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Palma de Mallorca, julio de 2006
Contemplé la ciudad de alma adormecida. La imagen del puerto, silencioso y solemne, era un embrujo al que resultaba difícil renunciar. Las embarcaciones apenas cabeceaban y conferían al puerto un halo de magia. Tuve un escalofrío al ver la silueta de un pelícano dibujada en un mástil. En lo alto, una bandera roja y blanca con el número 1314 grabado en el interior de una cruz. Miré hacia otro lado. A la derecha, el imponente castillo de Bellver, cuyos muros centenarios acallaron tantas voces de hombres y mujeres. A mi izquierda, la enigmática silueta de la catedral irradiaba una luz especial sobre la ciudad que despertaba a un nuevo día. Situada cerca del templo gótico, mi casa en el Paseo Marítimo era razón suficiente para seguir pensando que aún merecía la pena vivir en Palma.
—¿Qué te hace pensar lo contrario? —me preguntó Lluís en una ocasión.
—Cuando estoy aquí, siento la necesidad de irme a otro lugar…
—¿Y eso te inquieta?
—Mucho.
—Entonces haz lo mismo que yo.
—Tú puedes, pero yo no.
—¿Por qué no?
—Porque mi trabajo me exige andar de un lado a otro.
—¿Y qué te hace pensar que lo que buscas está en otro lugar, y no aquí?
—¿A qué te refieres?
—Tu trabajo es descubrir lo que otros ocultan, ¿no es así?
—No se me había ocurrido verlo de ése modo.
—¿Acaso no tengo razón?
—¿Por qué lo llaman la Mirada del Cíclope?
—Ariadna, no has contestado a mi pregunta.
—Dime, ¿por qué el Cíclope?
—Porque en medio de esa roca hay un inmenso agujero, ¿no lo ves? Como el ojo enorme del Cíclope.
—¿Por qué escogiste Deià, y no cualquier otro lugar de la isla?
—Intentas escabullirte.
—¿Qué?
—Que contestes a mi pregunta, Ariadna.
—Que si busco lo que otros ocultan… eso lo hacen los detectives, los espías. No soy ni lo uno ni lo otro.
—Pues es una pena. Aquí tendrías trabajo de sobra sin necesidad de viajar tanto.
—¿Sobre eso va tu novela? ¿Sobre secretos ocultos?
—No.
—¿Entonces?
—No sé de qué va mi novela. Y algo me dice que no la acabaré nunca.
—¿No echas de menos salir de aquí alguna vez?
—Ya tuve bastante con las juergas de Raixa. ¿Tú no?
—Sí, ya agoté mis ansias de…
—Déjalo.
—Lo siento, Lluís.
Apoyé mi cabeza sobre su hombro. Nos quedamos mirando el mar. La noche cubría con su silencio la superficie más bella del universo.
—Mira esta isla, Ariadna. Dime si no hubo un tiempo en el que existió verdadero amor a la tierra y al mar… Por cierto, ¿adónde vas esta vez?
—A Berlín.
—¿Berlín? ¿A quién vas a perseguir allí?
—No voy a perseguir a nadie. Voy a ver… un espectáculo excepcional.
—Ya.
—Que sí, de verdad.
—¿Uno de esos disparates que tanto te gustan?
—No sé qué sorpresa me espera esta vez.
—¿De quién se trata?
—Te lo diré cuando vuelva. No quiero dejarme influir por tus comentarios.
—¿Lo conozco?
—Igual que yo. Dime… ¿en qué estás metido ahora, Lluís?
—Ya te lo he dicho, en la novela.
—Me refiero a tu trabajo.
—El cuarto volumen de una guía insólita.
—¿Y se titula así, «insólita»?
—Claro. Mis guías no son turísticas, ya lo sabes.
—Creía que relatabas historias de lugares raros…
—Cuento historias de lugares que nadie conoce. Enseñan a ver sin necesidad de abrir los ojos.
Aquella mañana de julio tenía mi segunda cita con el canónigo. Pablo Fuster había accedido a enseñarme el mural de barro, que fue interrumpido a causa de una polémica en el seno de la Iglesia.
Ahora, volvía a la catedral para estudiar detalles del trabajo de Bonnín, el artista que realizaba sus obras solamente en templos góticos. Aunque la Iglesia había prohibido mostrar el mural hasta su completa ejecución, el canónigo haría una excepción. Su amistad con mi abuelo era razón suficiente para desobedecer al cabildo. Sin embargo, lo que en realidad me interesaba no estaba en las paredes, sino enterrado en una tumba.
Pero éste era un secreto que no podía revelar a nadie.
Abrí el periódico, mientras desayunaba en la terraza frente al mar. Las páginas centrales anunciaban actos para conmemorar los setenta años del estallido de la Guerra Civil. La reivindicación de la memoria histórica se proponía despertar del letargo a quienes parecían haber olvidado a las víctimas de una guerra atroz. En Mallorca los actos coincidían con el séptimo centenario de la catedral. Ambos acontecimientos tuvieron a las autoridades muy ocupadas durante todo el mes. Bombardeos en Israel. Un corte de luz. Entonces lo vi: «el cuerpo sin vida de Pablo Fuster, teólogo de reconocido prestigio, ha sido encontrado en el mar…». No terminé de leer. Mis ojos buscaron el libro que había dejado abierto la noche anterior. Las hazañas de Jaime I el Conquistador me habían ayudado a conciliar el sueño:
Hemos vencido a los sarracenos.
Medina Mayurqa es nuestra.
Entonces nada hacía sospechar que el amanecer traería tan espantosa noticia. Sentí un cansancio repentino, y me dejé caer en el respaldo de la silla. La quietud de las aguas parecía imperturbable. A lo lejos, los muros de la catedral me cerraban sus puertas.
En las páginas de Cultura, el periódico coronaba a Marquet Bonnín como nuevo rey para el arte del nuevo siglo. Y recordaba la apoteosis que vivió en París, con un público rendido. Bonnín fascinó a cuantos asistieron a la performance en el interior de la iglesia gótica parisina. Además, acababa de ser nombrado director de KABIAR, futura Feria de Arte mallorquina que sería una alternativa a ARCO, a la Bienale, a la Documenta de Kassel. La única información que Bonnín había filtrado a la prensa fue que KABIAR tendría lugar en un escenario insólito. Un cementerio. Durante semanas, periodistas de todo el mundo recorrieron Mallorca en busca de cementerios abandonados, tratando de averiguar en cuál de ellos sería posible construir un palacio de cristal de seis mil metros cuadrados donde exponer lo mejor del arte contemporáneo.
El chocolate se enfrió en la taza y de la ensaimada quedó algo más que el habitual rastro de azúcar en polvo. Mis planes para aquella mañana de julio cambiaron repentinamente. Lo primero que se me ocurrió fue visitar a mi amigo Lluís, pero ello suponía no asistir al evento que tendría lugar esa misma tarde. Y mirar de frente a Bonnín, después de tantos años, era algo que llevaba esperando mucho tiempo.
Apoyada en el respaldo, cerré los ojos. La brisa olía a mar. Acaricié la estrella de seis puntas alrededor de mi cuello…
—Aquí estarán a salvo de cualquier tempestad… —El día que cumplí ocho años, mi abuelo me regaló un colgante de oro con dos triángulos entrelazados.
Como impulsada por un resorte, me incorporé rápidamente. Aparté la silla, y apoyando una mano en la barandilla contemplé los vidrios multicolores de la estrella que mi abuelo ayudó a reconstruir hacía setenta años. Víctima de los embates del tiempo y también de las pasiones humanas, el rosetón de la catedral cayó hecho añicos entre rayos y truenos la primera vez. Treinta años más tarde, la metralla destruía de nuevo la fulgurante estrella de David.
Ocurrió el 30 de julio de 1936.
Permanecí de pie, como petrificada por la Gorgona que tantas veces había observado, agarrada a mi abuelo ante la monstruosa imagen. Mis ojos regresaron al periódico. Qué actos iban a conmemorar los setenta años de la Guerra Civil…
Una ducha helada me ayudó a iniciar el día que prometía ser caluroso. A las siete, en el Hotel Palas Atenea, iba a asistir a una rueda de prensa con el genio del nuevo siglo. Para recuperar la memoria histórica, nada más adecuado que el arte.
La extraña muerte de Pablo Fuster, que siempre defendió a Bonnín como director de KABIAR, despertaría sospechas en una ciudad acostumbrada a callar ante asuntos sombríos. Y un cementerio era, sin duda, un asunto sombrío. La noticia de la tragedia, ocurrida el día anterior a la aparición pública del artista, no dejó indiferente a nadie.
—¿No hay otro que pueda pintar moscas? —se preguntaban algunos, dejando pocas dudas sobre la opinión que les merecía. Bonnín era apellido chueta, y muchos no aprobaban su elección por razones que jamás se atreverían a exponer en público. Los mallorquines son gente discreta, aunque su discreción sea debida más al miedo que a la prudencia. Desde tiempos de la Inquisición, los chuetas— descendientes de judíos conversos —eran la huella de una herida que todavía seguía abierta para muchos isleños, y una mancha social que algunos pretendían borrar a cualquier precio. Entre ellos, los butifarras, nobles descendientes del rey Jaime I, y convertidos hoy en reducto de nobleza rancia que tan hábilmente se mueve en un mundo que apenas se ve.
El pintor de moscas muertas, como lo llamaban algunos con no disimulada sorna, apenas hablaba en público. Casi nunca concedía entrevistas. Y jamás sonreía. El pintor más triste y misterioso de la isla no permitía preguntas personales. Esto generó antipatía entre la gente, acostumbrada a considerar derecho natural entrometerse en los asuntos de quien se mueve en la vida pública. Todos sabían que existía una estrecha amistad entre Pablo Fuster y el pintor. Gracias al canónigo, Bonnín había conseguido trabajar en la catedral. Antes lo había hecho en Chartres, Reims, Colonia y Notre-Dame. La catedral de Palma se le había resistido durante años, pero por fin le abrió sus puertas.
El día 19 de julio, Pablo Fuster fue encontrado sin vida en la Costa de la Calma. Sin embargo, el mar no borró del todo una señal en la frente del sacerdote. Antes de encerrarlo en el saco, su torturador marcó dos líneas de una cruz gamada en la frente. En la arena quedó otra cruz, ésta de plata, que le arrancaron del pecho: Jesucristo abandonado en la arena. Una imagen inquietante de la extraña simbiosis que une violencia y religión.
En la Antigüedad, la pena del saco arrojado al mar castigaba los delitos más graves. Qué delito había cometido Pablo Fuster… eso solamente Poseidón lo sabría.
Y, quizá, también el ojo del Cíclope.