14

—¿Por qué declaró públicamente que pintaría una Adoración si no era cierto? —Sentía en mi rostro la brisa del atardecer. Sentados en la terraza de El Pesquero, contemplábamos la silueta de la catedral a lo lejos.

—Jamás lo sabremos, Fabrizio.

—¿Y las fotografías del libro?

—Sólo muestran el enorme taller, la filmación en vídeo, el espectáculo que la gente quiere…

—¿Qué es lo que habrá querido ocultar?

—Mucho más de lo que crees.

—¿A qué te refieres, Ariadna?

—Ojalá pudiéramos volver otro día. Me pareció ver algo entre las cruces.

—¿Por qué no me lo enseñaste estando allí?

—Porque el cura no nos quitaba ojo. No se creyó que estuviéramos escribiendo un libro sobre arte contemporáneo.

—Si fuera así, no nos habría permitido entrar.

—Alguna razón tiene que haber para que, sabiendo que estábamos mintiendo, nos dejase ver la obra.

—Las calaveras…, dijo que son reales. Es una metáfora, supongo…

—Todo el arte es una metáfora. Pero tan real como la vida misma, como las moscas de sus cuadros…, también son reales.

—No irás a comparar una mosca con un cadáver humano.

—¿Qué diferencia hay, una vez muertos?

—¡Ariadna!

—También lo hicieron Miguel Ángel, Rembrandt, Caravaggio… ¿Y tú eres el que vive en la ciudad de los demonios?

—No dejan de ser comentarios que alimentan el mito de los genios, pero poco tienen que ver con la realidad.

—Su obsesión es superar a los grandes genios. Sobre todo, en excentricidad.

—Vaya mérito.

—Bonnín admiraba a Rembrandt. En sus primeros cuadernos, tenía miles de apuntes sobre el uso que hizo el holandés de la luz y de su combinación con manchas de sangre. Le fascinaba su Lección de anatomía, con el cadáver sobre la mesa y las vísceras a la vista.

—¿Tú has visto sus cuadernos?

—Sí, hace muchos años.

—¿Entonces es cierto que lo conoces?

—Ya te dije que no me hicieras preguntas.

—Disculpa, lo había olvidado.

Fabrizio terminó el granizado de limón.

—Hablabas de Caravaggio… —Cruzó una pierna sobre la otra. Las embarcaciones añadían sosiego a uno de los puertos más bellos del mundo.

—Éste es exactamente el efecto que quiere causar cuando su obra sea contemplada por millones de ojos… ¿te das cuenta?

—De lo que me doy cuenta es de que el barro te ha causado un efecto alucinógeno. —Me pasó la mano por la cara.

—Todo el mundo sabe quién es el pintor de calaveras.

—Yo no lo sabía —protestó dejando su dedo en alto.

—Porque tú vives encerrado entre paredes medievales, y no acudes a las exposiciones de los nuevos genios.

—Todos los genios han sido unos locos.

—Pero no todos han realizado sus obras con seres vivos.

—¿Eso crees? ¿Piensas que estamos ante una excepción? Si de verdad quieres saber qué hacían nuestros genios, te lo diré.

—Adelante.

—Leonardo da Vinci gozaba viendo cómo rajaban un cadáver de arriba abajo, para luego dibujarlo en sus cuadernos, que poseen hoy coleccionistas que han pagado fortunas por ellos. En cuanto a Miguel Ángel, a cambio de una propina a la Iglesia conseguía acceder a la sala mortuoria para tocar las entrañas de las víctimas y plasmarlas en sus cuadernos. El Vaticano se ha embolsado fortunas gracias a esos locos.

—No compares el interés científico con el sadismo de asfixiar insectos. Más que sadismo, yo diría que es… reflejo de su paranoia.

—¿Disfruta matando moscas?

—No las mata, las ve morir lentamente… bajo una capa de pintura. —Recordé las manos de Marquet.

—Algo normal en quien observa la naturaleza. Los insectos forman parte de ella. —No capté su ironía.

—¿Y los perros? ¿También forma parte del amor por la naturaleza asfixiar un perro?

—¿Qué estás diciendo?

—¿También usar a los negros forma parte de…?

—¿Pero de qué hablas, Ariadna?

—Para dibujar un perro agonizando obligó a un negro a sostenerlo boca abajo durante horas.

—¿Eso hizo?

—Quería superar la agonía reflejada por Goya. El perro semihundido, miedo a la muerte…

—Matar a un perro es…

—… Reflejo de su impotencia sexual. Por eso le gusta pintar autorretratos en plena masturbación.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —Frunció el ceño.

No contesté.

—Ariadna, ¿cómo sabes tú todo eso? —me preguntó de nuevo, cogiendo suavemente mi barbilla.

—Trabajé con él durante un año, en África. —Dirigí la vista a las embarcaciones. Un tridente rojo ocupaba la proa de un yate. Naxos, con letras negras.

—¡En África!

—Sí.

—Pero…

—Fui con él para ayudarle en la edición de Dante… —Estaba a punto de recordar lo que ojalá no hubiese sucedido nunca.

—¿Tú has vivido en…? —preguntó con incredulidad.

Asentí con la cabeza.

—¿Pero qué hacías tú en África? —El nombre empezaba a hacerme daño.

—Ya te lo he dicho. Trabajar con él.

Permaneció en silencio.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Preferiría… no hablar de ello.

—Pero ¿por qué te fuiste a vivir con él?

—Yo no lo llamaría vivir con él.

—¿Entonces?

—Compartíamos casa en un poblado del sur de África. Pero no vivíamos juntos, ya sabes a qué me refiero.

—¿Pretendes que te crea, Ariadna?

—¿No se llevó Picasso a un indio a París? —La ironía no alegró el tono de mi voz.

—¿Acaso comparas a Picasso con…?

—Jamás lo haría, Fabrizio. Pero te digo algo que es verdad, lo creas o no. Fui a África con Marquet para ayudarle. Nos conocíamos de…

—¿Y en qué le podías ayudar tú? ¡No entiendo nada!

—Mi abuelo era restaurador. Y experto en cartografía medieval; todo lo que yo sé se lo debo a él. Conozco el significado de símbolos que Dante utilizó en su Divina Comedia…

—¿Como cuáles?

—El nombre de Beatriz.

—Bueno, ya sé que Beatrice no es propiamente un nombre. Dante ni siquiera llegó a tocar ni a besar a su amada. Detrás del nombre se esconden otras intenciones, pero…

—Eso precisamente te quería decir, que Beatriz no es Beatriz.

—¡Venga ya! Fuiste a África a ayudar a un genio a descifrar el nombre de Beatriz. Nadie más en el mundo lo sabía más que tú…

—Me decepcionas, Fabrizio.

—Ariadna, creo que el genio te contagió su locura. Toda Italia ha leído a Dante desde la infancia, y jamás he oído que el nombre de Beatriz suponga un problema de interpretación más allá de lo que todos sabemos. Dante pertenecía a una asociación templaria, no es ningún secreto.

—De eso se trata. Bonnín recurrió a mí porque quería que yo le contara cosas de la Fede Santa, una asociación medieval de la cual Dante fue uno de los jefes, como lo fue también Yafudà Cresques, el cartógrafo mallorquín del que mi abuelo conocía hasta el último detalle.

—Pero no veo qué relación pueda haber entre Cresques y Dante.

—¿Te dije que debajo del mural se descubrió un fresco que ha quedado oculto para siempre?

—Sí. ¿Qué ha sido del fresco, por cierto?

De repente, no estaba segura de haberle hablado del fresco.

—Lo ha condenado. Se ha negado a recortar unos centímetros de su obra, con lo cual podría haberlo salvado. Y todo el mundo habría podido verlo…

—¿La Iglesia se lo ha permitido?

No hubo respuesta.

—Es demencial, Fabrizio. Pero así son los genios de nuestro siglo, unos tiranos.

—¿Y qué tiene que ver esta obra con Dante, con un cartógrafo medieval, con Beatrice y con la Fede Santa?

La pantera…, que simboliza la incontinencia y la lujuria, permanece en el interior de Dante causándole terror…

—Ariadna, sei diventata pazza

—… Pero, en realidad, ocurre que la mente del poeta ha vuelto atrás en una especie de maquiavelismo. Su razón, obnubilada por las imposiciones de los placeres terrenales, ofuscada a instancias de la carne, se ha visto desbordada por el deseo. Dante se pregunta si ha valido la pena hacer concesiones al cuerpo en detrimento de la pureza del alma. La pantera sigue ahí, acusando en silencio por los momentos de debilidad.

Sentí la herida del recuerdo.

—¿Qué es esto? —Abrió el papel que deposité en su mano.

—Una de las páginas de su edición de Dante. —Mis ojos estaban llenos de lágrimas.

—Pero tú…

Asentí con la cabeza.

Escrito en hebreo, el texto pertenecía a un capítulo de la edición ilustrada en la que colaboré, a las órdenes del artista más loco del siglo. Tirano. Perverso. Y, sin embargo, capaz de realizar una edición extraordinariamente hermosa, única en el mundo.

Tu parli anche ebraico… —murmuró Fabrizio. No dijo nada más. Me besó en los ojos, que tenía inundados de lágrimas.

»¿Puedo preguntarte… dónde viviste en África?

—En un lugar cerca de la Costa de Oro, en Ghana. —Bajé la cabeza.

—¿Por qué allí, precisamente?

—Antiguamente, entre los ashantis, el rey… —Las lágrimas apenas me dejaban hablar.

—Ariadna… —Fabrizio me cogió la mano.

—El rey era la encarnación de Nyamé, el dios supremo que rige la vida de los hombres. En aquella región, el soberano debía distinguirse por su integridad. Debía contribuir al bienestar del pueblo con lo más preciado de sí mismo. —Ah…

—Su sangre.

—¿Su sangre? —Sí.

—¿Qué hacía con la sangre?

—La daba a beber a los nativos, de una manera simbólica.

—¿Simbólica? ¡Pero qué dices!

—Es lo que viví… durante el tiempo que estuve a su lado.

—¿Y cómo no te largaste al día siguiente? Éste tipo es un demente.

—No es un demente. Cree en los ritos ancestrales, eso es todo.

—¿Desangrarse es un rito ancestral?

—Yo no he dicho eso.

—Daba su sangre a los nativos…, ¿qué es eso, dar chocolate para desayunar? —En sus palabras no había ironía.

—Los nativos acudían una vez al mes a honrarle, sin osar mirarlo a la cara.

—No me extraña.

—Ante él, se arrodillaban y apoyaban los codos en el suelo. A una señal, levantaban las manos para coger la copa que contenía la sangre de…

—¡Es delirante!

—Delirante, no. Él era el rey. El rey de la Costa de Oro.

—¿Y quién lo coronó rey? ¿El papa? —Hizo un esfuerzo por no soltar una carcajada.

—No lo entiendes, Fabrizio.

—Claro que no lo entiendo. ¿Acaso lo entiendes tú?

—Decidió irse a África para estar lejos de la corrupción occidental. Necesitaba concentrarse para la figura central de su próxima obra.

—Concentrarse en África…, ya. Y yo soy Superman. —Gesticuló con ambas manos.

—No conseguía ver la forma de Cristo. ¿Entiendes?

—¿Qué quieres que entienda? Si lo que cuentas es una historia de terror…

—Cristo debía estar en el centro de su mural, y no quería darle forma humana.

—Desde luego no le ha dado forma humana. Su Cristo es una mezcla entre atún y berenjena.

—¡Exacto!

—¿Cómo dices?

—Exactamente eso es lo que quería conseguir. Hacer un Cristo medio pez y medio vegetal.

—Ariadna, no sé si reír o llorar. Un Cristo que ha costado cuatro millones de euros… ¡¿resulta que es una berenjena?!

—Algo así.

—¿Y por eso no tiene genitales?

No contesté.

—Dime, ¿por qué no tiene sexo el Cristo berenjena?

—No puedo decírtelo.

—¿Por qué?

Aparté la cara.

Vi la imagen del obispo en el suelo. Una cruz en su pecho. Trágico final de una discusión sobre el miembro viril de un Cristo de barro. Finis gloriae mundi…

—¿Qué?

—Un cuadro de Valdés Leal, que Marquet contempló en Sevilla hace años. Quedó tan impactado al verlo que siempre soñó con ejecutar la escena en una catedral.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —Fabrizio se frotó los ojos.

—¿A quién?

—A tu pintor.

Era imposible que él supiera si yo había visto a Bonnín.

—¿Cuándo? —repitió su pregunta—. ¿Aún seguía necesitando tu ayuda para interpretar a Dante?

—No lo he vuelto a ver.

—¡No te entiendo, Ariadna!

Su enfado era evidente. Más que enfado, ira. Tal vez pensó que tenía derecho a saber todo sobre mí.

—Todos aspiramos a cometer un asesinato. —Mi voz me recordó la de Marquet—. Y todos somos asesinos en potencia, ¿lo entiendes?

—Desde luego con un tipo así… también yo me declaro asesino en potencia.

—Es difícil de explicar, Fabrizio.

—¿Difícil de explicar? ¡Es una esquizofrenia de libro!

—Παυτα εις ποταμού αίματος αγει —recité con voz fúnebre.

—¿También a ti, Ariadna, te ha alcanzado su locura?

—Todo conduce al río de sangre…

—¿Otro de los versos de tu amigo loco?

—Es la primera parte de la profecía.

—¿La profecía?

—La tierra, cubierta de un río de sangre… La tierra. Deméter, Ceres… ¡Ceres!