquél parecía estar en buena posición social a juzgar por sus ropas.

—Buenas noches —le dijo con su mejor sonrisa—. ¿Qué desea?

—Hola. Soy Henri Kloster, de las Fundiciones Kloster, en Austin. Voy de paso y se me ha ocurrido hacer una llamada. ¿Podría comunicarme con el Westpot 9494 de Houston? Es urgente.

Era algo sencillamente emocionante, un miembro de la poderosa familia Kloster ante ella… Corinne asintió, hecha puras mieles.

—No faltaba más. Ahora mismo…

Giró para efectuar la llamada. Y en el mismo momento, Sara sacó su automática velozmente —se había desabrochado la gabardina mientras hablaba— y se la plantó en la nuca.

—No te muevas, hermana.

El sobresalto dejó sin habla a Corinne. Dilató los ojos, abrió mucho la boca y agarrotó las manos, eso fue todo lo que pudo hacer.

Sam separó la pistola, alzándola y descargándole un bien medido golpe en la nuca. Gimiendo débilmente, Corinne fue a caer, sin sentido, pero el propio hampón lo impidió sosteniéndola. Rápidamente le quitó el casquete de los auriculares, manteniéndola sentada. Y miró hacia la puerta mientras la deslizaba hacia el suelo, tapada por el mostrador.

Rudy entró en aquel momento. Traía la metralleta oculta debajo de la gabardina y avanzó presuroso al encuentro de su compinche, echando una ojeada a las piernas de la telefonista, que emergían por detrás del mostrador.

—¿Muerta?

—No. Quédate aquí y ya sabes.

—Vete.

Rudy entendía mucho de teléfonos. Sacando la metralleta, la colocó sobre el mostrador y comenzó a manipular en el cuadro automático, mientras Sam cogía el arma larga tras guardarse la pistola y salía del local. Eran las doce y veintitrés minutos.

En aquel mismo momento el coche conducido por Lou Pritchard desembocaba en una de las calles que daban a la principal a ambos lados del edificio del banco.

A corta distancia, al este de la ciudad, el «Lincoln» negro se había detenido cerca de uno de los postes metálicos de la línea de alta tensión que proveía a Torrington, y también a Fort Benning, de electricidad. Marcello y «Dads» Gustafson corrieron al pie del poste portando uno de ellos varias cargas de plástico y el otro los detonadores. Eran hombres con nervios de acero, especialistas en la tarea que iban a realizar. Necesitaron sólo dos minutos para acoplar debidamente las cargas y conectarlas. Luego echaron a correr hacia la carretera…

Sam Prowsett avanzó por la acera tranquilamente hacia la oficina del sheriff. Una pareja de enamorados se había detenido dentro de un coche a corta distancia, en la acera de enfrente, y salieron, poniéndose a despedirse junto a la puerta de una de las casas. Venía canturreando y haciendo eses un semiborracho desde la parte del Banco; dos hombres salieron en animada conversación del «Jackie’s Bar»; uno de los agentes de servicio estaba parado delante del Banco y mirando en aquella dirección…

Pero Sam Prowsett tenía los nervios bien templados. Ocultaban la metralleta bajo la gabardina, a la parte derecha, y con la izquierda fumó ostensiblemente mientras seguía avanzando, calculando el tiempo…

Eran en punto las doce y veinticinco minutos cuando alcanzó la entrada de la oficina del sheriff. Giró y entró con tanta naturalidad que el agente Abel Suárez, desde cien metros escasos más abajo, y la pareja de novios, unos cuarenta más arriba y enfrente, los dos hombres que salieron del «Jackie’s» y venían ya avanzando por la acera, nada recelaron…

Había un breve pasillo desde la entrada a la puerta de la oficina del sheriff, cosa de dos metros. Sam extrajo la metralleta y la empuñó, apretó la boca y sus ojos destellaron con fría crueldad. Allí dentro sonaba tranquila la conversación de los agentes…

El sheriff Addington estaba apurando su taza y ya se había levantado; el agente Carlsson daba la espalda a la puerta y Dawes estaba de costado, ambos fumando y bebiendo su café.

—Bueno, mucha…

El sheriff nunca pudo terminar de expresar su propósito de irse a la cama. Vio aparecer a un desconocido en la puerta, empuñando una metralleta, y durante una fracción de segundo la sorpresa lo inmovilizó. Sus dos agentes vieron cómo cambiaba de expresión, trataron de averiguar por qué…

Sam apretó el gatillo y la habitación se llenó de estampidos y del humo acre de la pólvora. Los tres hombres de la Ley se derrumbaron como muñecos rotos…

En la calle, el agente Suárez oyó el tableteo de ametralladora como los demás y, como ellos, durante acaso cinco segundos quedó paralizado por lo insólito. Luego echó mano a su revólver mientras en la calle quedaba una violenta expectación.

El coche de los forajidos, remolcando al cañón, aceleró en la calle transversal y salió por la espalda del agente cuando ya echaba a correr. Desde la ventanilla, Leskowitch tenía un blanco perfecto. Apretó el gatillo y media docena de proyectiles casi cortaron por la cintura al infortunado Suárez, que murió instantáneamente.

Los dos hombres que habían salido del bar y la pareja de novios aún no habían reaccionado ante la tremenda violencia súbitamente desatada ante sus ojos y dentro de los locales de diversión, así como en las casas, donde los ciudadanos descansaban plácidamente, se había hecho un súbito silencio que pareció apoderarse de la ciudad…

Pritchard frenó en seco y los tres forajidos abrieron las portezuelas del vehículo, saltando al exterior. Leskowitch empuñaba la metralleta y los otros dos ningún arma. Mientras el primero quedaba alerta, Ernie y Pritchard llegaron al cañón y lo soltaron del automóvil, haciéndolo girar, abriendo sus brazos de sujeción y colocándolo en posición con la experta celeridad de soldados bien entrenados.

El agente Chubbock venía sin prisas por la otra calle lateral cuando sonaron los disparos dentro de la oficina del sheriff. Se paró, alertándose. Luego, sacó su pistola y corrió hacia la calle mayor. Le faltaban una docena de metros para llegar a ella cuando escuchó la ráfaga de la metralleta de Leskowitch que acabó con el agente Suárez, pero no se detuvo, sino que siguió adelante, aunque con más precauciones, y al llegar a la esquina vio a la aterrada pareja de novios inmóvil en el portal de la casa de la muchacha, mirando hacia su frente, ella abrazada a él…

Listo a disparar, asomó lentamente la cabeza. Vio el «Chrysler» detenido delante del Banco, pero no a Leskowitch…

Éste sí lo veía pero, agazapado tras el vehículo, aguardó a que asomara un poco más. Mientras, Ernie y Pritchard ya habían colocado el cañón encarado a la pared del edificio.

Más arriba, Sam Prowsett salió de la oficina del «sheriff» empuñando su metralleta y envió una ráfaga contra los dos hombres parados en la acera, aunque alta. Ambos se tiraron al suelo de inmediato. Y cuando giró su arma hacia los novios, ellos hicieron lo mismo velozmente.

Pero su acción desconcertó al agente Chubbock, haciéndole cometer un error fatal. Volvióse para tratar de descubrir al tirador y al hacerlo se descubrió a Leskowitch, que disparó, alcanzándole de lleno. Chubbock cayó haciendo una pirueta trágica…

Ernie y Pritchard ya estaban en posición. El segundo soltó el seguro y el primero empuñó la palanca de disparo…

En la mejor planeada operación de combate siempre hay que conceder un margen a imprevistos. La banda había tenido en cuenta todos los detalles, pero no pudieron prever que la pareja de policía militar —un cabo y un soldado— normalmente dejada todos los domingos por la noche para recoger a posibles militares rezagados y ayudar en caso necesario a la policía local se encontrara en el momento de iniciarse el asalto realizando un registro en las habitaciones del hotel situado casi frente a la oficina del sheriff. Aquel hotel solía hacer un excelente negocio con los soldados y las chicas alegres, pero por lo mismo cuando había problemas se daban buena prisa en llamar a la policía militar. Y cierto recluta que había bebido más de la cuenta y tenía el alcohol agresivo motivó una llamada cinco minutos antes de que Los atracadores iniciaran su acción. Los dos hombres de la policía militar habían reducido de modo contundente al agresivo soldado y se lo llevaban hacia el vehículo que tenían aparcado unas cuatro manzanas más allá cuando estalló el tiroteo. Pasado el primer sobresalto reaccionaron dejando al soldado en tierra y sacando sus armas, bajaron corriendo al vestíbulo y corrieron a la puerta, mirando hacia fuera y descubriendo a Sam Prowsett que hacía fuego con su metralleta hacia la pareja de novios.

El cabo alzó su pistola y apuntó un instante, haciendo un solo disparo. Era un excelente tirador y Sam estaba solo a veinticinco metros de distancia. Le metió un proyectil en la cabeza.

Sam Prowsett pegó un estirón y cayó aparatosamente enviando balas alocadamente al cielo antes de soltar la metralleta. El cabo y el soldado trataron de salir.

Leskowitch giró veloz, descubrió a los dos soldados e hizo fuego sobre ellos con demasiada precipitación. El soldado recibió un proyectil en el muslo izquierdo, alto, y cayó sobre la rodilla sana mientras el cabo se apresuraba a parapetarse gritándole que se tirara al suelo…

Ernie pulsó el disparador. Sonó un seco estampido y el proyectil de 7,7 pegó contra la pared del banco, estallando con fuerte estruendo que borró el ruido de las ráfagas de metralleta conque Leskowitch barría la entrada del hotel.

En el mismo instante, a trescientos metros de las últimas casas de la ciudad, por la carretera 28, las cargas de plástico hicieron estallar la base de la torre metálica del fluido eléctrico, destrozando las patas de la misma y haciéndola saltar por los aires para caer estrepitosamente.

De modo instantáneo, todas las luces de la ahora sobresaltada ciudad se apagaron, dejando a oscuras a sus habitantes.

El cabo aprovechó el apagón para ayudar a su compañero a arrastrarse dentro del hotel, donde por todas partes ya surgían gritos histéricos, llamadas, preguntas, ruidos, juramentos nerviosos…

—¡Están asaltando el Banco hasta con cañones! —gritó a una nerviosa pregunta a sus espaldas—. ¡Traten de comunicarse con Fort Benning!

Pero Rudy había realizado una eficaz labor y la central telefónica estaba destruida, aunque los sobresaltados ciudadanos que llamaban desde sus casas solicitando información tuvieron la sensación de que simplemente estaba bloqueada por el exceso de llamadas. Pistola en mano, vio surgir fogonazos de la puerta del hotel y disparó velozmente hacia allí, alcanzando al cabo en el hombro izquierdo y la cara y haciéndole caer, fuera de combate. Luego corrió hacia el Banco en ayuda de sus compinches.

Ernie y Lou Pritchard no se ocupaban de lo que ocurría a sus espaldas. El segundo había servido en el ejército en una unidad de cañones de aquel tipo y no necesitaba luces. Recargó el cañón velozmente y Ernie volvió a disparar.

Los dos proyectiles bastaron para abrir en la pared del Banco un agujero más que suficiente para que un hombre se pudiera introducir en él. Ernie y Pritchard se enderezaron y sacaron aprisa del coche el «bazooka» con los proyectiles mientras Ernie preguntaba duramente a Leskowitch:

—¿Qué pasó?

—Había dos policías militares en el hotel, han matado a Sam, me parece. Yo liquidé a uno…

—¿Y Rudy?

—Creo que ya viene, le he visto disparar al hotel…

—Que se quede cubriendo contigo la calle.

El «Lincoln» negro, con los faros delanteros apagados, venía velozmente por el otro lado de la calle completamente a oscuras. Vito Marcello lo conducía y «Dads» Gustafson iba a su lado empuñando una metralleta. Las luces traseras de posición del otro coche les servían de guías. Ambos se habían calado sendas máscaras antigás. Frenaron en seco a dos o tres metros del cañón, abrieron las portezuelas y saltaron a tierra. Un silencio impresionante llenaba ahora la calle, aunque en el interior de todos los edificios cercanos se podían percibir las llamadas y los gritos histéricos de sus ocupantes, completamente desconcertados y asustados por el fuego de metralleta y de cañón, la súbita oscuridad y la absoluta ignorancia de lo que sucedía.

Ernie, que ya estaba con su máscara en la mano, gritó a los que llegaban:

—¡A la brecha, lanzad las granadas!

Vito Marcello se adelantó, sacando del bolsillo una de las dos granadas de gas que allí llevaba, le quitó el seguro y la lanzó dentro del Banco. Velozmente, lanzó la segunda granada. Ernie, empuñando una automática, lo separó de un empujón y se metió en el Banco el primero. En su mano izquierda llevaba una linterna eléctrica. Pritchard corrió tras él con el «bazooka» y lo siguió Marcello, cerrando la marcha Leskowitch, ya también con su máscara puesta. Rudy estaba jadeante cuando se parapetó detrás del «Chrysler» gritándole ronco a «Dads»:

—¡Creo que han matado a Sam!

Inmediatamente, los dos comenzaron a disparar sobre las ventanas y las puertas, al azar, simplemente para que cundieran el pánico y el desconcierto.