CAPÍTULO X

Ernie y sus dos compinches realizaron un vuelo tranquilo. Media hora después de despegar estaban cruzando la cosía mejicana cuarenta millas al Sur de Matamoros y el avión proseguía su ruta hacia el interior.

—Llegaremos a destino a las cuatro y veinte, como estaba previsto.

—¿Dónde es eso?

—Un pequeño campo de aviación para aparatos ligeros situado cerca de una pequeña ciudad llamada Cerros. Carece de inspección internacional y el jefe del campo ha sido convenientemente aleccionado. Habrá dos hombres esperándonos allí. El piloto alegará un aterrizaje de emergencia por una pequeña avería y mientras se retiene la atención de los funcionarios, pocos y abúlicos, sacaremos las cajas llevándolas al automóvil que estará esperándonos…

Todo sucedió tal y como se había planeado. A las cuatro y veinte de la madrugada el avión pidió permiso al campo de aviación para aterrizar por avería supuesta en uno de los motores y el permiso le fue inmediatamente concedido. Los tres hampones se apresuraron a colocar las cajas cerca de la puerta. El aparato tomó tierra sin novedad en una pista más bien pequeña y, desde luego, en no muy buenas condiciones. Al fondo había unos edificios y una torre de control no demasiado moderna. En un «jeep» parecían llegar ayudas y sólo dos empleados del campo se encontraban señalando la maniobra al bimotor.

—Listos en cuanto pare.

Apenas el avión se hubo detenido Pritchard abrió la puerta. Ernie y Leskowitch ya tenían cada uno una caja en las manos.

Por la parte opuesta a aquélla por donde venía el «jeep» otro vehículo de la misma clase se acercaba ocupado por dos hombres. Su conductor realizó una hábil maniobra y fue a colocarlo casi pegado a la panza del avión, más o menos debajo de la portilla. Rápidamente, las cuatro cajas metálicas cayeron dentro de la parte trasera del vehículo y Ernie las siguió, en ágil salto. Inmediatamente maniobró el «jeep», dio una vuelta casi completa y se alejó a toda velocidad hacia la parte oscura del campo. Lucían altas las estrellas en los jirones de cielo despejado y un viento bastante fuerte, seco, procedente de los lejanos montes, barría la campiña…

Ernie tenía su pistola empuñada cuando se encaró con los dos que iban delante, pero la mantuvo oculta en el interior de la gabardina:

—¿Hay novedad?

—Ninguna. ¿Y ustedes?

—Todo bien. ¿El coche?

—Aguarda en la carretera.

—Adelante.

El «jeep» dejó los terrenos del campo de aviación y dio tumbos por un descampado durante unos cien metros, hasta salir a una carretera amplia. Doscientos metros más allá se encontraba detenido un automóvil de marca americana, oscuro y con los faros apagados.

El «jeep» se detuvo a su lado y Ernie saltó a tierra antes de que lo hicieran los otros.

—Metan tres cajas en el portaequipajes. La otra en el asiento trasero.

Aquellos hombres también creían estar colaborando en una operación de contrabando. Obedecieron prestamente. Vestían de modo parecido a como los forajidos y eran norteamericanos.

Ernie vigiló la rápida operación mientras veía a lo lejos las luces del avión que los trajera. Luego les ordenó:

—Regresen. Ya saben lo que tienen que hacer.

Ellos volvieron a montar en el «jeep» y se alejaron hacia el campo de aviación. Ernie se guardó la pistola y encendió un cigarrillo. Todo marchaba perfectamente…

Pritchard y Leskowitch estaban parados en la puerta cuando llegó el jefe del campo, hombre de poblados bigotes, con un empleado en otro «jeep». El piloto ya había salido de la cabina y fue quien tomó la iniciativa.

—Noté ratear uno de los motores y decidí no arriesgarme, Llevo a dos pasajeros desde Houston, Texas, a Ciudad Méjico.

Llegaron unos mecánicos, luego otros dos o tres empleados. El jefe del campo impartió unas órdenes y al poco quienes no estaban en la cabina se encontraban al otro lado del avión, examinando el motor presuntamente averiado.

Dos hombres trajeados de forma parecida a los forajidos llegaron tranquilamente al paso, desde el «jeep» detenido a corta distancia y sin que nadie pareciera ocuparse de ellos.

—Váyanse. Su amigo los espera en la carretera. Pritchard y Leskowitch caminaron aprisa hacia el «jeep». Los otros dos se apresuraron a subir al aparato. Cuando la gente del campo los viera allí dentro no iban a presumir la suplantación, la inmensa mayoría ni les vieron la cara…

Ernie estaba parado junto al automóvil aguardando a sus compinches. No pasó ni un solo vehículo por la carretera desde que lo dejaron solo. Ahora sí lo hizo un camión bastante desvencijado, pero su conductor y su ayudante no parecieron ocuparte demasiado del automóvil detenido reglamentariamente con todas sus luces de posición encendidas.

El «jeep» se paró detrás del turismo y los dos hampones lo abandonaron, reuniéndose con Ernie, subieron los tres, Lou volvió a tomar el volante y el automóvil se puso en marcha, alejándose sin demasiada prisa.

Ernie encendió su linterna y desdobló el plano de carreteras que había tomado de la parte delantera del coche. Con brillante tinta verde, fluorescente, estaba perfectamente señalizada la ruta.

—Sigue por seis kilómetros y luego tuerce a la derecha. Caminaremos tres más y entraremos en la carretera general.

—¿Cuándo llegaremos a Ciudad Méjico?

—A mediodía o algo antes, depende de la densidad del tránsito.

—¿Y una vez allí?

—Directamente al aeropuerto. Nos estarán esperando. Las cajas metálicas serán disimuladas para pasarlas sin despertar sospechas.

Ninguno de los tres sentía sueño. Habían dormido el día anterior hasta primeras horas de la tarde y la excitación los mantenía despejados, serenos.

A la salida del sol Ernie relevó a «Rony» al volante. Corrían ahora a velocidad normal por una excelente carretera y atravesando majestuosos paisajes de montañas y valles, derechos al Sur…

A las once y cuarto de la mañana penetraron en los arrabales de Ciudad Méjico. Poco después, Ernie detuvo al coche y ordenó a Leskowitch:

—Tú sabes algo de castellano. Compra los periódicos.

Había un puesto de Prensa a corta distancia, regentado por un muchacho de mirada despierta. Leskowitch fue allí y al poco regresaba cargado con varios periódicos.

—No han llegado aún los americanos —dijo al entrar.

—Examina ésos.

—Bien… Aquí está. Vaya, nos ponen en primera página…

Ernie echó una ojeada, mientras Pritchard lo hacía por encima del asiento.

La noticia venía con grandes titulares: «Importante robo en Texas. Los ladrones utilizan artillería para robar pagas del Ejército. Seis policías asesinados, dos soldados heridos, uno de los atracadores muerto».

Debajo, dos telefotos tremendamente expresivas. En una la oficina del sheriff Addington, con él y los policías Carisson y Dawes acribillados a balazos. En la segunda, el boquete abierto en la pared del Banco y, un poco más lejos, el agente Suárez…

Los tres forajidos se miraron.

—Hum…

—Lee lo que dice, vamos.

Leskowitch deletreó lentamente la noticia; luego la resumió con indiferencia.

—No tienen ni idea de nuestra identidad, tampoco saben dónde estamos. Lo único que dice es que somos unos salvajes asesinos y que toda la policía de Texas, la federal y hasta las Fuerzas Armadas, andan siguiéndonos el rastro.

—Pues que sigan buscándolo…

Ernie no dijo nada. Daba por descontado que se les iba a buscar con todos los medios posibles, pero la operación había sido planeada por un genio y ejecutada sin un fallo. Jamás conseguirían atraparlos…

Llegaron sin novedad al aeropuerto. Un hombre joven, bien trajeado, fumaba despaciosamente como aguardando a alguien al borde de la acera. Ernie condujo allí al coche y lo detuvo. El hombre aquél abrió tranquilamente la portezuela y entró, acomodándose en el asiento y mirando a Pritchard y Leskowitch con una sonrisa.

—Soy Manuel Mederos —dijo—. Supongo que les hablaron de mí.

—Indíquenos el camino —le contestó Ernie secamente.

—Seguro. Doblen por esa esquina de la derecha y párense un poco delante de donde yo les indique…

Terminaron entrando en una especie de almacén de modestas proporciones. Allí sólo había un hombre ya viejo que no parecía nada curioso. Y también dos hermosas cajas de embalaje, con viruta suficiente para ocultar las que traían los forajidos. Un trabajo de quince minutos escasos dejó perfectamente ocultas las segundas en las primeras, éstas con una serie de rótulos advirtiendo que contenían equipo científico. Luego, las cajas fueron subidas a una furgoneta y Mederos tomó el volante.

—Vayan directos al aeropuerto, ya estarán esperándoles. Yo me encargo de los bultos…

—¿No habrá problemas? —Inquirió Pritchard cuando salían del almacén. Ernie denegó.

—Todo está previsto. Ése, como los demás, imagina estar acarreando droga en bruto.

No tuvieron ninguna dificultad para encontrar al otro enlace, un hombre joven vestido como los pilotos civiles y de simpática sonrisa, que estaba examinando una de las tablas de horario de vuelos y se les acercó en cuanto Ernie, parándose debajo de determinado reloj del vestíbulo, hizo un comentario acerca de la posibilidad de que hubiera buen tiempo para cazar en Sierra Madre.

—Buenos días, señores. Soy Agustín Robles, su piloto.

Ya estaba esperándoles. El avión lo tengo listo, síganme…

Sí, todo resultaba sorprendentemente fácil, como suele serlo aquello que ha sido planeado con sumo cuidado y sin dejar nada al azar. Los tres forajidos pasaron tranquilamente por delante de policías de uniforme y de paisano que no sospecharon su conexión con el sangriento robo que a la sazón mantenía en vilo a la opinión pública mundial, penetraron en la zona reservada a vuelos por el interior del país y subieron a un monomotor de turismo, de seis plazas, en el cual acababan de ser cargadas dos cajas con instrumental científico.

Apenas diez minutos después de su llegada, el aparato despegó y remontó el vuelo, dio un amplio rodeo en el cielo nuboso y se encaminó como una flecha plateada hacia el Sur.

Precisamente en aquellos momentos, a muchos kilómetros al Norte, en la prisión de San Quintín, el presidiario número 36 284, se encontraba entregado a la tarea de arreglar uno de los estantes de la Biblioteca. Se detuvo en mitad de la misma, abrió mucho la boca como si de pronto le faltase el aire, hizo una mueca de dolor intenso, se apretó una mano crispada sobre el corazón, quiso decir algo y cayó de la escalera como fulminado.

En aquellos momentos se encontraba solo y durante casi diez minutos nadie se dio cuenta de lo que sucedía, porque era un poco antes de la hora de lectura y el otro preso que trabajaba en la biblioteca hallábase al lado opuesto, muy ocupado también.

Uno de los guardianes del presidio entró, como se hacía siempre, a inspeccionar la Biblioteca antes de abrirla a los convictos. El hombre cambió unas palabras con el otro preso y caminó sin prisa hacia el punto donde había caído el número 36 284, descubriéndolo de pronto y lanzando una llamada de alarma, a la cual acudió inmediatamente su compañero. Ya estaba el vigilante arrodillado sobre el caído y examinándolo.

—Ha debido ser un colapso —dijo—. Llame a mi compañero, rápido.

Cinco minutos más tarde llegaba el médico de la prisión. También el oficial de servicio. El examen del médico fue muy rápido.

—Está muerto —diagnosticó—. Un colapso cardíaco, al parecer. De todos modos convendrá hacerle la autopsia.

Uno de los vigilantes tomó del suelo el libro que el preso número 36 284 tenía en la mano cuando le sobrevino el colapso y se dispuso a colocarlo en su puesto de la estantería. Casualmente le echó una ojeada y descubrió algo que nunca hubiera descubierto porque, desde luego, no era nada aficionado a la Arqueología.

—Teniente, mire esto, por favor.

El oficial de guardia tomó el libro y miró lo que le indicaba su subordinado, una anotación hecha con tinta en la contratapa posterior.

—Cuatro, diecisiete, derecha… Hura… ¿Qué hay de este libro?

—Winninger lo tenía en su mano cuando le dio el colapso, sin duda. Yo lo descubrí y el libro estaba en tierra junto a él. Debió tomarlo de ahí arriba.

Desde la triple fuga de Ernie y sus compinches. Winninger se encontraba en la lista de sospechosos, aunque no se le había demostrado. El oficial miró al estante superior, a la cubierta del libro y, luego, tomó una decisión.