CAPÍTULO IV

Tenía un dolor de cabeza espantoso cuando me llamó el teniente, a la mañana siguiente. Soporté sus burlas con respecto al «rapto de Coral», y luego me dijo que no había el menor rastro de Cotten y su gente.

—Quizá el tiroteo de anoche les asustó y han decidido tomarse unas largas vacaciones —acabó, esperanzado.

Colgué, sintiéndome peor a cada momento. Engullí un par de aspirinas con un vaso de agua. No sentía ningún deseo de moverme.

Entonces el teléfono escandalizó nuevamente.

—¿Bueno? —Gruñí—. Aquí Sanger.

—Le habla Schwartz.

—Usted tenía que ser…

—¿Cómo dijo?

—Nada…

—Es respecto a Winkie.

—¿Quién?

—Mi empleada. Oiga, ¿se encuentra usted bien, Sanger?

—La verdad es que no, pero siga, le escucho.

—No vino esta mañana. Llamó por teléfono diciendo que se encontraba mal. ¿Ha averiguado usted algo respecto a ella?

—Todavía no, pero estoy intentándolo. Le informaré tan pronto tenga algo que decirle.

—Bueno, sólo quena que lo supiera. Uno nunca sabe a qué atenerse con esas chicas de ahora…

Y colgó.

De modo que era una mañana de perros.

Pero el hombre me había entregado quinientos dólares y tenía derecho a un poco de actividad.

Abandoné la oficina, rechinando los dientes contra mí mismo.

Después de todo, y mirándolo desde un punto de vista práctico, era más seguro trabajar para el propietario de la funeraria que para mi otro y más importante cliente, el gran Rimmer.

La dirección era una casita pequeña y pulcra, rodeada de una franja de jardín no demasiado bien cuidado, pero en el que debería dar gusto ver correr el tiempo cuando el sol se hundiera tras las montañas.

Justamente lo que yo necesitaba en aquellos momentos, un lugar donde tenderme y dejar pasar el tiempo hasta que el dolor de cabeza se fuera al diablo y me dejara en paz.

Llamé y ella apareció en el umbral, envuelta en una bata ligera que hacía cuanto le era posible para ocultar la exuberancia vital de la muchacha.

Era joven, no más de veinte años seguramente. Y resultaba lo bastante alta como para emparejarse conmigo, y mido uno ochenta y dos. Sus senos libres debajo de la teta peleaban con éxito contra ésta.

Sus grandes ojos, profundos y negros, tenían un brillo ardiente que le hacía pensar a uno en las noches del desierto, en miles de estrellas titilando en la negrura y en los sueños descabellados que todo ello junto podría producir.

—Usted debe ser Winkie —dije.

—Seguro, ¿y usted, quién es?

—Me llamo Sanger, pero todo el mundo me llama Al, ¿sabe?

—Eso no tiene gracia.

—Pero es cierto.

—Bueno, ¿qué es lo que vende?

—Nada, preciosa. Sólo hablo. Y hago que los demás hablen conmigo.

—Si es una broma ha perdido el tiempo. No me impresiona.

Hizo ademán de cerrar la puerta. Introduje el pie y casi me lo aplastó con zapato y todo.

—¡Eh, tómelo con calma! —exclamé—. Trabajo para Schwartz.

Volvió a abrir y me miró con el ceño fruncido.

—Eso es una condenada mentira —estalló—. Nunca le he visto en el negocio.

—Me contrató ayer. ¿Puedo pasar?

—No, a menos de ofrecerme una buena razón.

—Tal vez sea una buena razón decirle que su empleo depende de mí…

—¿Otra de sus bromas?

—¿Puedo pasar o no?

Se apartó a regañadientes.

—Muy bien, pero le advierto que tengo una voz como un clarín. Hágase el fresco y me oirán desde el Golden Gate.

—No lo dudo.

Entré y ella cerró la puerta, diciéndome:

—Antes de que lo pregunte, le diré que estoy sola en casa, pero eso para usted no es ninguna ventaja. No soy una chica asustadiza. Y ahora al grano, señor Sanger.

—Al, ¿recuerda?

—No empiece otra vez.

—¿Puedo sentarme?

Titubeó. Luego, no muy convencida, señaló una butaca y ella tomó asiento en otra, lo bastante alejada de mí como para tener espacio suficiente en que maniobrar si las cosas se ponían difíciles.

—¿Qué es eso de que trabaja para el viejo buitre?

Hizo un gesto de impaciencia. Le sonreí.

—Concretando, le diré que soy detective.

Casi saltó fuera de la butaca.

—¡Maldito sea! —estalló—. Ha contratado un detective sólo para averiguar si yo estaba realmente enferma…

—No fue por eso, pero ya que hablamos del tema, le diré que no parece usted indispuesta en absoluto. Realmente, su aspecto es como el de un millón de dólares.

—Ande y dígaselo al viejo y al diablo con todo. Ya encontraré otro empleo.

Sacudí la cabeza.

—Escuche, primor. No vine aquí a fisgonear si estaba usted o no enferma. Se trata del intento de robo.

—¿De qué?

—¿No estaba usted enterada?

—No sé de qué me habla. En absoluto…

—Alguien violentó la puerta del depósito. Eso fue anteanoche.

Sacudió la cabeza.

—Pero eso es absurdo. ¿Qué podía buscar allí?

—¿No hay dinero?

Casi saltó fuera de la butaca.

—¿Dinero? —rió—. No sea absurdo. El viejo Schwartz no deja un centavo en la oficina ni por equivocación.

—Eso me dijo él. Pero el caso es que alguien saltó la cerradura y entró.

—No lo entiendo…

—¿No se le ocurre qué podían buscar?

—No… Es lo más ridículo que oí en mi vida.

La bata se le había abierto lo suficiente para mostrar una larga y hermosa pierna. Su piel poseía un suave tono dorado hasta mucho más arriba de la rodilla y me pregunté hasta dónde llegaría…

—Si deja de interesarse por mis piernas quizá quiera decirme algo más —me espetó.

Pero su voz no expresaba demasiada indignación después de todo.

—Bueno, reconozca que es un espectáculo atractivo, por decir lo menos.

—¿En estos tiempos de minifaldas y todo eso?

—Precisamente.

Estuvo observándome unos instantes. Al fin, sus labios rojos perdieron su rigidez y esbozó una sonrisa adorable.

—Usted gana, detective —suspiró—. ¿De veras vino sólo por ese absurdo robo?

—No hubo robo. Bueno, la verdad es que debo investigar al personal, pero eso puede esperar.

—Creo que dejaré ese empleo de todos modos —masculló.

Eso no me importaba en absoluto, así que volví a mi tema.

—Intente imaginar una razón por la que alguien quisiera introducirse en el depósito.

Arrugó el ceño, perpleja.

—Bueno, quizá algún tonto creyó que los cadáveres eran colocados en su ataúd cargados con todas sus joyas o algo así.

—Eso no se le ocurriría ni a un retrasado mental.

—Hay gente muy rara, usted sabe.

—Pero no hasta ese extremo. Veámoslo de otro modo. ¿Quién recibe a los visitantes?

—Primero yo. Luego, si se trata de clientes probables, los paso al señor Schwartz.

—Pero usted recibe a todo el que llega al Feliz Descanso…

—Así es.

—¿Recuerda a los que recibió en los últimos días?

—Eso es fácil. No hubo muchos.

—¿Alguno que llamase la atención, no importa por qué causa?

Sacudió la cabeza.

—No…, la mayoría preguntan por las tarifas, los trámites y todas esas cosas.

—¿Los pasó todos a su jefe?

—No, por supuesto que no. Generalmente, de cada cuatro visitantes le paso uno. Los demás, tal como le digo, se interesan por las tarifas, las condiciones de pago y las categorías de los servicios.

—¿Seguro que no hubo ninguno especial, alguien que se interesase por otros detalles?

—No, ya le dije que… Bueno —rectificó de pronto—, excepto uno.

—¿Quién fue ése?

—No dijo su nombre. Empezó por lo de costumbre. Luego habló de que, hace un par de años, una familia amigos suyos, utilizaron los servicios de una firma como la nuestra y dijo que le gustaría saber si había sido el Feliz Descanso.

—¿Eso fue todo?

—Casi todo…, hube de consultar nuestros ficheros para complacerle. Resultó que sí era nuestra firma la que había realizado el servicio. Dijo que pensaba consultar tarifas de otras funerarias y se marchó.

—Eso no nos lleva muy lejos… ¿Recuerda el nombre por el que preguntó el individuo?

—No, era un nombre más bien raro. Y la ficha llevaba la fecha de casi tres años atrás.

—No deja de ser curioso, pero por más que lo pienso no veo que eso pueda tener relación con el asalto.

—Yo no dije que la tuviera, pero usted preguntó.

Asentí con un gesto. No había hecho nada para ocultar su larga y mórbida pierna, por la que dejé resbalar la mirada. Cuando la levanté tropecé con sus ojos.

—Es usted un hombre de ideas fijas, ¿eh? —comentó.

—¿Fijas? Usted me impide concentrarme, eso es todo.

Se echó a reír, levantándose.

—Sólo por eso voy a ofrecerle un trago —dijo—. No es tan peligroso como creí en un principio.

—Sólo deme tiempo.

—Le daré whisky —rió—. ¿Cómo lo quiere?

—Con hielo, si no es demasiada molestia.

Asintió y se fue a la cocina.

Aspiré el suave aroma que quedó flotando en la atmósfera. Era un perfume sutil, casi turbador, que se filtraba dentro de uno de manera enervante.

Cuando regresó lo hizo balanceándose cadenciosamente sobre sus largas piernas. Movía las caderas con el mismo y suave ritmo que una bailarina en la pasarela de un teatro.

Tomé el vaso. Ella bebió un sorbo y suspiró.

—¿Se lo dirá usted al viejo?

—¿Decirle qué?

—Que no estoy enferma.

—¿Después que acaba de sobornarme con su licor?

Sonrió, y puedo jurar que sus labios húmedos y rojos fueron una tentación endiablada.

—Es usted muy amable, Al.

—Ahora recuerda mi nombre, ¿eh?

—Ahora ya no desconfío de usted. ¿Sabe una cosa? Fui al teatro anoche, con dos chicas amigas mías. Esta mañana no tuve fuerzas para abandonar el lecho y telefoneé diciendo que estaba indispuesta.

—Siento tentaciones de someterla a chantaje.

—¿De qué habla, hombre?

—Bueno, o acepta comer conmigo o la delato a su gruñón jefe, añadiendo que usted le calificó de buitre.

—Vaya, empieza a destaparse, ¿eh?

—No puede negarse si quiere conservar el empleo.

Sonrió y volvió a beber. Cruzó las piernas, la bata se deslizó a un lado y el que se sintió chantajeado entonces fui yo.

—He oído decir que la víctima de un chantaje, si paga una vez, ya no se ve libre de la sangría.

—Mi sangría es más bien modesta. Sólo una comida y además, la pagaré yo.

—¿Y la segunda vez?

—Bueno, quizá una cena.

—Naturalmente, habrá una tercera…

—Muy posiblemente.

—Es usted insaciable como chantajista, ¿eh?

—Eso no lo sabrá usted hasta que lo compruebe personalmente.

—Lo comprobaré.

—Entonces, ¿de acuerdo?

Asintió.

—Comeré con usted.

—Y luego cenará también conmigo.

—¿Y luego? —me espetó.

La miré recto a los ojos. Dentro de su negrura brillaban chispas de luz.

—Lo discutiremos después de la cena.

—Muy bien, Al. Será una experiencia nueva. Nunca antes fui chantajeada.

Levantándose, prometí:

—Pasaré a buscarla a las doce y media.

Me pregunté qué pasaría si trataba de besarla como despedida. Lo dejé correr. No valía la pena arriesgarse a estropearlo todo por una precipitación absurda.

Me acompañó a la puerta. Incluso cuando ya hube salido, continué experimentando la misma excitación que en su presencia.

Decididamente, la muchacha tenía «algo».

Y yo estaba decidido a averiguar qué.