Capítulo 20 La Hija Del Clérigo

Me gustaría dijo Tuppence paseándose pensativamente a lo largo del despachoque pudiésemos proteger o amparar a la hija de algún clérigo.

¿Por qué? preguntó Tommy.

Quizás hayas olvidado el hecho de que yo precisamente fui una de ellas. Y recuerdo perfectamente lo que esto significó para mí. Así comprenderás ese impulso altruista que yo siento por las de los otros; ese...

Veo que estás ya dispuesta a convertirte en Roger Sheringham, y si me permites una pequeña crítica, te diré que es posible que hables tanto como él, pero nunca tan bien.

Al contrario repuso Tuppence—, hay en mis palabras sutileza, un artificio, un no sé qué, que ningún varón puede aspirar a poseer. Tengo, además, fuerzas desconocidas para mi prototipo. ¿He dicho prototipo? Las palabras en sí no tienen ningún valor. A menudo suenan bien, pero significan lo contrario de lo que uno piensa.

Sigue dijo amablemente, Tommy.

Iba a hacerlo. Me detuve sólo para tomar aliento. Haciendo uso de estos poderes, es mi deseo el de poder ayudar hoy mismo a la hija de algún clérigo. Tú verás, Tommy, como la primera que se enrole solicitando la ayuda de los brillantes detectives de Blunt, ha de ser precisamente lo que yo digo.

Te apuesto lo que quieras a que no.

Aceptada la apuesta contestó Tuppence—. Sisst. Cada uno a su puesto. ¡Oh, Israel! ¡Aquí viene una!

Un furioso tableteo de máquinas de escribir dio la sensación de que las oficinas estaban en plena actividad.

Albert abrió de pronto la puerta y anunció:

Mistress Mónica Deane. Una Joven delgada, de pardos cabellos y un tanto pobre en el vestir, entró y se detuvo vacilante. Tommy se adelantó a recibirla.

Buenos días, miss Deane. ¿Quiere tener la bondad de sentarse y decirnos lo que desea? A propósito, permítame que le presente a mi secretaria confidencial, miss Sheringham.

Encantada de conocerla, miss Deane dijo Tuppence—. Su padre pertenecía a la Iglesia, ¿no es verdad?

Sí, ¿cómo lo sabe?

Oh, tenemos nuestros métodos para averiguarlo. Espero que no se habrá molestado al ver que me meto donde quizá no me corresponde. Pero a míster Blunt le gusta oírme hablar de vez en cuando. Dice que acostumbra a sacar buenas ideas de mi charla.

La muchacha se la quedó mirando con ojos que revelaban una gran ansiedad.

¿Quiere usted contarnos su historia, miss Deane? preguntó Tommy.

Ésta se volvió a él dibujando una triste sonrisa.

Es una larga historia que quizá le parezca un poco rara comentó la muchacha—. Me llamo Mónica Deane y mi padre fue rector de Littie Hampsley en Suffolk. Murió hace tres años dejándonos a mi madre y a mí poco menos que en la miseria. Yo me puse a servir de gobernanta pero quedó inválida mi madre y hube de regresar a casa para atenderla. Estábamos ya casi al borde de la desesperación cuando un día recibimos una carta de un notario participándonos la existencia de un legado que una tía de mi padre había hecho, al morir, a mi favor. Años atrás había oído hablar de esta tía, de sus peleas con mi padre y de que ocupaba una posición bastante desahogada. Creí que aquella herencia habría de poner fin a nuestros apuros, pero no fue así. Heredé, en efecto, la casa en que había vivido, pero dinero no hubo más que el estrictamente necesario para pagar derechos y gastos generales ocasionados por el papeleo. Supongo que lo perdería durante la guerra o que se había visto precisada a vivir del capital. No obstante, teníamos la casa de la que no tardamos en recibir una proposición de compra, por cierto bastante aceptable. Algo, sin embargo, que todavía no he podido explicar, me obligó a rechazar la oferta. Como el departamento en que vivíamos era en extremo reducido, decidí trasladarme a La Casa Roja, era así como se llamaba la propiedad, y donde además de mayor comodidad para mi madre disponíamos de suficientes habitaciones cuyo alquiler habría de proporcionarnos dinero suficiente para ayudar a los gastos.

»Llevé a cabo mi plan, a pesar de una nueva oferta hecha por el mismo caballero que pocos días antes había hecho la proposición de compra. Al principio todo fue bien. Llovieron huéspedes contestando al anuncio que mandé insertar en los periódicos, y entre la vieja sirvienta de mi tía, que había decidido también continuar sus servicios con nosotras, y yo podíamos llevar a cabo todos los menesteres. De pronto empezaron a ocurrir cosas inexplicables.

¿Qué cosas?

No sé. La casa parecía estar encantada. Se caían los cuadros de las paredes, volaban objetos de loza por el aire y luego se rompían, y una mañana encontré que todos los muebles, sin excepción, habían sido cambiados de lugar. Al principio creí que se trataba de una broma, pero no tardé en desechar la posibilidad de esa explicación. Un día en que todos estábamos sentados a la mesa, oímos un terrible estrépito en el piso superior. Subimos y no encontramos a nadie. Sólo un mueble se encontraba fuera de su sitio y había sido arrojado al suelo con violencia.

¡Ah! exclamó Tuppence con interés—. Eso debe ser lo que los espiritistas llaman un poltergeisl.

Sí, eso mismo fue lo que dijo el doctor 0'Neill, aunque yo no sé en realidad lo que es.

Una especie de espíritu maligno que se entretiene en molestar a las personas explicó Tuppence que, a decir verdad, tampoco entendía gran cosa acerca de esa clase de cuestiones.

Bien, de todos modos, el efecto fue desastroso. Nuestros huéspedes abandonaron la casa tan pronto como les fue posible y lo mismo ocurrió con sus sucesores. Yo estaba ya desesperada, y para colmo de desdichas, nuestras pequeñas rentas cesaron de pronto debido a la quiebra de la compañía en la que habíamos depositado nuestros pequeños ahorros.

¡Pobrecilla! exclamó Tuppence, compasiva—. ¡Qué malos ratos ha debido usted pasar! ¿Quería usted, acaso, que mister Blunt se encargara de investigar esas cosas raras que ocurren en su casa?

No es eso, precisamente. Hace unos días vino a visitarme un caballero que dijo llamarse doctor 0'Neill. Nos dijo que era un miembro de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, que había oído hablar de las curiosas manifestaciones que tenían lugar en nuestra casa y que estaba dispuesto a comprarla para hacer en ella sus propios experimentos. Al principio me entusiasmó la idea. Parecía el único modo de poder salir del apuro en que nos hallábamos. Sin embargo...

––¿Qué?

Quizá me crean ustedes una soñadora. Y tal vez lo sea, pero... ¡No, no, estoy segura de no haberme equivocado! ¡Era el mismo hombre!

—¿Qué hombre?

El mismo que había querido comprarla con anterioridad. ¡Oh, estoy completamente segura de todo lo que digo!

¿Y qué razón se figura usted que había para que no lo fuera?

Se lo diré. Los dos hombres eran completamente diferentes. El primero era joven, moreno y elegantemente vestido. El doctor 0'Neill, si no los ha cumplido, ronda los cincuenta años, tiene barba gris, lleva lentes y camina un tanto encorvado. Pero al hablar con él observé que en uno de los dientes llevaba una corona de oro y que, por cierto, sólo la enseña cuando se ríe. Recordé que el otro hombre llevaba también un diente de oro, exactamente en el mismo lugar, y se me ocurrió mirarle las orejas. Menciono este detalle porque las del primero eran de una forma muy peculiar y carecían de lóbulo. Las del doctor 0'Neill eran idénticas. ¿No les parece que esto era mucha coincidencia? Estuve pensando y pensando y al fin decidí contestarle dándole largas al asunto. Yo había leído ya uno de los anuncios de míster Blunt, a decir verdad en un viejo periódico que usé para forrar uno de los cajones de la cocina, así es que, sin pensarlo ni un momento más, lo recorté y me vine con él a la ciudad, para confiar a ustedes mi caso.

Muy bien hecho dijo Tuppence moviendo vigorosamente la cabeza—. Es asunto que vale la pena de investigar.

Un caso muy interesante, miss Deane observó Tommy—. Lo estudiaremos con verdadero cariño, ¿no es verdad, miss Sheringham?

Sí, sí repuso ésta—, y tenga la seguridad de que, más tarde o más temprano, llegaremos al fondo de este aparente misterio.

Creo haber entendido, miss Deane prosiguió Tommy—, que los moradores de la casa consisten en usted, su madre y una vieja criada, ¿verdad?

Así es.

Bien. ¿Podría usted darme algunos detalles acerca de esta criada?

Se llama Crockett, y ha estado al servicio de mi tía durante mas de diez años. Es ya bastante vieja, desagradable en sus modales, pero buena sirvienta. Siente cierta inclinación en darse importancia porque, según dicen, una hermana que tiene se casó con un hombre de posición muy superior a la suya. Crockett tiene un sobrino a quien siempre designa con el pomposo nombre de «un perfecto caballero».

¡Hum...! gritó Tommy sin saber qué decir de momento.

Tuppence, que había estado observando detenidamente a miss Deane, habló de pronto con súbita determinación.

Creo que el mejor plan que en este momento se me ocurre, miss Deane, es el que nos fuéramos a comer juntas. Así tendrá usted tiempo para darme toda clase de detalles.

Excelente repuso Tommy.

Perdone mi curiosidad dijo Tuppence después que se hubieron sentado a la mesa en un pequeño restaurante de la vecindad—. ¿Existe alguna razón especial por la que usted quisiera ver este asunto resuelto?

Monica se sonrojó.

Pues... le diré...

Cuéntemelo sin miedo.

Hay dos hombres que..., que al parecer quieren casarse conmigo.

Vamos, la eterna historia. Uno rico, el otro pobre, pero es a éste a quien usted quiere en realidad. ¿Cómo lo sabe usted?

No se asuste, es una especie de ley de la naturaleza explicó Tuppence—. Es lo que les sucede a todas. Lo que me sucedió a mi, sin ir más lejos.

Como usted ve, ni aun vendiendo la casa tendríamos suficiente para vivir. Gerald es buenísimo, pero pobre como una rata, si bien hay que admitir que es un ingeniero muy inteligente y que, de haber tenido un pequeño capital, con gusto le habrían aceptado como socio en la compañía en que trabaja. Pero...

No siga usted le interrumpió cariñosamente Tuppence—. La comprendo. Podría usted estar enumerando todo un día sus virtudes sin que eso le sirviera para adelantar un ápice en el terreno de la solución. Monica movió la cabeza afirmativamente.

Bien dijo Tuppence—. Lo mejor será que vayamos después a su casa y estudiemos el asunto sobre el terreno. ¿Cuál es su dirección?

––La Casa Roja, Stourton sobre el Marsh.

Tuppence escribió las señas en su libro de notas.

––No le he preguntado empezó a decir Monicaacerca de... de sus honorarios.

Se ruborizó ligeramente al pronunciar las anteriores palabras.

—El pago se hace siempre según los resultados contesto gravemente Tuppence—. Si la solución del secreto de la Casa Roja es remunerativo, y así lo espero a juzgar por el ansia que hay en adquirir esa propiedad, cobraremos un pequeño porcentaje. De otro modo, absolutamente nada.

––Muchísimas gracias contestó la muchacha agradecida.

––Y ahora dijo sonriente Tuppence—, no vuelva a pensar en ello. Disfrutemos de la comida y hablemos de cosas más amenas, que todo saldrá bien, ¡se lo aseguro!