26
Palma de Mallorca, julio de 2008
—¿Por qué algunas personas sienten necesidad de confesar sus pecados? —pregunté un día a mi abuelo, mientras estábamos frente a un confesionario del templo.
—La confesión sirve para ahogar el sentimiento de culpa —respondió con tono ecuánime—. Nadie quiere ser reconocido culpable. Hubo en Grecia —disfrutaba contando historias— un famoso arquitecto llamado Trofonio. Construyó con su hermano Agamedes el templo de Apolo en Delfos. Un día, el rey les encargó construir un edificio para sus tesoros, y los hermanos abrieron un pasadizo secreto para robarlos. Al enterarse el rey, tendió una trampa y Agamedes fue capturado. No pudiendo liberar a su hermano y temiendo ser reconocido por los rasgos de su rostro, Trofonio le cortó la cabeza para llevársela con él…
—Parece que sientes miedo, Ariadna. —Quedó truncado mi recuerdo.
—No es miedo lo que siento, sino piedad por los que gimen. —No quiso perderse esta representación. Iba a ser la última, tal como anunció el artista en los medios de comunicación.
Tras su éxito en París, fue solicitada en la isla la presencia de Marquet Bonnín. Se hizo todo lo posible por conseguir que un público selecto pudiera contemplar en directo el espectáculo más sensacional. Fabrizio llegó a Palma justo a tiempo para asistir a una velada inolvidable.
—He acabat —contestó Bonnín de forma tajante tras su última representación en la ciudad francesa.
—Será sólo un día, Marquet. Asistirá un público excepcional, es una ocasión única… —insistía su marchante, quien ya calculaba las ganancias de otra representación en la isla más próspera del Mediterráneo.
—No.
Pero un no sirve de poco cuando las decisiones las toma otro. El 21 de julio, se dieron cita mil invitados en la apertura del Castillo Hotel Son Mar, el más lujoso de Mallorca. En él vivieron su amor parejas del mundo del cine, de la música, de la política. Sí, también de la política.
Cuando el artista oyó el nombre de Hotel Son Mar recordó a Ava Gardner, a Grace Kelly, a María Callas, a Jacqueline Onassis.
—D’acord —contestó Marquet, emocionado por sus recuerdos de adolescente. De niño, siempre soñó con entrar algún día en el hotel más bello de la isla.
En la noche de gala, el hotel no solamente deslumbró por su lujo y exquisita decoración. Impresionó la fiel reconstrucción del castillo del siglo XIII. Los mil invitados, vestidos de etiqueta y luciendo amplia sonrisa, fueron recibidos con lluvia de pétalos de rosas al comienzo del cóctel que degustaron en la terraza con vistas a la bahía. A lo lejos, se divisaba la silueta de la catedral, que ahora parecía un muerto condenado al olvido. Y se sentía, más cerca, la presencia del castillo de Bellver, cuyo recuerdo seguía vivo para algunos invitados aquella noche.
Una perfecta combinación de luces, que iba adaptándose a la entrada de la noche, acentuaba el brillo de las copas llenas de cava con las que brindaron por la nueva apertura de tan bello paraíso. Embriagados por la mezcla de aromas procedentes de perfumes, plantas, flores, cava y exquisitos manjares, los invitados estallaron en un aplauso cuando apareció el artista cual deus exmachina. Con el rostro visiblemente cansado, Marquet saludó tímidamente. Siguió al aplauso un momento de silencio que aprovechó para que los invitados hicieran una reflexión.
Todos ellos eran multimillonarios. Casi todos habían cumplido ya más de cincuenta años. Todos sabían que a muy pocos metros había un castillo entre cuyos muros murió gente, privada de luz, de comida y de voz. Todos sabían que durante esos días se celebraba otro año más de una guerra civil a la que muchos debían su inmensa fortuna. Y todos sabían que aquella noche… medio mundo estaba en guerra. Por cada minuto que ellos disfrutaban con el arte en una hermosa noche de verano, sesenta niños morían en el mundo.
Un niño cada segundo.
Los ojos del artista se perdieron en la lejanía. Contempló la catedral desde la terraza majestuosa que siempre soñó con ver. Ahora, sin embargo, le producía tristeza; se acordó del obispo, a quien dejó tendido en el suelo y crucificado para conmemorar a Jesucristo Salvador de la humanidad.
La Ultima Cena era lo que Bonnín debía representar en un mural multicolor. La pobreza, la humildad, la compasión: lo que la Iglesia quería ver reflejado en la obra del genio. Frente a un público que engullía exquisitos manjares, la obra hecha de barro representaba la pobreza dignificada por la Iglesia y elevada a categoría de espectáculo mundial.
—Para que siga viva la Iglesia, debe seguir habiendo pobreza en el mundo… —murmuró el artista mientras le aplaudían como aplaudieron a Herodes, en las tierras de Judea, miles de personas que al mismo tiempo deseaban su muerte.
Antes de darse la vuelta y trazar su primera línea en el enorme lienzo de brea, se acordó de la Multiplicación de los panes que, trescientos años antes, había pintado Ribalta. Por entonces, el mundo avanzaba hacia un siglo de luces. Ahora, se precipitaba al abismo.
Cuando ya estaba a punto de girar el cuerpo, Marquet posó la mirada en tres personas que tenía cerca. El nuevo obispo de Mallorca, el presidente del Govern, y el presidente de la Banca Molferrut. Los tres, recién nombrados tras la muerte de sus antecesores, aplaudían con el mismo vigor con que se firma una sentencia de muerte. Los tres sabían cómo había muerto Pablo Fuster. Los tres sabían también… que no había muerto ahogado. Y por eso sujetaban con fuerza su copa llena de cava bien frío.
Marquet se dio la vuelta, y entonces me vio. Me dedicó una sonrisa, la única que le había visto jamás en su rostro marcado por el sufrimiento de toda una vida. Supe que aquél sería el final. En sus ojos pude leer muchas cosas.
África regresó a nuestra memoria. África nos había ayudado a soportar el dolor de una herida abierta. Su padre y el mío, ambos de apellido chueta, fueron encontrados sin vida en el bosque, muy cerca de donde ahora se celebraba la reapertura del gran hotel. Su lengua cortada no impidió que oyéramos, entonces y ahora, sus voces gritando el nombre de los asesinos. Ocurrió un 15 de marzo, fecha que recordaba a los idus en que mataron a César de trece puñaladas a las puertas del Senado.
Entre los mil invitados que esperaban ansiosos para ver la representación de su artista internacional, tres destacaban sobre los demás. Eran los asesinos que estaban allí presentes, luciendo sus mejores galas. De generación en generación, se había perpetuado en ellos el odio a los apellidos infames. Los hijos habían heredado de sus padres la sana costumbre de no mezclar su linaje con apellidos chuetas. Todos los allí presentes eran fruto de uniones puras.
—Pero Bonnín es apellido chueta, y sin embargo mira cómo lo adoran… —comentó Fabrizio al ver cómo aplaudían al artista, orgulloso de su apellido que llevaba por todo el mundo.
—Sí, es chueta… como yo.
Fabrizio no dijo nada. Tal vez entendió por qué quería irme de aquella isla, que para muchos sigue siendo lo más parecido al paraíso.
—Lo adoran, míralos… —Fingió no haber oído mi confesión.
—Sí, todos necesitamos adorar a alguien. Y los artistas, que antaño fueron los hijos malditos de la sociedad, son ahora quienes dirigen la economía del mundo. No hace falta buscar mucho para averiguar qué apellidos se ocultan tras las mejores galerías de arte y marchantes de cotizados artistas.
Recordé entonces la fotografía del periódico. Presidentes de conocidas empresas se habían hecho la foto junto al artista. Políticos, empresarios, embajadores. Cual Reyes Magos, acudieron a adorar al nuevo Mesías como hicieron tres sabios de Oriente guiados por la buena estrella.
—¿Todos son de la misma familia? —Fabrizio miraba a un grupo de personas encabezado por quien parecía ser el nuevo líder del clan.
—Sí, son las generaciones herederas de Cristófol Molferrut. Pero falta uno.
—¿Quién…? —No completó la pregunta.
Igual que Herodes, el magnate había dado órdenes de matar a sus hijos y nietos si éstos lo traicionaban. Sintiéndose como el rey Salomón, dio una orden estricta relacionada con su nieto. Sobre la mesa de su despacho, Molferrut dejó abierta la Biblia por la página en que Salomón dice a Semeí: «Hazte una casa y reside en ella. Jamás salgas de sus muros. El día que desobedezcas mi orden, con toda certeza morirás. La sangre cubrirá tu cabeza, y te verás privado de lo más preciado».
Se acababa de cumplir lo que el sabio escribió en el libro primero de Reyes.
Lluís Molferrut traicionó a su abuelo, y demostró con ello ser un hombre cabal. El silencio que el patriarca obligó a mantener a sus herederos bajo pena de muerte lo rompió su nieto mayor, y ello casi le costó la vida.
—¿Desde cuándo lo conoces?
—Conocí a Lluís en Amberes cuando él estudiaba en la Cámara de Comercio.
—Pero… ¿qué hacías tú en Amberes?
—Fabrizio, ¿no te has dado cuenta de lo mucho que sé sobre los Reyes Magos?
—Sí, pero…
—¿Celos a estas alturas?
—Bueno, no sabía que habías estado con…
—Déjalo, anda.
—Disculpa. —Aunque pretendía disimular, se le notaba que hubiera deseado saber de mí todo lo que hice en mi vida antes de conocernos.
—Lluís era el malo de la familia. Fabrizio…, ¿me estás escuchando?
—Sí, sí, claro.
—No es posible por mucho que tú lo quieras…
—¿Cómo dices?
—No es posible conocer del otro más allá de lo conveniente. —Había episodios de mi vida que seguirían siendo míos.
—Disculpa, Ariadna.
—Lluís bebía muchísimo… —Seguí contándole cómo era el chico rebelde del clan—. Tras él iba un séquito para impedir que hablara más de lo debido. Nada más cómodo para eliminar a alguien que un poco de arsénico. O un buen escarmiento que no olvidaría en toda su vida: que te arranquen los ojos es algo que recuerdas mientras vives. Sobre todo, si amas la literatura. Su abuelo seguramente nunca imaginó que en la ciudad a la cual mandó a su nieto como exiliado me conocería a mí. Pero ya ves…, nos conocimos en un curso de pintura flamenca. Nuestras miradas se cruzaron al contemplar a Rubens, oculto en un rincón de su Adoración. La comunicación silenciosa frente al cuadro de Rubens fue el inicio de futuras confidencias. Nos hicimos amigos, y tal vez movido por el resentimiento me contó cosas de su familia que me han resultado útiles.
—¿Útiles para qué?
—Para comprender… —hice una pausa elocuente— qué significan las letras de los pergaminos de Cresques.
—¿A qué te refieres, Ariadna? —Por fin conseguí sorprender al toscano.
—ΤΕΣΣΑΡΕΣ, ¿recuerdas?
—¿Las letras escritas en el reverso de las tablas? —Sabía muy bien de qué estábamos hablando.
—Exactamente.
—¿Y qué significan?
—Tres son el total de las tierras que aparecen ante los Reyes…
—¿Y de dónde sacas…?
—ΤΕΣΣΑΡΕΣ es una palabra griega que oculta las iniciales de otras palabras latinas, Terrarum tres summa ante Reges…
—¿Qué sentido tiene esta frase?, ¿que en el mundo había tres continentes?
—Sí, los reconocidos por la Iglesia: Europa, Asia y África.
—Pero ¿ΤΕΣΣΑΡΕΣ en griego no significa «cuatro»?
—Cresques tenía especial habilidad con la criptografía, lo cual le permitió revelar mensajes secretos.
—Sí, eso ya lo sé. Pero ¿qué secreto hay en revelar que los continentes eran tres si todos lo sabían…?
De repente, Fabrizio abrió unos ojos enormes. Siguió el movimiento de mi mano derecha, que sacaba del bolso la tabla número 2 del Atlas que se daba por desaparecido.
—¿Es…?
Con la pregunta que no llegó a completar, Fabrizio se delató. Reconoció sin darse cuenta que la tabla número 2 que él había desplegado en la universidad era falsa.
—Sí. Es la tabla número 2, la que falta para completar el mapamundi que tú tienes.
—¿Y la número 4, dónde está la número 4? —preguntó, atónito, ante el golpe que le acababa de dar. Estaba convencido de haberme impresionado cuando, ante cientos de jóvenes universitarios, desplegó las seis tablas del mapamundi más buscado desde hace siete siglos.
—No hay tabla número 4.
—¿Cómo que no?
—El número cuatro lo conforma esta palabra griega.
—ΤΕΣΣΑΡΕΣ —repitió varias veces sin entender bien qué aportaba la tabla que yo sostenía en la mano.
—Cresques reveló la existencia de un cuarto continente mucho antes de la llegada de Colón a América.
—Pero…
—Sí, ya sé que las letras están escritas en el reverso en un tipo de escritura que no corresponde a la de Cresques. Y tú también lo sabes, Fabrizio…
—¿A qué te refieres? —No le gustaba mi tono de voz.
—El día que me diste plantón en el hotel, ¿recuerdas?
—Ya te lo…
—No importa. La cuestión es que detrás de la tarjeta con tu nombre había escrita esta palabra en griego, con sus letras muy separadas. Entonces no supe si era una palabra entera o se trataba de letras sueltas…
—¿Y bien? —preguntó impaciente.
—Una misma tabla hace las veces de dos. Cresques siempre habló de seis tablas, para que nadie captara su mensaje secreto.
—¿Estás diciendo que el Atlas tiene solamente cinco tablas?
—Sí. Las cuatro que tú tienes, más ésta. —Levanté la mano derecha para que Fabrizio viera bien cuál era la tabla auténtica y aceptara que las dos suyas eran falsas.
Se mostró abatido.
—El trozo de pergamino que falta —mostré a Fabrizio el anverso de la tabla rota por un extremo— está enterrado para siempre entre los muros de un templo gótico.
—¿Qué estás diciendo, Ariad…?
Sin terminar de pronunciar mi nombre, se acordó del fresco, ya perdido para siempre en la catedral de Palma.
—No, ni lo sueñes… —interrumpí su pensamiento, que era el mismo que el mío.
—¿Por qué no? —insistió.
—Porque mientras haya catedrales, seguirá habiendo enigmas que jamás serán resueltos. Sacrum solum inviolabile…
Mientras tanto, Bonnin hacía sus últimos preparativos sobre el escenario lleno de botes de pintura. La gente miraba sus movimientos con fascinación. Yo trataba de convencerme de que no había sido un error el reencuentro con Fabrizio.
De repente, se oyeron acordes de violonchelo. La Elegía de Elgar acompañaba los movimientos del artista que realizó, de un solo trazo, la primera figura. El público mantuvo su respiración, y un silencio se adueñó de la terraza perfumada de jazmín. Cerré un instante los ojos, e imaginé los ojos ciegos de Jacqueline du Pré arrancando las notas tristes a un violonchelo que conocía bien el sufrimiento de una mujer que perdió su vista, y con ella el amor de su vida. La música cesó. Aparecieron tres letras en la pared.
XPO
Fabrizio me miró consternado. Ambos recordábamos haber visto esas letras en otro lugar. Ahora, parecían una sola letra.
ΤΕΣΣΑΡΕΣ
La palabra griega nos resultaba mucho más conocida. Pero no entendíamos qué relación había entre…
—El secreto está en el número… —me había dicho el padre de Xavier al hablarme de la importancia de los números en la pintura—. Creerás que buscas la combinación de colores, cuando en realidad buscas el número que permite su equilibrio…
Yo no lo comprendí entonces. Pero ahora…
Miré a Fabrizio fijamente a los ojos. Me iluminaron definitivamente.
XRYSOS
Oro, el número cuatro… XPO FERENS, así firmaba Cristóbal Colón camuflando su verdadero nombre, y sobre todo su significado. Una vez nombrado Almirante Mayor de la Mar Océana en las Capitulaciones de Santa Fe, Colón incluyó un anagrama junto a su nombre, además de varias letras dispuestas en forma piramidal separadas por puntos.
De cuantas interpretaciones se han dado a lo largo de estos siglos, parece la más aceptada una que relaciona el nombre de Cristóbal Colón con su etimología de «El que lleva a Cristo, el hijo de María». Pero no es cierta.
—¿Qué significan esas letras? —La pregunta contenía el galimatías más complejo de la historia.
—No hay tal Cristo en esas letras…, sino oro. El que lleva el oro. Nadie se dio cuenta de que la letra P no es una P, sino la letra mayúscula R en griego.
—Pero…
—Molferrut estuvo siempre obsesionado por los números. Detestaba la literatura, pero dominaba el cálculo hasta extremos inimaginables. En su biblioteca llena de códices y manuscritos que acumulaba como simple mercancía encontraron el Diario del rey Herodes abierto por una página estremecedora. La página en la que Herodes toma la decisión de matar a su esposa. A su lado, la página del libro I de Reyes, en la dedicación del templo de Salomón…
«Y dijo Salomón: “Habitarás en la oscuridad. Yo he edificado una casa que será tu morada para siempre”».
»Cuando Salomón hubo construido la casa, transportó hacia ella los objetos que había consagrado su padre, la plata, oro, vasos, y los entregó al tesoro del templo…».
CRISTÓFOL
La C inicial de su nombre, que ocupa el número 3 en el abecedario.
MOLFERRUT
La F, cuarta letra de su apellido, que ocupa el número 6 en el abecedario.
La suma de ambas letras da 9, número sagrado para los templarios. Fue un delirio del magnate creer que era descendiente de la Orden de los Caballeros Templarios.
La inicial de Chrisos en griego, más la cuarta letra de su apellido, ocultan el enigma que Cristófol Molferrut dejó en el único documento que firmó en toda su vida. Jamás pensó que su secreto fuera descubierto. Su complicidad con la Iglesia para mantener oculto el origen de su inmensa fortuna estaba impresa en dos letras que escondían su nombre y apellido. «El que lleva el oro», fue su clave secreta para moverse libremente a través de túneles que comunicaban la Seu y su palacio, similar a un pequeño Vaticano. Un Vaticano que posee el mayor número de obras de arte del mundo.
Cristóbal, nombre que casualmente compartía con Colón, era el nombre de éste magnate que compró media España y controló la Iglesia entera. Se hacía llamar Tófol, abreviación de su nombre que en mallorquín es Cristófol. Cuán agradecido estuvo el empresario a la etimología griega de su nombre que, si no le hubieran borrado la t, significa «el que lleva el Cristo». Pero lo que le interesaba no era Cristo, sino el oro.
A modo de grieta en sus cruces de barro que simbolizan la hipócrita caridad de la Iglesia para con los pobres, Marquet ha querido honrar la memoria de tantos muertos.
—¿Esto es lo que significan las X de su mural?
—Sí.
—Y por eso su Cristo no es un Cristo, sino la sangre derramada… por tantas víctimas.
Molferrut vivió convencido de que podía jugar con todo de la misma forma en que jugó con las letras de su nombre.
—La cuarta corona…
Pasaron por mi mente algunos de los anagramas que identifican a bancos, bancas, cajas de ahorros y entidades financieras de éste país. Y de Europa, y de Asia, y de…
Sí. Definitivamente, uno de ellos se distinguía del resto por lucir en su anagrama una corona. La cuarta corona…, la letra tet que fue eliminada del nombre de Cristófol para ocultar el nombre de quien transportaba el oro a un lugar más seguro. Como hicieron los Reyes Magos. Melchor, que cruzó el desierto llevando el cofre de oro; Gaspar, que levantó su dedo para imponer silencio; y Baltasar, que vigilaba con sus ojos hacia el espectador.
Siempre sintió Molferrut fascinación por el oro. Por su brillo, por su tacto, por su esplendor. Y también por la belleza de la lengua que le dio nombre. Xhrysocepbalus, «cabeza de oro» es el nombre de uno de los cinco mil cactus que decoraban su gigantesco jardín. Traído de Brasil por su botánico particular, el inmenso cactus de veinte metros de altura fue plantado en su jardín, hace casi un siglo. Fue el primero de una extensa colección que reúne ejemplares de Bolivia, Argentina, México, islas Martinicas, islas Galápagos y Perú. Del nombre griego y de su extremo en forma de corona tomó el empresario la idea para inmortalizar su anagrama bancario. El poder nocivo de éste inmenso cactus se oculta detrás de una hermosa corona blanca, que luce esplendorosa y altiva en todo el archipiélago.
Miles de plantas importadas de exóticos lugares que visitó el pirata a lo largo de su vida añaden, si cabe, una belleza excepcional a los paseos y avenidas de su finca, flanqueados por millares de lirios blancos. Mares y océanos, ríos y lagos, islas y desiertos, nada de cuanto existe en el planeta escapó a la curiosidad del Midas de los negocios. Poco antes de morir, Molferrut agradeció al cartógrafo judío su excepcional tarea de haber puesto color al mundo.