UN ESTADO A INSATISFACCIÓN DE TODOS

El pecado original del Estado en América Latina no era sólo de carácter moral o metafísico. Se palpaba, sí, un claro malestar ante una conquista y colonización difícilmente justificables en el terreno ético —como denunciaban muchos sacerdotes y moralistas—, y existía un explicable rencor entre una población indígena a la que habían arrancado sus dioses, habían impuesto otras costumbres, y a la que obligaban a trabajar brutalmente —pese a leyes y normas que recomendaban un trato más clemente—, pero los aborígenes no eran los únicos en sentirse agraviados por el nuevo orden que comenzaba a instalarse en América: paradójicamente, los colonizadores también resentían el trato dispensado por la Corona.

En efecto, la deslegitimación del Estado era a tres bandas: los españoles, los indios y, cuando los hubo en cantidad apreciable, los mestizos. Resultaba sencillo entender las doloridas razones de los dos últimos grupos, discriminados y maltratados, profundamente humillados y ofendidos, pero ¿por qué los españoles? Tampoco era difícil de hallar la respuesta: porque existía una fundamental discrepancia de fondo entre los intereses de los conquistadores y los de la Corona. Para los pizarros, los cortés o los almagros, la aventura en la que se habían enrolado era un negocio privado y como tal se la habían planteado. Era, esencialmente, un asunto de oro, especias, botines, esclavos, mujeres y sirvientes, al que luego se agregaron fincas enormes, haciendas y casas suntuosas. Ése era el propósito de los conquistadores: se «entraba» en los pueblos indios para saquearlos. Igual sucedía con las «cabalgadas», unas incursiones de castigo y depredación contra adversarios usualmente situados en total desventaja. El pillaje era una recompensa éticamente aceptada en la vieja Europa. ¿Cómo no iban a hacerlo los españoles en América cuando la soldadesca del mismísimo Carlos V, enfurecida, lo practicó hasta en Roma (1527) cuando el emperador no pudo pagar los salarios, y la que supuestamente obedecía a su hijo Felipe II, por las mismas razones, repitió en Amberes (1576) una parecida carnicería, pero agravada, pues asesinó a unas ocho mil personas y destruyó e incendió varios centenares de edificios?

Obviamente, también intervenían la búsqueda de gloria y de relevancia social, pero primaban los intereses materiales. Al fin y al cabo, el común denominador de los conquistadores era la falta de solidez económica en su lugar de origen. Cruzaban el Atlántico para enriquecerse y, de ser posible, regresar a la Península con una generosa cantidad de dinero. Generalmente, se trataba de segundones de algo menos de treinta años, mejor educados que la media nacional, que no herederarían fortuna alguna. Los verdaderos ricos o los grandes nobles rara vez se trasladaron al Nuevo Mundo. «Hacer la América», como luego se dijo, no tenía sentido para ellos. Para la Corona, en cambio, al margen de los impuestos que prontamente impuso a los indígenas o a las transacciones comerciales, el Descubrimiento y la Colonización eran cuestiones de poder y autoridad sobre un territorio desmesurado que crecía con cada expedición que se internaba en las selvas, navegaba los imponentes ríos o escalaba las enormes cadenas montañosas; un territorio, además, inmensamente rico en metales preciosos, sostén principal en aquel entonces de la poco refinada tesorería pública española, incapaz de entender que la riqueza obtenida de ese modo a la larga podía convertirse en un regalo envenenado.

El primer «ejército»

El acuerdo entre la Corona y los conquistadores —por lo menos en la última década del siglo XV y las primeras del siglo XVI— por una punta era una especie de «Carta de Mercedes» otorgada por los reyes en caso de que, efectivamente, se produjesen descubrimientos, y por la otra recordaba un contrato comercial que hoy sería calificado de joint venture: grosso modo, los conquistadores aportaban a la empresa los medios económicos y el capital humano, y los monarcas la legitimidad y la autorización para llevarla a cabo, así como la protección contra otros poderes depredadores provenientes de Europa que acechaban en el vecindario. Los beneficios que pudieran derivarse se dividían de una manera muy favorable a la Corona —los monarcas se reservaban, por lo menos, el consabido quinto real—, pero en manos de los Conquistadores quedaban otros notables privilegios. Colón, por ejemplo, por medio de las Capitulaciones de Santa Fe fue nombrado Adelantado Mayor, Virrey y Almirante de la Mar Océana con carácter vitalicio y hereditario, lo que no impidió que, en la práctica, Fernando el Católico desconociera ese compromiso, aun cuando Diego Colón, hijo del navegante genovés, ejerció por un tiempo como virrey en La Española.

Las capitulaciones no se limitaban a pautar las relaciones entre los conquistadores y los reyes, sino también se utilizaban para el reclutamiento de lo que se ha llamado la hueste de conquista, especie de condotieros que voluntariamente se alistaban junto a un capitán o adalid con el que pactaban las condiciones para la repartición de los botines o la asignación de privilegios. Generalmente no recibían salario, ellos mismos se costeaban las armas y, cuando la tenían, aportaban la cabalgadura. Estos verdaderos protoejércitos privados, en los que la excepción era la experiencia en guerras convencionales, no tardaron en entrar en conflicto con las huestes reales, militares reclutados y pagados por la Hacienda pública para defender los intereses de los reyes, y no necesariamente los de los conquistadores. En el segundo viaje de Colón los monarcas españoles, impresionados por los resultados e historias de la primera travesía —avalados por la folclórica presencia en Barcelona de media docena de indios asustados y otros tantos papagayos de increíbles colores— se ocuparon de incluir en la expedición 20 lanzas jinetas de la «Hermandad del Reino de Granada». Eran funcionarios del Estado castellano. Se suponía que venían a contribuir a la conquista, pero probablemente su más importante y discreta función era otra: exhibir el estandarte regio. Cimentar el establecimiento de la autoridad real por encima de la que oficiosamente proclamaban Colón y sus hombres. Dejar sentado de manera muy clara quién era el soberano y quiénes los vasallos.

Curiosamente, la diferencia entre las huestes de conquista y las huestes reales era la que existía entre el medievo y los tiempos modernos que comenzaban a cristalizar. Las huestes de conquista no constituían tropas regulares, ni se adiestraban para los combates, ni dependían de otros medios de subsistencia que los que se obtenían como consecuencia de la lucha misma. Las relaciones entre el jefe y sus subordinados no estaban estratificadas rígidamente, aunque para establecer la cuantía de las recompensas se tomaban en cuenta ciertos rangos sociales, comportamientos en combate o inversión económica en la compañía. Se trataba más bien de una banda que de un ejército. Una banda que se disolvía tras la victoria y sus miembros pasaban a desarrollar actividades privadas —finqueros, ganaderos, mineros— o se trasformaban en funcionarios civiles. En cierta forma, algo así ocurría con las instituciones militares medievales congregadas en torno al señor feudal, pero se diferenciaban de ellas en el carácter estrictamente voluntario de las que marcharon a América.

Las huestes reales, en cambio, entroncaban con la tradición castrense romana —madre de todas las fuerzas armadas— y con los ejércitos modernos. Se trataba de militares profesionales. Se entrenaban, vivían en cuarteles y estaban sujetos por un milenario código de honor que despreciaba la cobardía, ponderaba el arrojo, la lealtad en combate y la obediencia a los mandos superiores. Tenían —o se esperaba que tuvieran— espíritu de cuerpo. Esto es: un especial vínculo tribal, una emoción gregaria que los unificaba y diferenciaba del resto de los mortales. Se sentían —o debían sentirse— diferentes. Gesticulaban de modo parcialmente distinto: saludaban con la mano de cierta manera, daban taconazos, erguían el tórax. Eran militares. Para fortalecer esos lazos también contaban con símbolos visuales: uniformes, banderolas, insignias. A los que se agregaban los símbolos acústicos: expresiones orales secas y cortantes, tambores, ritmos musicales especiales, silbatos, cornetas; mientras exhibían un asombroso comportamiento —único del ser humano— de muy difícil explicación racional: caminaban rápidamente al unísono. Se desplazaban juntos, con el mismo pie y a la misma distancia. Era la coreografía castrense. Es decir, marchaban, y con la cadencia de los pasos unánimes —practicados desde las formaciones defensivas romanas— aparentemente percibían y disfrutaban una sensación psicológica vinculada con las danzas guerreras (y con todas las danzas), estado anímico de excitación calificado como «marcialidad». Según los expertos, por razones que la ciencia todavía no ha descifrado, pero que supone relacionadas con la actividad de los neurotrasmisores, ello aumenta la disciplina y multiplica la ferocidad en el combate, dos elementos muy convenientes para aniquilar a los enemigos e intimidar a los indiferentes. Así eran —y son— los ejércitos regulares.

Los que poco a poco comenzaron a llegar a América no fueron distintos. Primero arribaron guardias al servicio casi personal de los virreyes y de los dignatarios más encumbrados. Después, a esos primeros contingentes se fueron sumando unidades militares más complejas, en la medida en que los piratas, corsarios o las fuerzas navales adversarias pertenecientes a Inglaterra, Francia y Holanda asediaban ciudades costeras como Panamá, Veracruz, Cartagena de Indias, La Habana, San Juan de Puerto Rico y otra buena docena de centros urbanos obligados a fortificarse y a darle albergue a formaciones equipadas con artillería fija y móvil, innecesaria o excesiva para controlar a los nativos. El militarismo comenzaba a arraigar como consecuencia de los peligros externos: por una parte era útil para mantener a los extranjeros fuera de los dominios españoles; por la otra, para intimidar sutilmente a los propios colonizadores. Es posible que esta segunda tarea dejara su impronta en la mentalidad social latinoamericana. En todo caso, con el paso del tiempo las unidades militares regulares también contaron con tropas criollas blancas más las «pardas» o «morenas», es decir, mestizas. Se procuraba, sin embargo, que la alta oficialidad fuera española.

Como era anticipable, la Corona y los conquistadores no tardaron en enfrentarse. El propio Colón acabó de regreso en España, preso y encadenado, como consecuencia de intrigas, acusaciones de corrupción, arbitrariedad y nepotismo que probablemente encubrían una lucha por el poder. Mientras avanzaban las huestes de conquista, los funcionarios reales y los religiosos —que generalmente respondían a los monarcas, que eran quienes los asignaban en las expediciones— iban estableciendo los límites de mando y acotando las zonas de la autoridad castellana. En cada empresa descubridora, junto a los conquistadores, había un oficial de entrada. Era un representante de la Hacienda Real que iba a defender la parte del botín que le correspondía a la Corona: ese quinto real que el monarca español exigía sin miramientos porque sus arcas en la vieja Europa siempre estaban al borde de la quiebra como consecuencia de las incesantes guerras.

Los conflictos —y el pleito de Colón con el Comendador Francisco de Bobadilla, su perseguidor, es un ejemplo dramático— comenzaron a ocurrir en fecha tan temprana como el periodo de los RR.CC., terminado con la muerte de Fernando el Católico en 1516, y luego continuaron intermitentemente durante los reinados de Carlos I de España y V de Alemania (1517-1556) y de su hijo Felipe II (1556-1598), fundadores de la dinastía de los Habsburgo. Aunque los matices de estos enfrentamientos eran numerosos, la esencia puede resumirse en una melancólica frase escrita por Francisco de Pizarro, conquistador de Perú y protagonista él mismo de sangrientas luchas por el poder: «En tiempos que estuve conquistando la tierra y anduve con la mochila a cuestas, nunca se me dio ayuda, y agora que la tengo conquistada e ganada, me envían padrastros». La misma frustración, aunque en distintos momentos, sintieron Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Diego de Almagro: la Corona no los dejaba explotar a sus anchas a los indios, les limitaba la toma de decisiones políticas y con frecuencia les negaba las distinciones sociales o les regateaba los bienes materiales. El choque de intereses era constante y evidente. Finalmente, el Estado español, tras sofocar una docena larga de conjuras y sangrientas sublevaciones —alguna de ellas llegó a saldarse con el virrey del Perú degollado por sus airados compatriotas—, fue cerrando el puño con firmeza sobre indios y conquistadores hasta conseguir someterlos a todos a la obediencia. Ese control fue más estrecho, por supuesto, con el paso de los años, y se endureció significativamente con la llegada de los Borbones.

Un sagaz historiador de este periodo, J.M. Ots Capdequí, ha calificado esta fase como «la reconquista» de América. Y así fue: tras la huella de los aventureros llegaron los funcionarios y las instituciones. La ficción, sostenida por la Corona, y sustentada por juristas y teólogos hasta 1519, consistía en que América no era una colonia, sino una provincia de un mismo imperio —figura jurídica más encaminada a reafirmar la dudosa soberanía castellana frente a otras potencias europeas que a beneficiar a nativos y conquistadores—, y los indios no eran esclavos sino ciudadanos de pleno derecho (distinción muy útil para protegerlos de la codicia o la crueldad de ciertos conquistadores, pero también para poder cobrarles impuestos). La realidad, sin embargo, era otra: los mestizos e indios eran ciudadanos de segunda y tercera categoría. Los cautivos negros, que no tardaron en comenzar a llegar como reemplazo de unos indios exhaustos por el trabajo intenso y diezmados por las enfermedades, prácticamente carecían de derechos.

Así fue: lejos de tratar de integrar a los indios en el mundo de los españoles, y decididos los españoles a no mezclarse socialmente con los indios —excluyendo las relaciones sexuales con las mujeres, naturalmente—, dentro de la ficción del Reino de Indias crearon unas entidades llamadas repúblicas de los indios. ¿De qué se trataba? De pueblos o reducciones construidos para albergar indios, y a los que sólo unos pocos españoles tenían acceso: los encomenderos, los curas doctrineros, los corregidores. Un objetivo claro de estos pueblos de indígenas era facilitar la transculturación. Enseñarlos a comportarse como españoles, pero sin franquearles realmente la puerta de una identidad totalmente inaccesible. Un judío o un moro conversos al cristianismo, a trancas y barrancas podían integrarse a la españolidad. Un indio o un mestizo siempre se quedaban en la entrada. Otro objetivo de estos poblados era proteger a los indios de la sevicia, la lujuria y la falta de escrúpulos de muchos conquistadores y colonizadores. Era una noble preocupación segregacionista que ciegamente conducía a lo que hoy llamaríamos apartheid.

¿Cómo tan pocos españoles pudieron someter a la obediencia a miles de indios? ¿Cómo pudieron internarlos en estos pueblos y obligarlos a vivir a la manera española? Sólo había un método: utilizando como correa de transmisión a los indios más notables, a los caciques y sus familias. En lugar de aplastar a la vieja clase dirigente india —excluidas las principales cabezas, que rodaron en la batalla— la convirtieron en instrumento de la clase dirigente española. Y para reclutarla, a los indios principales les otorgaron privilegios parecidos a los de los españoles: crearon colegios para educar a sus hijos, les dieron tierras, los dotaron de buenas casas, unos pocos fueron encomenderos de otros indios más desdichados, y un número mayor pudo poseer esclavos negros. Se fue haciendo, pues, una pequeña subaristocracia india, paralela a la española y totalmente a su servicio. Eran estos quienes cobraban impuestos a los indios —los españoles estaban exentos—, los que portaban armas, mantenían el orden y ejercían como funcionarios administrativos de sus propias localidades. Eran los únicos indios —por un largo periodo— autorizados a montar a caballo, ese animal temido y admirado por los aborígenes, símbolo de status y representación del máximo pavor. Obviamente, el odio de la gran masa indígena tuvo que ser infinito, pero ahora podía reservar una buena parte de su amargura contra su misma gente. Y ese sentimiento, intermitentemente, cobró vida en sangrientos levantamientos surgidos en toda la geografía colonial: Jacinto Canek en Yucatán, Tupac Amaru en Perú, Tupac Catari en Bolivia. Dos siglos y medio después de la llegada de Colón la inmensa mayoría de los indígenas era incapaz de hablar en español. Todavía soñaban en sus lenguas y en ellas convocaban a rebeliones imposibles.

Si para España los territorios recién descubiertos eran difíciles de absorber e incluso de entender, al otro lado del espejo sucedía lo mismo. Desde la perspectiva americana, España resultaba un mundo remoto y ajeno. Los españoles de la Península, como todos los pueblos del occidente de Europa, podían sentirse agrupados en torno a su rey y a su religión —el único patriotismo posible en esa época y por los tres siglos venideros, puesto que no existía el nacionalismo en el sentido que hoy le damos a esa palabra—, pero ¿cómo esperar ese tipo de vinculación emotiva con España por parte de los indios, los mestizos y aún los criollos que iban naciendo en el Nuevo Mundo? ¿Cómo esperarlo de los españoles que se sentían defraudados por una Metrópoli que no los dejaba medrar a sus anchas pese a sus inmensos méritos y sacrificios personales? España era una cabeza tan distante y diferente del cuerpo que pretendía regir, que nunca se produjo una verdadera simbiosis. Obsérvese el fenómeno: no se gestaba un Estado a la medida de las necesidades de los ciudadanos, ni siquiera de los ciudadanos españoles, sino un instrumento de control de la Corona.

España, en donde los reyes aplastaban conjuras de nobles levantiscos, sofocaban brotes nacionalistas, perseguían desviaciones heterodoxas y expulsaban etnias diferentes (judíos, moros y moriscos, esto es, moros generalmente cristianizados), se acercó a la aventura americana con el ademán suspicaz de quien no quería perder la pieza capturada: cualquier forma de autonomía le parecía peligrosa. Cualquier reclamo de autogobierno le resultaba sospechoso. Era vital —pensaban en la Metrópoli— sostener con mucha firmeza las riendas de los territorios hallados por Colón. De ahí la frustración de los españoles transterrados al mundo americano: habían sido los protagonistas de una increíble aventura, habían derrochado valor e imaginación como pocos conquistadores en la historia conocida, habían soportado peligros y adversidades sin cuento —todo ello, claro, sin ahorrarles quebrantos a los vencidos—, pero no lograban convertirse en los dueños del destino político y económico de los territorios ganados. La hazaña era de ellos. La gloria y la parte del león se la quedaban los monarcas.

El rey, sus ministros y la ley

Entre el Descubrimiento (1492) y el inicio del fin del imperio español sobre territorio continental americano (1808), tras la guerra con las tropas francesas que habían invadido a España, más que una institución monárquica, hay que tener en cuenta tres dinastías matizadas por diferentes peculiaridades: la de los Reyes Católicos, liquidada con la muerte de Isabel en 1504 y de Fernando en 1516; la de los Habsburgos, iniciada a partir de ese momento con Carlos V, luego desaparecida en 1700 por falta de descendencia de su último monarca, el enfermizo Carlos II, llamado el Hechizado por su endeble y desvitalizada naturaleza; y la última, la de los Borbones, reemplazo de los Habsburgos, instaurada tras la violenta y prolongada Guerra de Sucesión (1701-1714), conflicto perfectamente calificable de «mundial» a juzgar por el origen vario de los protagonistas que en ella intervinieron, los diferentes escenarios en que fue reñida y el número de combatientes que perdieron la vida: 1 250 000 personas. Esta es la que todavía perdura pese a dos interrupciones: la ocurrida durante la Primera República 1869-1874, y la Segunda, 1931-1939, liquidada tras la Guerra Civil.

Originalmente, los RR.CC. —y tras la muerte de Fernando, su brillante regente, el cardenal Cisneros— gobernaron los territorios americanos por medio del Consejo de Castilla —una especie de cuerpo ministerial formado por aristócratas y personas ilustres que asesoraban al rey—, pero a partir de 1524, y en la medida en que la colonización de América se hacía más compleja, se crea el Consejo de Indias, órgano supremo de gobierno de la llamada Monarquía Indiana, una entidad creada en 1519 que, teóricamente, se vinculaba al Imperio de Carlos V como Castilla, Aragón, Nápoles, Países Bajos o el llamado Franco Condado. Pero esa asimétrica federación de diferentes naciones y territorios, supuestamente unida en la persona de un soberano (el que poseía la soberanía), en modo alguno significó un grado mucho mayor de autogobierno para el Nuevo Mundo. En la práctica, siguió siendo una colonia firmemente manejada desde la Península, aun cuando muchos funcionarios locales procedieran del propio suelo americano.

¿Qué hace este Consejo de Indias? En realidad, gobernar América en nombre del rey. Legisla, nombra funcionarios, los elimina de sus cargos, juzga, actúa como tribunal de apelaciones, castiga, recompensa, asigna privilegios, los revoca, crea entidades jurídico-políticas, esto es: une, agrega o disgrega territorios. Dicta, en suma, una increíble cantidad de normas restrictivas y de reglas de obligatorio cumplimiento: son las famosas «leyes de Indias». Cuando, por razones prácticas, no se pueden aplicar, los funcionarios americanos se las colocan sobre las cabezas y proclaman que las «acatan pero no las cumplen». No hay, pues, desobediencia, sino imposibilidad. Nadie —dice un principio jurídico que más bien pertenece al sentido común— está obligado a lo imposible. ¿Es esta inmensa tarea burocrática, como piensan algunos, una gran obra de gobierno? Sí y no. Resulta sorprendente el hábil manejo durante algo más de tres siglos de la inmensa complejidad americana, y es verdad que América fue un territorio relativamente pacífico durante ese larguísimo periodo, pero esos indudables beneficios eran el resultado de una tradición centralizadora y dirigista que no estimulaba la responsabilidad ni el autogobierno. Los cargos públicos, con frecuencia, se vendían para nutrir el siempre exhausto cofre del monarca, y la corrupción parecía ser la regla y no la excepción, aun cuando los más notables funcionarios estaban expuestos a las «visitas» de inspectores de la Corona o a grandes auditorías llamadas «juicios de residencia» cuando terminaban sus mandatos, ceremonia que casi siempre fue más formal y litúrgica que real, aun cuando alguna vez resultaran sancionados gobernantes que, además de corruptos, contaban con enemigos poderosos.

La justicia, pues, era lenta, tortuosa, muy imperfecta, y los pleitos demoraban décadas en fallarse, no sólo por la copiosa legislación y lo difícil que resultaba remitir los enormes legajos por medio de flotas inseguras, sino también por la propia naturaleza de los procedimientos legales y administrativos. De entonces queda alojada en el idioma la peor de las maldiciones: «tengas pleitos, aunque los ganes». A lo que se añade como colofón una desmayada resignación: «hay dos tipos de pleitos: los que se resuelven solos y los que no tienen solución». Los americanos —incluidos los españoles del otro lado del Atlántico—, sencillamente, abrieron los ojos al mundo convencidos de que no había justicia bajo el sol. Y eso era grave, porque la función primordial del rey debía ser ésa: impartir justicia. Más aún: dentro de la mejor tradición hispánica la soberanía era, en rigor, «jurisdicción», es decir, la facultad de aplicar la ley y dictar sentencias justas sobre un territorio. En España eso funcionaba mal. En América, peor.

¿De dónde surgían esas «leyes de indias»? Indudablemente, de la tradición romana en la que se inscribía el Derecho de Castilla, y muy especialmente de las Siete Partidas que Alfonso X el Sabio hizo compilar en el siglo XIII para poner orden en el caos jurídico medieval. Ese Derecho castellano era parecido, pero parcialmente diferente al de Aragón, Navarra o a cualquier otro de los territorios peninsulares que alguna vez fueron independientes o contaron con Fueros especiales. Se intentaba que las leyes de Indias fueran específicamente promulgadas para esos territorios, que tuvieran en cuenta —cuando se podía— las costumbres e instituciones indígenas, mas sin que se relajase en exceso el control de la Metrópoli o los intereses de la Corona. El resultado final, sin embargo, acusaba una distancia enorme entre los principios que en España inspiraban las leyes —a veces dictadas por moralistas y religiosos—, y su aplicación real. Esta disonancia provocó una incómoda y muy extendida sensación de indefensión entre los americanos. Pedían justicia a un rey lejano que no la concedía o que tardaba tanto en hacerlo que resultaba inútil. Tal vez era una misión imposible. Desde Sevilla, Valladolid o Madrid —pese al inmenso esfuerzo por documentarse que hacían los funcionarios españoles—, América debió ser una realidad poco menos que inasible. España, como queda dicho, también era un enigma para los americanos. En el siglo XIX, con una significación diferente y dentro de otro contexto, Karl Marx acuñó un término que acaso traduce este desencuentro: alienación.

Virreinatos, Audiencias y Repúblicas

A mediados del siglo XVI el emperador Carlos V, preocupado por los retos a su autoridad que de manera creciente se observaban en América, resolvió rescatar una jerarquía burocrática que ya se conocía desde el medievo, y que Colón había ostentado más honorífica que prácticamente: el virreinato. Un rey vicario, sustituto por un periodo limitado —no era saludable que ejerciera como monarca demasiado tiempo, pues podía aficionarse al cargo más allá de lo prudente—, con casi todas las atribuciones del monarca legítimo y buena parte de los símbolos de su enorme poder.

El virrey debía ostentar su cargo de manera opulenta. Las formas eran muy importantes, pues transmitían la autoridad. El virrey habitaba en un palacio generalmente imponente, rodeado de toda clase de lujos y protegido por soldados regulares, esto es, militares que recibían una soldada por su trabajo. En las ceremonias exteriores se desplazaba bajo palio y vestía con gran lujo. La milicia y el clero se le subordinaban. De facto, era la cabeza militar, civil y, en cierta manera, religiosa, pues entre sus prerrogativas estaba la de asignar sus puestos a obispos y párrocos. Se le saludaba con respeto y reverencia. Como el monarca, el virrey disponía de una corte integrada por señores principales. México o Lima pronto compitieron con Valladolid, Madrid o Sevilla en boato y refinamiento. Algunos conquistadores obtuvieron títulos de nobleza y blasones que los distinguían. Para los españoles, embarcados en la locura —así lo ha calificado el historiador francés Bartolomé Bennasar— de la limpieza de sangre y de los abolengos intachables, adquirir títulos nobiliarios se convertía en una obsesión compulsiva. Muchos batallaron durante años ante los monarcas para obtener estos reconocimientos. Los documentos que recogían sus méritos se llamaban probanzas. La Corona no era muy proclive a la generosidad. Sabía que una nobleza fuerte, extendida y rica podía dar lugar a veleidades separatistas. Todas las Coronas modernas europeas, a partir del siglo XV, se habían consolidado tras debilitar a sangre y fuego a la aristocracia. No tenía sentido alimentar en América a un posible enemigo. No obstante, algunos conquistadores obtuvieron algo de lo que solicitaron. Hernán Cortés llegó a ser Gobernador y Marqués del Valle de Oaxaca, y Carlos V le hizo la merced de otorgarle los tributos de 23 000 indios: una verdadera fortuna. Pero no lo designó virrey. A un conspirador tan audaz e imaginativo eso hubiera sido una temeridad. Con el paso de los siglos —y con la creciente decadencia— la Corona se fue haciendo más «práctica» y tolerante: los títulos nobiliarios se vendían. Y no sólo eso: también el color de la piel. Por una cifra no muy alta un atribulado mestizo podía «blanquearse». Fue una idea de Carlos III y se llamaron cédulas de gracias al sacar. No les reducían a negros y mestizos la cantidad de melanina ni les afinaban el apéndice nasal, pero les otorgaban un elocuente pergamino en el que se les declaraba blancos. Y todos felices. A partir de 1795 por 500 pesos se obtenía la dispensa de la condición de pardo. A los quinterones les costaba un poco más: ochocientos. Pero la inflación provocada por las guerras con Francia provocó un aumento de costos: 700 a los primeros y 1000 a los segundos. Tampoco era exactamente una transacción impulsada por la vanidad social. Para poder estudiar en la universidad había que ser blanco. Con una de esas cédulas bajo el brazo en 1797 se presentó el mulato José de Azarza en la Universidad de Bogotá y hubo que admitirlo. Las autoridades académicas protestaron de la indignante presencia del mestizo, pero la Corona se mantuvo firme. Finalmente lo admitieron, pero aclarando que no se repetiría en el futuro.

Cuatro llegaron a ser los virreinatos, y entre 1535 y 1813 fueron designadas 170 personas para ocuparlos, aunque sólo 4 nacieron en América Latina, lo que subraya la mínima confianza que despertaban los criollos en la Corte española. Los primeros se crearon en 1535, en Nueva España (México y Centroamérica) y en 1543, Perú (Perú, Bolivia, Ecuador). Más tarde, en 1717, Nueva Granada (Colombia, Panamá, Venezuela). Por último, en 1776, La Plata (Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay). Y de alguna forma estas cuatro entidades predeterminaron —o acaso reflejaron— lo que luego serían cuatro regiones culturales, cuatro repertorios de ademanes, cuatro maneras de comparecer ante el mundanal ruido, y cuatro modos de pronunciar el castellano fácilmente observables en el panorama latinoamericano actual. Hay un mundo razonablemente homogéneo que incluye a México y Centroamérica. Existe una familia caribeña presente en la costa de Colombia, de Venezuela, de Yucatán, en las Antillas Mayores —Cuba, República Dominicana, Puerto Rico— y en Panamá. Se puede identificar una zona andina que abarca fragmentos de Colombia, de Venezuela, de Ecuador, Perú y Bolivia. Y al sur quedan Argentina, Uruguay, Paraguay y, de una manera no tan obvia, Chile, con su paisanaje amable de timbre vocal curiosamente atiplado. Claro que no se trata de unas fronteras culturales o lingüísticas precisas, sino de familias más o menos reconocibles que presienten un común parentesco. García Márquez, por ejemplo, se reconoce más próximo a un cubano o a un venezolano que a un «cachaco» bogotano, quintaesencia de la identidad andina. El país al que pertenece el novelista es Colombia. Su filiación antropológica, en cambio, es caribeña. Él lo confiesa.

¿Y de dónde surgieron los dieciocho estados latinoamericanos, Puerto Rico incluido? Básicamente de instituciones creadas para gobernar y administrar los territorios. En primer término, de las Audiencias, cuya principal función era la de impartir justicia, pero como la separación de poderes era algo que en los siglos XVI y XVII barruntaban los tratadistas, mas todavía no formaba parte de la realidad política, también gobernaban o asesoraban a los gobernantes. Podían ser de tres categorías: virreinales, cuando la presidía el virrey; pretoriales, cuando la cabeza era un capitán general o un gobernador; y subordinadas, cuando el funcionario al frente de la entidad era un letrado sujeto al control directo del virrey. Muchas de las ciudades que albergaron audiencias devinieron luego en capitales de Estados independientes: México, Guatemala, Nicaragua, Panamá, Lima, Bogotá, Caracas, Santo Domingo, Santiago, Quito, Buenos Aires. La Audiencia fue una suerte de adiestramiento para la aventura de la independencia. Albergar esta institución imprimía carácter y concedía un rango al que difícilmente se podía renunciar. Los funcionarios que la manejaban se convertían, a veces sin advertirlo, en clase dirigente. Otros países se formaron como resultado de ser «gobernaciones» —aproximadamente provincias— reforzadas por unas tardías «intendencias» diseñadas en la segunda mitad del siglo XVIII como parte de una profunda reforma administrativa llevada a cabo en el gobierno de Carlos III. Irónicamente, el tejido burocrático urdido para controlar y para sujetar a los americanos acabó creando los cauces y trazando las líneas de fuga y fractura cuando llegó el momento de la independencia.

Encomenderos y encomendados

Como se ha repetido hasta la saciedad, es casi asombroso que sólo 25 000 españoles trasladados a América a lo largo de los primeros setenta años de la Conquista lograran sujetar a 25 000 000 de aborígenes, muchos de ellos feroces, como los caribes o los araucanos. Y uno de los resortes para conseguir este dominio fue una institución medieval castellana utilizada para premiar a los grandes protagonistas de la Reconquista: la commenda, llamada en el Nuevo Mundo encomienda, una institución que comienza con la llegada de Colón y dura hasta la mitad del siglo XVIII. ¿En qué consistía? En esencia, en compensar por sus servicios presentes y futuros a ciertos nobles con los tributos personales de los vencidos tras producirse la Conquista de una región ganada para el soberano. En América va a subsistir esta función de la Encomienda —pagar tributo al encomendero—, pero se le añadirán otras dos: la obligación de trabajar que se le impone al indio en beneficio del encomendero y donde éste disponga —la mina, la hacienda, el servicio doméstico—, y, a su vez, el compromiso de estos españoles y luego de los criollos —españoles nacidos en América— con la evangelización y la transculturación del aborigen.

Para esto último se utilizará a un cura doctrinero. Para obligarlos a trabajar el español interpondrá un capataz de trato duro que no le hace ascos al castigo corporal. El fuete o vergajo restalla con frecuencia sobre las espaldas de los indios. Los reyes y el Consejo de Indias piden que no se les maltrate, pero los reyes están lejos y muy pronto se abre paso la teoría de que los palos son el mejor recurso pedagógico contra la supuesta indolencia de los indios. «Vagos» y «brutos» son los primeros rasgos con que caracterizan a los vencidos. Con el tiempo fue frecuente que el papel de mayoral o gamonal implacable lo desempeñaran los mestizos. El dato no es insignificante: desde el principio se va estableciendo una violenta estratificación social en la que la raza determina la posición que se ocupa. En números grandes, eso es verdad incluso hoy, comenzado el tercer milenio del año del Señor.

Para un indio, especialmente en las zonas rurales —entonces la inmensa mayoría, pese a la fiebre urbanizadora de los españoles— la representación viva del Estado es el encomendero. La leyes hablan de unos vasallos teóricamente libres: la realidad es que los indígenas viven en una oprobiosa semiesclavitud sólo aliviada cuando el encomendero resulta ser una persona bondadosa. Más aún: ni siquiera es cierto que cuando el encomendado se cristianiza, aprende el castellano y adquiere la nueva cultura se transforma en una persona libre. El encomendero, como si el indio fuera una cosa, lo transmite en herencia a sus hijos, y a los nietos, y hasta los biznietos, pues la legislación autoriza la utilización del indio hasta por cuatro vidas.

Además de la Encomienda, existían otras formas de explotar a los indios: la mita de los indios peruanos y el régimen de tandas de los de México. De las dos instituciones, la más compleja era la mita. En sus orígenes no era una institución española sino andina, surgida de las necesidades del incanato para llevar a cabo o para mantener sus grandes obras públicas, especialmente los caminos, puentes, graneros y construcciones de terrazas para la siembra en las laderas de las montañas. Básicamente, consistía en una suerte de servicio social transitorio que los incas imponían a sus súbditos. Los españoles no demoraron en adoptar esa costumbre, introduciendo periodos no muy largos de trabajo —el más extenso era el minero: 10 meses— y estableciendo un sorteo para determinar quién pasaba a ser mitayo. Por su trabajo, los indios recibían un estipendio pequeño, pero una forma de salario al fin y al cabo. La Corona, como siempre, dictó medidas para aliviar los rigores a los que sometían a los trabajadores conscriptos en la mita, y tal vez las más interesantes fueron las dedicadas a tratar de proteger a las mujeres, especialmente si estaban embarazadas o criaban hijos pequeños. Algunos expertos han querido ver en esa normas el inicio del Derecho Laboral moderno. Es discutible, pues los gremios medievales también poseían provisiones en ese sentido, pero lo que sí revelan es una sincera preocupación ética por la suerte de estos desdichados.