LA SOSPECHOSA LEGITIMIDAD ORIGINAL:
FRAUDES, SOFISMAS, Y OTRAS TRAMPAS TEOLÓGICAS Y JURÍDICAS
A los pocos días de iniciado el año 2000 un grupo de coroneles ecuatorianos intentó tomar el poder por la fuerza. A lo largo del tiempo, la escena se ha repetido decenas de veces en todas las capitales de este continente. Era, parafraseando a Marx, casi como la representación de una conocida farsa que casi siempre termina en tragedia. Tanto, que a ratos parece que en nuestro mundillo la democracia —gobiernos regidos por leyes y elegidos con el consentimiento libre y mayoritario de la sociedad— es la excepción y no la regla. ¿Hay algo más latinoamericano que ese penoso espectáculo de los militares entrando a la casa presidencial con la pistola al cinto y los gobernantes huyendo por la puerta trasera? En el siglo pasado —el XX, naturalmente—, sólo un país de este universo, Costa Rica, aparentemente se vio libre de este azote, pero ni siquiera totalmente, pues dos veces se quebró el orden institucional: en 1917 el general Tinoco dio un cuartelazo que duró dos años, y en 1948, tras unas confusas y disputadas elecciones, hasta tuvo lugar una revolución triunfante, con intensos tiroteos y unos cuantos fusilados. Felizmente, el episodio se saldó con la disolución constitucional de las fuerzas armadas y la conversión de los cuarteles en escuelas, cambio del que los «ticos», con razón, están particularmente orgullosos.
Pudiera parecer que «el gran problema» de América Latina es el militarismo, pero tal vez estemos ante el error de tomar el síntoma por la enfermedad o el rábano por las hojas. La verdad es que la cuestión de fondo radica en la inconformidad de una parte sustancial de los latinoamericanos con el Estado en el que se dan cita en calidad de ciudadanos. No creen en él. No perciben a sus gobernantes como servidores públicos elegidos para beneficio de la sociedad. Sospechan que sus leyes son injustas y que sus jueces sentencian sin equidad, si es que alguna vez se logra mover la pesada maquinaria legal. Dan por sentada la corrupción de los políticos y de las burocracias oficiales: los más inescrupulosos, incluso, se sirven de ella para «engrasar» sus negocios. Y aunque los latinoamericanos suelen sancionar las constituciones en referéndums, lo hacen de una manera mecánica. Pura liturgia en la que no entran las convicciones más íntimas.
De ahí la débil fidelidad popular a las instituciones públicas: el vínculo ético fuerte y el sistema de obligaciones morales recíprocas se establece con la familia, con el círculo de amigos y con quienes se realizan transacciones privadas, pero no con el Estado. El Estado, por el contrario —así se le ve—, es un ente distante, casi siempre hostil, ineficiente e injusto. Eso explica —por ejemplo— que un porcentaje mayoritario de peruanos apoyara la clausura violenta del Congreso en 1992 por parte de Alberto Fujimori, o que el sesenta y cinco por ciento de los venezolanos respaldara la intentona golpista de Hugo Chávez contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez en ese mismo año. Eso explica el éxito de los «hombres fuertes» en la historia de América Latina en el siglo XX: Juan Vicente Gómez, Trujillo, Somoza, Estrada, Carías, Perón, Pérez Jiménez, Batista, Castro. Un panorama no muy diferente al del XIX: Santa Anna, Rodríguez de Francia, Rosas, Porfirio Díaz y un prolongado etcétera cansinamente redundante. Parece evidente que los latinoamericanos, grosso modo, no han sabido o podido segregar naturalmente un Estado dentro del cual pudieran sentirse razonablemente confortables. Un Estado en el que el poder tuviera legitimidad para actuar y las instituciones y órganos de gobierno se adecuaran al fin último para el que fueron creados: servir a la sociedad.
¿Por qué ese fenómeno? En realidad, las raíces de este desencuentro son muy viejas. Vale la pena examinarlas, pues la historia acaso tenga unas cuantas respuestas perfectamente válidas para problemas que se han arrastrado hasta el siglo XXI y que no muestran signos de desaparecer.
La ilegitimidad original del poder
Como parece perfectamente lógico, ante la llegada de los conquistadores, los desde entonces mal llamados «indios» sin duda alguna sintieron que eran víctimas de una devastadora injusticia. Es importante subrayar que no nos referimos a puñados de personas que habitaban desnudas en las selvas sin otro vínculo que el de la tribu, sino, literalmente, a millones de seres humanos, la mayor parte de ellos integrados en sociedades complejas —incas, chibchas, mayas, aztecas—, con arraigo territorial, tradiciones, dignidades, densas estratificaciones sociales, sentido de la historia, complicadas teologías, ciencia, escuelas, formas de escritura —jeroglíficos que comenzaban a evolucionar hacia el alfabeto fonético, quipus o cuerdas anudadas con las que anotaban hechos o contabilizaban objetos—, grandes núcleos urbanos, algunos mayores que casi todas las ciudades europeas. Gentes, en suma, que contaban con instituciones de derecho —leyes, jueces— y con una sutil cosmovisión que, como el cristianismo a los europeos, les aliviaba sus inquietudes metafísicas.
Esa sensación de despojo, de injusto atropello que sintieron los indios, provocó varias reacciones inmediatas. Muchos trataron de escapar hacia lugares en los que no estuvieran aquellos hombres blancos que dominaban el trueno. Alguno hasta llevó más lejos su pavor. Hatuey, un cacique de Quisqueya quemado en Cuba por su oposición a los conquistadores, horrorizado, en sus conversaciones con el cura que intentaba consolarlo al pie de la hoguera, se negó tajantemente a que su alma ascendiera al cielo cuando le confirmaron que en ese sitio volvería a encontrarse a los españoles.
Fueron legiones, en suma, los que resistieron en el terreno militar mientras pudieron. Una considerable cantidad —como ocurrió con los taínos de las Antillas y con numerosos mayas— se quitaron la vida ahorcándose o envenenándose con tierra. Algunos, se cuenta —aunque es difícil de creer—, dejaron voluntariamente de respirar tragándose la lengua hasta morir por asfixia. Los indios deben haber sufrido una atroz sensación de miedo, impotencia e indefensión, lo que acaso explica que, con frecuencia, atribuyeran sus infinitas desgracias a designios de los múltiples dioses malvados alojados en su panteón. Sólo las deidades más crueles y poderosas podían haber desatado contra ellos semejantes males. Sus poetas dejaron lastimosas muestras de la desolación que les había traído el nuevo yugo impuesto por los extranjeros. Un inca, anónimo, compuso estos versos extrañamente tristes:
Madre mía, cuando yo muera entiérrame
aquí, donde vivimos,
y cuando hagas tortillas
llora por mí, madre.
Si alguien llega y pregunta:
señora, por qué llora,
contéstale: porque la leña está húmeda
y el humo hace estas lágrimas.
Los españoles más sensibles no fueron inmunes a este dolor. No sólo el padre Bartolomé de las Casas, notorio defensor de los indios, sino también algunos conquistadores que alternaban las armas y las letras. La araucana, de Alonso de Ercilla Zúñiga, un largo canto épico centrado en la conquista de Chile, está lleno de admiración por los indios. Pero ese sentimiento llevaba implícita una contradicción que no tardó en manifestarse: los criollos, descendientes de los españoles, o los mestizos europeizados, muy pronto y de manera creciente, sin advertirlo, comenzaron a hacer suya la visión de los indios: «los españoles, sin ningún derecho, vinieron y nos quitaron lo que nos pertenecía». A veces el que tal cosa afirmaba era un hombre blanco, descendiente directo de los conquistadores, o un mestizo que había olvidado la lengua y las tradiciones de sus abuelos, mientras de indio sólo conservaba el fenotipo, pero el resultado era el mismo: la cultura y el Estado violentamente impuestos por los españoles sufría de una carga de ilegitimidad inicial, luego transmitida a las generaciones posteriores hasta generar razonamientos rayanos en lo absurdo. Uno de los más pintorescos tal vez haya sido el del venezolano Francisco de Miranda, el «Precursor» de la independencia de su país, blanco, liberal y afrancesado, hombre radicalmente instalado en el más selecto espíritu de la Ilustración, quien llegara a plantear la resurrección de una suerte de Incanato para sustituir al decadente imperio español en la América Hispana.
¿Por qué la adopción del punto de vista del vencido se dio en la América hispana y no en la anglosajona? ¿Por qué los colonos angloholandeses y sus descendientes en Norteamérica jamás tuvieron duda de su filiación europea, mientras los españoles y criollos desde el comienzo mismo de la Conquista comenzaron a cuestionar su propia identidad? Hay varias causas. La primera es cultural: los españoles se adueñan de un enorme territorio, pero también de unas civilizaciones en algunos aspectos comparables a la europea. Un campesino extremeño que llegara a Cuzco o a Tenochtitlán tenía que sentir la más deslumbrada admiración. Los españoles, además, se insertaron en esos medios urbanos para aprovechar la mano de obra nativa, e inmediatamente, por la fuerza o la intimidación, comenzaron a adaptar a los indígenas a sus usos y costumbres, pero era inevitable que ellos mismos resultaran fuertemente impregnados por la civilización dominada. Y no era extraño: algo así les ocurrió a los árabes que conquistaron y controlaron media España durante siete siglos. Cuando los desalojaron de Granada, los dos pueblos, moros y cristianos, más que enemigos distintos parecían primos hermanos enfrentados en una batalla familiar.
Nada de esto existía, en cambio, en las tierras «compradas» por los colonos ingleses y holandeses a los «atrasados» indios del norte de América, agrupados en pequeñas tribus, carentes de ciudades, mayoritariamente desconocedores de la agricultura, y todavía inmersos en una simple cultura de cazadores y recolectores. Había también razones demográficas que explican el contraste: los españoles —apenas veinte o veinticinco mil en los primeros setenta años— se encontraron con una masa humana calculada en mil veces esa cantidad —veinte a veinticinco millones—, y de inmediato comenzó un furioso apareamiento que sembró la nueva tierra de mestizos. Pero ese promiscuo «cruce», esas múltiples relaciones, produjeron unos vínculos afectivos entre europeos e indígenas que tienen que haber actuado en las dos direcciones: el amor carnal por la india —a veces lo hubo más allá de la mera cópula— y el sentimiento paterno filial por el hijo mestizo, producían un nexo distinto, una suerte de compasiva identificación con el mundo conquistado.
Cuando se intenta devaluar los resultados de la conquista española en el sur de América, contrastándola con la inglesa en el norte, se dejan fuera del análisis varias preguntas clave: ¿qué hubiera ocurrido si los peregrinos del Mayflower, en lugar de asentarse en 1620 en lo que denominaron Plymouth, un rincón deshabitado de la costa de Massachusetts, hubieran llegado a una ciudad de medio millón de habitantes, más extensa que Londres, llena de enormes templos y plazas espectaculares? O —para traer la especulación a nuestro tiempo—, ¿cómo sería hoy la nación estadounidense si, como sucede en Guatemala o Bolivia, la mitad del censo estuviera compuesto por sioux, comanches o pies negros? Es muy significativo que cuando los ingleses dominaron alguna cultura compleja, dotada de grandes centros urbanos y poblada por una gran masa humana, como sucedió con la India, a duras penas pudieron trasplantar el modelo de Estado y superimponer una segunda lengua, pero no mucho más, algo muy diferente a lo que sucediera —por ejemplo— en Estados Unidos, Canadá o Australia, donde la ausencia de densas culturas aborígenes permitió el desove prácticamente intacto de lo fundamental del modelo de civilización británico.
En definitiva: ¿fue más o menos compasiva la colonización angloholandesa de América comparada con la española? En realidad fueron más o menos semejantes, porque no se trataba de otra cosa que de expresiones de ciertos comportamientos comunes a todos los europeos. En la América hispana hubo conquistadores y colonizadores terribles que atropellaron a los indígenas con gran crueldad. No fue muy diferente en la angloholandesa —aunque en menor escala—, como recuerda la cruel Guerra de los Pequots, desatada en 1636 por los colonos de Plymouth contra esta etnia hasta lograr su total extinción. También, de la misma manera que en América hispana se alzaron voces indignadas contra estos maltratos —Montesinos, Las Casas, y, como regla general, la Iglesia—, en la angloholandesa surgieron defensores de los nativos, especialmente entre los metodistas y entre los bondadosos y pacifistas cuáqueros dirigidos por William Penn, creador de Pennsylvania, quien —como recuerda el historiador César Vidal— quiso explicar con el nombre de Filadelfia (amor fraternal) el objetivo de sus esfuerzos civilizadores y el talante con que deseaba que los colonizadores se acercaran a los indios.
Títulos justos y consecuencias injustas
Si en la América ganada para Europa, los españoles, los criollos, los mestizos y los indios, cada uno desde una perspectiva diferente, pero sin dejar de influir unos en otros, se enfrentaban al problema moral de la Conquista, no fue distinto lo que sucedió en España, especialmente en sus más importantes centros universitarios, que eran, a su vez, los puntos básicos en donde se desarrollaba el gran debate teológico, algo tremendamente importante en un siglo y en una nación que habían hecho de la religión el objetivo de las más caras reflexiones y desvelos.
Siete son los Títulos Justos que invocan los teólogos y juristas para legitimar la Conquista de América y la imposición a los indios de un Estado nuevo, y los articulan como una especie de gran silogismo. El primero es el que establece que el Emperador es «Señor del mundo», y, por lo tanto, de los infieles. El segundo explica el origen de los poderes del Emperador: ha sido investido de ellos por donación del Papa, quien, a su vez y en contrapartida, le exige la cristianización de los infieles. El tercero se aparta de la teología y se aproxima al Derecho Natural y de Gentes, fundamentado en la tradición del Derecho Romano sobre la ocupación: lo que a nadie pertenece se convierte en propiedad de quien primero lo descubre y ocupa. América no pertenecía a ningún príncipe cristiano antes de la llegada de españoles y portugueses, ergo le pertenece a quien gobierna estas naciones por la gracia de Dios. El cuarto Título Justo regresa al ámbito religioso: el infiel o el pagano que se niega a admitir la fe cristiana puede ser obligado por la fuerza, subyugado, esclavizado si es necesario. ¿Y cómo se le propone al indio la cristianización y la sujeción a la Corona de Castilla? Mediante el Requerimiento, un documento legal redactado en castellano por el jurista Palacios Rubios, en el que se establecía la supremacía del cristianismo y se invitaba a los indios a acatarlo. Ese texto, que comenzó a utilizarse a partir de 1514, generalmente se proclamaba en aldeas vacías, pues los indios habían huido, o se les leía a los estupefactos aborígenes —que no entendían una palabra—, pero si no aceptaban la nueva autoridad, ya existía una coartada jurídico-teológica para someterlos inmediatamente por la fuerza. Vale la pena recoger algunos párrafos de ese increíble documento, adaptando la ortografía para una más fácil comprensión:
(…) requiero que (…) reconozcáis a la Iglesia por señora y superiora del universo mundo, y al Sumo Pontífice, llamado Papa, en su nombre, y al rey y a la reina nuestros señores en su lugar, como a superiores y señores y reyes de estas islas y tierra firme, por virtud de dicha donación, y consintáis y deis lugar a que los padres religiosos os declaren y prediquen lo susodicho (…) Si no lo hiciereis (…) con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y os haré guerra por todas partes y maneras (…) y tomaré vuestras personas y vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tal los venderé y dispondré de ellos como Su Alteza mandare, y os tomaré vuestros bienes, y os haré todos los males y daños que pudiere, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor (…) las muertes y daños (…) sean vuestra culpa, y no de Su Alteza, ni mía, ni de estos caballeros que conmigo vinieron; y de cómo lo digo y requiero pido al presente escribano que me lo dé por testimonio firmado, y a los presentes ruego que de ello sean testigos.
El quinto de los Títulos Justos tiene que ver con las costumbres y el comportamiento de los infieles. Para sojuzgar a un pueblo infiel bastaba con que su conducta repugnara a los cristianos, y en ese sentido eran especialmente graves la antropofagia, los sacrificios humanos, la masiva ingestión de alcohol o la sodomía. ¿Acaso Dios no había destruido a Sodoma por sus perversas acciones? De ahí surge la sospechosa acusación de sodomitas que los conquistadores constantemente les endilgan a los indios. Tuvieran o no relaciones homosexuales, convenía creer que las mantenían. El sexto título era la aceptación pacífica del dominio. Algunos indios —en realidad muchos—, paralizados por el miedo, aceptaban los requerimientos. Otros forjaron alianzas con los españoles para someter a un tercero, enemigo común. Admitieron, pues, el yugo de buen grado. El séptimo de los títulos volvía al razonamiento religioso, pero ahora con un elemento fatalista o determinista: Dios había querido que Castilla imperara sobre estos territorios y sobre sus infieles. ¿Así de simple? No tanto, pues frente a estos principios legitimadores de la Conquista se alzaron ciertos pensadores religiosos, encabezados por el dominico Francisco de Vitoria y su discípulo Domingo de Soto y, de paso, echaron las bases del Derecho Internacional.
Vitoria nació probablemente en Burgos, pocos años antes del descubrimiento de América —no están claras la fecha ni el sitio—, y muy joven se marcha a París a un convento dominico en el que se forma y ordena. Una vez doctorado en Teología vuelve a España, y en 1526 obtiene cátedra en la Universidad de Salamanca, entonces la más prestigiosa del país junto a la de Alcalá de Henares. No tarda en renovar los estudios teológicos y los métodos de enseñanza, poniendo en práctica cuanto había aprendido de su notable experiencia francesa. Una década después de su incorporación a Salamanca es cuando se ocupa de las Indias y desarrolla su visión de la Conquista desde la Teología y desde el Derecho. Muere en 1546.
Para Vitoria, y para su discípulo Domingo de Soto, España, en efecto, en determinadas circunstancias podía legítimamente gobernar sobre las Indias y sus moradores, pero para ellos era importante el libre consentimiento de los aborígenes, quienes, pese a su condición de infieles eran sujetos de Derecho y no se les podía esclavizar por no profesar una religión que ni siquiera conocían. En todo caso, lo importante de los razonamientos de Vitoria —independientemente de que se trató de un debate teórico con pocos resultados concretos sobre la realidad americana, aunque sí influyó en la redacción de la legislación indiana— estribaba en la disminución del peso teológico como legitimación de la Conquista, poniendo el acento en el Derecho Natural y de Gentes. Había, sí, Títulos Justos para avalar el dominio de España en el Nuevo Mundo, pero no eran exactamente los que usualmente se invocaban desde la tradición religiosa judeo-cristiana, sino otros más limitados y humanos fundados en la razón y en un mayor grado de tolerancia.
Las Casas contra Sepúlveda
Si bien los trabajos de Vitoria tuvieron influencia en el terreno académico en todo el ámbito europeo, pero muy relativo peso en el debate español sobre América, no sucedió así con los testimonios de religiosos que participaban en la colonización del Nuevo Mundo y se mostraban horrorizados por los atropellos cometidos por los conquistadores. El primero que dio la voz de alarma —y muy significativamente llamó a su sermón Una voz que clama en el desierto— fue el dominico fray Antonio de Montesinos, a la sazón en La Española —hoy Santo Domingo—, quien en 1511, poco antes de la Navidad, pronunciara una contundente admonición a los fieles españoles, entre los que se encontraba el gobernador Diego Colón: «Esta voz dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes». Y luego sigue la deslegitimación total de la Conquista: Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas? (…) A lo que añade el horror por los malos tratos y los abusos: ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis por sacar y adquirir oro cada día?
La reacción contra Montesinos fue doble y fulminante. Primero se le enfrentaron las autoridades locales y los pocos centenares de españoles radicados en esa isla —no serían muchos en 1511—, quienes vieron un serio peligro para sus intereses y así se lo hicieron saber al rey Fernando el Católico. No obstante, el impacto de sus palabras no fue negativo para toda la audiencia. En el recinto había un joven andaluz que sentiría una especie de revelación. Se llamaba Bartolomé de las Casas. En todo caso, la oposición más virulenta vino de la propia congregación de Montesinos, pues el provincial fray Alonso de Loaysa —su jefe inmediato— afirmó que unas palabras como las de Montesinos, en las que se cuestionaba el derecho de los reyes de España sobre esos territorios, donación obtenida de Su Santidad el papa, sólo podían haber sido puestas en su boca por el mismísimo demonio.
El rey Fernando amonestó a Montesinos, pero convocó a una junta de juristas y teólogos en Burgos para examinar la disputa con mayor profundidad. De esas reuniones surgieron unas recomendaciones que, en síntesis, reiteraban los Títulos Justos de la Corona para gobernar a los indios, pero proponían un trato más humano para los aborígenes, declarándolos personas libres y, por lo tanto, sujetos de Derecho. A partir de estos principios generales, poco después, en 1512, se decretaron lo que se conoce como «Leyes de Burgos», un conjunto de disposiciones encaminadas a cristianizar y españolizar a los indios forzándolos a vivir en poblados especialmente creados para ellos —previa destrucción por fuego de sus antiguas viviendas—, y una especie de código laboral que regula y suaviza la forma en que los españoles pueden explotar la mano de obra indígena. Y como le correspondía a la Iglesia comprobar que esta legislación se tomaba en cuenta, cuatro años más tarde, en 1516, tres frailes de los jerónimos (enviar dominicos era echar más leña al fuego) embarcaron rumbo a La Española con los textos en la mano y la autoridad para difundirlos y vigilar su cumplimiento. Junto a ellos, sin embargo, estaba un singular personaje, fogoso y gran polemista, fray Bartolomé de las Casas, quien regresaba a América en la misma embarcación, decidido a luchar por la justicia.
Bartolomé de las Casas fue un sevillano aventurero, nacido en 1474, que vio a su padre y a sus tíos embarcarse con Colón en la segunda expedición a América del genovés, acaecida en 1493. Cuatro años más tarde se enrola en una operación de castigo contra un levantamiento de los moros en Granada, pero ya entonces comienza a sentir cierta vocación religiosa que todavía logra compaginar con su amor por la milicia. En 1502 recibe «órdenes menores» de la Iglesia, posiblemente en calidad de lector, pues enseguida embarca junto a Nicolás de Ovando rumbo a La Española, pero se le asigna una doble función: va como soldado y como «doctrinero». Cinco años más tarde, en Roma, se ordena sacerdote y vuelve a América. Es cura, mas también «encomendero». Es decir, se le han encomendado indios para que los cristianice y someta a la obediencia. Esos indios se ven obligados a trabajar salvajemente. En realidad se trata de una forma encubierta de esclavitud. Las Casas está en la iglesia el día que Montesinos predica y se le hace evidente la contradicción. Su vida cambió a partir de ese momento. Comienza entonces a gestarse el cruzado de una noble causa: luchar por el adecentamiento del trato a los indios. Será una batalla de varias décadas en forma de intrigas y maniobras políticas, pero en la que no faltarán debates de gran altura y un serio esfuerzo intelectual para tratar de armonizar la propagación de la fe con los derechos de los aborígenes y los que supuestamente poseía la corona de Castilla. El desarrollo mismo de esta polémica contribuirá a deslegitimar un Estado y un principio de autoridad que a los ojos de muchos americanos, españoles, criollos, mestizos, y —por supuesto— indios, eran moralmente contradictorios y censurables.
Fue una contienda retórica entre andaluces. El gran oponente de Las Casas fue un jurista y teólogo cordobés, llamado Juan Ginés de Sepúlveda, nacido una generación más tarde, en 1490, quien nunca, por cierto, pisó tierra americana. Sus ideas sobre la Conquista y sus opiniones sobre los indios eran, pues, librescas, puras construcciones intelectuales. Sin embargo, su formación humanista era bastante mayor que la de Las Casas. Dominaba el griego y el latín, y exhibía una perfecta educación tomista-aristotélica, como correspondía a la escolástica tardía. Tal era su prestigio de erudito que lo designaron cronista del emperador Carlos V y preceptor de quien luego sería Felipe II, y su fama como filósofo —hoy tal vez le dirían «ideólogo»— se deriva de dos obras con las que contradice a Las Casas: el Democrates Primus y el Democrates Secundus, o de las justas causas de la guerra contra los indios.
¿Por qué se enfrentaron estos dos hombres? Precisamente, por Democrates Secundus. En ese texto, Sepúlveda, apelando a la autoridad de Aristóteles, añade un elemento nuevo a la consabida disputa sobre las causas justas para hacer la guerra y dominar a los indios: la inferioridad cultural que padecen. Aristóteles establecía que había gentes que eran esclavos por naturaleza. Es decir, personas cuya innata inferioridad las condenaba a servir a otros seres superiores. Para eso habían nacido y nada censurable había en utilizarlas como se utilizan las cosas o los animales en beneficio de seres que ocupaban un estamento superior en el orden jerárquico de la vida. Los indios, según Sepúlveda, estaban entre ellas. No exactamente por razones biológicas, pues no los consideraba animales sin alma, sino por razones culturales manifestadas en el comportamiento salvaje que tenían: sacrificios humanos, antropofagia, pederastia, idolatría. Era una responsabilidad de los cristianos redimirlos de esa barbarie, aun al precio de la guerra a sangre y fuego si fuera necesario, actividad para la que estaban legitimados los españoles por la donación de la Iglesia.
Ante los argumentos de Sepúlveda, Las Casas entiende que no puede permanecer en silencio, pues le parece que un jurista y teólogo tan cercano al Emperador y al Príncipe puede poner en peligro la pertinaz labor de cabildeo en favor de los indios que él y otros como él habían desarrollado. En 1542 —aunque no se publicaría hasta una década más tarde— Las Casas había redactado su impactante Brevísima relación de la destrucción de las Indias, testimonio que había servido para estimular la proclamación de las Leyes Nuevas, conjunto de disposiciones adoptadas en ese año que favorecían a los indios y ponían en peligro el sistema de encomiendas. Un año después, Las Casas es nombrado obispo en Chiapas, al sur de México, diócesis en la que tiene un fuerte enfrentamiento con los encomenderos, a los que excomulga, generando una amarga controversia y gravísimas acusaciones contra el dominico por parte de unos colonizadores que temen perder la mano de obra prácticamente esclava que tienen a su disposición. Ante el peligroso cariz de insubordinación que va adquiriendo la actitud de los encomenderos, el virrey Antonio de Mendoza toma la determinación de suspender la aplicación de las Leyes Nuevas, evitando con ello una muy probable guerra civil como la que tuvo lugar en Perú como consecuencia de esta legislación.
Dándose cuenta de que la lucha hay que darla tanto en España, donde radica el poder, como en América, donde se sufren las consecuencias, Las Casas renuncia al obispado y regresa a la Península. Es en ese momento cuando tropieza con Sepúlveda, a quien responde redactando un panfleto titulado Apología, mientras, invocando un problema de conciencia cristiana —a lo cual tanto Carlos V como su hijo, el príncipe Felipe, eran muy sensibles, pese a la leyenda—, les ruega al monarca y al heredero que convoquen a una junta de expertos para examinar tanto el fin —la Conquista— como el método —la guerra—, sin olvidar el trato que se les daba a los indios.
El Emperador accedió, y, finalmente, en el verano de 1550 hizo reunir en Valladolid a las mejores cabezas de su reino para discutir entre ellas y para escuchar los razonamientos de los dos religiosos enfrentados en algo más que un debate teórico: se discutiría sobre la razón moral que justificaba o no la presencia de España en el Nuevo Mundo y el modo en que se llevaban a cabo la conquista y colonización. No es éste el lugar para resumir las posturas, pero es probable que la experiencia directa de Las Casas, tras media vida entre los indios, fuera más convincente, y es seguro que fue más elocuente, pues habló durante cinco días, mientras Sepúlveda agotó sus argumentos en apenas tres horas. Le tocó a Domingo de Soto actuar de relator, redactando al final del debate una larga síntesis que elevó al Emperador, y lo hizo con ecuanimidad, aunque su análisis estaba más cerca de las posturas morales de Bartolomé de las Casas que de los argumentos jurídicos y nacionalistas de Sepúlveda. A partir de ese momento, el obispo de Chiapas quedó como el defensor de los indios y Sepúlveda como el portavoz de los conquistadores y encomenderos.
Otra notable consecuencia tuvo ese célebre debate: Las Casas aprovechó su deposición ante la Junta para publicar al poco tiempo su célebre Brevísima relación de la destrucción de las Indias —publicado en inglés tiempo después con el económico nombre de The tears of the Indians—, un apasionado panfleto sobre el que casi de inmediato las potencias enemigas de España —Inglaterra, Holanda, Francia— comenzaron a montar lo que desde entonces se ha llamado la leyenda negra, esto es, una descripción terriblemente negativa del modo en que España se apoderó de América y de la forma en que conseguía sostener su discutible autoridad. Pero ese texto, conocido y distribuido en el Nuevo Mundo, también alimentó el resentimiento contra la Metrópoli entre muchos de los habitantes de América, y la ominosa certeza de que el Estado impuesto en aquel continente adolecía de una falta casi total de legitimidad derivada de la inmensa crueldad con que los españoles trataban a los indios, contraviniendo los principios cristianos y hasta las propias normas dictadas desde España.
No obstante, acaso hay algo aún más importante en el debate entre estos dos hombres, un aspecto que encierra una de las claves básicas para entender a América Latina. Tanto Bartolomé de las Casas como Juan Ginés de Sepúlveda son profundamente religiosos y españoles. Sepúlveda, además, es un patriota nacionalista. Un patriota español que choca con la fe del dominico. Las Casas, en su celo religioso llega, por ejemplo, a ser un decidido partidario de la Inquisición. Pero esa fe extrema de alguna manera acentúa la permanente tensión que existía entre la Iglesia y el Estado. La religión y el Estado, sin ser la misma cosa, estaban inextricablemente mezclados en la España del XVI, y así sería hasta prácticamente el fin del dominio español en el primer cuarto del siglo XIX. Las Casas representa para los indios la cara compasiva y protectora de la Iglesia, ciertamente querida por lo que tiene de consuelo, y porque es la única institución capaz de ayudarlos a salir de su tragedia, mientras Sepúlveda —que seguramente no tuvo conciencia de esto— encarna al Estado impuesto por la fuerza. Sepúlveda es el virrey, el alguacil, el encomendero: es la mano dura. Las Casas, y todos los que como él actuaron, son el refugio frente a todo eso. De ahí la aparente paradoja de unos indios que se cristianizan y reverencian a la Iglesia que les han traído e impuesto los españoles, mientras sordamente repudian al Estado que los sojuzga. De ahí también esa intensa devoción que se observa en las sociedades latinoamericanas donde el peso de la población india o mestiza es muy grande: México, Perú, Guatemala, Bolivia. Los mexicanos, cuando se lanzaron a la guerra de independencia en el XIX, enarbolaban la virgen de Guadalupe. La anécdota ilustraba un profundo sentimiento: Guadalupe ya no era la virgen de los españoles, sino de los mexicanos. La actitud compasiva de cierto clero lascasiano había logrado que la Iglesia y el cristianismo formaran parte de la identidad latinoamericana. El Estado, en cambio, seguía siendo una cosa distinta y remota. Los indios, a su manera y sin olvidar ciertas creencias y costumbres precolombinas, se cristianizaron profunda y radicalmente, pero no se españolizaron en el terreno político. El Estado seguía siendo algo ajeno. Por eso, llegado el momento, le hicieron la guerra a España, pero no al cristianismo.
Aristóteles en América
Acaso en este punto —ya mencionados Aristóteles y el tomismo en el epígrafe anterior— se hace indispensable contar someramente cómo y por qué un filósofo de la Grecia pagana del siglo V antes de Cristo, traído de la mano por Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII, se convierte en la autoridad invocada por españoles cristianos del siglo XVI para justificar tanto la Conquista como la guerra que ésta inevitablemente conlleva.
En el siglo XII, primero en la Universidad de Oxford y luego en la de París, la intelligentsia más audaz de la época, encabezada por un par de frailes franciscanos, comenzó a plantear que la ciencia y la religión moraban en dos ámbitos diferentes: a la ciencia se llegaba por la verdad observada y comprobada mediante la razón. A la religión, en cambio, por la revelación y por el testimonio de las autoridades. Para un lector del siglo XXI esa observación es una verdad de Perogrullo que no merece discutirse, pero para una persona del medievo era una propuesta estremecedora. Por lo pronto, se trataba de un formidable deslinde entre campos que, hasta ese momento, formaban parte de un patrimonio exclusivo de la Iglesia. Era un paso gigante hacia la secularización de la sociedad. Pero en el terreno científico el asunto era aún más complejo: eso quería decir que cuando la Iglesia quisiese opinar en materia de ciencia, tenía que dotar sus propuestas de explicaciones racionales. No podía refugiarse en su propia autoridad ni en las afirmaciones de sus libros sagrados.
En ese mismo siglo XII, un árabe nacido en Córdoba en 1126 —entonces territorio islámico—, llamado Mohamed Ibn Rushd, filósofo, jurista, juez, luego conocido como Averroes, redescubre a Aristóteles y lo traduce del griego al árabe, rescatando del estagirita —Aristóteles había nacido en Estagira, una ciudad de Macedonia al norte de Grecia— una idea fundamental: existía una naturaleza que podía ser descubierta por medio de la razón. La sociedad y las leyes, cuando se adaptaban armónicamente a esa naturaleza, cuando no la violentaban, cumplían sus fines. Incluso, la autoridad debía emanar del conjunto de la sociedad por medio de decisiones racionales. Era la teoría ascendente del poder, pilar sobre el que luego se asentaría la democracia. No se mandaba por la gracia de Dios —teoría descendente del poder—, sino por el consentimiento de las personas. El poder legítimo, pues, ascendía de los ciudadanos hacia la cúspide. Averroes muere en el exilio marroquí en 1198, enfrentado con la ortodoxia islámica —nada feliz con sus reinterpretaciones del Corán—, pero su obra La incoherencia de la incoherencia ya ha sido traducida al latín y en la Universidad de París —entonces el verdadero cerebro de la cristiandad— no sólo se discute a Averroes, sino también a Aristóteles, súbitamente colocado de nuevo en una especie de admirado pedestal intelectual.
La Iglesia se da cuenta del enorme peligro que esto entraña para su autoridad, y el papa Gregorio IX, tras prohibir la lectura de Aristóteles a estudiantes y profesores de la Universidad de París, elige a dos dominicos de gran fama intelectual, el holandés Guillermo de Moerkebe y el alemán Alberto Magno, y a un joven italiano, también dominico, discípulo de Alberto Magno, llamado Tomás de Aquino, y les encomienda la tarea de formular la posición de la Iglesia ante aquella arremetida de la razón. De los tres, sería el último el que realizaría el trabajo, pero no desmintiendo a Averroes —de quien fue admirador—, ni refutando a Aristóteles, sino todo lo contrario: convirtiendo la vasta obra del griego en el basamento teórico sobre el que se sujetaría el catolicismo a partir de ese momento y por un buen número de siglos.
Santo Tomás se propuso cristianizar a Aristóteles, pero tal vez logró el resultado inverso: aristotelizó al cristianismo, convirtiendo las opiniones del filósofo en la guía para fijar la ortodoxia católica. La diferencia era sutil: si las autoridades convencionales, basadas en revelaciones, ya no servían para enjuiciar las opiniones y los hechos, las reflexiones y pensamientos de Aristóteles, tamizados por Tomás de Aquino, pasaban a ser el canon de la ortodoxia católica. La racionalidad de Aristóteles se convertía entonces en la razón de la Iglesia. Era un paso de avance y contribuyó a crear una atmósfera intelectual más tolerante, pero tenía sus peligros. Aristóteles, por ejemplo, sostenía —como era usual en su época— que la tierra era el centro del universo y el sol giraba en torno a ella. Cuando en el siglo XVI Copérnico demostró lo contrario, las autoridades religiosas lo amonestaron por ello, recordando los escritos del supuestamente infalible Aristóteles. En el XVII, cuando Galileo volvió a la carga, la Inquisición lo obligó a retractarse: no se podía negar a Aristóteles impunemente.
Tomás de Aquino dejó una vastísima obra escrita en latín, fundamentalmente la Suma Teológica, que le mereció el título de «Doctor de la Iglesia», otorgado en el siglo XVI. Murió en 1274, a los 48 años, temprana fecha a la que seguramente no fue ajena su inmensa gordura. A los casi cien años de su nacimiento, en 1324, el papa Juan XXII lo hizo canonizar. La gran ironía es que Aristóteles y Tomás de Aquino, ambos defensores de la teoría ascendente del poder, ambos creyentes en que a los ciudadanos, por el simple hecho de ser personas libres, les asistían ciertos derechos naturales imprescriptibles, ambos partidarios de limitar con leyes justas el poder de los príncipes —lo que en modo alguno, por supuesto, los convertía en «demócratas» en el sentido moderno del término—, acabarían situados en el bando de quienes, como Sepúlveda, invocaban sus palabras para justificar la guerra contra los indios infieles y hasta la esclavitud de los rebeldes si fuera necesario. Pero era cierto: Aristóteles, en efecto, miembro de una sociedad en la que el número de esclavos y de metecos —extranjeros privados de derechos— superaba al de las personas libres, había escrito que los bárbaros podían ser sometidos a cautiverio y obligados a trabajar. No eran personas. Eran cosas. Y lo eran, además, por naturaleza. Santo Tomás, por su parte, no lo desmintió ni contradijo. En el siglo XIII no había, todavía, abolicionistas.
¿Y los Títulos Justos de la Iglesia?
Hasta ese punto, arbitrarios o razonables, España exhibía unos elementos de legitimación moral y jurídica sostenidos por el aval de la Iglesia. Pero ¿dónde estaba la legitimación de la Iglesia para otorgar esos poderes, dispensar favores, nombrar príncipes y disponer en América del destino de millones de seres humanos que jamás habían oído hablar de Jesús, de Roma o de la Iglesia? Es una historia apasionante en la que no faltan citas de la Biblia, principios nobles, y, cómo no, trampas y mistificaciones asombrosas. Veámosla, porque también forma parte de la historia de América.
Los «derechos» de España y Portugal sobre el Nuevo Mundo fueron establecidos por varias bulas papales concedidas por Alejandro VI, entonces cabeza de la Iglesia, y por un posterior tratado entre las dos naciones (Tordesillas, 1494), pero esa graciosa donación del jefe de la Iglesia, piedra fundamental sobre la que se asentaría la conquista y colonización, enseguida fue cuestionada por otras naciones, y seguramente no fue aceptada, y ni siquiera comprendida por los azorados moradores autóctonos del mundo descubierto por Colón.
Lo que el Papa había hecho no era una novedad. Existían numerosos precedentes sentados por anteriores pontífices. Adriano IV, a mediados del siglo XII les concedió Irlanda a los ingleses. En el XIV las islas Canarias fueron cedidas a los castellanos por Clemente VI. En el XV Portugal se benefició de las generosas donaciones africanas hechas por los papas Martín V y por Eugenio IV. Eran territorios de infieles, de manera que el papa podía entregarlos a las naciones dispuestas a cristianizar a esos paganos, e, incluso, las autorizaba a esclavizarlos y a privarlos de sus posesiones. Así lo entendió el papa Nicolás V cuando en 1545 legitimó al portugués Alfonso V para que conquistara una buena porción de la costa occidental de África.
Una pregunta salta inmediatamente ante cualquier lector contemporáneo: ¿de dónde surgía la autoridad del papa para disponer del globo terráqueo a su augusto criterio? La respuesta no carece de interés. Surge de una cita de apenas siete palabras que aparece en el Nuevo Testamento cuando Jesús, tras la crucifixión, una vez resucitado, de acuerdo con la versión de los cristianos, les dice a sus discípulos: «Id e instruid a todos los pueblos». A lo que se suman dos documentos apócrifos que en gran medida decidieron el curso del mundo durante más de mil años: la Epístola Clementis, supuestamente transmitida por San Pedro a su sucesor —una falsificación que data del siglo V urdida por el papa León Primero—, y la Donación de Constantino, otro documento falso, éste del siglo VIII, personalmente presentado por el papa Esteban II a Pipino, entonces rey de los francos tras el golpe de Estado propinado a Childerico III.
¿Cómo comenzó este complicado embrollo de falsificaciones justificadas por razones de Estado? A partir del momento en que el emperador Constantino, a principios del siglo IV, adopta el cristianismo, pero no lo hace como un creyente más, sino, de facto, como otra cabeza de la Iglesia —preside concilios y designa o destituye dignatarios—, inaugurando con ello un delicado pleito entre el poder político y la jerarquía eclesiástica católica que duró hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando el papa pierde la soberanía sobre los Estados Pontificios y se transforma en una referencia moral.
Por eso, por sus vínculos con la tradición imperial romana, toda la liturgia católica adquiere una atmósfera sagrada que conserva los símbolos del paganismo: al papa se le reverencia como al emperador, posee un trono, frente a él las gentes se arrodillan, se desplaza bajo palio, y hay coros que cantan himnos. El emperador Constantino y sus sucesores actúan como papas. Luego los papas actuarán como los emperadores. En Bizancio, en el sector oriental del Imperio Romano, el emperador conmemora la muerte de Jesús en una simbólica última cena a la que invita a 12 miembros de la aristocracia. Uno por cada discípulo. Uno por cada tribu de Israel. También les lava los pies a 12 indigentes.
¿No era el Emperador la cabeza de la religión pagana? Lo seguirá siendo de la católica, por lo menos hasta que el obispo de Roma pudo zafarse de ese incómodo dominio que, por cierto, terminó por dividir a la Iglesia.
Esta simbiosis ocurre, como queda dicho, en Constantinopla, lo que determina que los primeros siglos del catolicismo sean fundamentalmente griegos, aun cuando se le reconozca cierta supremacía al obispo de Roma. ¿Dónde se origina este privilegio romano? Como tantas veces, en una breve frase cuidadosamente extraída de la Biblia. Según el evangelio de Mateo, Jesús le transmitió a Pedro una extraordinaria autoridad para actuar en los asuntos terrenales: «cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatares será desatado en los cielos». De esta forma no cabía duda de que Pedro era algo más que el primero de los discípulos: era una especie de vicario de Jesús, un apoderado del Nazareno capacitado para actuar en su nombre porque las decisiones que él tomare serían avaladas en los Cielos.
Pero esto tenía que ver con Pedro. Mateo nada dijo de sus sucesores. ¿De dónde, pues, emanaba la autoridad de los que luego ocuparon el trono de Pedro? Es aquí cuando, a mitad del siglo IV, en medio de una disputa entre el papa León I y los poderes oficiales, muy oportunamente aparece una supuesta carta escrita por San Pedro al papa Clemente I, en la que lega como herencia sus atributos cuasi divinos a cualquiera que sea obispo de Roma y, por ende, papa. La burda contradicción radica en que Pedro murió —fue ejecutado por los romanos— en el año 65 ó 67, y tras él hubo dos obispos de Roma: Lino entre el 67 y el 76 y Anacleto entre el 76 y el 78, ambos declarados santos por la Iglesia. Si Pedro hubiera decidido delegar sus poderes sobrenaturales, lo razonable es que se los hubiera otorgado a Lino y no a Clemente, quien no accediera al papado hasta veinte años después de su muerte. En todo caso, entre esos atributos supuestamente estaba el de legitimar a los gobernantes y el de organizar a la iglesia de acuerdo con su libérrimo criterio. El papa no tiene que obedecer a nadie. No puede ser juzgado por sus súbditos. Sólo responde ante Dios. La organización que preside es vertical y el poder es descendente. Él lo otorga. Y cuando él lo otorga es Dios mismo quien lo está concediendo. Dios es el Pantocrator, tiene el don de la omnipotencia, y ha convertido al papa en Autocrator, señor independiente de cualquier otro poder, y en Cosmocrator, señor y gobernador del mundo.
El papa, pues, puede legitimar monarcas. ¿Cómo se sabe esto? Porque en la Biblia los profetas de Israel ungían a los reyes, y el papa es también una especie de profeta bíblico. El papa puede entronizar, está facultado para colocar en el trono a los monarcas. Para ello utilizará una simbólica corona y una espada. La corona significa la autoridad que el papa le asigna; la espada representa la responsabilidad que tiene ese monarca de defender a la Iglesia. De ahí surge la frase, que llega a nuestros días, «rey por la gracia de Dios». Sólo el papa podía decidir a quién Dios concedía su gracia, pues él era su apoderado en este valle de lágrimas. Y quien así asumía la autoridad sólo ante Dios era responsable de sus actos.
Poco a poco, el papa, obispo de Roma, va alejándose de la autoridad del emperador radicado en Constantinopla. El idioma se trasforma en una creciente barrera. Los griegos del imperio Bizantino van perdiendo su dominio del latín y los romanos de lengua latina olvidan el griego. La Biblia —hasta entonces en griego— se traduce al latín y es a partir del siglo V cuando este idioma se va convirtiendo de manera acelerada en la lengua franca del catolicismo. Ese factor aumenta la incomunicación entre Roma y Constantinopla. No es algo que preocupe excesivamente al papa. Le interesa ejercer su autoridad sobre el occidente de Europa y alejarse de la hegemonía bizantina. Sabe que los enfrentamientos acabarán conduciendo a un cisma definitivo. Es verdad que Europa occidental es la región más atrasada y desorganizada, es cierto que los bárbaros —las tribus germánicas— han destruido el Imperio Romano de Occidente, pero desde la Roma católica eso se ve como una oportunidad más que como una desgracia. Esos bárbaros se latinizaron, no se helenizaron. El cristianismo que terminaron por aceptar es el de Roma, no el de Bizancio, aunque en sus comienzos la variante arriana —más simple y comprensible—, propuesta por el obispo Arrio de Alejandría, haya sido dominante. La Iglesia «romana», pues, puede llenar el vacío que deja la desaparición del poder político. Con gran audacia, el papa ordena a los misioneros irlandeses que conquisten el mundo para gloria de la Iglesia católica «romana». El gentilicio es importante y se subraya en todos los documentos y oraciones. Contiene una secreta connotación antigriega.
A mediados del siglo VIII ocurren dos acontecimientos paralelos que tendrán un enorme impacto en la historia, incluso hasta nuestros días: en el seno del poderoso reino de los francos, ocupantes de buena parte de lo que hoy son Francia, los Países Bajos y Alemania, Pipino el Breve, mayordomo de palacio, hijo de Carlos Martel y padre de Carlomagno, depone al rey Childerico III, mientras en el sur otro pueblo germánico, los lombardos —que desde el siglo VI había penetrado profundamente en Italia—, acosa a la Iglesia y amenaza con apoderarse de los territorios bajo el control papal. ¿Cómo se armonizan estos hechos? Pipino, que dirige el reino más poderoso de Europa occidental, es un gobernante ilegítimo. Necesita reforzar su autoridad. El papa, en cambio, está en peligro y ni puede ni desea acudir a Constantinopla en busca de ayuda, pues Bizancio, que le disputa la supremacía sobre el cristianismo y el control de los territorios de la península itálica, también se ha convertido en su enemigo natural. Roma requiere las tropas francas. Las necesita frente a lombardos y bizantinos. Ahí está el quid pro quo. Pipino necesita que el papa avale su gobierno de facto. Que lo transforme en un gobierno de jure. Trato hecho. El papa legitimará a Pipino y a su dinastía a cambio de la eliminación de los lombardos y de mantener a raya a los griegos. Eso exactamente es lo que sucede. Súbitamente, sin que nadie lo advierta, el eje cultural del mundo cambia de dirección.
¿Cómo fue el pacto? El papa Esteban II viaja a tierras francas con ese propósito. Lleva en su equipaje un documento decisivo: la Donación de Constantino, hoy conservado en París. Es una invención de cabo a rabo. Según este texto, basado en una antigua leyenda, Constantino, a principios del siglo I, el primer emperador romano que se convierte al cristianismo, supuestamente agradecido al Santo Padre por haberle curado la lepra (una enfermedad que nunca padeció), se postró a los pies del papa Silvestre, le sirvió como caballerizo o strator —una especie de criado que marchaba a pie guiando el caballo—, y le transfirió todos sus poderes. Le dio la lanza, el cetro, el manto púrpura, la túnica. Hasta la corona le entregó, pero Silvestre, en lugar de colocársela en su propia cabeza, la coloca en la de Constantino. Él, el papa —de acuerdo con esta fantástica invención—, es quien hace emperador a Constantino. Constantino, en agradecimiento, dona al papa toda Italia, que luego se reduce a Rávena y al ducado de Roma. Pipino escucha la propuesta del papa, acepta el pacto y se convierte en la espada del catolicismo. Desaloja a los lombardos y libera a Roma de este peligro y del que representaba el siempre amenazante Bizancio. ¿Sabía Pipino que el documento que le exhibían era apócrifo? Da igual: le convenía que fuera legítimo. A partir de ese momento el emperador radicado en Constantinopla no fue otra cosa que un rey griego. Ya Roma podía cortar las ataduras. Ese es el origen del «poder temporal» del Sumo Pontífice sobre los Estados Pontificios, territorios que permanecerán bajo soberanía papal nada menos que hasta 1870, y de lo cual aún sobrevive un glorioso vestigio con techos y paredes maravillosamente decorados por Miguel Ángel: el Vaticano.
Pero hay otras dos consecuencias colosales: es ahí cuando verdaderamente nace Europa desde un punto de vista político y cultural, y es en ese momento cuando el centro de la civilización europea comienza a trasladarse del Mediterráneo al norte del continente. También en ese instante el papa establece un importantísimo precedente: adquiere la autoridad de legitimar monarcas. En la teoría descendente del poder —todo poder viene de Dios, como certificaba San Pablo— él es el primer receptor. Él delega en los príncipes cristianos el poder que Dios le ha dado para gobernar al mundo. Él es el emperador del mundo por dos vías (y ambas son apócrifas): la que hereda de Pedro como cabeza de la Iglesia según la falsa Epístola Clementis, y la que obtiene de Constantino de acuerdo con la no menos falsa Donación. Mas no importa: de estas dos mentiras ha nacido Europa y en Roma comienzan a soñar con la restauración del imperio romano. Sin embargo, ya no puede ser latino. Son germanos los que han salvado el catolicismo. La entidad se llamará «Sacro Imperio Romano Germánico» y nunca podrá establecerse del todo, pero la figura papal conservará desde entonces un inmenso poder político. Tanto, que setecientos años después de la entrevista entre el franco Pipino y el papa, los españoles, entonces empeñados en la aventura americana, continuaban sometidos a su autoridad e intentaban encontrar ahí la legitimidad de sus actos. De ese encuentro procedían esos discutibles Títulos Justos que nunca lograron persuadir del todo a los latinoamericanos.