CAPÍTULO XI

Me despertó el timbre del teléfono. Abrí los ojos, aturdido, y ladeé la cabeza, descubriendo que estaba solo.

Winkie se había marchado.

Oí la voz del policía en la sala contestando la llamada. Después, asomó la cabeza por la puerta y al ver que estaba despierto, dijo:

—El teniente quiere hablarle, Sanger. ¿Puede levantarse?

—Ya descansé.

—¿De veras? —Había mucho sarcasmo en su pregunta.

—Tiene usted una mente obscena, amigo.

Me levanté. No estaba muy seguro sobre mis piernas, pero salí del dormitorio vestido solo con el pantalón.

El remachó:

—La chica se marchó alrededor de las ocho. Dijo que iba a la oficina, que la llamara usted cuando estuviera levantado.

—Bueno.

Vi que el reloj señalaba apenas las nueve y lancé una maldición.

La voz del teniente Brooks gruñó por teléfono:

—¿Cómo se siente, Sanger?

—Maldito si lo sé.

—Voy al funeral —explicó—, pero antes quise decirle algo nuevo…

—¿Qué funeral?

—Al de Boy Rock, por supuesto. ¿Ya lo olvidó?

—Es cierto. No me siento muy despejado a estas horas. ¿Qué quería decirme?

—Es acerca del dinamitero que llegó de Nueva York. Especialista en mecanismos de relojería y todo lo demás. Bueno, es casi seguro que lo trajo Cotten. Hemos establecido que en otro tiempo tuvieron algunos negocios juntos.

—Ya veo…, ¿para qué diablos traería a ese tipo aquí?

—Se lo preguntaré cuando lo cace… Ya nos veremos, Sanger.

—Espere…

—Tengo mucha prisa. Mis hombres ya están allí, porque Rimmer llevó consigo a toda su gente. No quiero líos si puedo evitarlos y he concentrado a toda mi sección en ese funeral.

—Es sólo una pregunta.

—Dispare y cuelgo.

—¿Le dice algo el nombre de Bruno Hank Petrus?

—Seguro. Fue uno de los hombres de Rimmer. Murió en un accidente. Por cierto, que también le encargó un funeral como el de hoy…

Y colgó.

Lo pensé un poco sin encontrar un sentido a la cosa.

Tal como le dije al teniente, no estaba en mi momento brillante.

Tomé una larga ducha sin importarme el vendaje. Luego me lo quité, sustituyéndolo por un parche cruzado de tiras adhesivas. Acabé de vestirme y trasladé todo lo que había en los bolsillo del traje sucio a los del nuevo.

Así fue cómo los trozos de papel volvieron a aparecer ante mis ojos y con ellos el número de teléfono.

Maldije entre dientes al verlo. Debía haber hecho algo al respecto mucho antes. Y lo hubiera hecho de no haber sido por la herida y todo lo demás.

De modo que salí, con el polizonte pisándome los talones. Tomé un taxi y le di la dirección de Coral.

El agente gruñó:

—¿Quién vive en esa dirección?

—Una víbora.

—¿Qué?

No repliqué, sólo le advertí:

—Usted esperará fuera. Éste es un asunto privado que quiero resolver yo solo. ¿Entendido?

—Bueno.

De modo que cuando ella abrió la puerta, sólo me vio a mí y se quedó rígida.

—No te esperaba después de lo que pasó —dijo fríamente.

La aparté a un lado y entré.

—Cierra la puerta, primor. Quiero decirte algo.

—¿Sí?

Cerró y se quedó mirándome. Había cambiado mucho.

Saqué el papel del bolsillo y dije:

—Echa un vistazo a ese número de teléfono.

Lo miró, intrigada.

—Es el mío —reconoció—. ¿Qué tiene de particular?

—Sólo que estaba en poder de uno de los pistoleros de Cotten. Se lo quité después de matarlo, tú sabes.

El color huyó de sus mejillas, pero trató de convencerme. No era una cualquiera.

—¿Qué quieres que te diga, Al? No puedo imaginar cómo fue a parar ese número a las manos de ese hombre…

—Yo, sí. Se lo diste tú.

—Estás loco.

—Estuve ciego, que no es lo mismo. Has jugado con dos o tres barajas, pero perdiste, primor.

—¿De qué estás hablando?

—Siempre me sorprendió que Cotten quisiera barrer a Rimmer sin tener contactos, influencias y poderosos respaldos. Ahora creo que adivino lo que pasó…, tú le proporcionaste todo esto, pequeña, ¿no es cierto? Rimmer tiene gentes importantes tras él. Reparte dinero en grande para mantener su imperio. Todo eso requiere organización, listas de pagos… ¿Las copiaste, primor? No podías robarlas porque él lo hubiera advertido.

Se irguió.

—¿Adónde crees que vas a llegar con esto, Al?

—Justamente adonde quiero. Voy a llevarte a dar un paseo.

—No saldré de aquí ni a rastras.

—Te sacaré a rastras si me obligas. Ahora ya sé el terreno que piso.

—No sabes nada de nada. Cotten va a apoderarse de esta ciudad y nadie podrá detenerle.

—¿Por qué diablos tuviste que hacerlo? Estabas bien, tenías un buen contrato y la bolsa de Rimmer abierta… ¿Qué te ofreció Cotten a cambio?

—Asociarme a él.

—Estúpida, eso es lo que eres. Vamos a dar ese paseo.

Sacudió la cabeza.

—Al, créeme, apártate de este asunto. A partir de hoy todo va a ser muy diferente.

—Hoy todavía no ha pasado.

La empujé brutalmente hacia la puerta y la abrí. Ella se detuvo, echando chispas por los ojos.

—Te pesará, maldito seas —silbó, iracunda—. ¿Adónde me llevas?

—Quiero que tengas una larga conversación con ciertos caballeros.

—¿No comprendes que no tienes ninguna prueba para entregarme a la policía? Después de todo, no cometí ningún delito…

—Bueno, eso son legalismos. Andando.

Bajamos las escaleras. Abajo, el policía enarcó las cejas al ver a Coral.

—Tiene usted mucha suerte con las damas, Sanger —comentó—. ¿Adónde vamos ahora?

Llegamos a la acera. Yo dije:

—Quiero que el teniente vea a esta chica. Va a interesarle.

—¿Y pretende llevársela ahora?

—Sí.

—¿Al funeral?

—Ni más ni menos.

Ella se detuvo en seco. Vi cómo el color desaparecía de sus mejillas y una mirada demencial apareció en sus ojos desorbitados.

—¿Al funeral? —siseó sin voz.

—Allí es donde están todos. Iremos nosotros también.

—¿Al funeral de Boy Rock…?

—¿Cuál otro? ¡Claro que al funeral de Boy Rock!

Se echó atrás completamente enloquecida.

—¡No! —gimió—. ¡No, Al!

La sujeté por el brazo, sacudiéndola en medio de la acera.

—¿Por qué no? —exclamé—. ¿Qué hay allí que te infunde ese pánico?

—¡No quiero! —rugió—. ¡Suéltame, maldito, suéltame!

El guardia gruñó:

—Se ha vuelto loca. ¿Qué diablos…?

Yo sentía una creciente angustia en el fondo del corazón, una sensación de ahogo que casi me impedía hablar.

—¡Habla, maldita perra! ¿Qué hay en el funeral que te infunde tanto miedo?

Dio un tirón y soltó su brazo.

—¡No lo sabrás nunca hasta que ya sea demasiado tarde! —gritó, retrocediendo precipitadamente.

Entonces lo comprendí. Fue lo mismo que un rayo y sólo pude decir:

—¡Jim Quinn, a eso vino…!

—¡Si! Pero no podrás evitarlo…, ya no…

Y echó a correr como una loca. Saltó de la acera, hubo un rechinar de frenos, un topetazo y ella se convirtió en un revoltijo sangriento bajo las ruedas de un automóvil.

Sentí náuseas, y una angustia terrible. Pensé en Winkie, en el teniente Brooks, en sus hombres que estarían en el funeral…, en Rimmer y sus pistoleros, aunque éstos maldito si me importaban mayormente.

—¡Un teléfono! —grité, arrastrando al guardia lejos del mortal atropello—. ¡Hay que llamar a esa maldita funeraria…!

—Pero…

—¿No lo comprendió? Hay una carga de explosivos allí…, los hará pedazos a todos…

—¿Una bomba?

Habla una cabina telefónica un poco más abajo. Corrimos hacia ella, tropezando con la gente que se precipitaba hacia donde el coche había hecho justicia.

Al llegar a la cabina recordé que no sabía el teléfono del negocio de Schwartz, ni había ninguna guía a mano. Sentí todo el dolor del mundo dentro de mí.

El guardia estaba aturdido. Le empujé hacia la esquina.

—¡Necesitamos un coche! —bramé—. Como sea…

—No tenemos ninguno a mano…

Había un Cadillac reluciente parado allí, con un hombre de cabellos grises sentado ante el volante, esperando a alguien.

Abrí la portezuela, alargué la mano y le arranqué del asiento de un tirón, tirándolo sobre la acera.

Empezó a gritar. El policía titubeó.

Le dejé allí y salí como un cohete, con el acelerador hundido hasta el fondo.

Sorteé los obstáculos confiando en la suerte, porque era imposible dominar el bólido por reflejos. Creo que ese día nací siete veces y provoqué otros tantos ataques cardíacos.

Pero llegué ante el Feliz Descanso, y las paredes estaban intactas y el techo donde debía estar.

Me precipité dentro. Winkie me vio y se levantó de un salto. La expresión de mi cara debía ser lo más parecida a la de un demente.

—¡Al! —chilló—. ¿Qué te han hecho, qué…?

—¡Corre, fuera de aquí! Vete a la calle antes de que esto vuele por los aires. ¿Dónde están todos?

—En la capilla…

—¡Corre o morirás!

Echó a correr sin pedir más explicaciones. Eso resultó un alivio para mí.

Irrumpí en la capilla gritando como jamás lo había hecho. Causé sensación, eso seguro. Brooks me sujetó por los brazos, zarandeándome.

—¡Sanger! —rugió—. ¿Qué ha pasado, maldita sea?

Yo apenas tenía aliento:

—¡Una bomba! —estallé al fin—. ¡Cotten pensó acabar con Rimmer y toda su gente…!

—¿Qué?

—¡Fuera de aquí!

—¡Hay que encontrarla!

—¡Está a punto de estallar…!

—Así y todo… ¡Fuera todo el mundo menos mis agentes! Y tú también, Sanger —ordenó, tuteándome por primera vez.

—¡Vas a suicidarte, Brooks!

—Veremos…

Le sacudí en el mentón con toda mi fuerza, que no era mucha. Pero se tambaleó, dándome tiempo a hundirle el puño bajo el corazón, con lo que se dobló y quedó inerte.

Le saqué el revólver de la funda axilar y amenacé con él a sus propios hombres, que venían belicosamente hacia mí:

—¡Cárguenlo y fuera de aquí! —dije a gritos—. ¡Condenación, háganlo o empiezo a disparar!

Rimmer corría ya hacia la salida y eso marcó la desbandada general. Sus esbirros le siguieron al trote y los detectives hicieron lo mismo, llevándose a Brooks.

Schwartz estaba igual que petrificado. Le empujé delante de mí hasta la acera y allí seguí llevándolo por delante hacia los que se alejaban, ya en el otro lado de la calle.

Aún pude ver al teniente que se sostenía en pie entre dos de sus hombres. En aquel instante se desprendió y empezó a cruzar la calle hacia mí.

No avanzó mucho. El estampido nos levantó del suelo, levantó todo el tejado de una pieza y luego lo desmenuzó, esparciendo cascotes en todas direcciones. Las paredes se convirtieron en mortífera lluvia y de la funeraria no quedó mucho que digamos.

Claro que todo eso sólo lo vi de refilón, porque estaba dando vueltas por el asfalto impulsado por la onda expansiva del tremendo explosivo.

Ni siquiera me había dado tiempo de cruzar la calle. De haber perdido unos segundos más se hubiera producido una auténtica carnicería.

Cuando me levanté seguían cayendo cascotes por todas partes.

Brooks llegó junto a mí. Pensé que iba a sacudirme un buen puñetazo en la nariz…

En lugar de eso, sin voz, estrechó mi mano y la sacudió como si quisiera arrancármela, junto con el brazo, de cuajo. Nunca le había visto tan emocionado.

Después, fueron los brazos de Winkie los que se cerraron en torno a mí y todo volvió a su lugar y supe que la siguiente noche no habría nada en el mundo que pudiera turbar nuestra paz.

Ella lo supo también al leer en mis ojos y musitó:

—Sí, Al…, a la noche.

Las cosas comenzaban a volver cada una a su lugar.