CAPÍTULO V

No lo averigüé durante la comida, que en realidad fue una simple «toma de contacto».

Todo quedó después más o menos como estaba antes de encontrarnos para comer, sólo que quedaron establecidos los lazos necesarios para una cena que prometía mucho más.

Así que todo estaba bien aquella tarde, cuando me encaminé a los lugares más sórdidos de la ciudad, envuelto todavía en el influjo magnético de la muchacha, soñando en la próxima noche y en lo que vendría después.

Dejé el coche en un estacionamiento vigilado, con la esperanza de que al regresar a buscarlo no le faltara ninguna rueda. En aquellos barrios había que andar con mucho tiento.

Hice preguntas aquí y allá, interrogué a escurridizos individuos capaces de delatar a su propia abuela a cambio de unas monedas, pero no saqué mucho en limpio…, hasta que encontré a un individuo llamado Sony Kowsky.

Sony me descubrió cuando entré al lóbrego salón de billares. Se encontraba disputando una partida y se limitó a señalarme una mesa con un movimiento casi imperceptible de cabeza, tras lo cual prosiguió su partida sin parecer preocuparse de nada más.

Pedí una cerveza en lata porque en esos tugurios es peligroso aventurarse a beber whisky. Por regla general le sirven a uno una especie de vitriolo capaz de dejarle tieso.

Fumé varios cigarrillos y trasegué tres latas de cerveza antes de que Sony Kowsky terminase su partida. Entonces colgó el taco, discutió unos minutos más con su antagonista, ajustaron cuentas y el otro se largó al fin, con lo que mi hombre vino perezosamente a reunirse conmigo.

—Hola, Sanger —murmuró con voz gangosa—. Hada mucho tiempo que no te veía por aquí.

—¿Cómo te va?

—No puedo quejarme.

—¿Buen negocio?

—Los negocios nunca van como uno quisiera. La policía exige y no paga, ya sabes.

—Pero hace la vista gorda.

—Oh, eso. Todo lo que no sean buenos billetes es basura.

—Yo tengo unos cuantos que andan buscando propietario.

—Han encontrado lo que buscaban —dijo, echándose atrás con la silla.

Hizo señal al mozo y pidió un whisky doble sin agua. Le admiré sólo por eso.

Ni él ni yo hablamos hasta que tuvo el vaso de veneno delante de él. Estuvo mirándolo largamente como si tratara de decidirse a correr el riesgo de beberlo, y finalmente acabó echándoselo al coleto de un solo trago.

Primero se puso rojo. Después, carraspeó, perdió el color y cacareó:

—Esto pega, hermano… Vaya si pega.

—Me pregunto cómo no has reventado ya a estas alturas, Sony.

—Soy un tipo duro.

—Ya…

—Ahora puedes hablar. ¿Qué te duele, Sanger?

—Luigi Tormo.

Parpadeó.

—A él ya no le duele nada. Lo enfriaron.

—Lo sé, leo los periódicos.

—Concreta.

—Alguien le metió cuatro tiros, Sony. ¿Quién?

—¿Eso es lo que piensas pagar con ese dinero que mencionaste?

—Seguro.

—Lástima. Casi lo creía en mi bolsillo.

—No dramatices. No te pregunto el nombre del asesino, pero deben correr rumores al respecto. Tú tienes grandes orejas y unos ojos que no pierden detalle.

—Se dice que fue Rimmer quien ordenó enfriar a Tormo.

—Pero no es cierto.

—No…

—Sigue.

Lo pensó detenidamente. Pidió otro whisky y hasta que lo tuvo delante, no volvió a despegar los labios.

Entonces, murmuró:

—Alguien dijo que vino un tipo de Chicago. Llegó, hizo el trabajo y se fue.

—¿Alguien conocido?

—Nadie lo sabe. Es tan sólo un rumor, pero parece que fue así. Es una táctica vieja y segura.

—¿Lo sabe la policía?

Escupió en el suelo.

—Yo no se lo dije.

Bebió, esta vez despacio, quizá para que el veneno no le «pagara» tan duro.

—Alguien debió pagar al «torpedo», de todos modos —aventuré, pensativo—. Daría hasta cien pavos para saber quién.

—Si yo poseyera esta información valdría mucho más de cien, Sanger.

—Podría subir un poco más en este caso.

—Pero no lo sé —murmuró, descorazonado—. ¿Cuánto crees que vale lo que te he dicho?

—Apenas veinticinco.

Suspiró.

—Hecho. ¿Algo más?

—No lo sé. ¿Qué rumores corren sobre Cotten y su gente?

—Bueno, nadie apuesta por él, si es que entiendes lo que quiero decir. Rimmer está bien agarrado. Cotten saldrá descalabrado.

—¿De cuánta gente dispone?

—Ocho o diez tipos muy rudos. De la vieja escuela todos ellos, pero ha perdido dos, aunque ya debes haber leído los periódicos…

No le dije que yo fui el protagonista de aquel episodio. Me limité a asentir y él añadió:

—Quizá «importe» algunos más. En realidad, creo que ya empezó a llamarlos.

—¿Por qué lo crees?

—Ayer llegó un tipo de Nueva York…, alguien importante, aunque desapareció tan pronto estuvo en la ciudad. Si te interesa y estás dispuesto a pagar, de éste puedo decirte el nombre.

—Me interesa.

—¿Cuánto?

—Bueno, otros veinticinco.

—Sube, maldito usurero —exclamó—. ¿Crees que me arriesgo por deporte?

—Cincuenta. En total, setenta y cinco.

Asintió, aunque lanzó un largo suspiro de resignación porque sabía que no iba a sacarme un centavo más.

—Muy bien. Jim Quinn. Ése es el tipo.

—¿Y dices que es importante?

—Creo que sí. Los muchachos aseguran que no «trabaja» más que dos o tres veces al año, conque tú verás.

—Jim Quinn…, lo recordaré.

Le entregué su dinero, recomendándole:

—Si oyes cualquier cosa referente a esa gente, llámame. Habrá más dinero disponible.

Se embolsó los billetes. Luego murmuró:

—Voy a darte un consejo gratis, Sanger: Apártate de esa gente. Déjalos en paz o te mueres.

—No dramatices.

—Sé lo que me digo. Son pura dinamita todos ellos. Si sabes lo que te conviene les dejarás en paz. No me gustaría perder un cliente —terminó, riendo.

Fui al mostrador y pagué las bebidas. Cuando salí a la calle, Sony Kowsky se había recostado hacia atrás y tenía los ojos cerrados beatíficamente.

Pensé que ahora le tocaba el turno al teniente y me largué en busca del coche.

Afortunadamente no le faltaba ni un tornillo.