Mistress Beresford reflexionó unos instantes.
—¿Al Ritz? —respondió.
—Vuelve a pensar.
—¿A aquel rinconcito del Soho?
—No —dijo Tommy dándose importancia—. Si te he de decir la verdad, a una de las tiendas del ABC. A esta misma que aquí ves, para ser más exacto.
La condujo diestramente al interior del establecimiento y se sentaron frente a una mesa de mármol situada en un apartado rincón.
—Como ves, el lugar es inmejorable —dijo Tommy con satisfacción—. ¿Se puede pedir algo mejor?
—Oye, oye —preguntó su esposa—. ¿Cómo te ha entrado tan de repente ese amor por la simplicidad?
—Tú sabes ver, Watson, pero no observar. Ahora quisiera saber si alguna de esas altivas damiselas se digna fijar su atención en nuestras humildes personas. Ah, si, veo que una se dirige hacia aquí. Parece angustiada, pero estoy seguro de que en su subconsciente siguen bullendo las ideas de los huevos fritos y de los potes de té. Señorita, tenga la bondad de traer unas chuletas con patatas fritas para mí y una taza grande de café, un panecillo, mantequilla y una ración de lengua para la señora.
La camarera empezó a repetir desdeñosamente la orden, pero fue interrumpida por la voz de Tuppence, que le dijo:
—No, no, nada de chuletas con patatas fritas. Al caballero tráigale una tarta de queso y un vaso de leche.
—Una tarta de queso y un vaso de leche —repitió la camarera en tono más desdeñoso aún que la vez anterior.
—No era absolutamente preciso que me pusieras en ridículo —observó fríamente Tommy.
—Ya lo sé, pero no me negarás que tengo razón. ¿No has dicho que ahora eres «el viejo del rincón»? ¿Dónde tienes el pedazo de cuerda?
Tommy sacó de uno de sus bolsillos un enmarañado cordón e hizo dos nudos en él.
—Como ves, completo hasta el último detalle —murmuró.
—Sin embargo, cometiste un pequeño error al ordenar tu comida.
—Las mujeres sois tan literales en vuestro modo de discernir... —añadió Tommy—. Si hay algo que odio en este mundo es la leche y las tartas de queso. Las dos cosas tienen la virtud de revolverme la bilis.
—Sé un artista, Tommy, y contémplame cómo ataco a este plato de fiambre. No cabe duda de que la lengua es estupenda. Bien, ahora ya me tienes dispuesta a hacer el papel de Polly Burton. Haz otro nudo algo más grande y empieza.
—Antes de nada —dijo Tommy—, y hablando estrictamente en el terreno no oficial, permíteme que haga unas pequeñas divagaciones. El negocio no anda muy bien últimamente, y si éste no viene a nosotros, tendremos que ser nosotros quienes vayamos a él. Fijemos nuestras mentes en uno de los grandes misterios públicos del momento; en el Sunningdale, pongo por caso.
—¡Ah! —exclamó Tuppence con profundo interés—. ¡El misterio de Sunningdale!
Tommy sacó del bolsillo un arrugado recorte de periódico y ]o extendió sobre la mesa.
—Éste es el último retrato del capitán Sessle tal como apareció en el Daily Leader. Muy borroso, por cierto. Y al llamarle antes «misterio» me equivoqué. Debía haber dicho el presunto misterio de Sunningdale. Quizá lo sea para la policía, no lo niego, pero no para una persona que se precie de inteligente.
—Vuelve a tejer otro nudo —le aconsejó Tuppence.
—No sé hasta qué punto recordarás el caso —prosiguió reposadamente Tommy.
—Me lo sé de memoria —replicó sonriente Tuppence—. Pero no quiero interrumpir tu elucubración.
»Era frecuente ver al capitán Sessle practicando en las pistas a primera hora de la mañana y la creencia original fue que había muerto instantáneamente, víctima de una afección cardiaca. Pero un examen detenido del doctor reveló el hecho siniestro de haber sido asesinado, apuñalado en el corazón con un estilete muy significativo, el alfiler de un sombrero de mujer. También se comprobó que llevaba muerto más de doce horas.
»Esto dio un aspecto completamente diferente a la cuestión; no tardaron en aparecer nuevos datos que arrojaron un poco más de luz sobre el asunto. Prácticamente la última persona que vio con vida al capitán Sessle fue mister Hollaby, su amigo, y socio en la Compañía de Seguros Porcupine, que relató la historia de la forma siguiente:
»Sessle y él habían jugado juntos una ronda completa horas antes del suceso. Después de tomar el té, aquél sugirió la idea de jugar unos cuantos agujeros más antes de que oscureciese, cosa a la que Hollaby accedió. Sessle parecía de excelente humor y estaba en magnífica forma para el juego. Hay una vereda pública que cruza las pistas y se hallaban ya en la sexta meseta cuando Hollaby se dio cuenta de la presencia en ella de una mujer que se encaminaba en dirección al lugar en que ellos se encontraban. Era alta y vestía un traje de color marrón. Era todo cuanto podía recordar, ya que, a su juicio, ni él ni el capitán prestaron gran atención a su persona.
»La vereda en cuestión cruza frente al séptimo tee —continuó Tommy—. La mujer había pasado de largo y se detuvo a cierta distancia como en actitud de espera. El capitán Sessle fue el primero en llegar al tee, pues Hollaby se había dirigido al agujero a reponer este espigón. Cuando este último se dirigió al tee se sorprendió al ver que Sessle y la mujer discutían animadamente. Cuando se encontró más cerca, ambos se volvieron de pronto y Sessle chilló por encima del hombro: "Estaré de vuelta dentro de un minuto".
»Dice que a continuación se alejaron caminando juntos y enfrascados en una acalorada conversación. La vereda deja allí el terreno de juego y pasando por entre dos estrechos setos que bordean unos jardines viene a salir al camino de Windiesham.
»Fiel a su promesa y con gran satisfacción de Hollaby, reapareció el capitán Sessle en el momento en que otros dos nuevos jugadores se acercaban tras él y la visibilidad iba haciéndose cada vez menor. Reanudaron el juego y al punto Hollaby se dio cuenta de que algo grave debió haber ocurrido a su compañero. No sólo fallaba lamentablemente las tiradas, sino que en su cara se manifestaban síntomas de una fuerte inquietud y apenas si se dignaba contestar a las observaciones que con toda la buena fe se dignaba hacerle su compañero.
»Completaron el séptimo y octavo agujero y después el capitán Sessle declaró de modo brusco que no veía y que deseaba retirarse a su casa. Del sitio en que entonces se hallaba partía una especie de atajo que conducía directamente a la carretera de Windiesham, y Sessle lo tomó para llegar antes a su pequeña residencia. Hollaby habló con el comandante Barnard y mister Lecky, que eran los otros dos jugadores a quienes antes he hecho referencia, y les mencionó el súbito cambio que se había operado en su amigo. También éstos le habían visto hablar con la mujer del vestido color marrón, pero no estuvieron lo suficientemente cerca para poder verle la cara. Como aquél, se preguntaban qué motivos podría haber tenido Sessle para haberse trastornado de aquel modo tan incomprensible como radical.
»Regresaron juntos a la "Casa Club" y, por lo que se ha podido deducir, fueron las últimas personas que vieron con vida al difunto capitán. Ocurrió ello en un miércoles, que es el día en que expiden los billetes económicos para Londres. El matrimonio que se encargaba de la casita de campo de Sessle había ido a la ciudad según su costumbre y no volvieron hasta ya bien entrada la noche. Entraron en la casa, y, creyendo dormido a su amo, se retiraron tranquilamente a sus habitaciones. Mistress Sessle, su esposa, se encontraba en aquellos momentos ausente.
»Durante nueve días, el asesinato del capitán fue la comidilla de muchos hogares. Nadie podía sugerir un motivo plausible para el crimen. La identidad de una mujer alta con el vestido color marrón continuaba siendo un misterio. La policía, como siempre, fue acusada de negligencia. El tiempo, sin embargo, vino a probar lo contrario. Una semana después, una muchacha llamada Doris Evans fue arrestada y acusada de haber asesinado al capitán Sessle.
»Una muchacha vestida con chaqueta y falda de color rojizo había llegado por tren a eso de las siete de la noche y había preguntado por el camino que conducía a la casa del capitán Sessle. La misma mañana reapareció en la estación dos horas más tarde. Traía el sombrero ladeado y la cabellera en desorden y parecía hallarse presa de una viva agitación.
»En muchos aspectos nuestra policía es admirable. Con tan escasas referencias, consiguieron arrestar a la muchacha e identificarla como una tal Doris Evans. Se le acusó de asesinato advirtiéndole que cualquier cosa que dijera podría ser usada en su contra. Ella, no obstante, persistió en hacer una declaración que, con insignificantes variantes, fue la misma que repitió en otros interrogatorios.
»Su versión fue la siguiente: era mecanógrafa de profesión. Trabó conocimiento una tarde en el cine con un hombre bien vestido que, al parecer, se había prendado de ella. Su nombre, dijo, era Anthony, y sugirió que le fuese a visitar a su casita de campo de Sunningdale. No tenía la menor idea de que este hombre fuese casado. Habían convenido en que ella iría el miércoles, día, como recordarás, en que criados y esposa estarían ausentes. Por fin le confesó que su nombre completo era Anthony Sessle y le dio asimismo el nombre y señas de su casa.
»Se presentó en ella el día prefijado y fue recibida por Sessle, que acababa de llegar del campo de golf. Trató, dijo Doris, de mostrarse afable y cortés, pero había algo extraño en sus modales que casi le hizo arrepentirse de haber efectuado el viaje.
»Después de una comida frugal, preparada ya de antemano, Sessle sugirió la idea de un paseo. La muchacha consintió y juntos salieron a lo largo de la carretera internándose por el atajo que habría de conducirles a los campos de golf. De pronto, y cuando cruzaban frente al séptimo tee, dice que Sessle sacó un revólver y lo agitó amenazador en el aire.
»Todo ha terminado para mí, exclamó. Estoy arrumado, vencido, loco. Debo desaparecer, y tú conmigo. Mañana encontrarán nuestros cuerpos...
»Y así una serie de estupideces más. Había sujetado a Doris Evans por un brazo, y, comprendiendo ésta que se las había con un demente, hizo esfuerzos desesperados por librarse de sus garras, o, en su defecto, de apoderarse del arma que llevaba en las manos. En la lucha debió perder alguna hebra de sus cabellos, así como hilachas de su vestido, que quedarían prendidas en los botones de la chaqueta de Sessle.
»Finalmente, y con un esfuerzo supremo, dice que logró desasirse de sus brazos y correr como una loca a través de las pistas en espera siempre de la bala que habría de poner fin a sus esperanzas de salvación. Cayó dos veces de bruces sobre la hierba, pero logró rehacerse y llegar ilesa a la estación sin ser objeto, como temía, de alguna nueva persecución.
»Ésta es la historia relatada por Doris Evans y que, sin grandes variantes, ha repetido cuantas veces ha sido interrogada. Niega obstinadamente haber hecho uso de arma alguna en propia defensa, cosa que hubiese sido natural, dadas las circunstancias, y si me apuras, lo que más hubiese podido aproximarse a la verdad. En apoyo de su historia se ha encontrado un revólver entre unas matas que había no lejos del lugar en que fue encontrado el cadáver. Ninguna bala del mismo había sido disparada.
»No tardará en celebrarse el juicio, pero el misterio sigue siendo tan impenetrable como antes. Si hemos de creer en su declaración, ¿quién apuñaló al capitán Sessle? ¿La otra mujer? ¿La del vestido color marrón que tanto pareció contrariarle? Hasta ahora nadie ha podido explicarse la relación que esta desconocida pudiera tener con el caso. Apareció como por arte de encantamiento por una de las veredas que cruzan las pistas y luego desapareció con Sessle por el atajo, sin que haya vuelto a saberse nada de ella. ¿Quién era? ¿Una residente de la localidad? ¿Una visitante de Londres? Y si fue esto último, ¿cómo llegó aquí? ¿En automóvil? ¿En tren? No había nada de extraordinario en ella con excepción de su estatura, ni nadie puede aportar ningún dato adicional. No podía haber sido Doris Evans, puesto que, como todos sabemos, ésta es pequeña y además acababa de llegar en aquel preciso momento a la estación.
—¿La esposa? —sugirió Tuppence—. ¿Qué me dices de la esposa?
»El caso, pues, puede presentarse como sigue: el capitán Sessle estaba arruinado y a punto de ser descubierto. Un suicidio hubiera sido la solución más natural, pero el carácter de la herida descarta toda sospecha en ese sentido. ¿Quién lo mató? ¿Fue Doris Evans? ¿Fue la mujer del traje color marrón?
Tommy se detuvo, tomó un sorbo de leche, torciendo el gesto, y mordió cautamente un pedazo de tarta de queso.