LA ECONOMÍA QUE NACIÓ TORCIDA

¿En qué medida el racismo, las injustas jerarquías surgidas de la conquista y de la colonización, o el desencuentro de todos con el Estado generaron en América Latina el caldo de cultivo para un desarrollo económico tremendamente deficiente? Sin duda estos son factores importantes, pero hay también un mar de fondo que tiene que ver con la visión trasplantada por los españoles a América, de alguna manera prolongada hasta nuestros días.

Vale la pena recordar una emblemática anécdota que ilustra el problema con suficiente claridad. Los costarricenses estrenaron el siglo XXI con una sorda lucha sindical destinada a impedir que el gobierno flexibilizara muy moderadamente el monopolio estatal de teléfonos y electricidad, permitiéndole asociarse con grandes empresas extranjeras portadoras de capital y tecnología. La oposición a esa medida —indispensable en el mundo actual— fue larga y destructiva.

No hay duda: en América Latina el gran debate económico de fines del siglo XX y principios del XXI gira en torno al deslinde entre las esferas pública y privada. No era el costarricense un caso aislado. Por el contrario: poco antes, en Colombia, había sucedido algo parecido. Y en Guatemala, en El Salvador, en Uruguay o en Argentina: en rigor, en toda América Latina. Invariablemente, la idea subyacente establecía que los intereses de la sociedad siempre iban a estar mejor tutelados por el Estado que por los codiciosos capitalistas, contradictoria conclusión en sociedades que simultáneamente sostienen que el Estado es un pésimo, corrupto y dispendioso administrador. Además —y aquí viene el argumento patriótico con relación a las privatizaciones—, cualquier enajenación de los bienes públicos de producción es sólo una forma de debilitar la fortaleza económica de la nación. La patria no sólo está constituida por un territorio, una etnia (o varias), una tradición, unas instituciones, una lengua (o varias), un vínculo espiritual, una memoria histórica y un proyecto común, sino a eso se agregan, por razones no muy claras, las centrales eléctricas, las comunicaciones, las minas, los seguros, (a veces) los bancos, o ciertas fábricas, aunque funcionen deficientemente. La clave radica en que a la empresa en cuestión pueda colgársele el vaporoso calificativo de «estratégica» y la sociedad se convenza de que es un peligro dejarla bajo el control de empresarios incapaces de actuar responsablemente. La frase famosa del soldado norteamericano Stephen Decatur —«mi patria con razón o sin ella»— se desdobla en una curiosa variante: «mi empresa nacional, que es la patria con chimenea, aunque produzca poco y mal».

¿Otras razones para oponerse a las privatizaciones? Por supuesto. El costo de estos servicios —una vez en manos privadas— seguramente aumentaría, y, probablemente, algunos empresarios nativos o extranjeros se beneficiarían copiosamente, algo que repugna a la sensibilidad general de los latinoamericanos, que prefieren que los precios de los servicios públicos y los de los productos de primera necesidad los fije el gobierno de una manera «justa», es decir, subsidiándolos desde la tesorería general de la nación.

No hay en el universo latinoamericano demasiado aprecio por los empresarios triunfadores o por los capitanes de industria. La lista de los cien hombres más ricos del país casi siempre coincide milimétricamente con los cien más odiados: se les suele culpar de la extendida pobreza que padecen los latinoamericanos. Los millones que son indigentes y se alimentan mal supuestamente son las víctimas de estos inescrupulosos millonarios. Es lo que dice la izquierda, lo que se repite desde numerosos púlpitos religiosos, lo que se asegura en las universidades. Ése es el catecismo de todos los partidos populistas, y en América Latina casi todas las fuerzas políticas, incluidas las conservadoras, recurren a ese lenguaje y a esos esquemas de razonamiento.

¿Se sostienen esas críticas? Sí, muchas veces, pero tal vez no exactamente por lo que afirman los detractores de la libre empresa. Lo que generalmente funciona mal en América Latina no son el mercado y la competencia, sino su ausencia. Lo censurable es la colusión constante entre empresarios y gobiernos para la venta de influencias y para la adjudicación tramposa de contratos públicos. Los empresarios latinoamericanos —con excepciones notables, naturalmente— desde hace siglos han descubierto que el poder económico les da poder político y capacidad de intriga para continuar enriqueciéndose, mientras los gobernantes —también con plausibles excepciones— saben que el poder político les da acceso al poder económico, lo que a su vez les multiplica las oportunidades de aumentar el poder político. Son dos corrupciones complementarias que se retroalimentan.

Pero el agrio debate sobre las privatizaciones es sólo una pieza dentro de un panorama mucho más amplio y generalizado. La verdad es que los latinoamericanos no tienen mucha estima por la economía de mercado. En los mencionados ejemplos eran los sindicalistas y numerosos usuarios los que se oponían a la privatización y optaban por estados-empresarios, pero cuando las reformas propuestas por gobiernos abrumados por la falta de recursos consisten en la apertura de mercado, en la reducción de la protección arancelaria o en el fin de los subsidios, entonces los que protestan son los productores locales, y entre las razones que esgrimen, al margen de las estrictamente económicas («los trabajadores locales perderían sus trabajos»), comparece el inevitable factor moral: «hay que proteger a la industria nacional de la competencia extranjera». Si los más pobres relacionaban a la patria con las empresas públicas, los más ricos se las agencian para convertir el subsidio en otra expresión del amor al país.

Por la otra punta, el fenómeno también encuentra su verificación más palmaria: nunca han sido más populares los gobernantes latinoamericanos que cuando han ensayado las «nacionalizaciones» de bienes privados. Ése suele ser el mayor atractivo de casi todos los programas políticos exitosos. Gran parte de la leyenda y el prestigio del mexicano Lázaro Cárdenas, del argentino Juan Domingo Perón, del venezolano Carlos Andrés Pérez —al menos durante su primer período—, del costarricense José Figueres o del boliviano Paz Estenssoro se debe a las nacionalizaciones de bienes extranjeros, independientemente del resultado de esas medidas. Ahí, y en las «reformas agrarias» mil veces ensayadas, todas encaminadas a quebrar los latifundios, se satisfacían tres intensas pasiones latinoamericanas: privar a los extranjeros de sus bienes, supuestamente enriquecer a la patria, y contribuir a la felicidad económica de los individuos. El objetivo, pues, de muchos ciudadanos latinoamericanos es vivir del Estado, y no que el Estado viva de los ciudadanos, norma que, sensu contrario, es la divisa de las sociedades más desarrolladas del planeta.

Por otra parte, las percepciones generales tampoco refuerzan la idea de la libertad económica. Si se le pregunta a un grupo de latinoamericanos si los precios deben ser dejados al libre juego de la oferta y demanda, o si deben ser fijados por economistas justos, graduados en buenas universidades, la respuesta más frecuente apuntará a la segunda opción. Y si la pregunta se refiere a los salarios de los trabajadores o al costo de los alquileres de las viviendas, la reacción será similar: generalmente esperan que la justicia económica se haga desde fuera por personas cargadas de buenas intenciones éticas y con poder suficiente como para imponer su criterio, pero nunca como resultado del mercado o de acuerdos libremente pactados. Hay que admitirlo: la libertad económica no tiene muchos adeptos en la región. Sus premisas resultan contrarias a la intuición popular.

¿Es este sumario juicio de la economía y de las fuerzas productivas —que muestra una mentalidad estatista, reglamentista y anti-mercado— sustentado por la inmensa mayoría de los latinoamericanos el resultado de una ponderación objetiva de los logros económicos de la región? No parece. Si algo resulta obvio en América Latina —contrastada con Estados Unidos, Canadá, Europa, Japón y otros enclaves asiáticos—, es la debilidad del aparato productor. Las empresas nacionales —las públicas y las privadas— producen poco, generalmente con muy baja calidad y poco valor añadido, y —por lo menos en el caso de las públicas— con un gran desprecio por los costes reales de la operación. Los modos de distribución no suelen ser eficientes. La gerencia no dispone de los instrumentos administrativos modernos. Los sistemas bancarios no son fiables, y la legislación que los regula es muy pobre. Las innovaciones son mínimas y la creación original prácticamente inexistente. Todo ello incide en el alto número de desocupados, en salarios bajos, y en penosas condiciones de trabajo. Asimismo, hay una falta crónica de capital, y una buena parte del que podría estar disponible se «fuga» hacia otros países en los que existen reglas claras, hay mayores garantías legales, y el valor de la moneda no se evapora como consecuencia de la inflación permanente vinculada al desorden de las recaudaciones fiscales y el gasto público.

¿Cómo se explica este divorcio tan agudo de la sociedad latinoamericana con el modelo económico de Occidente? Para entenderlo es conveniente ensayar una mirada histórica. Hay ideas centenarias, a veces milenarias, que se quedan enquistadas en la memoria intelectual de los pueblos —con frecuencia inadvertidamente—, y que acaban por conformar creencias, estimular actitudes y provocar comportamientos. Es muy probable que un sindicalista rural boliviano o un pequeño empresario paraguayo jamás hayan leído una letra de Aristóteles, o incluso que desconozcan totalmente la existencia de Santo Tomás de Aquino, pero esa ignorancia no los salva de sufrir las consecuencias de estos y otros poderosos pensadores de nuestra tradición. Fue Keynes el que dijo que inevitablemente vivíamos bajo el influjo de algún oscuro economista del pasado. Podía haber añadido de un «teólogo» o de un «filósofo». Y así es: las ideas tienen consecuencias. Incluso las más antiguas.

El pasado vivo

Según Murray N. Rothbard, autor de una formidable Historia del pensamiento económico, el primer economista que registra la historia fue Hesíodo, cuyo poema didáctico Los trabajos y los días —828 versos carentes de la menor emoción lírica—, escrito en el siglo VIII a. C., estaba encaminado a predicar cierta ética concebida para que los campesinos fueran honrados y eficientes. Pero si la obra de Hesíodo fue muy conocida entre los griegos, que la repetían como forma de aprendizaje, quien realmente se convierte en la primera y todavía vigente influencia en el pensamiento occidental es Platón. En efecto, más de trescientos años después de la obra de Hesíodo, a caballo entre los siglos V y IV a. C., Platón diseña su república ideal y propone fórmulas y medidas que de alguna manera comienzan a moldear la cosmovisión autoritaria en un modelo de sociedad en el que un poder legitimado por la inteligencia y la razón, pero no consensuado con las gentes, desciende de la cúspide en beneficio de las masas.

Dos son los libros clave para entender el pensamiento político-económico de Platón: La República y Las Leyes. ¿Qué propone para lograr la felicidad de la sociedad? Un gobierno oligárquico, dirigido por un rey filósofo, auxiliado por otros pensadores. Para Platón es muy riesgoso que las personas comunes y rústicas tomen sus propias decisiones importantes. Es al Estado al que corresponde esa función. Un Estado en el que son básicas las tareas de los guardias que mantienen un estricto control policial, y en el que la propiedad debe ser colectiva.

¿Platón precursor de los estados totalitarios, del fascismo y del comunismo? Por supuesto. No habla exactamente de partidos políticos, pero limita los derechos y la autoridad a cinco mil familias de nobles terratenientes. Platón vive en una cultura que ha convertido en un mito la felicidad de la polis, la ciudad a la que todos le brindan alabanzas. Las fratrías —linajes más o menos familiares— siempre se inscriben en una polis. El culto a la polis prefigura el culto al Estado moderno. El patriotismo era entonces citadino. Se amaba una ciudad y se le dedicaban poemas y loas. Corresponde al Estado escoger las parejas para conformar los matrimonios, y también decidir qué niños podían vivir o morir, pues la eugenesia, palabra griega que designa la selección al nacer de los aptos y bellos, era lo que garantizaría la mejor supervivencia del grupo. ¿Crueldad excesiva? Tal vez no entre los griegos, dado que el infanticidio era una práctica aceptada y bastante común en esa cultura. Matar un niño —casi siempre una niña— mediante el procedimiento de abandonarlo a la intemperie era cosa de todos los días. Sin embargo, la más destructiva herencia que deja Platón a la tradición occidental no es su apología del estado totalitario sino su estigmatización del comercio y del trabajo manual. Para este aristócrata los comerciantes y los artesanos eran seres viles, inferiores, despreciables. Sólo los que trabajaban con el intelecto, los guerreros, los sacerdotes y los campesinos merecían respeto. El execrable resto, junto a esclavos y metecos, formaba una casta detestable de la peor gente.

Afortunadamente, su mejor discípulo de la Academia, Aristóteles, una generación más joven, se apartó bastante del pensamiento del maestro. Se alejó en el terreno del derecho y en el de la economía. Aristóteles desconfiaba de la uniformidad y celebraba las virtudes de la diversidad. La autoridad, prescribió, no debía descender desde la cúpula del poder sino ascender desde la voluntad popular. Si a Platón podemos asignarle la advocación de los totalitarismos colectivistas, a Aristóteles debemos atribuirle la primera defensa teórica de la democracia y la economía de mercado. Donde Platón defendía el colectivismo, Aristóteles se decantó por la propiedad privada alegando un argumento psicológico que resuena hasta nuestros días: los dueños de las cosas, los propietarios, cuidan con mucho mayor esmero sus propiedades. No es justo, además, asignarles a todos los mismos bienes, pues entonces los que trabajan menos no tendrían incentivos para esforzarse más denodadamente.

Son notables las intuiciones de Aristóteles en materia económica. La propiedad privada no sólo estimula el progreso: es una tendencia natural de la persona. Con su trabajo crea algo que le pertenece. Pero esas pertenencias, esos excedentes, son los que luego le permiten ser benevolente y ejercer la filantropía. La propiedad privada hace mejor a la persona, no peor. Cuando no puede dar, porque es muy pobre, o cuando vive de lo que le dan, es incapaz de ejercer sus mejores virtudes. La riqueza no acanalla a las personas, por el contrario: potencia su nobleza. Aristóteles, además, discute el precio de las cosas y llega a la conclusión de que el mercado es quien mejor debe decidirlo. El valor es subjetivo y depende del interés de cada cual en adquirir o desprenderse de las cosas. Comprador y vendedor deben ponerse de acuerdo. Es el primer defensor del mercado. Eso hay que celebrarlo. Pero, lamentablemente, como buen aristócrata, comparte con Platón un intenso rechazo a los intermediarios, comerciantes y a los trabajadores manuales. Tampoco entiende la necesidad de cobrar intereses por el dinero prestado o por la deuda aplazada. Le parece que el dinero debe darse a cambio de cosas, y no concibe que se dé más dinero a cambio de dinero. La usura le parece contraria a las leyes de la naturaleza y la combate por razones morales. Esa opinión, rescatada siglos después, será un ancla pesada colgada al cuello de la economía europea, y tal vez más aún en la española, y dará origen a graves elucubraciones morales, convirtiéndose en el punto en el que la economía, la ética y la teología se enzarzan en una agónica discusión.

Otros griegos posteriores a Aristóteles, los estoicos, dejaron su rastro en el pensamiento político-económico de Occidente, aunque sus reflexiones poco tuvieron que ver con el mercado. Se trataba de una escuela filosófica, algo así como una concepción global del hombre fundada en la ética. La creó Zenón de Citia predicando incesantemente en Atenas, junto al pórtico de stoa, de donde deriva el nombre de la secta. Vivieron cien años después de Platón, en la frontera entre los siglos IV y III a. C., y a ellos se debe el decidido surgimiento de la defensa de los derechos individuales frente al Estado. Lo importante ya no es la polis, el Estado, sino la persona, que posee unos derechos que anteceden a los de la comunidad. El ateniense es más importante que Atenas. ¿Qué se barrunta en ese razonamiento? Nada menos que el iusnaturalismo. La idea de que existen unos derechos naturales que protegen a los seres humanos por encima de los deseos y de la voluntad de la colectividad. Uno de esos derechos, concluirán algunos de los seguidores del estoicismo, es el de propiedad.

¿Quiénes fueron estoicos? Entre los romanos, nada menos que los que alcanzaron la mayor notoriedad como pensadores y hombres de Estado: Cicerón, Séneca, Marco Aurelio. Para los romanos, los griegos eran los portadores de una cultura superior y, entre ellos, los estoicos parecían ser los más respetables, los que aportaban una notable fibra moral. No es extraño, pues, que Cicerón, gran escritor, famoso orador y jurista, defendiera la tesis de los Derechos Naturales. Murió en el año 43 a. C., poco antes del nacimiento de Jesús —fue hecho ejecutar por sus enemigos políticos—, pero de alguna manera es posible ver la huella del estoicismo en la evolución posterior del cristianismo. Los romanos —que apenas dejaron su impronta en el pensamiento económico— legaron a la posteridad, sin embargo, las instituciones que hicieron posible el desarrollo sostenido de los pueblos: el Derecho Privado que permitía la libre contratación y el Derecho Mercantil que regulaba las transacciones e impedía los atropellos. Dos mil años más tarde, los grandes especialistas del siglo XX —entre ellos los premios Nobel James Buchanan y Douglas North— demostrarían las relaciones estrechas que existían entre las instituciones de Derecho y el desarrollo económico.

Lamentablemente, los romanos siguieron muy de cerca a los griegos en el desprecio por las actividades comerciales y los trabajos manuales. Los grandes señores, los senadores, la nobleza, los generales, poseían haciendas y plantaciones, pero delegaban la administración en gentes «inferiores», frecuentemente elegidas entre la abundante dotación de esclavos. La compraventa de éstos era, además, una de las principales fuentes de enriquecimiento, a una escala que el mundo no conocería hasta la trata de negros. Los 140 000 habitantes de la ciudad griega de Corinto y los 30 000 de Tarento fueron vendidos como esclavos. Ése era uno de los principales incentivos materiales para reclutar soldados: el botín de guerra. Apresar seres humanos y venderlos a los traficantes. El «negocio» era de tal magnitud que los generales romanos, antes de emprender sus campañas, pactaban con los comerciantes esclavistas los precios de los futuros cautivos. Sólo que utilizar a estos comerciantes no significaba apreciarlos. El historiador alemán Ernst Samhaber da la clave de la actitud romana hacia estas actividades revelando la etimología latina de la palabra comerciante: es una derivación de caupo, personaje entre pícaro y ladrón, generalmente a cargo de una posada en la que esquilmaba o robaba a sus clientes y huéspedes. Las autoridades romanas solían tener al caupo por sospechoso hasta que demostrara su infrecuente inocencia.

El derecho romano, no obstante, fijó en sus códigos un par de conceptos que trascendieron a la posteridad. Primero, Teodosio II en el 435 d. C., y más tarde Justiniano en el 530 —gobernando entonces desde Bizancio—, establecieron que el precio justo era el libremente acordado entre las partes, pero haciendo una salvedad que generó múltiples equívocos: la laesio enormis. Esto es, un precio injustamente reducido que le causa un severo daño a un vendedor obligado a desprenderse de sus bienes por razones de causa mayor, circunstancia que luego puede alegarse para invalidar los contratos.

Para esas fechas ya había entrado en escena un nuevo actor con voz para el debate y voto para tomar decisiones: el cristianismo. Roma, a trancas y barrancas, se había hecho cristiana, y los obispos y padres de la Iglesia opinaban abundantemente sobre estos mundanos asuntos, al extremo de que es posible afirmar que desde el siglo IV hasta el XVII, todo lo que sobre estos temas se afirmó, dijo o contradijo, fue casi de la exclusiva incumbencia de la jerarquía eclesiástica. En efecto, el Concilio de Nicea, celebrado en el 325, condenaba el turpe lucrum, añadiendo con ello una nueva dimensión al asunto: si para los romanos la voluntad de enriquecerse que mostraban los comerciantes era poco elegante y socialmente despreciable, para los cristianos era algo peor: era un pecado, era codicia. Era una conducta que condenaba al fuego eterno del infierno. ¿Y qué era el turpe lucrum? Era la ganancia excesiva. El lucrum, de donde viene nuestra palabra «logro», no era una virtuosa hazaña del empresario honrado, sino el despojo de lo que le pertenecía a otro. En ese mismo siglo San Jerónimo lo explica con una transparente ingenuidad: lo que uno gana el otro lo pierde. De alguna manera se siente respaldado por el Nuevo Testamento. ¿No expulsó Jesús violentamente a los mercaderes del Templo?

Sin embargo, la Iglesia no tiene una voz unánime. San Agustín, una generación posterior a San Jerónimo, dice lo contrario: acepta la propiedad privada y aprecia a los comerciantes. El Viejo Testamento está lleno de alabanzas al trabajo. Sólo prohíbe la usura contra los propios judíos. Pregunta el salmo 14: «Señor, ¿quién pisará tu tabernáculo?» Y Dios responde: «aquél que no ha prestado dinero con usura». En el Nuevo, es cierto, existen pasajes que parecen rechazar a los ricos, pero en otros se les reconocen sus méritos. La ética de los judíos no prohíbe las actividades comerciales: las ensalza. En los monasterios en los que los cristianos comienzan a agruparse se estimula y pondera el trabajo manual. También, sin embargo, se alaba la pobreza. Son muchos los cristianos persuadidos de que a Dios se le complace con una vida pobre y frugal. Entonces el imperio romano de Occidente comenzaba su caída definitiva. Agustín muere en el 430 mientras los bárbaros asedian la ciudad en la que es obispo, Hipona, en el norte de África, pero el santo, que presiente la catástrofe, no atribuye la decadencia del imperio a los comerciantes e intermediarios, como entonces se decía, y mucho menos al cristianismo, como opinaban los enemigos de la nueva fe, sino a la depravación incontenible de los hombres. Era el pecado lo que hundía a Roma, pero no exactamente el turpe lucrum de los comerciantes. Edward Gibbon, el gran historiador inglés del siglo XVIII, tomará un punto de vista no muy diferente para explicar el fin de ese colosal imperio.

El próximo hito en este breve recuento es el Imperio Carolingio. Carlomagno, en unas disposiciones dictadas en Aquisgrán en el 789, prohibió la usura, y, muy dentro de su papel de monarca vinculado a la Iglesia, declaró que el turpe lucrum, además de constituir un delito, era un repugnante pecado. No era incongruente, pues, que a continuación estableciera controles de precios y sometiera las transacciones comerciales y las actividades manufactureras a distintos reglamentos, convirtiendo su Sacro Imperio Romano Germánico en el primer gran Estado intervencionista del medievo. Rasgo que, por otra parte, tuvo notables consecuencias en el Derecho Canónico —por el que se regía la Iglesia—, puesto que éste estaba constituido por una compleja y a veces contradictoria amalgama formada por el Derecho Romano, los decretos conciliares y las decretales emitidas por el propio papa, a lo que vinieron a sumarse las regulaciones carolingias.

Esta estrecha relación entre el Estado y la Iglesia no sólo obedecía a la búsqueda de legitimidad que procuraban los monarcas, sino al hecho evidente de que, destruido el Imperio Romano, la Iglesia se había hecho depositaria del saber de la época. Carlomagno, por ejemplo, era tremendamente ignorante y escasamente podía leer y escribir, por lo que dependía casi totalmente de los clérigos para la administración de su imperio, y especialmente del monje británico Alcuino —discípulo del benedictino inglés Beda el Venerable—, invitado a Aquisgrán para que organizara la Escuela Palatina, centro cultural básico del Imperio e inspirador del modelo pedagógico con que en los templos se impartían clases y en los monasterios se copiaban manuscritos, mientras los frailes conservaban las pocas bibliotecas entonces existentes. Eso explica que las primeras universidades llegaran de la mano de la Iglesia, como una lógica evolución de las escuelas episcopales, esencialmente con los auspicios de las órdenes religiosas, no sólo porque esta institución poseía la autoridad para fundarlas, sino porque contaba con las cabezas necesarias para nutrir sus claustros.

Como es natural, si a la Iglesia se debía la creación de casi todas las universidades en Europa —Salerno (s. XI), Oxford (1170), París (1200), Salamanca y Cambridge (1230)— era razonable predecir que los grandes temas morales que interesaban a los religiosos estarían en el punto focal de la educación universitaria medieval. Y entre ellos estaban, cómo no, las disquisiciones en torno al precio justo de las cosas, el debate sobre los beneficios y la usura, así como el papel de los mercaderes y la naturaleza moral de su oficio. ¿Estudiaban acaso «economía»? En modo alguno: estos temas pertenecían a la teología. Al fin y al cabo, desde Roma algunos papas —Alejandro III, Inocencio II y, sobre todo, Gregorio IX— eran juristas ellos mismos, e intervenían con sus casi sagradas opiniones en los asuntos económicos y legales, siempre trenzados con los teológicos. Urbano III repetía las palabras de Lucas: «prestad liberalmente, sin esperar nada a cambio». Gran experto en cuestiones morales, Urbano III sin duda sabía muy poco sobre la formación y la destrucción del capital.

En el siglo XIII —y muy decididamente en el XIV—, en la medida en que Francia se perfilaba como una potencia europea —al extremo de poder secuestrar al Papa e impunemente trasladar la sede de la cabeza de la Iglesia a Aviñón durante varias décadas sin que nadie pudiera impedirlo—, la Universidad de París se convirtió en el más importante centro educativo de Europa occidental y en el sitio en el que los cristianos debatían los más urgentes problemas teológicos. Ahí el alemán Alberto Magno —luego declarado santo— trabó contacto con su discípulo Tomás de Aquino —llamado en vida Doctor Angélico—, y entre ambos —como se ha mencionado en capítulos anteriores— comenzarían el rescate y la asimilación del pensamiento aristotélico, lo que los llevó a asumir el punto de vista del griego en materia económica: los beneficios económicos en las transacciones comerciales son legítimos, puesto que los comerciantes corren ciertos riesgos. Toda transacción conlleva incertidumbre: se puede perder, ergo es moralmente justificable premiar con ganancias a quienes están dispuestos a afrontar ese peligro. Asimismo, el precio justo —como proponía Aristóteles— es el que determina el mercado, y resulta éticamente aceptable tener acceso a la propiedad privada. Sin embargo, cobrar intereses por los préstamos es usura, algo que la moral cristiana no puede aceptar.

De nuevo la Iglesia tropezaba con el asunto de la usura. Sus mejores cabezas no entendían que el tiempo era también un factor económico de primera importancia. No lo entendían hasta que otro santo, Bernardino de Siena, un franciscano de vida frugal, gran predicador, vicario general de su orden —lo que no impidió que por razones teológicas lo acusaran de superstición y de albergar una actitud no muy bien vista dentro de la Iglesia: ser portador de una peligrosa novedad—, iluminó el asunto con un concepto a mitad de camino entre la economía y el Derecho: el lucro cesante. El tiempo que el dinero está inmovilizado es un periodo perdido para quien lo posee. No puede realizar otras actividades que le rindan beneficios. Su ensayo Sobre los contratos y la usura era una paladina defensa de los comerciantes, de sus actividades, del derecho a cobrar intereses y del mercado. Algo se había avanzado.

La España del XVI, la de la conquista y la colonización de América, es tal vez el país europeo en donde mejor se distingue lo que pudiera calificarse como una «tendencia económica pro mercado»: la llamada Escuela de Salamanca, expresión depurada de la neoescolástica tardía, aunque las universidades de Alcalá o la portuguesa de Coimbra, bajo la rectoría del vasco Martín de Azpilcueta, también colaboraron en la misma dirección. Éste último, teólogo y jurista, consejero de papas y confesor de reyes, puede ser considerado el primer economista moderno de España, pues en sus obras Comentario resolutorio de cambios y el Comentario resolutorio de usuras por primera vez aclara la relación entre el nivel de los precios y el monto del circulante —origen de la escuela monetarista—, mientras explica con toda objetividad las razones que aconsejan el cobro de intereses en los préstamos.

A esa Escuela de Salamanca del siglo XVI —una manifestación muy temprana del liberalismo, como en el XIX comenzaron a admitir los economistas de la Escuela austriaca—, la misma de Francisco Vitoria y Domingo de Soto —presente en el debate entre Las Casas y Sepúlveda—, y luego la de Tomás Mercado, autor de Tratos y contratos de mercaderes, también pertenecen otros dos religiosos, en este caso jesuitas, que tuvieron una extraordinaria importancia en Europa: Francisco Suárez y su contemporáneo Juan de Mariana. Suárez, teólogo erudito y jurista de primer orden, conocido, junto a Vitoria, como el padre del Derecho Internacional por sus trabajos sobre el Derecho de Gentes, también incursionó en la ciencia económica, casi siempre en defensa del mercado. En todo caso, su compañero de orden, Juan de Mariana, fue mucho más explícito y apasionado: se opuso vehementemente —así era su carácter— a la intervención del Estado en los asuntos económicos, y con muy buen juicio acusó al rey de provocar la inflación y la devaluación de la moneda con el excesivo gasto público, empobreciendo con ello a los españoles. Asimismo, coincidió con Suárez en la legitimidad del tiranicidio como último recurso para hacer valer la voluntad popular cuando un déspota olvidaba su compromiso con las leyes y con la religión. No en balde la Inquisición lo encarceló y colocó sus libros en el Index por un larguísimo periodo.

Valga aclarar que en el momento en que Mariana proclama ese «derecho al tiranicidio» en un libro de 1599 —Del rey y de la institución real— el asunto no era exactamente un debate abstracto, sino una opinión que casi podía calificarse de incendiaria dado el clima de violencia desatado por las guerras religiosas entre protestantes y católicos. En diciembre de 1588 el rey francés Enrique III, adversado por su vecino español Felipe II, católico intransigente que había visto con sospechas las concesiones hechas a los protestantes hugonotes en 1576 (pese a la previa y sangrienta mantanza de «calvinistas» la noche de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572), cayó asesinado por el monje Jacques Clément, un católico radical que hoy calificaríamos de integrista. Su sucesor, Enrique IV, hugonote en sus orígenes —es durante las fiestas de su boda en París cuando se produce el asesinato en masa de sus amigos los calvinistas franceses—, abjura de sus creencias y pronuncia su famosa y cínica frase, «París bien vale una misa», pero en 1610, tras aliarse militarmente con los protestantes alemanes y suizos, fue asesinado a puñaladas por un católico fanático, François Ravaillac, aparentemente instigado por españoles y austriacos, aunque el criminal no confesó ninguna complicidad durante los espantosos tormentos que le infligieron en los interrogatorios. Tampoco admitió haber leído al padre Mariana, pese a que los torturadores una y otra vez le preguntaban si conocía la obra del jesuita y si había sido por ella motivado.

Los débiles o ausentes instrumentos del desarrollo

Por supuesto, el hecho de que al momento de la conquista y la colonización de América existieran en España unas cuantas cabezas bien dotadas capaces de entender, aunque fuera someramente, lo que era un buen gobierno en materia económica, no quiere decir que estas voces llegaran al oído del monarca o al círculo de sus asesores principales. La verdad es que la hacienda pública española arrastraba una profunda crisis fiscal y monetaria, mientras los monarcas —Carlos V primero, luego su hijo Felipe II— se embarcaban en unas costosísimas guerras que arruinaron por siglos a España, exactamente en el momento de mayor auge político y militar que había experimentado la Península.

Carlos V, que conocía el oficio militar, como dijo Fugger, su prestamista alemán, lo que no sabía era contar, y apenas tenía idea de una disciplina económica extraordinariamente importante que los italianos habían comenzado a perfeccionar desde mediados del siglo XIV, en Génova, cuando los cuidadosos banqueros iniciaron la teneduría de libros desarrollando la contabilidad por partida doble. Un siglo y medio más tarde, el veneciano Luca Pacioli, matemático, franciscano, amigo de Leonardo, quien ilustra una de sus obras, publica en 1494 su Summa de Arithmetica, Geometría, Proportioni et Proportionalitá et Arte Maggiore, con un apartado dedicado a la contabilidad que luego se publicó como Tractatus particularis de computis et scripturis.

¿Qué importancia podía tener esto para la gran empresa de América y para el destino de España como potencia europea? Enorme importancia. Una de las principales razones por las que España se hunde económicamente en la medida en que asciende su estrella política, es porque el gobierno entiende muy poco de contabilidad de costos. La Corona, sencillamente, es incapaz de formular unos presupuestos en los que objetivos, costos y beneficios se relacionen de una manera razonable. La contabilidad permite calcular los costos, precisar la presión fiscal necesaria para cubrirlos, valorar realmente los activos, decidir si la producción se orienta en una u otra dirección y, en suma, hacer planes de largo alcance.

Nada de eso figuraba en el desordenado gobierno español. Era cierto que los Reyes Católicos, abuelos de Carlos V, en 1480 habían creado la Sala de los Contadores Mayores de los libros de la Hacienda y Patrimonio Real, y también que ya en 1401 aparece en Barcelona el primer banco (Taula di Canvi), fracasado poco después, o que en Valencia los comerciantes entendían de estos temas bastante mejor que en Castilla, pero esos datos no ocultan otra verdad esencial: la España del Renacimiento (y aún antes) no domina las técnicas financieras de su época. Quienes saben manejar el dinero son los extranjeros o las minorías locales. Los banqueros desde el siglo XII son genoveses; más tarde llegarán los alemanes. Los administradores suelen ser conversos o judíos. Este último detalle es clave: cuando en 1492 expulsan a los hebreos, con ellos desaparece lo que hoy llamaríamos un formidable «capital humano». Se van del país miles de comerciantes y expertos en transacciones financieras. Los que quedan, convertidos en conversos o cristianos nuevos viven bajo la vigilancia implacable de la Inquisición, siempre cautelosa de quienes desempeñan oficios «propios de judíos», actitud que aumenta el descrédito popular de las actividades financieras. Los caballeros y los cristianos viejos no se dedican a esos sucios menesteres relacionados con el vil dinero. Tampoco a los deleznables trabajos manuales. Eso es propio de la gentuza.

Esa pobre visión económica de los españoles muy pronto se refleja en un fenómeno que desconcertaba a los monarcas en el siglo XVI y que aún hoy, quinientos años más tarde, genera graves discusiones: ¿por qué con las ingentes cantidades de oro y plata que fluyeron de las minas americanas hacia España, la Metrópoli cada vez se hundía más hasta quebrar cinco veces y arrastrar en la caída a los grandes centros financieros del momento: 1595, 1607, 1627, 1647 y 1656? Porque nadie sabía (ni nadie se preguntaba seriamente) lo que realmente costaba armar una flota, trasladar miles de emigrantes a Nueva España (México), o a Potosí (hoy Bolivia), crear pueblos y caminos a cuatro mil metros de altura, edificar grandes templos religiosos para atender las necesidades espirituales de conquistadores y conquistados, mantener, literalmente, miles de indios o negros semiesclavos extrayendo los minerales, construir ciudades en las cuales controlar la operación y pueblos indios para los nativos vencidos en interminables guerras y escaramuzas, guarnecer con carísimas instalaciones militares los puertos y las encrucijadas estratégicas para evitar el saqueo de piratas y corsarios, y luego escoltar con naves artilladas el envío de la remesa de metales hasta España. Agobiados por las continuas guerras, los reyes no se detenían a contar. En realidad, no sabían cómo hacerlo.

Y lo curioso es que la visión imperante en la Metrópoli era muy clara: el papel de las colonias era enriquecer al Estado que las poseía. Eran una renta. Así se habían visto siempre las relaciones entre los poderes dominantes y los territorios vasallos. El asalto final contra Granada, por ejemplo, se decidió cuando el reino moro se negó a seguir abonando el tributo impuesto por los Reyes Católicos. Las colonias eran una variante del estado satélite medieval obligado a pagar tributos, por mucho que la Corona afirmara que las Indias eran parte de Castilla. Con ese objeto —con el de explotarlas en su beneficio— España colocaba su pendón en las tierras descubiertas en América y desplegaba los soldados para garantizar su soberanía. Era la misma visión de Inglaterra, Holanda o Francia.

¿Qué fallaba? El imperio resultaba víctima de un costoso error intelectual derivado de un razonamiento traicionero: ¿por qué eran ricas las personas? Porque tenían dinero. ¿Y qué era el dinero? Eran monedas de metal, fundamentalmente de oro, de plata y —las más despreciables— de cobre, cuyo valor se establecía con relación al peso y a la pureza de los metales con que habían sido acuñadas. ¿Cuánto le había costado a España la obtención de los metales, la exportación a España y la fundición y acuñación de las monedas? Nadie lo sabía. Nadie se lo preguntaba. Lo importante era tenerlas. ¿Para qué? Fundamentalmente, para pagar los préstamos con que se financiaban las interminables guerras. Los ejércitos eran casi todos fuerzas mercenarias a las que, para evitar que se amotinaran, había que pagarles una buena soldada y darles como botín parte de los despojos de las ciudades doblegadas. Cuando no se les pagaba reaccionaban con ferocidad. También las monedas eran útiles para importar bienes que los españoles no producían con la calidad con que se fabricaban en el extranjero, especialmente en el norte de Europa, en Italia, y, progresivamente, en Francia: buenas telas, armas, joyas, relojes, ciertas maquinarias. Acaecía la mayor de las paradojas: España se desangraba en la obtención de metales que acababan fortaleciendo a sus vecinos, muchas veces, incluso, a sus propios enemigos.

No es posible ignorar la importancia que tuvo en España y América la incapacidad de la Corona para manejar los asuntos relacionados con la moneda, pese a la larga tradición que existía en la Península. En efecto, quienes primero introdujeron monedas en Iberia fueron griegos y cartagineses, con sus apreciados dracmas, óbolos y calcos. Los romanos trajeron el denario —de donde deriva nuestra palabra «dinero»— y crearon las cecas reales para acuñar monedas. Los godos, a partir del siglo V continuaron haciéndolo, pero rebajando la calidad del metal. Y cuando los árabes, en el VIII, conquistaron la Península, impusieron el dinar, cuya etimología también recuerda al denario latino. Los cristianos de España, bajo influencia árabe, denominaron a su moneda más popular con una palabra tomada del enemigo almorávide: maravedí. ¿Tendría ese detalle algo que ver con la ambigua actitud de los cristianos hacia el dinero? Quién sabe. Eso pertenece a la zona más oscura de la conciencia. Pero lo cierto es que en el siglo XVI, al arribar los metales y monedas a España, los precios se cuadruplican confirmando la observación de Azpilcueta: a mayor abundancia de monedas, si no aumentan los bienes disponibles, aumentan los precios. Es la inflación. Un destructivo proceso al que sucede la deflación cuando las minas americanas comienzan a secarse paulatinamente. ¿Qué hace la Corona? Resella las monedas: multiplica artificialmente su valor, generando un mayor caos en el sistema financiero, y provocando la hambruna en varias regiones de España, a lo que se suma la peste de fines del XVI.

¿Quiénes se salvan, aunque sea parcialmente? Los que poseen signos monetarios más saneados: los catalanes y valencianos, pues no es hasta el siglo XIX que España consigue tener una moneda única para todo el territorio.

En América las minas de donde se extrae el oro, la plata y otros metales no resuelven, sin embargo, el problema crónico de la escasez de moneda. Sólo las ciudades están realmente monetizadas, y en las zonas rurales se recurre al trueque. Los metales en lingotes o las monedas ya acuñadas se exportan a Europa en barcos permanentemente acechados por los piratas. Hernán Cortés fue el primer americano que acuñó monedas. Pero nunca hubo suficientes, lo que significaba un freno al comercio. En las minas se utilizan ingentes cantidades de indios. En su momento, tal vez la empresa con más trabajadores en todo el mundo era la mina de Potosí: trece mil quinientos mineros y auxiliares que laboraban durante larguísimas jornadas. No en balde la mitad de la producción mundial de plata era ahí donde se obtenía, especialmente desde que en 1552 Bartolomé Medina descubrió la amalgama de mercurio y facilitó el proceso industrial. Pero ni siquiera en las minas siempre se podía cobrar con monedas, y los obreros recibían su paga en una pequeña parte del mineral que extraían, la llamada pepena.

Al no haber moneda, pero sí ciertas cantidades de oro y plata, se pesaba el material y se le asignaba un valor. Ése es el origen de la palabra peso: peso oro, peso plata. En 1525, 4.6 gramos de oro de 22 quilates equivalía a un peso oro, también llamado castellano, y se intercambiaba por 450 maravedíes. ¿Qué se podía comprar con eso? Bastante: era el salario de casi dos meses de un peón agrícola. Con un peso plata acuñado en América —moneda muy apreciada— era suficiente para pagarle un mes de salario: 275 maravedíes. Pero circulaban poco pues la demanda en Europa era grande. Los americanos se quejaban de la escasez de monedas, mas la Corona no prestaba demasiada atención. Sus propios problemas le parecían infinitamente más apremiantes que el rumor de tan lejanos como agraviados súbditos.

Si el caos monetario era notable, los modos de recaudación fiscal y la forma en que el Estado contraía y atendía sus obligaciones no le iban a la zaga. No por gusto una buena parte de la población ingresaba en los conventos o en el clero secular, mientras casi todos aspiraban a formar parte de la nobleza: los religiosos y los nobles no pagaban impuestos en España ni en América. ¿Cómo se nutrían las arcas nacionales al margen de los metales procedentes de América (en realidad una proporción no muy grande de los ingresos)? Gravando las transacciones comerciales. Había impuestos de tránsito, derechos de aduana —almojarifazgo— y sobre la compraventa, básicamente de lana. Existía, además, la alcabala, que venía a ser un impuesto sobre la venta directa o las permutas, y la avería, un tributo especial dedicado a pagar por la protección a los buques de la flota, parecido a la cruzada, un impuesto papal destinado a costear las guerras contra los turcos. ¿Ayudaba la Iglesia? No mucho. Algo aportaba la Inquisición con las confiscaciones de bienes a los condenados, pero tampoco solía estar muy sobrada de dinero pues se veía obligada a autofinanciarse. Aunque esos no eran los únicos recursos que proporciona Roma: la Iglesia comparte con el Estado el producto de la venta de indulgencias. Cuando estos ingresos no alcanzan para hacerle frente a los gastos del Estado, se recurre a los juros, una deuda pública emitida por la Corona. Hay juros desde los siglos XII y XIII, pero a partir de los Reyes Católicos la deuda se multiplica exponencialmente, factor también causante de la inflación. Hay un momento en que Felipe II, el monarca más poderoso del planeta, la cabeza de un imperio en el que el sol no se ponía, teme no poder hacerle frente ni siquiera a la intendencia de su propio palacio. Entre él y su padre destruyeron la fortuna del banquero alemán Fugger, tal vez la mayor de la Europa de su tiempo, pero de paso también empobrecieron escandalosamente a la propia Corona.

España y América, ciertamente, forman un poderoso territorio, al que suman las posesiones europeas del rey español. Los tercios españoles —generalmente dotados de abundantes mercenarios de otras latitudes—, sin duda son temidos por su fiereza. Pero esa fortaleza militar no se compadece con el poderío económico ni con la destreza y refinamiento en el manejo de las finanzas que se observa en otras partes de Europa. En el norte, desde el siglo XIV las ciudades alemanas y los Países Bajos comercian intensamente. En su mejor momento setenta y dos ciudades alemanas constituyen la Liga Hanseática. Por la punta occidental el límite es Flandes; por el oriental, Rusia. El Báltico y el Mar del Norte se convierten en su mare nostrum. Hay años que hasta mil barcos surcan esos mares en todas las direcciones. Es un lejano precedente de la Unión Europea: se asocian para comerciar y para proteger sus líneas marítimas. Quien agrede a una de las ciudades sufre el aislamiento del resto. Los feroces daneses son domados y Escandinavia de alguna manera se integra comercialmente a ese mundo: el mismo que en siglos anteriores los vikingos habían aterrorizado. Las pieles, los arenques, las telas y las maderas navegan de un puerto a otro. Inglaterra y Holanda participan esporádicamente de ese comercio, pero nadie puede evitar los conflictos y los choques de intereses. En el norte de Europa, entre esos pueblos de filiación anglogermánica se va forjando una sociedad más compleja desde el punto de vista científico, industrial y financiero. La Liga decae lentamente, como toda estructura política y económica, pero deja su huella de manera permanente. Ingleses, escandinavos, alemanes, holandeses, belgas y franceses, sin dejar de pelear intermitentemente, construyen un espacio cultural y comercial con rasgos bastante homogéneos: es la consecuencia de los intercambios de toda índole que llevan a cabo. La Europa del XVI tiene dos polos culturales y financieros hegemónicos: ciertas ciudades del norte de Italia y el norte de Europa. Hacia este último polo se va poco a poco escorando el peso de la civilización. España es un gran poder, pero excéntrico, atrasado, y sólo temible en el campo militar. Ese carácter marginal se trasvasa de una manera inevitable a la América española o a la portuguesa. Era imposible que fuera de otra manera.

El capital, como la vida, busca desesperadamente multiplicarse. El acumulado en esa zona del mundo no es diferente. En Brujas, una ciudad flamenca —hoy perteneciente a Bélgica—, se dan cita los comerciantes alemanes y los italianos —todavía existe la Casa de los genoveses— para realizar transacciones. Son representantes de banqueros y de industriales que comienzan a regarse y a instalarse profusamente por Europa. Utilizan cartas de crédito y letras de cambio en vez de monedas. Ya los genoveses las conocían desde hacía doscientos años. Este instrumento financiero expande el comercio tremendamente. En el siglo XIV muchos viajantes de comercio se reúnen en la posada de una familia apellidada Bourse e intercambian documentos de crédito. La confianza y la buena fe se convierten en un elemento clave para el desarrollo. Fe y fiar tienen raíces comunes. Empieza a fomentarse una economía basada en la confianza: el trust que dicen los ingleses, piedra angular del desarrollo. Casi no hay españoles entre estos comerciantes internacionales. La cultura de la confianza no se expande en España y luego en América con la firmeza con que lo hace en el norte de Europa. El nombre de los Bourse acaba por transmitirse a una plaza, pero todavía alcanza para denominar algo más trascendente: la Bolsa. El mercado de letras de cambio dará origen a las compañías por acciones y a la venta de esas acciones. Las primeras «sociedades anónimas» surgen en Londres en el siglo XVI. Muy pronto Amberes, Lyon y Amsterdam son también centros financieros de primer orden. Los empresarios de esa parte del mundo saben «mover» sus capitales y a veces los arriesgan en especulaciones sobre producciones futuras de cosechas. En el XVII londinense ya se utilizan las expresiones bursátiles relacionadas con toros y osos: bull market cuando la tendencia es al alza del valor de las acciones y bear market cuando declinan. Nadie sabe exactamente el origen de esas expresiones ni quién fue el que primero las acuñó. Ya son muchos los que participan en esas actividades especulativas: además de los compradores y los vendedores están los agentes o corredores y los minuciosos escribanos, dueños de un sutil lenguaje jurídico concebido para blindar legalmente las transacciones. Ello no impide, por supuesto, las estafas, y, también, el progresivo refinamiento de los textos legislativos y notariales para adaptarse a las complicaciones conceptuales de las nuevas categorías económicas que van surgiendo. El capitalismo tiene que ver, claro, con el dinero, pero se asienta sobre una base legal. ¿De dónde vienen nuestras populares expresiones «burbuja financiera» o «burbuja especulativa», tan atemorizantemente vigentes en el siglo XXI? De la llamada Bubble Act del siglo XVIII, dictada para obligar a sanear las ambiguas escrituras que redactaban los notarios. El capitalismo tiene dos alas. La de los riesgos es la del mercado, la de la seguridad descansa en el Derecho. No hay capitalismo sin seguridad jurídica y sin respeto por los contratos.

Pero lo importante es que ha surgido un método nuevo de acumular capitales, de multiplicar las inversiones y una manera impersonal de manejar los negocios. Ya no basta el capricho del empresario o de su familia, pues quienes manejan las empresas tienen que rendir cuentas a los accionistas. Esa presión contribuye a la transparencia en las actividades comerciales y obliga a la eficiencia. Si se desea competir por el ahorro ajeno hay que procurar la excelencia. En España, y menos aún, en América, todo esto sucede a cuentagotas. Incluso el papel moneda —otra invención inglesa, o anglo francesa—, obra del escocés John Law, un genio financiero al servicio de Francia, creador del crédito moderno a principios del siglo XVII, no se utiliza profusamente en la Península hasta un siglo más tarde. Es verdad que el experimento de Law terminó en la quiebra, con el escocés escondido en Italia, y Francia —que tampoco fue un modelo económico muy fiable— en medio de una recesión, pero sus mejores ideas, puestas en práctica, le dieron un impulso tremendo al comercio y cambiaron la faz de Occidente. Tras la creación del papel moneda y la puesta en circulación de nuevos instrumentos de crédito, el norte y el centro de Europa se separaron aún más en la medida en que crecían el número y el volumen de las transacciones comerciales. El capital comenzaba a ensayar una nueva ingeniería financiera que le permitía multiplicarse de manera nunca vista.

¿Y en América? Al mal manejo relativo de los instrumentos económicos del desarrollo que España exhibía en el momento de la colonización, del otro lado del Atlántico se agregaban unos notables problemas que hoy calificaríamos de «estructurales». La acumulación de capital no era el resultado de la industria, el comercio o el aumento de la productividad, sino del botín de guerra, del repartimiento de las tierras, del trabajo esclavo y de los privilegios asignados por la Corona. Y quizás la mayor fuente de acumulación de capital —asunto todavía hoy vivo, 500 años más tarde—, era la de la posesión de la tierra. Originalmente la tierra era propiedad de la Corona, y ésta la concedía como merced a sus más fieles conquistadores españoles, pero sin abandonar una visión aristocrática de los privilegios. A los peones, a los que habían combatido a pie, se les entregaban peonías, y a los caballeros, a los que habían hecho la guerra montados, caballerías. Una caballería tenía algo más de cuarenta hectáreas y ocupaba el tamaño de seis peonías. Casi inmediatamente se inició un proceso de creación de latifundios que con frecuencia no se podían poner a producir enteramente. ¿Por qué esa voluntad de acaparar tierras baldías? Porque entre los castellanos la posesión de grandes cantidades de tierra era sinónimo de distinción social y de noble origen. La Corona quería que se desarrollara la agricultura y enviaba expediciones de labradores a los que se les pagaban los gastos de transporte y asentamiento, pero tan pronto alcanzaban el Nuevo Mundo con gran frecuencia esos campesinos abandonaban el azadón y se convertían en señoritos dedicados a la explotación de los indios y negros. Trabajar, especialmente con las manos, era una señal de indignidad. Así sería hasta que Carlos III a fines del XVIII levantara oficialmente ese estigma, aunque resultaba muy difícil que una pragmática real desterrara de un plumazo una milenaria concepción de la vida.

La Iglesia también se convirtió en un portentoso terrateniente. La inversión en tierra siempre era segura. Nunca parecía mayor el patrimonio que cuando se expresaba en tierras. Tal vez no generara demasiadas rentas, pero siempre estaba ahí. Una industria podía quebrar. El comercio estaba sujeto a los riesgos monetarios o financieros, mas la tierra siempre permanecía, aumentando de valor lenta pero seguramente, en la medida en que crecía la población y las ciudades y pueblos se acercaban a la campaña. Con el tiempo, la Iglesia llegó a ser el mayor de los propietarios de América, pero sin que ello hiciera demasiado feliz a los monarcas españoles: «los curas» no pagaban impuestos y con frecuencia convertían sus inmensas propiedades en tierras «muertas» para la producción agrícola. De ahí la curiosa expresión castellana utilizada en el siglo XIX cuando le expropiaron sus bienes a la Iglesia: la desamortización. La sociedad sacó esos bienes del reino de los muertos para traerlos de nuevo a la vida productiva.

¿Dejó el ejemplo colonial español alguna huella especial en la psicología de la clase empresarial latinoamericana? Probablemente. La ecuación tierra=abolengo todavía hoy guarda toda su vigencia en cada una de las naciones latinoamericanas. Ser un hacendado confiere un prestigio antiguo, patriarcal, de patriota viejo. Como también parece lamentablemente saludable la vieja tradición conservadora de mantener el capital muy seguramente invertido en tierras, sin correr los riesgos de las industrias y el comercio, a la espera de multiplicarlo de una manera natural por el apacible aumento vegetativo del valor de la propiedad inmueble. ¿Resultado de esa mentalidad? El predominio, hoy y desde hace siglos, de economías poco dinámicas, atrasadas, escasamente competitivas, exportadoras de materias primas en un mundo en el que se avanzaba milímetro a milímetro hacia la revolución industrial que estallaría a plenitud en la Inglaterra del siglo XVIII.

En efecto, la vocación empresarial de España no era la más enérgica, pero menos aún en la América que había conquistado, pues dentro de la mentalidad mercantilista de la época se suponía que el papel de las colonias era el de mercado cautivo al servicio de los productores de la metrópoli. Los latinoamericanos no debían producir lo que la Madre Patria producía. La competencia —elemento clave del desarrollo económico— estaba deliberadamente proscrita. El modelo económico asignado era «complementario». No debían comprarles a los extranjeros, aunque el precio y la calidad fueran mejores. Tampoco debían venderles. Y el comercio tenía que hacerse en naves con insignia castellana, sólo con los puertos escogidos por la Corona —en sus inicios Cádiz y Sevilla— y por medio de compañías formadas por privilegio real para enriquecer a los nobles favoritos del monarca en régimen de monopolio. Ése era el pacto colonial. Pacto que, naturalmente, se vulneraba una y otra vez por medio del contrabando con furtivos comerciantes ingleses, franceses, y holandeses que, literalmente, arriesgaban la vida por comprar y vender mercancías al margen de la ley. Cuando los sorprendían eran ahorcados, pero esas ejecuciones no ocurrían con frecuencia porque la complicidad general solía ampararlos. Era la suya una actividad de la que todos se beneficiaban. Todos, menos las autoridades coloniales que perdían, claro, un fragmento de su mal servida clientela, siempre a la espera del parsimonioso paso de la flota, un largo convoy de naves que se dispersaban y reunían en diversos puntos —La Habana era la primera y última gran parada— para recoger y dejar «géneros» con los cuales alimentar el comercio entre España y América Latina. Entre dos y cuatro meses duraba el recorrido, siempre y cuando las tormentas no echaran a pique los buques o los corsarios y piratas no los saquearan. Una eternidad para nuestro actual sentido del tiempo. Un plazo razonable para aquella civilización de digestión lenta, aprendida paciencia y cierto fatalismo.

Sin embargo, el desarrollo industrial no siempre estaba vedado por designios imperiales. Al margen de la minería, como señala el historiador Lutgardo García Fuentes, al menos en tres sectores España alentó claramente la producción industrial en América: el obraje, como se llamaba a la industria textil, presente entre aztecas, mayas e incas antes de la llegada de los españoles; el azúcar, siembra ideal en los climas tropicales y subtropicales, servida por infinidad de esclavos negros; y los astilleros navales, para los cuales existían unos inmensos bosques madereros. Y de las tres actividades, tal vez los obrajes constituyeron la industria que alcanzó un mayor grado de desarrollo capitalista, especialmente en México, potenciando la producción de otros bienes conexos, entre ellos los colorantes que requerían los textiles: el pan de añil, para dar un tinte azulado, sacado de las hojas maceradas del xiquilite; el palo campeche que cubría de color granate; y la chinchilla, un pigmento que se obtenía de un diminuto insecto que vivía en el nopal, del que se extraía una sustancia roja prácticamente indeleble.

La ganadería fue también una actividad lucrativa. Los caballos, cerdos y reses se multiplicaron y adaptaron muy bien a un nuevo e inmenso territorio en el que no abundaban los depredadores naturales. Las ovejas se aclimataron a las zonas más frías, y en México llegaron a ser tantas que los dueños de los rebaños copiaron la mesta castellana, una organización dedicada a organizar el pastoreo trashumante por tierras ajenas. Pero como los nichos ecológicos o los mercados no suelen beneficiar a todos por igual, el éxito reproductivo de estos mamíferos acabó convirtiéndose en la pesadilla de los indios —como en la Edad Media lo había sido de los agricultores castellanos—, que con frecuencia veían cómo el paso de los animales por sus sembradíos significaba para ellos la ruina total. Un caso curioso —muy revelador de los complejos vericuetos de la conciencia religiosa de la Contrarreforma— fue el de los mulos. Era un animal muy apreciado por su resistencia, y en América Latina existía una enorme cabaña de ellos, pero como se trataba de una criatura híbrida —mezcla de asnos, caballos y burros—, y como generalmente resultaban estériles, las autoridades desaconsejaban su cría por oscuras razones teológicas: algo pecaminoso y contra natura debía existir en este tenaz cuadrúpedo de incierta concepción adorado por militares y granjeros.

Los fundamentos del desastre

A fines del siglo XVIII las mejores cabezas de Europa comenzaron a pedir el fin del mercantilismo. El historiador Carlos Rodríguez Braun lo sintetiza brillantemente en La cuestión colonial y la economía clásica. No se trataba solamente de una relación injusta en detrimento de las colonias, sino de una sangrante paradoja: ambos, metrópoli y colonia, se hacían daño. ¿Cuánto costaba mantener a la colonia como el coto cerrado de unos cuantos comerciantes privilegiados? Las guarniciones de soldados y la inmensa burocracia sólo parecían destinadas a beneficiar a unos pocos. Adam Smith, refiriéndose a las colonias inglesas en América, bastante más libres que las que dependían de España o Portugal, escribía lo siguiente: «para proteger los intereses de un pequeño grupo de personas se perjudica a la totalidad de la sociedad». Lo que inmediatamente lo llevaba a pedir la libertad total en las transacciones económicas. Para el autor de La riqueza de las naciones, publicado en 1776, el mismo año en que los norteamericanos se lanzaban a la búsqueda de la independencia, los monopolios impedían la formación de capital, y ése era el elemento clave del desarrollo: sólo el aumento incesante de capital lograba que las sociedades se enriquecieran. Y no era el primer pensador inglés que rechazaba el modelo mercantilista. En 1760 el Dean de Gloucester, Josiah Tucker se atrevía a más: defendía la independencia de las Trece Colonias trasatlánticas por resultar conveniente a los intereses de Inglaterra. Algo parecido a lo que en 1770 proponía el Abate Raynal en un libro de nombre singularmente farragoso: Historia filosófica y política de los establecimientos y del comercio de los europeos en las dos Indias.

España no era inmune a este debate. A partir de 1700 la entrada de los Borbones en la historia de la Península se había traducido en un constante esfuerzo de modernización de la administración pública —desde entonces muy influida por el modelo burocrático francés—, como si la nueva dinastía advirtiera el retraso relativo del reino heredado de los Habsburgos. De manera que, poco a poco, las nuevas ideas liberales y antimercantilistas fueron penetrando en el corpus ideológico de la clase dirigente, hasta llegar a prevalecer durante los reinados de Carlos III y Carlos IV, periodo en que numerosos puertos españoles se abren al comercio con América Latina, se rebajan los aranceles y se permiten las exportaciones e importaciones con otras naciones. Es la época en que los librecambistas, defensores de la libertad económica, logran poner fin a muchos monopolios comerciales y súbitamente, cómo habían previsto, se produjo una explosión de actividad económica.

Es la época, en suma, de los grandes «ilustrados» españoles: Campomanes, Floridablanca, Jovellanos. Pero los cambios llegan tarde. A principios del XIX los criollos se sienten inicuamente «explotados» y excluidos por la metrópoli, y a ella, a España, a su mentalidad económica, a sus hábitos comerciales y a su injusta legislación le atribuyen el atraso de la región. Un economista español es capaz de ver el punto de vista de la víctima: Álvaro Flórez Estrada, quien en 1811, cuando ya relampagueban los cabildos rebeldes en América, publica Examen imparcial de las disensiones de América con España. No le duelen prendas: propone el librecambismo y rechaza los monopolios. Sabe que las relaciones entre España y América no pueden continuar montadas sobre el tradicional pacto colonial. La nueva economía, la economía capitalista, exigía que las dos partes se enriquecieran en los negocios. Desde Inglaterra, poco después, Jeremy Bentham, al recomendarles a los franceses que abandonen la explotación de los territorios conquistados —«Emancipad vuestras colonias»—, añade un argumento moral irrebatible: la lejanía entre los ciudadanos y el centro de donde emana la autoridad se convierte siempre en mal gobierno. El que gobierna debe estar siempre cerca del gobernado. A este último le corresponde la tarea de hacer la auditoría.

¿Cuál era la herencia económica sobre la que se construían las nuevas repúblicas latinoamericanas? Una mentalidad aristocrática en la que no se valoraban las actividades comerciales o empresariales; un modo antiguo de entender la ingeniería financiera; un sistema de tenencia de tierras que acababa por convertirse en un ancla para las inversiones industriales; un panorama productivo que no había sido fecundado por emigraciones extranjeras portadoras de técnicas nuevas; una carencia crónica de capitales. ¿Consecuencias de todo ello? Enormes masas de personas muy pobres que no encontraban un sistema económico lo suficientemente elástico como para irse incorporando al desarrollo. Todos, naturalmente, problemas superables con el tiempo —siempre y cuando se entendieran las causas que los originaban y se conocieran las fórmulas de solucionarlos—, algo que no parece haber sucedido. Si volvemos al inicio de este capítulo y repasamos la anécdota costarricense nos damos perfecta cuenta de la vigencia del pasado: ahí está, viva y coleando, la mentalidad mercantilista, enemiga del desarrollo y desconfiada de la libertad económica. Lo curioso es que sus mayores defensores ya no son las oligarquías que se beneficiaban de este modelo, sino los pobres que lo padecen.