—Un nuevo cliente —dijo con orgullo.
—¡Ja! —respondió Tommy después de haberse enterado de su contenido—. ¿Qué consecuencia podemos sacar de su lectura, Watson? Muy poca, con excepción del hecho de que mister..., ¿cómo dice que se llama? ¡Ah, si!, Montgomery Jones, es un educado a lo rico, a juzgar por su deplorable ortografía.
—¿Montgomery Jones...? —se preguntó Tuppence—. ¿Qué es lo que sabemos acerca de alguien que se llame Montgomery Jones? ¡Ah, sí, ahora me acuerdo! Creo haber oído mencionar este nombre a Jane Saint Vincent. Su madre era una tal lady Aileen Montgomery, muy encopetada y llena de condecoraciones, que se casó con un hombre muy rico.
—Vamos, la vieja historia. ¿A qué hora dice que quiere vernos este mister J.M.? ¡Ah!, a las once y media.
Exactamente a la hora indicada, un joven muy alto, de aspecto amable e ingenuo, entró en el recibidor y se dirigió a Albert, el mensajero de la oficina.
—Escuche, jovencito. ¿Puedo ver... a mister Blunt?
—¿Tiene usted alguna hora convenida previamente para verle? —preguntó Albert.
—Pues... le diré. Si, creo que sí. Quiero decir que le escribí una carta y...
—¿Cuál es su nombre, caballero?
—Míster Montgomery Jones.
—Voy a comunicárselo a mister Blunt. Volvió después de un breve intervalo.
—Bien, bien. Esperaré.
Habiendo, así lo esperaba, impresionado suficientemente a su cliente, Tommy oprimió el pulsador que había en su mesa y Albert condujo a mister Montgomery Jones al despacho privado de su jefe.
Tommy se levantó y, después de estrechar calurosamente la mano del visitante, le hizo señas de que tomase asiento.
—Ahora, mister Montgomery Jones, usted dirá a qué debo el honor de su agradable visita —añadió Tommy vivamente.
Mister Montgomery Jones dirigió una inquieta mirada en dirección al tercer ocupante de la habitación.
—Ésta es mi secretaria confidencial, miss Robinson —dijo Tommy—, y puede usted hablar delante de ella con entera libertad. Supongo que el asunto que le trae aquí es familiar y de naturaleza un tanto delicada, si me permite calificarlo así.
—Pues... no, no es eso exactamente —contestó mister Montgomery Jones.
—Me sorprende —replicó Tommy—. Espero que no se trate de algún grave aprieto personal. —¡Oh, no!
—En ese caso le agradecería se sirviera exponerme los hechos con la mayor sencillez posible.
Esto, sin embargo, era algo que, aparentemente, mister Montgomery Jones no sabía hacer.
—Es algo enrevesado lo que tengo que comunicarle —dijo con cierto titubeo—, y no sé cómo empezar a relatárselo.
—Quiero poner en su conocimiento que no nos dedicamos a asuntos en que vaya involucrado el divorcio —advirtió Tommy.
—¡Oh, no!, no se trata de nada de eso. Se trata simplemente de... no sé cómo llamarlo... de una especie de... broma.
—¿Alguna broma pesada de carácter un tanto misterioso?
—No, tampoco.
—Entonces —añadió Tommy batiéndose discretamente en retirada— tómese el tiempo que crea conveniente y díganos después de qué se trata. Hubo una pausa.
—Pues —prosiguió al fin mister Jones— el caso ocurrió durante una cena. Yo estaba sentado al lado de una muchacha.
—Muy bien —añadió Tommy tratando de alentarle.
—Ella es, no sé cómo describirla, es la mujer más simpática y desenvuelta que he conocido en mi vida. Venía de Australia y comparte con una amiga un pisito de la calle Clarges. No puedo explicar la impresión tan profunda que esa muchacha llegó a producir en mí.
—Nos la podemos imaginar, mister Jones —intercaló Tuppence.
Veía claramente que era inútil tratar de extraer nada definitivo del joven Montgomery sin añadir un toque femenino al método tosco y materialista empleado por su marido.
—Sí, le comprendemos perfectamente —añadió.
—Como les digo, todo ocurrió sin que ni siquiera me diese cuenta de cómo ni por qué. Había en mi vida otra muchacha, mejor dicho, dos. Una era alegre y festiva, pero con una barbilla que no me acababa de gustar. Bailaba maravillosamente, eso sí. La otra era una artista del Frivolity. Muy simpática, muy cariñosa, pero del corte de las que producen grandes fricciones en el seno de una familia como la mía. No es que en realidad tuviese yo ganas de casarme con ninguna de ellas, pero..., ¿qué quería usted? Seguí disfrutando de su amistad hasta que un día, como por arte de encantamiento, me encontré sentado Junto a la joven a que antes hice referencia y...
—No siga —interrumpió Tuppence—. Un nuevo mundo pareció surgir ante sus ojos.
Tommy se agitó impaciente en su silla. Estaba un tanto aburrido de oír aquella insípida historia de los amores del joven Montgomery.
—Usted lo ha dicho, señorita —respondió éste—. Es exactamente lo que yo sentí en aquel momento. Sólo que... ella no pareció fijarse mucho en mí. Era natural. ¿Quién era yo para una mujer tan encantadora como aquélla? Ésta es la razón por la que he decidido seguir adelante con este asunto. Es mi única oportunidad. Se trata de una señorita incapaz de echarse atrás en su palabra.
—Bien, tenga la seguridad de que le desearemos toda la suerte del mundo en su empresa —insistió Tuppence con amabilidad—, pero..., ¿se puede saber qué es lo que quiere que hagamos nosotros?
—¡Ah!, ¿no lo he dicho?
—Que yo sepa, no —contestó Tommy.
—No importa quién lo dijera. Siga usted —interpuso Tuppence.
—Yo decía que la coartada era una cosa sumamente difícil de preparar. Ella opinaba lo contrario. Llegamos a acalorarnos y de pronto ella exclamó: «No se hable más del asunto. Voy a hacer una proposición un tanto arriesgada para mi. ¿Qué se apuesta a que soy capaz de forjar una coartada que nadie pueda rebatir?».
»—Lo que usted quiera —contesté.
»—No. Le concedo el derecho de elección.
»—Pues bien. Lo que usted pide contra... contra su mano. ¿Acepta?
»Ella se echó a reír.
»—No sé si sabrá que vengo de familia de jugadores —dijo—. Acepto.
—¿Y bien...? —insinuó Tuppence al ver que aquél se detenía y la miraba con ojos de súplica.
—¿Acaso no ven lo que quiero decir? El asunto está ahora en mis manos y es la única oportunidad que tengo de conseguir a una mujer como ésa. No tienen ustedes idea de lo decidida que es. El verano pasado salió a pasear en lancha con unos amigos y alguien apostó a que no se atrevería a lanzarse vestida al mar y nadar hasta la orilla. Pues lo hizo.
—Es una proposición muy curiosa —dijo Tommy—, pero todavía no acabo de comprender su alcance.
—No puede ser más sencilla —añadió Montgomery Jones—. Se trata de algo que estarán ustedes cansados de hacer a diario. Destruir coartadas.
—Sí, sí, claro —contestó Tommy—. Ésa es una de las fases de nuestro trabajo.
—Alguien ha de hacerlo por mí, porque yo, señores, me siento completamente incapaz de resolver problemas de esta naturaleza. Para ustedes esto no pasa de ser un mero juego infantil. Para mí, en cambio, es asunto de suma importancia. Pagaré, como es natural, toda suerte de gastos en que incurran, y si los resultados son satisfactorios, cualquier cantidad que se dignen ustedes estipular.
—Está bien —dijo Tuppence—. Creo que mister Blunt se encargará de su caso.
—Sí, sí —corroboró Tommy—. Me haré cargo de él.
Mister Montgomery Jones soltó un suspiro de alivio, sacó un montón de papeles del bolsillo y separó uno.
—Aquí está —dijo—. Es de ella y reza así: «Le envió una prueba de cómo logré estar en dos sitios diferentes al mismo tiempo. Según una de las versiones, yo comí sola en el restaurante Bon Temps, del Soho, y fui al teatro Duke y cené en el Savoy con mister Le Marchant. Pero también estuve en el Hotel Castle, en Torquay, y no volví a Londres hasta primera hora de la mañana siguiente. A usted le corresponde probar cuál de las dos historias es la verdadera y el modo como me las compuse para llevar a cabo la otra».
»Bien —prosiguió Montgomery Jones al terminar de leer—. Supongo que sabe ya lo que tiene que hacer.
—Sí, sí —respondió Tommy—. Es un problema reconfortante, y de lo más ingenuo que pueda darse, por añadidura.
—Aquí tiene usted un retrato de Una. Le será muy útil llevarlo consigo.
—¿Cuál es el nombre completo de la joven? —inquirió Tommy.
—Miss Una Drake. Y sus señas, calle Clarges, numero180.
—Gracias —dijo Tommy—. Tenga la seguridad de que pondré todo mi empeño en su caso y espero que no he de tardar en poder comunicarle algo satisfactorio.
—Muchísimas gracias —respondió Montgomery Jones le-yantándose y estrechándole la mano—. No sabe usted el peso que me ha quitado de encima.
Después de acompañar hasta la puerta a su cliente, Tommy volvió al despacho interior, donde encontró a Tuppence, atareada en revisar detenidamente los clásicos de la biblioteca.
—Inspector French —dijo Tuppence.
––¿Eh?
—Nada. Que es un caso a propósito para el inspector French. Siempre anda ocupado en la destrucción de coartadas. Conozco su sistema. Hemos de leer detenidamente los detalles y luego comprobarlos uno por uno. Por muy naturales que nos parezcan. no resisten, por lo general, un escrupuloso análisis.
—No creo que tengamos gran dificultad en resolver este jeroglífico —asintió Tommy—. Quiero decir que, sabiendo que una de las historias es falsa, tenemos ya un buen punto de partida. Pero hay una cosa que me preocupa.
—¿Cuál?
—Entonces, veo que eres todavía un perfecto pipiolo. Las mujeres no son nunca lo arriesgadas que pretenden aparentar. De no haber estado dispuesta a casarse con ese hombre, por muy calabacín que pueda parecerte, jamás habría aceptado una proposición así. Créeme, Tommy, ella se casará con él con más entusiasmo y respeto si gana la apuesta, que esperando un arranque que jamás ha de llegar. —Cualquiera diría que eres doña Sabelotodo.
—Pues lo soy, aunque tú no lo creas.
—Está bien. Ahora examinemos nuestros datos —dijo Tommy recogiendo los papeles—. Primero la fotografía. ¡Hum! Estupenda muchacha, y estupenda reproducción.
—Debes llevar también las de otras muchachas.
—¿Las de otras muchachas? ¿Para qué?
—Para enseñárselas todas juntas a los camareros y ver si consiguen reconocer a la verdadera.
—¿Y esperas que lo hagan? —preguntó Tommy.
—Al menos eso es lo que ocurre casi siempre en los libros.
—Es una pena que la vida real sea tan diferente de la ficción. Pero sigamos. ¿Qué es lo que tenemos aquí? Ah, sí, éste es el lote de Londres. Comió en el Bon Temps a las siete treinta. Fue al teatro Duke y vio el Delphiniums Bine. Incluye la entrada. Cenó en el Savoy con mister Le Marchant. Creo que podríamos entrevistarnos con mister Le Marchant.
—¿Para qué? —objetó Tuppence—. ¿No comprendes que si es un amigo de ella forzosamente habrá de seguirle el juego? Descartemos cuanto éste pueda decir de momento.
—Bien, entonces vamos al capítulo de Torquay. A las doce tomó el tren en Paddington, comiendo en el vagón restaurante. Adjunta recibo del mismo. Se hospedó en el Hotel Castle durante la noche. También incluye la cuenta correspondiente.
—Todo esto me parece poco consistente. Cualquiera puede comprar una entrada de teatro sin acercarse siquiera a él. La muchacha se limitó a ir a Torquay. Todo el asunto de Londres es una farsa.
—Si es así, tenemos tarea para rato —contestó Tommy—. Insisto en que veamos primero a ese mister Le Marchant.
Éste resultó ser un joven campechano y jovial que no mostró sorpresa alguna al verse objeto de la atención del matrimonio.
—Sí, es cierto que Una se trae algo entre manos —repuso—. ¿Qué? No lo sé.
—Tengo entendido, mister Le Marchant —inquirió Tommy—, que miss Drake cenó con usted en el Savoy el martes pasado.
—Es cierto. Recuerdo que fue el martes porque Una lo recalcó y hasta me lo hizo escribir en mi librito de notas.
Con cierto orgullo mostró un pequeño apunte hecho con lápiz que decía así: «Cenando con Una, Savoy, martes, 19».
—¿Sabe usted dónde estuvo miss Drake antes de esa hora?
—Sí, viendo una función que se llamaba Pink Peonies o algo por el estilo. Un desastre, según ella misma me confesó.
—¿Está usted completamente seguro de que miss Drake estuvo con usted la noche que he mencionado? Le Marchant le miró sorprendido.
—¡Hombre, qué pregunta! ¿No le acabo de decir que sí?
—Quizá lo dijera usted por mera insinuación de ella —intercaló Tuppence.
—No. lo que he dicho es la pura verdad. Ahora bien, en el curso de la cena ocurrió algo que me llamó verdaderamente la atención. Me dijo algo así como: «Tú crees que estás cenando ahora conmigo, ¿verdad, Jimmy? Pues en realidad yo estoy cenando en estos momentos a trescientos kilómetros de aquí. En Devonshire». ¿No les parece a ustedes algo raro todo esto? Y lo gracioso es que un amigo mío que estaba allí precisamente, un tal Dicky Rice, dice haberla visto esa misma tarde.
—¿Quién es ese míster Rice?
—Ya le he dicho, un amigo mío. Había ido a Torquay, a casa de una tía suya. Una anciana que hace años que se está muriendo, pero que no acaba de morirse. Dicky había ido allí para desempeñar el papel de pariente abnegado y cariñoso. Al volver me dijo: «He visto a esa muchacha australiana que dicen que se llama Una. Quise hablar con ella, pero mi tía no me dejó». Y yo le pregunté: «¿Cuándo fue eso?». «Ah, el martes, a la hora del té», me contestó. Le dije, como es natural, que se había equivocado, pero..., ¿no encuentra usted un poco raro todo esto después de lo que me dijo Una?
—Si, muy raro —contestó Tommy—. Dígame, míster Le Marchant, ¿había algún conocido suyo cerca, la noche que cenaron juntos en el Savoy?
—En la mesa inmediata a la nuestra estaba la familia de los Ogiander.
—Si.
—Bien, si no tiene usted nada más que contarnos, míster Le Marchant, sólo nos resta darle las gracias y despedirnos.
—O ese joven es un solemnísimo embustero y un artista consumado —dijo Tommy al llegar a la calle—, o habría que admitir que es verdad cuanto acaba de contar.
—SÍ—hubo de reconocer Tuppence—. He cambiado de opinión. Ahora tengo casi la seguridad de que Una Drake cenó aquella noche con Le Marchant en el Savoy.
—Bueno, vamos al Bon Temps y echemos un poco de lastre en los estómagos que falta nos hace. Pero primero tratemos de encontrar esos otros retratos de que me hablaste.
Esta tarea resultó un poco más difícil de lo que en principio se creyó. El fotógrafo a quien acudieron se negó rotundamente a acceder a su ruego y los despidió con cajas destempladas.
—¿Por qué todas estas cosas han de ser tan fáciles en los libros y en cambio no lo son en la vida real? —se lamentaba Tuppence—. ¿Has visto cómo nos miraba ese mamarracho? ¿Qué creería él que íbamos a hacer con las fotografías en nuestro poder? Lo mejor será que vayamos a ver a Jane.
Ésta, al menos, los recibió complacida y les permitió seleccionar unos cuantos retratos de antiguas amigas, arrinconados en uno de los cajones de su armario.
Armados con esta galaxia de bellezas femeninas se dirigieron al Bon Temps, donde nuevos y más costosos contratiempos les aguardaban. Tommy hubo de entrevistarse separadamente con cada uno de los camareros y enseñarles los retratos. Los resultados fueron desoladores. Por lo menos tres de las muchachas fueron señaladas como presentes en el restaurante en la noche del martes. Volvieron a la oficina y Tuppence se enfrascó en la lectura de una guía de ferrocarriles.
—Paddington a las doce. Torquay a las tres treinta y cinco. Ése es el tren que debió tomar para que el amigo de Le Marchant, míster como se llame, la viera allí a la hora del té.
—No olvides que no hemos comprobado todavía esta declaración —dijo Tommy—. Si, como tú dijiste al principio. Le Marchant es amigo de Una Drake, es muy posible que haya sido él quien inventara esa historia.
—Bien, tratemos de encontar a ese amigo de Le Marchant, porque tengo el presentimiento de que cuanto éste ha dicho es verdad. No, lo que ahora trato de compaginar es lo siguiente.
Una sale de Londres en el tren de las doce, toma el tren de vuelta y llega a Londres a tiempo para asistir al Savoy. Hay un tren a las cuatro cuarenta que la deja en Torquay, y alquila una habitación en el hotel. Después llega a Paddington a las nueve y diez.
—¿Y después? —preguntó Tommy.
—Después —añadió Tuppence frunciendo el ceño— la cosa vuelve a ponerse difícil. Hay un tren que llega de Paddington a las doce de la noche, pero... No creo que hubiese podido tomar ése.
—¿Y qué me dices de haber hecho la travesía en un coche, un coche potente y rápido?
—¡Hummm! —gruñó Tuppence—. Son por lo menos trescientos kilómetros.
—He oído decir que los australianos son muy temerarios conduciendo.
—Sí.... es posible. De ese modo habría llegado allí a eso de las siete.
—Pero, oye, ¿tú crees que a esa hora haya podido llegar al Hotel Castle y se haya metido en la cama sin que nadie la viera?
—Tommy —dijo Tuppence—, somos unos idiotas. No tuvo necesidad de volver para nada a Torquay. Lo único que sin duda haría es mandar a un amigo para que recogiera el equipaje y pagase la cuenta. Así se explica lo del recibo fechado y firmado por el administrador del hotel. ¿Qué te parece?
—Que la teoría, en conjunto, no carece de lógica —respondió Tommy—. Lo inmediato ahora es tomar mañana el tren de las doce que sale para Torquay y comprobar allí nuestras brillantes conclusiones.
Provistos de una cartera que contenía las fotografías, Tommy y Tuppence se instalaron a la mañana siguiente en el tren y reservaron dos asientos para el segundo turno del vagón restaurante.
—Lo más probable es que los sirvientes del comedor no sean los mismos que los del último martes —observó Tommy—, y que tengamos que repetir el viaje, vete a saber cuántas veces, para encontrarlos.
—Este asunto de la coartada va a acabar por convertirse en algo fastidioso —contestó Tuppence—. Y lo gracioso es que en los libros se resuelve todo en un abrir y cerrar de ojos.
—Quiero saber —dijo Tommy— si alguna de estas señoritas comió aquí el martes pasado.
En forma complaciente, digna de la mejor ficción detectivesca, el hombre escogió sin titubear la fotografía de Una Drake.
—Sí, señor, recuerdo haber visto a esta señorita, como también recuerdo que fue el martes, pues ella insistió en dicho detalle diciendo que era precisamente el día de suerte para ella.
—Hasta ahora todo está en regla —dijo Tuppence al encontrarse de nuevo en el compartimiento—; y probablemente nos encontraremos con que en realidad se inscribió en el libro de registro de hotel. Lo difícil de comprobar va a ser su vuelta a Londres, aunque quizás alguno de los mozos de estación la recuerde.
Aquí la cosa no fue tan bien. Después de un reparto preliminar de medias coronas a todos los empleados, sólo dos de éstos consiguieron escoger fotografías que, a su juicio, tenían una vaga semejanza con dos personas que tomaron el tren de las cuatro cuarenta para Londres en la mencionada tarde. Ninguna de las dos resultó ser la que buscaban con tanto afán.
—Esto no quiere decir nada —dijo Tuppence después de salir de la estación—. Es posible que haya viajado en dicho tren y que nadie se haya dado cuenta de su presencia.
—O también que subiera en Torre, que es la siguiente estación —observó Tommy.
—También —asintió Tuppence—. En fin, espero que todo esto lo podamos resolver cuando lleguemos al hotel.
El Hotel Castle era un hermoso edificio situado al borde mismo de la playa. Después de haber solicitado una habitación y firmado en el registro, Tommy hizo al desgaire la siguiente observación:
—Si no me equivoco, creo que una amiga nuestra estuvo aquí el martes pasado; ¿no es así? Miss Una Drake.
La joven que atendía la recepción dibujó una de sus más encantadoras sonrisas.
—Sí —contestó—; la recuerdo muy bien; australiana, ¿verdad?
A una señal de Tommy, Tuppence sacó a relucir la consabida fotografía.
—¿Qué le parece este retrato?
—¡Oh, magnífico! Es ella, no hay duda.
—¿Permaneció aquí mucho tiempo?
—No, sólo una noche. Salió a la mañana siguiente en el expreso de Londres. Por lo visto a estas australianas no les asustan las distancias.
—Si, son muy amigas de la aventura —respondió Tommy—. ¿Fue aquí donde salió a cenar con unos amigos y donde el coche en que iban cayó en una zanja y les impidió regresar hasta la mañana siguiente?
—No —respondió la empleada—. Miss Drake cenó aquí, en el hotel.
—¿Esta usted segura? —preguntó Tommy—. Quiero decir, ¿cómo lo sabe usted?
—Porque la vi.
—Lo preguntaba porque tenía entendido que cenó con unos amigos en Torquay.
—No, señor, cenó aquí —replicó la joven ruborizándose ligeramente—. Recuerdo que llevaba un precioso traje de muselina de margaritas.
—Tuppence, esto echa por tierra todas nuestras teorías —dijo Tommy al hallarse a solas con su esposa en el cuarto que les habían destinado.
—Así parece —respondió Tuppence—. Claro que también es posible que esa mujer se haya equivocado. Se lo volveremos a preguntar luego al camarero. No creo que haya habido aquí mucha gente en esta época del año.
Al llegar la hora de cenar fue Tuppence quien inició el ataque.
—¿Puede usted decirme —dijo al camarero que se acercó a servirles— si el martes cenó aquí una amiga mía? Se llamaba Una Drake y vestía un traje con adornos de flores, creo que margaritas.
Al propio tiempo le enseñó la fotografía.
—Ésta es la señorita a quien me refiero —añadió. El camarero rompió al instante en almibaradas sonrisas de reconocimiento.
—Sí, sí, miss Drake. Lo recuerdo muy bien. Me dijo que venía de Australia.
—¿Cenó aquí?
—Sí. El martes último. Me preguntó después si había en el pueblo algo digno de verse.
—Sí. Le dije que el teatro, el Puvilion, pero al final optó por quedarse en el hotel oyendo nuestra orquesta. Tommy masculló entre dientes una interjección.
—¿Recuerda usted a qué hora cenó? —interrogó Tuppence.
—Creo que un poco tarde. Debió ser a eso de las ocho.
—¡Maldita sea nuestra estampa! —dijo Tuppence cuando ella y Tommy se encontraron fuera del comedor—. Parece que el mundo entero se haya confabulado totalmente contra nosotros.
—Ya podías suponerte que esto no sería cuestión de coser y cantar.
—¿Hay algún tren que hubiese podido tomar después de esa hora?
—Sí, pero no para llegar a tiempo de ir al Savoy.
—Bien. Como último recurso aún queda el de interrogar a la camarera. Una Drake tuvo su cuarto en el mismo piso en que estamos nosotros.
La camarera resultó ser una mujer voluble e informadora. Sí, recordaba perfectamente a miss Drake. Muy simpática y muy charlatana. Le había hablado mucho de Australia y de los canguros. Sí, la fotografía era de un parecido extraordinario.
Había tocado el timbre a eso de las nueve y media para pedir que le cambiaran la botella de agua caliente de la cama y que la llamasen a las siete y media de la mañana, con servicio de café en vez de té.
—Cuando usted la llamó, ¿estaba en la cama?
La camarera la miró sorprendida.
—Naturalmente que sí, señora.
—No, lo decía porque hay gentes que se levantan temprano para hacer un poco de ejercicio —se excusó Tuppence.
—Bien —dijo Tommy cuando se hubo marchado la camarera—. Creo que ya no nos queda nada que hacer en Torquay. El asunto está claro como el agua y sólo puede sacarse de él una conclusión. La de que todo lo de Londres es una pura farsa.
—Quizá míster Le Marchant sea más embustero de lo que en principio creímos.
—Hay un modo de comprobar sus declaraciones. Dijo que sentados junto a ellos había una familia que conocía ligeramente a Una Drake. ¿Cómo dijo que se llamaban? Ah, sí, los Ogiander. Tenemos que encontrarles y hacer también una visita al pisito de la calle Clarges.
A la mañana siguiente pagaron la cuenta del hotel y salieron un tanto decepcionados del resultado de sus gestiones.
Localizar a los Ogiander fue empresa fácil con la ayuda de una guía telefónica. Esta vez Tuppence asumió el papel de representante de una revista ilustrada. Visitó a mistress Ogiander y le pidió detalles de la «distinguida» cena que había tenido lugar el martes precedente en el Savoy. Mistress Ogiander satisfizo complacida su curiosidad. En el momento de despedirse, Tuppence añadió mecánicamente sin tratar de darle más importancia que la de mera rutina al asunto:
—Perdone la curiosidad. ¿No estaba miss Una Drake sentada a una mesa cercana a la de ustedes? ¿Es cierto el rumor de que va a casarse con el duque de Perth? Supongo que conoce a la persona de quien hablo, ¿verdad?
—Sí, la conozco superficialmente —respondió mistress Ogiander—. Encantadora muchacha. En efecto, estaba sentada a la mesa inmediata a la nuestra, con míster Le Marchant. Mis hijas podrían darle más detalles que yo.
—No, no hace falta, mistress Ogiander. Muchísimas gracias. El siguiente punto de llegada fue el pisito de la calle Clarges. Aquí fue recibida por miss Marjory Leicester, la amiga con quien Una Drake compartía alojamiento.
—¿Querría usted ser tan amable de explicarme lo que significa todo ese jeroglífico? —preguntó miss Leicester—. Hace días que, en efecto, parece que Una se trae algún juego entre manos. Pero sí, sí, durmió aquí el martes por la noche.
—¿La vio usted en el momento en que ella llegaba?
—No. Ella tiene su llave y yo me había acostado ya. Creo que vino a eso de la una de la madrugada. —¿A qué hora fue cuando usted la vio?
—A las nueve de la mañana siguiente, o quizá ya cerca de las diez.
Al abandonar la estancia, Tuppence se dio casi de bruces con una mujer alta y delgada que al parecer tenía la intención de entrar.
—Perdone, señorita —dijo ésta. —¿Trabaja usted aquí? —preguntó Tuppence.
—Sí, señorita, vengo todos los días a encargarme de la limpieza y a hacer otros varios menesteres. —¿A qué hora suele usted venir por la mañana?
—Mi hora es a las nueve, señorita.
—¿Estaba aquí miss Drake el martes, cuando usted llegó?
—Naturalmente que sí. Y dormía como un tronco. No sabe usted lo que me costó despertarla cuando le traje el té.
—Gracias —contestó Tuppence, y se alejó desconsoladamente escaleras abajo.
Había convenido con Tommy en que se reunirían a la hora de comer en un pequeño restaurante del Soho y que allí compararían sus hallazgos respectivos.
—He visto a ese muchacho. Rice —dijo Tommy—. Es verdad que vio a Una Drake a cierta distancia en Torquay.
—Bien —respondió Tuppence—. Entonces puede decirse que hemos comprobado una por una todas las alegaciones de esta charada. Ahora dame un lápiz y un pedazo de papel. Vamos a poner en orden los hallazgos como corresponde a detectives de nuestra categoría.
4,00 Llega al Hotel Castle.
5,00 Es vista por míster Rice.
8,00 Es vista cenando en el hotel.
9,30 Pide una botella de agua caliente.
11,30 Vista en el Savoy con míster Le Marchant.
7,30 a.m. Es llamada por el camarero en el Hotel Castle.
9,00 Es llamada por la sirvienta en su piso de la calle Clargues.
—Tengo la idea —dijo Tommy— de que los brillantes detectives de Blunt están haciendo en este momento el más espantoso de los ridículos. Me temo que esta vez irá mal.
—No, Tommy, no hay que desesperarse. Alguien miente en todo este embrollo, y es preciso que lo encontremos.
—Discrepo de tu teoría, Tuppence. Yo, por el contrario, creo que todos han dicho la verdad.
—Y, sin embargo, tiene que haber un enigma. ¿Cuál es? No lo sé. He pensado hasta en el empleo de aeroplanos, pero esto tampoco nos da la solución.
—Yo estoy dispuesto ya a creer en la teoría de la proyección astral.
—Lo mejor será que nos acostemos esta noche y pensemos en ello —observó Tuppence—. El subconsciente trabaja mejor durante el sueño.
—¡Humm! —replicó Tommy—. Si en el plazo de esta noche consigues que tu subconsciente te dé una respuesta satisfactoria a este galimatías, tendré que quitarme el sombrero ante ti como muestra de consideración y respeto.
Permanecieron en silencio durante toda la tarde. Una y otra vez Tuppence repasó aquella incomprensible correlación de hechos. Hizo anotaciones en pedazos de papel. Murmuraba palabras incoherentes, comparando interesada los horarios de todo el servicio de ferrocarriles. Al final se levantaron convencidos de lo inútil de sus elucubraciones.
—Esto es de lo más desesperante que puede verse —dijo Tommy.
—Es la tarde más horrible que recuerdo haber pasado en toda mi vida —añadió Tuppence.
—Debiéramos haber ido a algún teatro de variedades —observó el primero—. Unos cuantos buenos chistes acerca de las suegras, de los hermanos gemelos y de las botellas de cerveza, quizá nos hubiesen servido para disipar un tanto nuestro malhumor.
—No, tú verás cómo este esfuerzo de concentración que estamos haciendo acabará por dar sus frutos. ¡Verás lo ocupados que estarán nuestros subconscientes durante las próximas ocho horas!
Y alimentando esta efímera esperanza, decidieron entregarse al descanso.
—Bien —dijo Tommy al levantarse a la mañana siguiente—. ¿Qué tal ha trabajado ese subconsciente?
—Tengo una idea —respondió Tuppence.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de idea?
—Una que quizá te parezca un poco rara y que en nada se parece a las que por lo general traen las novelas policíacas. Y si te he decir la verdad, fuiste tú quien me la metió en la cabeza.
—Ah, pues debe ser buena. Venga, desembucha.
—No, ahora, no. Primero he de mandar un cable para comprobarla.
Cuando Tommy volvió aquella tarde a eso de las cinco y media, encontró a Tuppence eufórica.
—Lo conseguí, Tommy. He resuelto el misterio de la coartada. Ya puedes preparar una sustanciosa cuenta a míster Montgomery Jones y decirle al propio tiempo que puede empezar a disponerlo todo para los esponsales.
—¿Cuál es la solución? —preguntó impaciente Tommy.
—La más sencilla que puedas imaginarte. Gemelas.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que oyes. Era la única solución. Te dije ya que fuiste tú quien me dio la idea al mencionarme anoche lo de las suegras, las botellas de cerveza y los hermanos gemelos. Cablegrafíe a Australia y obtuve la información que buscaba. Una tiene una hermana gemela. Vera, que llegó de Australia el último lunes. A eso se debió el que pudiera hacer la apuesta tan espontáneamente. Pensó sin duda que era un excelente modo de atormentar a su apocado pretendiente. Su hermana fue a Torquay mientras ella permanecía en Londres.
—¿Y no crees que la pérdida de la apuesta pueda exacerbar el amor propio de esa mujer?
—No. Te di ya mis puntos de vista sobre esta cuestión. Ella acabará por conceder todo el mérito del descubrimiento a nuestro buen amigo, míster Montgomery Jones. Siempre he creído que el respeto y admiración por la habilidad del marido es el verdadero fundamento para la armonía conyugal.
—No sabes lo que me alegra inspirarte esas ideas, Tuppence.
—No creas que, en realidad, sea una solución muy satisfactoria —observó Tuppence—. Al menos no es de la talla que corresponde a un hombre como el inspector French.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Te fijaste acaso en la forma como presenté yo las fotografías a todos los camareros?
—Sí, pero tuvimos necesidad de emplear una infinidad de monedas de media corona y de billetes de diez chelines para lograr nuestro objetivo.
—No te preocupes. Se las cargaremos, con intereses, al afortunado Montgomery Jones. Ten la seguridad de que estará en un estado tal de éxtasis amoroso, que no pondrá objeción a nuestros honorarios, por exorbitantes que le puedan parecer.
—Y es lo que le corresponde hacer. ¿No han terminado acaso los brillantes detectives de Blunt brillantemente el asunto? ¡Oh, Tommy, creo que somos unos portentos!
—El próximo caso lo resolveremos al estilo Roger Sheringham, y tú, Tuppence, serás Roger Sheringham.
—Tendré que hablar muchísimo —dijo ésta.
—Magnífico. Así no tendrás necesidad de esforzarle —replicó el marido—, Y ahora sugiero que llevemos a cabo mi fallido programa de ayer noche y nos vayamos a un salón de variedades, donde oigamos toda clase de chistes acerca de las suegras, las botellas de cerveza, y, muy en especial, de los hermanos o hermanas gemelas.