9
—¿Ariadna? —Sin moverme, traté de disimular que me encontraba cerca de la puerta.
»Ariadna, sé que estás ahí.
Permanecí en silencio.
Me asaltó una duda. ¿Cómo podía estar tan seguro de que me encontraría esperándolo?
—¿Vas a abrir, o no?
Ya sin disimular que estaba junto a la puerta, abrí sin pronunciar palabra.
—¿Sorprendida de verme, o de verme solo? Como tardabas, decidí ir a la estación a buscar al profesor. Cuando ya estaba en camino, recibí una llamada suya… Llegará mañana, ¿qué te parece tener un día de vacaciones antes de que llegue el maestro? —El italiano no dio importancia al repentino cambio de planes.
Al ver el ordenador abierto, se acercó a la pantalla. Estaba ocupada por un mapa. Fui a sentarme en el extremo de la cama junto al libro que me había regalado el padre de Xavier.
—Gli parti… —leyó en la pantalla.
—Estaba buscando unos datos, y sin saber cómo he llegado el Imperio parto. En eso estaba cuando…
—… Yo he interrumpido tu interesante búsqueda —se apresuró a decir.
—Por cierto, Fabrizio, ¿tú qué enseñas en la universidad? —Mi intención era averiguar qué lo relacionaba con el apellido Ubriachi.
—Yo no trabajo en la universidad —contestó con la vista fija en la pantalla del ordenador.
—¿Ah, no? ¿No trabajas con el profesor Ubriachi?
El italiano dejó la pantalla y pasó páginas del libro al azar.
—Ariadna, ¿cuándo quieres que te acompañe a Siena a ver los frescos de la catedral? —La página estaba abierta en un fresco de Piccolomini.
—¡A Siena! Ya me gustaría, pero no he venido a hacer turismo. He venido a…
Se hizo un silencio, interrumpido solamente por el chasquido de las páginas que él pasaba con agilidad.
—Fabrizio, ¿puedes explicarme lo que ocurre? —Me senté cerca de él. Observé su imponente reloj en la mano derecha. Puro acero.
—Es de oro blanco —dijo.
—¿Qué? —Su ágil respuesta me aturdió.
—El reloj. —Se subió la manga del jersey. Acero, recubierto de oro blanco…
Me incliné para verlo bien. Tenía cinco horarios.
—¿Tanto viajas?
—Sí. Y me gusta saber en qué hora vivo en todo momento.
—Vaya.
—La hora de Hong Kong. —Mostró una de las circunferencias.
—Es muy original… —No pude resistir la tentación de acariciar su muñeca.
—No es sólo original. Es único en el mundo.
—¿Ah, sí?
—Es un Royal Krone, de 1970. Hecho expresamente para mí.
—Vaya.
De repente, se dirigió hacia la ventana sin dar más detalles sobre el reloj.
—Observa, observa seiscientos años de historia. —Extendió sus brazos—. Cuando me despierto cada día y veo esta ciudad, me pregunto qué puedo aportar yo a tanta belleza. Osserva questa meraviglia…
Fui a contemplar lo que Fabrizio me estaba invitando a ver. El esplendor de Florencia era infinitamente superior a mi inquietud por la ausencia del profesor Gaetano.
—È bella, vero? —Su voz sonó tan dulce como amorosa.
—Es hermosa —respondí, de pie ante la ciudad más bella del mundo.
—Anche tu sei bella…
Mi pulso aceleró el ritmo. Me alejé de la ventana con el fin de ahuyentar el peligro y de recoger mis papeles. Estaba a punto de cerrar el ordenador, cuando un estremecimiento recorrió mi cuerpo.
—Deja que te ayude. —Apenas rozó mi mano; sin embargo, yo sentía el calor de su cuerpo como si estuviese dentro del mío. En un segundo se encendió la chispa que echó por los suelos el orden que yo pretendía poner entre tantos papeles. La proximidad de su rostro y la intensidad de su mirada dieron paso a un encuentro que (ya era inútil negarlo) deseaba desde el momento en que abrí la puerta.
Sus manos recorrieron mi cuerpo, que respondió agradecido a las caricias. Cerré los ojos, para evitar encontrarme con la fría mirada del guardián de Constantino. El fresco de la Chiesa de Arezzo podía esperar. Fabrizio recorría con ávida boca mi cuerpo que parecía indeciso. En pocos minutos, los partos perdieron su imperio.
Abrazados y desnudos, guardando esa distancia a la que obliga el pudor frente a un desconocido, permanecimos callados. Al ver los rayos de sol entrando por la ventana y el techo decorado con figuras geométricas, me acordé de La Pedrera. Sentí que en aquella habitación tenía, aunque fuese por unos instantes, todo lo que hubiera podido soñar. Recordé a Xavier, pero lo veía como una sombra lejana en el tiempo a pesar de que no habían transcurrido ni siquiera veinticuatro horas de nuestra despedida en Barcelona.
—Escucha… —Me incorporé con la intención de advertir algo al desconocido que estaba tumbado en la cama.
—No, no hagas lo que suelen hacer las mujeres después de…
—Escúchame, por favor. Tengo que decirte algo.
—Ya sé que no querías…, que ha sido una equivocación. ¿No es eso lo que vas a decir, Ariadna?
Lo abracé.
—¿Qué quieres saber de mí? —Su pregunta me sorprendió.
—Lo que tú quieras contarme. —El momento parecía oportuno para averiguar si era una intrusa.
—No hay nadie más.
Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos.
—Estuve casado tres años… —Hizo una pausa—. Valeria fue el amor de mi vida.
—¿Estás divorciado? —No escuchó mi pregunta, comprendí que me había precipitado.
—Murió… en el escenario. Era cantante de ópera. La mejor Alisa de todos los tiempos…
—Lo siento, Fabrizio. Lo siento mucho. —Apoyé la cabeza en su hombro.
—Hacía un calor insoportable… El peor julio que recuerdo en muchos años. Cantaba en la Arena, Lucia di Lammermoor.
—¿En Verona?
—Sí, en el teatro donde la voz humana alcanza la perfección. Regnava nel silenzio…, mientras Lucia cantaba su extraño augurio yo no apartaba los ojos de Valeria. Se estaba quedando pálida. Todo fue muy rápido… Se desplomó en el escenario. Cuando llegué, ya no respiraba. Le falló el corazón. Un corazón… de veintiocho años.
Me incorporé.
—¿Quién me ha traído aquí? —pregunté, con la vista puesta en los papeles que habían caído al suelo.
—¿Te refieres a…?
—¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué me invita Ubriachi, si no va a estar para recibirme el día que llego? ¿Quién era…? —Interrumpió mis preguntas.
—Yo soy… quien te ha invitado —respondió Fabrizio con tono ecuánime.
Desde la ventana, observé el imponente edificio que parecía una fortaleza medieval. Palacio Pitti. «No te fies de él…», me dijo Xavier.
—¿Los Pitti no fueron…? —Recordé algo sobre un crimen en la catedral.
—Enemigos de los Médicis. —No pareció gustarle la pregunta. Tal vez se la habían hecho cientos de veces. Sobre todo, tras haberse descubierto por fin quién fue el criminal que planeó el asesinato de los Médicis.
—¿Lo has leído? —Yo quería averiguar si sabía algo más.
—¿El qué?
—El libro que se acaba de publicar. Sobre el crimen del duque de Urbino…
—Sí, lo he leído.
—¿Y qué te parece?
—Ariadna, en aquellos tiempos el crimen en Florencia era más que un acto pasional. Era una pieza esencial de la vida.
—Vaya. —Yo seguía de pie mirando el río.
—En esta ciudad, el crimen no era un acto de maldad. Era un acto de inteligencia.
—¿Es tu opinión, o la del autor del libro? —Busqué respuesta en el fondo de sus ojos.
—En éste asunto mi opinión no importa. Es la realidad. ¿Qué miras? —preguntó.
—A ti. —Me acerqué a la cama.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que ves?
—Dicen que es posible desarrollar dotes de percepción en el rostro de una persona. Así podemos adivinar su comportamiento futuro.
—No está mal como teoría. Observa todo lo que quieras. ¿En qué postura quieres que me ponga para no perder detalle de mi cara? —Se puso de perfil. El sol iluminó un rostro de excepcional belleza.
Desde la cama, se divisaba el Arno. Parecía un río de plata envuelto en un silencio brumoso, como si el secreto de los crímenes se deslizara por sus aguas y su rumor se fuera volviendo lánguido. Pero sin callar nunca, como las cuentas que quedan pendientes entre los vivos y los muertos.
Me recosté junto a Fabrizio. Permanecimos callados, con los ojos cerrados. Cuando estaba a punto de hacerle una pregunta, se levantó. Se vistió sin apartar de mí su mirada; agradecí esa delicadeza. Qué poco se necesita para calmar la zozobra.
—Vamos, Ariadna. Vístete, te enseñaré algo.
Entre los dos recogimos los papeles del suelo, cuyo protagonismo acababa de ser postergado por una pasión más inmediata. Guardé mi ordenador en el armario detrás de la puerta.
Fabrizio me observó, y no dijo nada. Me cogió de la mano y salimos del hotel en dirección a la universidad. Durante el trayecto en un Rover de color azul, contemplé las calles de la ciudad que a esas horas estrenaba su primer tramo de la noche.
—¿Te importa que baje un poco la ventanilla? —Ya la estaba bajando.
—No, claro que no.
—¿Podemos comprar tabaco? —su mirada decía que no. Bajé la ventanilla. Hacía frío. Volví a subirla. La bajé de nuevo, deseaba oler, sentir, impregnarme de todo lo que ofrecía aquella ciudad embriagadora. El trayecto no duró más de diez minutos e intercambiamos muy pocas palabras, quizá debido a la sensación que teníamos ambos de haber compartido un instante de pasión que tal vez no se repitiera. Mientras conducía, Fabrizio me acariciaba la mano.
—Hemos llegado, Ariadna. He aquí tu casa, la Casa de la Sabiduría.
La puerta estaba cerrada, ya no había estudiantes a esa hora de la tarde. En cuanto nos oyó, un hombre menudo acudió a abrir la puerta y saludó con amabilidad.
—Buona sera, professore —dijo el hombre.
—Ciao, Guido. Come stai oggi? —preguntó Fabrizio en un tono familiar.
—Ah…, le gambe, professore… —El hombre se tocaba la pierna derecha.
Nos abrió la puerta. Sentí la excitación que produce entrar en un lugar cuyo origen se remonta a varios siglos.
—Nada de lo que veas aquí puede salir de estas viejas paredes.
—¿A qué te refieres…, tú siempre con tus misterios?
—No son misterios, Ariadna. Es la historia, la historia de Florencia y de sus demonios centenarios.
—La Casa de la Sabiduría, ¿eh?
—La sabiduría nunca permanece anclada en un lugar fijo. Y prueba de ello es que tú estás hoy aquí. Pero ¿dónde estarás mañana? —Se encogió de hombros y siguió andando—. Gracias a Dios existen cuadros rotos, y personas como tú que se dedican a restaurarlos. —Fabrizio me besó la mano.
—No pienso dedicarme a restaurar cuadros viejos el resto de mi vida, mis intenciones van por otro camino.
—¿Por qué camino van tus intenciones, bella Ariadna?
—Mi sueño…, ¿te confieso cuál es mi sueño? —Saboreé el epíteto que me acababa de regalar.
Fabrizio se detuvo, esperó la respuesta con impaciencia. Entonces me di cuenta de su gran altura. Me sacaba dos cabezas.
—Mi sueño es descubrir una Epifanía bajo el mar.
—Come hai detto!
—Lo que has oído.
—Ma tu sei pazza…
—Puede que esté loca, pero el arte forma parte de la locura humana.
—¿Una Epifanía? —Andaba a paso rápido en dirección al departamento de Historia Antigua.
—Ya sabes, los Reyes Magos. —Aparté mi flequillo de la cara.
—Pero…
—No, no me preguntes si creo en los Reyes Magos. Estoy hablando de arte, no de mis creencias.
—¿Cuándo me vas a llevar a Mallorca?
—Cuando tú me hayas llevado a Siena.
—Ah, sí… querías ver los frescos. ¿Hay frescos interesantes en tu ciudad?
—Sí, hay uno fabuloso en la catedral de Palma, del siglo XIV. ¿Sabías que nuestra catedral es la única del mundo que tiene su puerta frente al mar?
—No lo sabía…
—Un pintor ha empezado un mural de barro en el altar mayor, a pocos metros donde Gaudi…
—Gaudi, come e bella la Casa Mila! —Cruzaron mi mente imágenes insospechadas para el italiano.
—… Es un verdadero genio… —Me refería a Marquet Bonnin.
Fabrizio me miró con asombro. Estábamos en la ciudad de los genios. Cómo podía yo comparar a un pintor actual con Cimabue o Giotto, padres de la pintura italiana, o con los Pisano, o con Donatello y Masaccio. Estábamos en la ciudad del Duomo…, nada menos.
—No he querido decir, bueno, yo…
—No te preocupes, Ariadna, también nacen genios en otros lugares del mundo.
—Éste pintor escapa a toda definición. Y sus obras me traen el recuerdo de mi infancia…
—¿Qué tiene que ver la Epifanía con éste pintor tan genial?
—Se ha propuesto crear una obra que produzca la sensación de estar en el centro del mar, con la catedral sumergida en las aguas del Mediterráneo. Ha realizado una escenografía muy original, con frutos de la tierra y del mar. Todo inspirado en la Biblia.
—Vaya.
—Su obra es una metáfora del universo.
—Verdaderamente parece excepcional. Pero…
—Ya sé que resulta sorprendente que un pintor de hoy se interese por la Biblia.
—No me refiero a eso. ¿Se trata de pintar a los Magos bajo el agua?
—No es un agua cualquiera, es el agua del Mediterráneo.
—También Italia tiene mar, y más de uno.
—Pero no los descubrieron los Reyes Magos.
—L’arte ti ha diventato pazza, mia cara.
—Puede ser que me haya vuelto loca. Pero averiguar si estoy en lo cierto va a merecer la pena.
Por fin llegamos al departamento de Historia Antigua. Al entrar en su despacho de la segunda planta, dejamos de hablar de magos y de mares para abordar directamente el asunto que nos ocupaba.
—Ariadna, te agradezco que no mencionaras los pergaminos en ningún momento —dijo, tras cerrar la puerta. Parecía como si, una vez traspasado el umbral de aquella estancia, volviéramos a la realidad que habíamos dejado durante un tiempo.
»Necesito tu ayuda. —De repente cambió el tono de voz. Ahora se parecía más a un académico que a un hábil seductor.
—¿Y bien?
—He aquí el laberinto del que quiero que me ayudes a salir, y no sólo a mí. Cientos de personas están esperando que les indiques la salida.
—¿No me has dicho que no trabajas en la universidad?
—Y es cierto, no trabajo en la universidad. Vivo en ella.
—Buena metáfora.
Empecé a ver a Fabrizio como un profesor en cuanto se colocó tras el escritorio repleto de libros. Me mostró un mapa que tenía colgado en la pared. Sin duda, parecía que aquélla fuera su casa.
—He aquí el Mediterráneo. —Con los brazos abiertos abarcó el Mare Nostrum—. Y mucho más.
—Macedonia, Tracia, Pérgamo, Babilonia, Capadocia, Alejandría, Judea… —Yo iba leyendo en voz baja estos nombres que evocaban mundos lejanos, y tan presentes en nuestra historia.
—Una fina pincelada puede invertir dos mil años de historia.
—No sé a qué te refieres, pero me encantará averiguarlo.
—Muchas personas acudirán a escucharte, Ariadna.
—¿A mí, a escucharme a mí?
—Sí. Estudiantes universitarios asistirán a las Jornadas sobre intercambio de culturas en el Mediterráneo, y quiero que participes en ellas.
—Aquí hay algún error, Fabrizio. Yo no soy historiadora, soy historiadora del arte…
—… que ha restaurado el cuadro más enigmático de Tommè —añadió, sin olvidar las razones que me habían llevado hasta allí.
—¿La Adoración? —pregunté.
—No me interesa la Adoración, sino uno de los reyes que aparece en el lienzo. —Su tono ya era inconfundiblemente el de un profesor.
—¿Y qué interés puede tener el dedo de un Rey Mago?
—Eso tendrás que averiguarlo tú. —Me señaló con el dedo—. Tú manejas el pincel, y yo manejo los mapas.
—Pero no he sido invitada para dar lecciones de historia, sino para…
—Ya lo sé. Pero eso no importa ahora.
—¿Que no importa? —No pude disimular mi ira.
Fabrizio extendió un mapa en el suelo. Una bellísima representación del mundo sobre papel…, Al Hira, Ctesifonte, Ecbatana, Cornisene; pude imaginar cuál era la estrella que, desde el cielo de Jerusalén, guió a tres sabios que la tradición popular convirtió en Reyes Magos.
—No es el mapa lo que quiero que veas, Ariadna. —Abrió el cajón inferior del escritorio y sacó un documento del interior de un sobre.
—¿De modo que…? —No acabé la pregunta.
—Ahora ya sabes algo más acerca de los pergaminos.
—No, no sé nada. Parece que el único que sabe qué está ocurriendo eres tú.
—De los seis que componen el mapamundi de Cresques, éste —sujetó bien el documento que acababa de extraer— contiene algo para cuya lectura necesito tu ayuda.
Observé atentamente unas líneas repletas de signos y figuras geométricas. Me di cuenta de que sobre el escritorio había una lupa, lo cual me hizo sospechar que todo lo anterior había sido planeado.
Lancé una mirada furiosa al toscano. Sus ojos estaban en el pergamino. Me acerqué para examinar su contenido, pero los signos eran incomprensibles.
—¿Arameo? —pregunté—. El arameo fue usado como lengua diplomática en el Imperio aqueménida, pero…
Fabrizio giró hacia sí el sillón de cuero negro con la intención de escuchar los razonamientos que me pudieran llevar a descifrar tal escritura.
—¿Salterio, puede ser salterio? —pregunté, aunque en realidad no esperaba respuesta. Él escuchaba mis reflexiones, con las manos juntas a la altura de la nariz y por debajo de unos ojos atentos a cada uno de mis movimientos—. El salterio es una variante de la escritura persa, pero si no me equivoco, sólo existe un fragmento de los Salmos de David. ¿Tiene esto algo que ver con…?
Negó con la cabeza.
Acercándome el documento, y con ayuda de la lupa, identifiqué una palabra que en lengua persa significa rey.
Él sonrió, con moderado optimismo.
Europa, Asia, África, las tres partes del mundo conocidas, tres.
Padre, Hijo, Espíritu Santo, tres personas en un solo Dios, la Santísima Trinidad, tres. El reparto del mundo entre los hijos de Noé: Sem, Cam, Jafet, tres. El cosmos y sus tres moradas, Cielo, Purgatorio, Infierno, tres. La antropología atribuye al hombre Entendimiento, Fuerza, Voluntad, tres facultades. Y tres son las virtudes teologales, Fe, Esperanza, Caridad. Tres son las edades del hombre, infancia, juventud, vejez. Siendo, pues, que el mundo gira en torno al número tres, cuántos podían ser si no tres los Reyes Magos de Oriente…
—No. El número no tiene nada que ver con la representación de los Magos. Si tres puede parecer buen número, ¿por qué no cuatro? Cuatro son los puntos cardinales, cuatro los miembros superiores e inferiores, cuatro es el número de Yahvé, cuatro la suma de números que Pitágoras consideró perfecta…
—Vale, vale. De acuerdo. Fijar un número de Magos ha sido algo arbitrario, ya entiendo…
Siguió un largo silencio.
La reconstrucción del dedo índice del rey Gaspar me había llevado a esta situación: enfrentarme a un público de estudiantes que acudirían a las Jornadas sobre pueblos del Mediterráneo organizadas por la Universidad de Florencia. Y tendría que preparar una intervención acerca de la iconografía de los tres Magos.
—¿No iban a ser unas Jornadas de restauración? —pregunté a Fabrizio mientras él buscaba algo en un cajón—. El conocimiento no tiene límites, Ariadna. —El tuyo tal vez no, pero sí el mío— protesté enérgicamente.
—¿A qué tienes miedo? Cuando subas al estrado, tú sabrás más que nadie de iconografía cristiana.
—¿Iconografía cristiana? Jamás me ha interesado la iconografía cristiana. Era…, era sólo parte de mi trabajo.
Fabrizio levantó el índice de su mano izquierda, y lo sostuvo así durante un rato mirándome fijamente.
—¿Todo esto… por un dedo del Rey Mago? —pregunté sin poder contener la risa—. Observa esto.
Colocó sobre la mesa algo que acaparó mi atención. La Adoración que Leonardo da Vinci dejó inacabada, y que hoy es uno de los mayores enigmas de la Galería Uffizi.
Observé de cerca los colores que Leonardo había usado con maestría, y miré a Fabrizio en busca de respuesta.
—No, no me mires a mí. Lee lo que dejó escrito el maestro.
En el momento de apoyar el pincel, se cerró el tiempo…
El día 6 de junio de 1505, al toque de las 13 horas, empecé a dar el color rojo. En el momento de apoyar el pincel, se cerró el tiempo y se oyó la campana convocando a los hombres al tribunal… Se entenebreció el tiempo y llovió hasta la caída del día torrencialmente. Parecía de noche. Entonces aparecieron los cuatro…
En éste punto quedaba interrumpido el texto y quedaba inacabada para siempre la obra enigmática de Leonardo sobre los Reyes Magos.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—Que averigües a qué se refiere el número cuatro, y por qué el texto está interrumpido precisamente en ése número.
—¿Qué te hace pensar que puedo hacerlo?
—Creo que puedes averiguarlo.
—¿Cómo?
—Leonardo trazó en un rincón del cuadro una silueta que solía dibujar solamente en casos excepcionales. Y sólo sobre pared.
—¿Qué tipo de silueta?
—La suya propia. El aparece en un rincón, oculto detrás de la Virgen.
—Yo no percibí la silueta cuando observé el cuadro.
—Porque no se ve a primera vista, sino cuando se observa desde determinada posición. Se obtiene mediante el procedimiento de la sinopia, una técnica…
—Ya sé lo que es la sinopia. —Me disgustaba el tono presuntuoso de sus palabras.
—La silueta podría explicar el significado del número cuatro.
—¿A qué te refieres?
—Leonardo siempre defendió que los Magos fueron cuatro.
—¿Dónde lo defendió?
—En el Codex Madrid II.
—Tal vez fuera así. El Evangelio Árabe de la Infancia dice que fueron diez, o incluso doce…, qué más da. Tratándose de evangelios apócrifos, todo es posible.
—No, yo no me refiero a los apócrifos. Me refiero particularmente al número cuatro.
—¿Por qué te preocupa el cuatro y no el diez?
—Porque el cuatro implica que ha sido añadido uno al número tradicional.
—¡Bravo, ya veo que sabes sumar!
—Ariadna, quiero que averigües si en el mural de la catedral también hay una silueta en la pared.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo que has oído. Quiero que averigües si el pintor ha dibujado su propia silueta en alguna parte del mural.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Todos los pintores aparecen en alguna parte de su obra. Con ello reivindican su…
—Pero eso era antes, cuando no podían expresar sus ideas religiosas. Ahora esto no ocurre. Y sobre todo con un agnóstico.
—¿Qué… has dicho?
—El pintor que ha hecho ése mural es agnóstico. Así que ha tenido total libertad para expresarse como ha querido.
—Entonces hay más razón para buscar su silueta.
—¿Por qué te interesa tanto?