—¿Sabes lo que he estado pensando, Tommy?
—No lo sé. Acostumbras a pensar en muchas cosas, y con frecuencia en todas a la vez.
—Creo que ya es hora de que pienses en llevarme a algún baile.
Tommy recogió apresuradamente el periódico que había en el suelo.
—Nuestro anuncio se diría que está dando el golpe, ¿no te parece? —observó tratando de cambiar el tema de la conversación—. ¡Los brillantes detectives de Blunt! ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez, Tuppence, que tú y sólo tú resumes en tu persona a todos los brillantes detectives de Blunt? Toda la gloria es para ti, como diría Humpty Dumpty.
—Yo estaba hablando de baile —insistió Tuppence.
—Y hay un punto curioso que he observado en estos periódicos —añadió Tommy sin dar su brazo a torcer—. No sé si te habrás dado cuenta de ello. Toma, por ejemplo, estos tres números del Daily Leader. ¿Puedes decirme qué diferencia existe entre uno y otro? Tuppence los cogió con curiosidad.
—Es muy fácil —respondió después de inspeccionarlos unos instantes—. Uno es de hoy, otro de ayer y el otro de anteayer.
—Una contestación verdaderamente conmovedora, querida Watson. Pero no me refería a eso preci-samente. Fíjate bien en el encabezamiento, The Daily Leader. Compara los de los tres y dime si ves en ellos alguna diferencia.
—No la veo. Es más, no veo que exista.
—Me lo figuraba. Y sin embargo, lees los periódicos igual que yo, más si me apuras. Sólo que yo observo y tú, por lo visto, no. Si te fijas en el número de hoy, veras que en el centro del trozo vertical de la D de DAILY hay un pequeño circulito blanco y otro en la L de la misma palabra. Pero en la edición de ayer los dos circulitos blancos aparecen en la letra L de LEADER, y en la de anteayer los dos en la D de DAILY. En realidad el círculo, o círculos, aparecen siempre en lugares diferentes.
—¿Y por qué? —preguntó Tuppence.
—¡Ah! Eso es un secreto periodístico.
—Lo cual quiere decir que no lo sabes ni puedes imaginártelo siquiera.
—Yo digo meramente que eso es una práctica corriente en toda la prensa diaria.
—¡Qué listo eres, Tommy! —dijo Tuppence con sorna—. Sobre todo en el arte de querer cambiar el curso de una conversación. Volvamos ahora sobre lo que hablábamos antes.
—¿De qué hablábamos?
—Del baile en Las Tres Copas.
—No, no, Tuppence; al baile de Las Tres Copas, no. No soy lo bastante joven para ir a un sitio como ése. Te aseguro que he pasado ya de la edad.
—Cuando yo era una niña inocente —dijo Tuppence— me enseñaron a creer que los hombres, en especial los maridos, eran unos entes disolutos, amigos del baile y de la bebida y de permanecer en los clubes y lugares de recreo hasta altas horas de la noche. De que hacían falta esposas de excepcionales dotes y belleza para mantenerlos recluidos en sus casas. ¡Otra ilusión mía que se ha desvanecido! Todas las esposas que yo conozco están suspirando por salir y bailar y tienen la desgracia de tener maridos que todavía usan gorros de dormir y se acuestan siempre antes de las diez de la noche. ¡Y tú, Tommy, que bailas tan bien...!
—Coba no, ¿eh?
—A decir verdad —prosiguió Tuppence—, no es sólo placer lo que yo busco en ese baile. Estoy interesada por este anuncio.
Recogió de nuevo el Daily Leader y leyó en voz alta lo que acababa de mencionar:
—«Aceptaría subasta con tres corazones. 12 bazas. As de espadas. Imprescindible achicarse al Rey.»
—Un modo un poco raro de aprender a jugar al bridge —fue todo el comentario que se le ocurrió hacer a Tommy.
—¿Y tu idea del anuncio es...?
—Que «los tres corazones» pudieran referirse al baile de Las Tres Copas (corazones o copas representan lo mismo); «12 bazas», a las doce de la noche, y el «As de Espadas», al restaurante que hace unos instantes te he mencionado.
—¿Y qué hay de «imprescindible achicarse al Rey»?
—No lo sé; eso es precisamente lo que trataremos de averiguar.
—No sé por qué, Tuppence, pero me figuro que estás proponiéndome una tontería. ¿Quién eres tú para meterte en mensajes secretos de los enamorados?
—No pienso meterme. Lo que yo propongo es simplemente algo interesante en nuestra labor. Necesitamos un poco de práctica.
—¡Práctica! ¿Por qué no dices claramente que lo que tú quieres es juguetear? Tuppence se echó a reír desvergonzada. —Sé complaciente una vez en la vida, Tommy, y procura olvidar que tienes treinta y dos años y una cana en la ceja izquierda.
—Bien, bien. Nunca he sabido negarme a una súplica de mujer. ¿Qué quieres? ¿Que haga el tonto embutido en uno de esos ridículos trajes de máscaras? ¿Eso sólo deseas? —preguntó.
—Exacto, pero eso déjalo de mi cuenta. Tengo una idea genial.
Tommy la miró con recelo. Sentía verdadero terror por las «genialidades» de su esposa.
Cuando volvió al piso la noche siguiente, Tuppence salió presurosa a recibirle.
—Ya ha venido —anunció gozosa.
—¿Y qué es lo que ha venido?
—El disfraz. Ven a verlo.
Tommy la siguió. Extendido sobre la cama había un uniforme de bombero, sin olvidar el reluciente casco.
—¡Dios mío! —aulló Tommy—. ¿Habrás tenido el humor de inscribirme como voluntario en la brigada de incendios de Wembley?
—Vuelve a pensar —replicó Tuppence—. Veo que todavía no has comprendido mi idea. Usa esa poca materia gris que aún te queda en el cerebro, mon ami. ¡Centellea, Watson! Sé un toro que lleva ya más de diez minutos en la arena.
—Espera un momento. Parece que empiezo a comprender. Hay algo siniestro en todo esto. ¿Qué traje piensas tú llevar, Tuppence?
—Un traje viejo tuyo, un sombrero de fieltro y unas gatas de armazón de concha.
—Burdo, pero comprendo su finalidad. McCarty de incógnito; yo, Riordan.
—Lo acertaste. Creí que debíamos practicar un poco los métodos americanos de averiguación. Por una vez voy a ser yo la estrella y tú mi humilde ayudante.
—No te olvides —le advirtió Tommy— de que es una simple observación hecha por el inocente Denny lo que pone a McCarty sobre la verdadera pista. Tuppence, saturada de euforia, se limitó a reír. Fue una noche inolvidable. El gentío, la música, los trajes fantásticos, todo conspiró para que la joven pareja se divirtiera de lo lindo. Tommy acabó por olvidarse de su papel de marido gruñón que a la rastra se deja llevar por las veleidades de una esposa caprichosa y asaz divertida.
A las doce menos diez agarraron el coche y se dirigieron al famoso, o ignominioso. As de Espadas. Como había dicho Tuppence, era un antro subterráneo, de aspecto ordinario e indigno, pero, no obstante, atestado de parejas, todas con su correspondiente disfraz, muchas de ellas alojadas en el sinnúmero de reservados colocados a lo largo de las paredes y cuyas puertas corredizas se cerraban casi invariablemente después de dar acceso a sus alegres ocupantes. Tommy y Tuppence lograron hacerse con uno de éstos y se sentaron, dejando las suyas entreabiertas con objeto de no perder de vista lo que en el exterior ocurría.
—Me gustaría saber dónde está nuestra parejita de marras —dijo Tuppence—. ¿Qué te parece aquella Colombina escoltada por el flamante Mefistófeles?
—Yo creo más bien que son aquel Mandarín y la señorita vestida de Acorazado, de Crucero Ligero diría yo, que le acompaña.
La muchacha en cuestión se dirigió al reservado contiguo ocupado por nuestro matrimonio, seguida de cerca por «el caballero vestido con papel de periódico» de Alicia en el País de las Maravillas. Ambos llevaban el rostro cubierto por un antifaz y, por la seguridad con que se movían, debían ser asiduos clientes del As de Espadas.
—Estoy segura de que estamos en un verdadero antro de iniquidad, Tommy. Escándalos por todas partes. ¡Y qué griterío!
Un chillido como de protesta partió del reservado adjunto, chillido que fue rápidamente sofocado por una estruendosa carcajada que lanzó el caballero. La cosa no pareció tener importancia alguna. Todos reían y vociferaban allí.
—¿Qué te parece aquella Pastora? —preguntó Tommy—. La que va con el que parece un francés de opereta. Quizá sean los que buscas.
—¡Quién sabe! Pero lo gracioso es que, por la razón que fuere, esto parece divertirme mucho más de lo que nos figurábamos.
—Con otro traje me divertiría más. Pero no tienes idea de lo que estoy sudando con ese que me has dado.
—No digas eso, Tommy. Te advierto que estás monísimo.
—¿Ah, sí? Pues siento no poder decir lo mismo de ti. Tú pareces una rata sabia o un pajarito acabado de freír.
—Habla con un poco más de respeto a tu jefe. ¡Caramba! El caballero empapelado parece que abandona a su dama. ¿Dónde crees que va?
—Seguramente donde yo terminaré por ir. A encargar unas bebidas.
—Parece que tarda un poco más de lo debido —dijo Tuppence, después que hubieron pasado unos cuatro o cinco minutos—. Tommy, quizá me tomes por una tonta pero... Se detuvo.
De pronto se puso en pie como movida por un resorte.
—Bien, llámame entrometida si quieres, pero yo me voy a ver qué es lo que pasa allí al lado.
—Escucha, Tuppence. No debes...
—Tengo el presentimiento de que algo extraño está ocurriendo en estos momentos. Lo sé. No intentes detenerme. Salió precipitadamente seguida de Tommy y se dirigió al reservado inmediato. Sus puertas estaban cerradas, pero consiguió abrirlas sin gran dificultad.
La muchacha vestida con el disfraz de Reina de Copas aparecía sentada en un rincón, con el cuerpo grotescamente apoyado contra el hueco formado por la pared y una de las mamparas. Sus ojos les contemplaban con fijeza a través de la máscara, pero no hacía el menor movimiento. Su disfraz, de un atrevido diseño de rojo y blanco, mostraba en la parte izquierda más cantidad de rojo que el que naturalmente señalaban las líneas del dibujo.
Con un grito Tuppence se abalanzó hacia la postrada figura y se arrodilló a su lado. El pomo de una enjoyada daga sobresalía por debajo del punto en que debía estar el corazón.
—Pronto, Tommy. Aún respira. Vete a ver al gerente y dile que llame inmediatamente a un médico.
—Está bien. Procura no tocar la empuñadura de ese puñal, Tuppence.
—Así lo haré. ¡Corre!
Tommy salió disparado, cerrando las puertas tras sí. Tuppence rodeó el cuerpo de la herida con uno de sus brazos. Ésta hizo un ligero gesto, que Tuppence interpretó como de deseo de quitarse el antifaz, y así lo hizo, y descubrió una cara angelical y unos ojos grandes y azules en los que estaban retratados el terror, el sufrimiento y una especie de aturdimiento doloroso.
—Hija mía —dijo Tuppence con dulzura—, ¿puede usted hablar? Y en tal caso, ¿quiere decirme quién es el que ha hecho esto?
La muchacha clavó en su cara una mirada vidriosa, acompañada de profundos y palpitantes suspiros que presagiaban un próximo y fatal desenlace. Después entreabrió los labios.
—Fue Bingo —susurró con voz casi imperceptible. Al terminar de pronunciar estas palabras dobló la cabeza, que fue a caer pesadamente sobre el pecho de Tuppence.
Entró Tommy acompañado de dos hombres. El más corpulento de los dos se adelantó con aire autoritario como si la palabra «doctor» estuviese escrita por todo su cuerpo.
—Creo que ha muerto —dijo Tuppence con voz grave y depositando suavemente en el suelo su carga. El doctor hizo un rápido examen.
—Sí —comenzó—, nada podemos hacer ya por ella. Mejor será dejar las cosas tal cual están hasta que llegue la policía. ¿Cómo ocurrió esto?
—Es curioso el caso —comentó el doctor—. ¿Y dice usted que el hombre llevaba un disfraz? ¿Podría reconocerle si por casualidad se lo encontrara de nuevo? ¿Sería posible?
—Me temo que no. ¿Y tú, Tommy?
—Tampoco. Sin embargo, tenemos la pista de su disfraz —contestó Tommy.
—Lo primero que debe hacerse es tratar de identificar a esta pobre mujer —suspiró el doctor—. Pero, en fin, este asunto corresponde a la policía dilucidarlo. No creo que el caso presente ninguna dificultad. ¡Hombre, parece que aquí vienen!