CAPÍTULO PRIMERO

Aparté el periódico a un lado, pero los grandes titulares que campeaban en la primera página siguieron allí, hablando a gritos del último asesinato ocurrido en la ciudad.

No era para menos, si uno se detenía a pensarlo, por cuanto la víctima era nada más y nada menos que Luigi Tormo, sobre el que circulaban multitud de historias desde que llegara a la ciudad, apenas dos meses atrás.

Acabé arrojando el diario a la papelera, fastidiado por tanto sensacionalismo.

Justo cuando acababa de hacerlo sonó el teléfono. Lo descolgué, esperanzado, y una voz cascada indagó:

—¿Sanger, es usted Al Sanger?

—Seguro.

—¿El detective Al Sanger?

—Por lo menos, lo era cuando me afeité esta mañana. ¿Qué demonios le pasa, no confía en mi palabra?

—Sólo quería asegurarme. Necesito verle, señor Sanger.

—¿Dónde?

—Aquí, en mi oficina… Verá, estoy solo y no puedo desplazarme para hablar con usted.

—¿De qué se trata?

—Quiero que haga algo por mí. Una investigación, naturalmente.

—Escuche. Acostumbro a seleccionar mis trabajos. Y todavía no sé su nombre ni qué…

—Me llamo Schwartz.

—¿Cómo dijo?

—Schwartz. Si quiere lo deletreo.

—Olvídelo. ¿Cuál es su apuro?

—Realmente, no estoy muy seguro. Pero creo que intentan robar en mi negocio.

Suspiré. Aquello no prometía mucho.

—¿Cuál es su negocio, señor Sch… como se llame?

—Schwartz.

—De acuerdo.

—Soy el propietario del Feliz Descanso.

—¿Qué clase de negocio es éste?

—Pompas fúnebres, señor Sanger. Puedo asegurarle sin exagerar que no hay otra funeraria más confortable que la mía en toda la ciudad. Ningún problema para los clientes, ¿entiende? Todo solucionado por adelantado…

—¡Pare!

Calló, sorprendido. Yo añadí:

—No necesito hacerme el artículo de su negocio. No estoy «tieso» todavía.

—Lo siento, es la costumbre.

—Olvide las malas costumbres. ¿Quiere decir que alguien trata de robar en su funeraria?

—Justamente.

Me eché atrás en el sillón. Aquello tenía las trazas de ser una condenada broma.

—¿Qué diablos pueden robar en un negocio como ése?

—Maldito si lo sé.

—¿Tiene dinero en su despacho?

—Nunca.

—Bueno, pues como no se lleven un fiambre…

—Le ruego más respeto para mis clientes, señor Sanger. ¿No puede venir a mi oficina y…?

—Está bien. Acostumbro aplicar una tarifa de cien dólares diarios más gastos —dije, con la esperanza de que eso le hiciera cambiar de idea.

—Conforme.

Suspiré. No había manera de escabullirse. Y para acabar de remachar el clavo, él añadió:

—Fue el señor Ferguson quien me recomendó su nombre…

—¿Ferguson?

—Sí, señor.

—Le veré en su oficina, señor Sch… wartz, si me da la dirección.

La anoté y colgué el auricular.

Sentí tentaciones de echarme a reír. Era sorprendente que un ladrón sintiera tentaciones de asaltar nada menos que una funeraria…

Levantándome, cerré los cajones de mi escritorio, disponiéndome a acudir a la recomendada funeraria, deseando en mi fuero interno que tardase muchos años en visitar otra en calidad de cliente.

En aquel instante se abrió la puerta y el tipo asomó la cabeza.

Me quedé sin habla. La cabeza era pequeña y con el cabello cortado a cepillo, pero el cuerpo que había debajo de la cabeza era una mole impresionante de músculos y tendones que se adivinaban, incluso a través de la tela de su mal cortado traje marrón.

El tipo dio un vistazo por todo el despacho con sus ojos saltones. Luego, acabó de abrir la puerta y se coló moviéndose como si pisara un cristal demasiado delgado para su mastodóntico peso.

Llevaba la mano derecha dentro del bolsillo y éste abultaba como si dentro de él hubiera un balón de rugby.

—¿Está usted solo? —Gruñó.

Tenía una voz ronca y que sonaba a cascajo.

—¿No lo ve? —dije—. Aún no puedo permitirme el lujo de tener una de esas despampanantes secretarias que salen en la televisión.

Con la mano izquierda señaló con desconfianza, indagando:

—¿Qué hay detrás de esa puerta?

—El lavabo.

—Ábrala.

—Oiga…

—¡Ábrala!

La mano que tenía oculta en el bolsillo hizo un brusco movimiento. Decididamente, no era un balón lo que empuñaba.

Así que me levanté y abrí la puerta en cuestión, demostrándole que no había mentido.

Okay… Vuelva a sentarse.

Regresé a mi sillón. Sólo entonces, el gorila ladró:

—¡Puede pasar, patrón!

Otro hombre apareció en el umbral. Éste era delgado, alto, elegante y sofisticado. Contuve una maldición porque yo le conocía muy bien a través de la que los periódicos habían dicho de él a lo largo de muchos años.

El tipo sonrió, avanzando con seguridad.

—Usted es Sanger, ¿eh? —dijo.

Su voz, en contraste con la de su matón, era culta y bien modulada.

—Eso creo. ¿A qué obedece toda esa representación?

—Soy un tipo muy precavido. Gracias a eso, sigo estando vivo. Me llamo Rimmer.

—Andy Rimmer. He visto su foto en los periódicos muchas veces.

—Ajá, eso aclara las posiciones.

Acercó una butaca y se dejó caer sentado en ella como si fuera el propietario del negocio. Sacó una cigarrera de oro, eligió cuidadosamente un cigarrillo y sólo cuando lo hubo hecho me ofreció.

—Son buenos —afirmó—. Fabricados especialmente para mí.

Tomé uno. Llevaba sus iniciales estampadas en oro. Las mismas iniciales que campeaban escandalosamente en su solapa, en un pequeño y caro anagrama, también de oro.

Me pregunté si llevaría también las iniciales de su nombre estampadas en su ropa interior.

Encendimos los cigarrillos y él exhaló una nube de humo antes de hablar.

Entonces, dijo:

—He venido a contratarle, Sanger.

—No me hace ningún favor.

—¿Qué infiernos quiere decir con eso?

—No es saludable trabajar para gentes como usted, Rimmer.

—Bueno, son puntos de vista nada más. ¿Cuál es su tarifa?

—Cien diarios más los gastos.

—La doblo —dijo plácidamente.

—¿Cree que está jugando al póquer?

—Doscientos al día, más gastos… y diez mil si tiene éxito.

Me enderecé en el sillón.

—¿Dijo diez mil? —balbuceé.

—Seguro.

—¿No tiene usted bastantes pistoleros en su nómina para esos trabajos?

—¿Qué trabajos?

—Despachar a alguien.

Rió suavemente, como si hubiera escuchado un chiste medianamente divertido.

—No diga tonterías, Sanger. Hace muchos años que dejé de lado esas tácticas. Mi gente se ocupa de mis negocios, pero con los dedos lejos de los gatillos.

—Eso es lo que usted dice.

—Mire, entrando en materia, me he decidido por usted porque últimamente los periódicos han aventado algunas de sus investigaciones. Según los ensucia cuartillas, usted protegió a sus clientes, se enfrentó incluso con la policía y obtuvo éxitos resonantes.

—Y todo eso por cien pavos al día.

—Sí, ya lo dijo antes.

—¿Qué es lo que espera que yo haga por usted a cambio de todo ese dinero?

—Encontrar un asesino.

—Olvídelo. Ése no es mi juego.

Me miró y algo que chispeó en sus ojos extrañamente claros me produjo el mismo efecto que si acabaran de deslizarme un pedazo de hielo por la espalda.

—Recuerde los diez mil al final —murmuró—. De cualquier modo, va a trabajar para mí. Ya sabe que puedo crearle muchas dificultades en esta ciudad si me lo propongo.

—No me amenace, Rimmer, o se encontrará las narices en la nuca, a pesar de su hipopótamo amaestrado.

Enseñó los dientes en una sonrisa que no lo era.

—No gallee conmigo —dijo con calma—. ¿Ha leído los periódicos?

—Seguro. Están en la papelera todavía.

—¿Incluso lo de Luigi Tormo?

—Incluso.

Suspiró, saboreando el cigarrillo. Hice lo mismo, reconociendo que era un tabaco inmejorable.

Di un vistazo al gorila. Estaba plantado junto a la puerta, inmóvil, la mirada perdida en alguna visión ignorada y no precisamente alegre, a juzgar por su expresión.

—Hagamos historia —dijo Rimmer, de pronto—. Usted sabe quién soy y lo que he sido, de modo que no necesitamos engañarnos el uno al otro. También debe estar enterado de que hace poco tiempo un individuo llamado Tino Cotten se ha establecido en la ciudad pretendiendo implantar unos métodos olvidados desde los tiempos de Chicago.

—Lo sé. Y creo que la policía también está enterada.

—Los polizontes son lentos, y generalmente dejan su trabajo sin terminar.

—En eso estamos de acuerdo.

Me miró otra vez de mala manera, pero no hizo comentario alguno.

—Bueno, ese fulano a quien han matado, Luigi Tormo, era el brazo derecho de Tino Cotten.

—También lo sé.

—Sí, claro… Bien, usted no ignora que desde hace años no hay violencias en nuestra ciudad. Todo funciona a la perfección sin necesidad de recurrir a las pistolas. Cotten es un tipo medio salvaje, y pretende pisarme el terreno. El asesinato de su lugarteniente me lo achacará a mí sin la menor duda, como pretexto para iniciar las hostilidades. ¿Entiende?

Asentí con un gesto. Aquello apestaba por todas partes, pero con tipos como Rimmer había que andar con pies de plomo, de modo que le dejé seguir sin despegar los labios.

—Quiero evitarlo —dijo, y su voz fue más tensa—. No puedo permitir que ese maldito idiota eche por tierra todo mi trabajo de estos años, siembre la discordia y organice una batalla campal un día sí y otro también.

—Concretamente. Rimmer —le atajé—. ¿Qué espera que yo haga?

—Buscar al asesino de Luigi Tormo, o por lo menos demostrar que yo no tuve nada que ver con su muerte.

—Usted está loco, amigo.

—¿Por qué?

—Éste no es un caso como otro cualquiera. La policía me barrerá del mapa en cuanto huela que meto la nariz en semejante estercolero. Además, no creo que Cotten se esté quieto cuando advierta mi intervención en el asunto.

—Eso le corresponde a usted evitarlo. Yo me limito a pagarle.

—Maldito si tiene gracia. ¿Le gustaría pagarme un funeral de lujo?

—¿Tiene miedo, Sanger?

—¿Usted qué cree?

—Lo tiene —rió—. Pero trabajará para mí.

Echó mano al bolsillo y sacó un fajo de billetes que quitaba el aliento. Contó un montón y los arrojó sobre la mesa.

—Acostumbro a pagar bien a quien me sirve bien, Sanger. Pero también pego duro si tratan de engañarme. Aquí tiene un anticipo… de cinco mil.

Miré el montón de dinero y por primera vez en mi vida no sentí ningún deseo de tomarlo.

—Sigo creyendo que eso no dará resultado, Rimmer.

—Eso es solamente una opinión —rezongó—. Usted encuentre al fulano que mató a Tormo y tendrá otros cinco mil, más sus honorarios. Podrá tomarse después unas largas vacaciones.

—En el cementerio.

Se echó a reír, levantándose. Su gorila amaestrado se enderezó, alerta como de costumbre.

—Supongamos que fracaso —dije—. En un caso como éste, es lo más probable. ¿Qué ocurrirá entonces?

Lo pensó detenidamente.

—No me gustaría —gruñó—. Yo siempre obtengo lo que roe propongo.

—¿Si?

—Tendría usted que convencerme de que hizo cuanto pudo, Sanger. Soy difícil de contentar, usted sabe.

—Ya veo.

Hizo una seña al matón y éste abrió la puerta, asomándose fuera hasta quedar convencido de que en la sala de espera no había nadie.

Entonces le solté:

—Una cosa más, Rimmer… Si la policía mete las narices en mi actividad, no espere que mantenga la boca cerrada. No en este asunto.

Se encogió de hombros, con lo que no dejó de sorprenderme.

—Lo comprendo —dijo placenteramente—. Yo estoy en la otra acera con respecto a sus otros clientes. ¿Es eso lo que quiere decir?

—Poco más o menos.

—Está bien. Pero recuerde que trabaja para mí y que quiero resultados.

Salió y cerró la puerta.

Me quedé allí, mirando el fajo de billetes con cierta melancolía. Pensé en mi otro cliente en potencia y se me ocurrió que si las cosas iban mal, muy bien podría servir ese dinero para pagar un ingreso en el Feliz Descanso…

Acabé por tomar el dinero y guardarlo en mi caja fuerte. Después, y tras pensarlo un poco, saqué el arnés de la pistola y me lo coloqué bajo la axila. Tras esto, inspeccioné detenidamente mi pesada Magnum, asegurándome que funcionaba a la perfección.

Con gentes como Rimmer y Cotten alrededor, lo mejor que podía uno esperar era una racha de tiros en el momento menos pensado, de modo que me juré a mí mismo que no sería el último en hacer fuego si se presentaba la ocasión.

Abandoné el despacho dispuesto a ver al otro cliente en potencia. Después de todo, si la suerte me volviera la espalda, no parecía descabellado estar en buenas relaciones con el propietario de una funeraria.

* * *

El hombre era lo más parecido a un pájaro que yo había visto en mi vida.

Delgado y pequeño, sus facciones eran afiladas, de ojos saltones y nariz delgada y ganchuda. Si su nombre era difícil, su aspecto resultaba casi cómico.

Vestía de oscuro, camisa blanca y corbata de seda negra. Tenía las manos largas y blancas, acusando con ello su temperamento nervioso.

—Le agradezco que haya venido, señor Sanger —cacareó tan pronto me hube presentado—. Estoy asustado, muy asustado.

—Cualquiera creería que un hombre que hace su trabajo no se asusta de nada.

Me miró para asegurarse de que hablaba en serio.

—Bueno, jamás he sentido ningún miedo de los muertos, ¿entiende lo que quiero decir? Son los vivos precisamente los que me asustan.

—Ya veo. Hábleme de ese intento de robo, o lo que sea que le hizo llamarme.

—Bueno, no estoy seguro de que lo sea. Pero anoche violentaron la puerta del depósito, en la parte trasera del edificio. ¿Comprende? Alguien hizo saltar la cerradura.

—¿Se llevaron algo?

—No. En realidad, no había nada que pudieran llevarse.

—Entonces, ¿dónde está el problema?

—¿No se da cuenta? Los ladrones no cometen equivocaciones al elegir el lugar de su golpe. Si entraron en mi establecimiento fue por algo determinado y pueden volver, puesto que no tocaron absolutamente nada. Pero sí se tomaron el trabajo de violentar la cerradura, y le aseguro que era de modelo muy complicado y seguro.

—¿Avisó a la policía?

—¿Hubiera servido de algo? Se habrían reído de mí.

Convine que eso era lo más seguro. Los policías trabajan con hechos concretos, o por lo menos con posibilidades que ofrezcan garantía, y ese intento en la funeraria era tan absurdo que nadie podía tomárselo en serio…, a menos que le pagaran para ello. Y ése era precisamente mi caso.

—¿Qué espera que yo haga? —dije—. No puedo quedarme aquí de modo permanente esperando que el ladrón lo intente otra vez para echarle el guante.

—No, claro que no. Ni siquiera se me ocurrió eso. Pero no me ha dejado exponerle todo lo que pienso, señor Sanger. Yo tengo dos empleados, ¿sabe usted?

—¿Cree que alguno de ellos es el autor de…?

—No lo sé. Quiero que investigue acerca de ellos. Especialmente alrededor de Pete Yuil. Ese muchacho no me gusta. Le creo capaz de cualquier cosa.

—¿Por qué?

—Es sólo una impresión, si es que comprende lo que quiero decir. Gasta más dinero del que gana, por lo menos, del que gana aquí. Lleva una vida desordenada y en el trabajo es más bien taciturno, si es que entiende lo que quiero decir.

Esa muletilla final estaba poniéndome nervioso, pero me contuve esperando más explicaciones.

—Últimamente, incluso se ha vuelto descuidado en su cometido, y cuando le he llamado la atención se ha permitido responderme con desfachatez, cosa que nunca había sucedido. Investigue y si encuentra algo sospechoso, infórmeme y le despediré.

—¿Quién es el otro?

—Una chica. Winkie Lewis. Se ocupa de la administración únicamente en el despacho. Es eficiente, hay que reconocerlo, pero durante las horas de trabajo recibe demasiadas llamadas sospechosas.

Empecé a pensar que el hombre estaba viendo fantasmas donde no los había. Pero den dólares diarios más los gastos le permitían eso y algunas cosas más.

—De acuerdo —accedí—. Déme sus direcciones y trataré de hacerlo lo mejor que pueda, aunque déjeme anticiparle que lo más probable es que no haya nada sospechoso en ninguno de los dos. En cuanto a esa violación de cerradura, tampoco parece que sea obra de sus empleados. ¿No hubieran podido disponer de una llave, de haber querido entrar por la noche?

—Imposible. Yo guardo personalmente todas las llaves.

—Comprendo. Bien, le informaré regularmente.

—Tengo entendido que ustedes, los investigadores privados, acostumbran a cobrar un anticipo, ¿no es así?

—En efecto.

Asintió, y al mover la cabeza se me antojó más que nunca un pájaro que no encontrase su nido.

Me dio quinientos dólares, y a juzgar por su expresión atormentada, lo hizo tan a gusto como dejarse arrancar toda la dentadura.

Cuando salí del lujoso establecimiento, había cerrado la noche.

Tenía dinero en el bolsillo, dos trabajos en cartera y malditas las ganas de amargarme la noche empezando ninguno de ellos, así es que enfilé el coche hacia mi apartamento.

Tomé una ducha, cambié mis ropas y volví a la calle, sintiéndome poco menos que dueño de medio mundo.

Cené en Tommy’s, dejando resbalar el tiempo, y luego pensé en Coral, en sus labios y en lo que atesoraba bajo sus vestidos de fantasía y salí zumbando.

* * *

Estaba cantando cuando llegué al Golden Queen. El local estaba lleno a reventar, y sin embargo, reinaba un silencio casi religioso en toda aquella masa.

Únicamente, su voz sensual, un poco ronca, insinuante de mil promesas, flotaba como un hechizo produciendo escalofríos.

Llegué hasta el mostrador y el mozo me sirvió sin esperar orden alguna. Cuando depositó cuidadosamente el largo vaso empañado por el hielo frente a mí, musitó:

—Esta noche está sensacional, señor Sanger. Esta chica vale su peso en oro.

—Seguro.

La miré mientras desgranaba su canto al amor y al placer. Era alta y desde cualquier lugar que se la mirase había mucho que ver.

Tenía una cintura inverosímil, que resaltaba la suave redondez de sus caderas. Su busto era agresivo y con el vestido de lamé dorado que llevaba no había que martirizar la imaginación tratando de saber si había trampa allá abajo. El escote en V le llegaba a la cintura, de modo que hubiera sido muy difícil disimular cualquier artilugio destinado a poner de manifiesto la pujanza de sus senos.

Poseía un rostro en el que la experiencia no había dejado huella. Semejaba el de una niña que hubiera crecido demasiado aprisa, con grandes ojos de un verde hipnótico, profundos y curiosos. Los labios eran como uno espera que sean los de la mujer que ha soñado desde la adolescencia, sólo que mucho más tentadores.

Y sus largos cabellos rubios, cayéndole sobre los hombros, desafiaban todas las tendencias de las modas que iban sucediéndose.

Terminó su canción y el estallido de aplausos hizo temblar las lámparas. Aposté conmigo mismo a que cada uno de aquellos papanatas estaba seguro de que las ardientes frases pronunciadas por ella le iban dedicadas personalmente.

Esperé hasta apurar el whisky, mientras ella evolucionaba, despidiéndose. A cada movimiento, la falda de pesado lame se abría de arriba abajo, dejando al descubierto su soberbia y mórbida pierna, tan perfecta que hubiera envidiado cualquier fotógrafo publicitario.

Después, desapareció y yo terminé mi whisky. Algunas parejas salieron a la pista y danzaron sin demasiado entusiasmo, quizá porque todavía era pronto.

Dejé unas monedas sobre el mostrador y me encaminé a la portezuela que comunicaba con los camerinos. El de Coral era el último del pasillo que había más allá del local.

Llamé con los nudillos. Su voz sonó clara al otro lado de la puerta.

—¿Quién?

—¿A quién esperas, primor?

—¡Al!

Empujé la puerta y entré, cerrándola a mis espaldas.

Se había despojado del espectacular atuendo artístico y sólo llevaba una especie de bikini burbujeante de encajes. Su cuerpo era una filigrana dorada por el sol, tan hermoso, que daba vértigo.

—Nena, si es así como recibes a tus visitantes, no me sorprenderá saber que cualquier noche se ha incendiado el local. Deja que recobre el aliento.

—Ven aquí, Al.

Fui, naturalmente.

Sus labios tenían toda la experiencia del mundo, pero no me ayudaron a recobrar el aliento, todo lo contrario.

Cuando los apartó vi el abismo de sus ojos tan cerca de los míos, que sentí tentaciones de caer en él.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste aquí? —me espetó, dejando que sus cabellos sedosos cosquillearan mi mejilla.

—Lo olvidé, querida.

—Pensé que también te habías olvidado de mí.

—Para eso tendrían que hacerme un lavado de cerebro. ¿Has terminado por esta noche?

—He de actuar otra vez. ¿Estás dispuesto a sacarme de aquí, Al, querido?

—¿A qué diablos crees que he venido?

Sonrió. Sus labios rozaron los míos, pero esquivaron cuando intenté aprisionarlos.

—Poco a poco, cariño —runruneó—. No seas ansioso. La noche sólo ha empezado.

Suspiré.

—Okay.

La aparté de mí para poder admirarla de cuerpo entero. En mi vida había visto una mujer semejante.

Retrocedió despacio, mirándome con chispitas doradas en el fondo de sus pupilas.

—Creo que será mejor que me vista —rió—. No me gusta la manera cómo me miras…, como si fueras a atacarme de un momento a otro.

—Estaba calibrando mis posibilidades —confesé.

—Olvídalo.

Tomó un vestido azul y se enfundó en él, no sin ciertas dificultades. Se lo ajustó, me pidió que le subiera el cierre automático de la espalda y tras esto señaló la puerta.

—Vamos a beber algo, querido.

La llevé a una de las mesas. Muchas cabezas se volvieron a mirarla de cerca. Las mismas miradas se volvieron agresivas al mirarme a mí.

Mientras el camarero se alejaba en busca de nuestro pedido, ella me espetó:

—Bueno, ya puedes soltarlo, amor.

—¿Qué?

—Lo que te preocupa.

—Maldito si sé de qué me hablas.

Sonrió. Sus labios volvieron a realizar diabluras con mi presión arterial.

—No me engañas, querido —dijo, suavemente—. Te conozco bien.

—¿Cómo puedes ser tan suspicaz? Vine a verte a ti, lo creas o no.

—Bueno, pero además piensas aprovechar el tiempo como de costumbre.

Me eché atrás en el asiento, mirándola, cosa que resultaba un auténtico placer para los ojos.

—Digamos más bien que tengo un par de temas de conversación determinados para esta noche.

Suspiró.

—Lo sabía. Puedo leer en ti como en un libro abierto.

—No lo creo. Si eso fuera cierto, te ruborizarías.

—¿A estas alturas?

El camarero trajo nuestras bebidas y eso marcó una pausa.

Bebimos, teniendo como fondo la música de la orquesta.

Después, ella apoyó los codos sobre la mesa acercando su cara a la mía.

—Terminemos pronto con esos temas que traes entre ceja y ceja, y luego hablaremos del mejor modo de emplear la noche, Al. ¿Sí?

—De acuerdo. Primer tema: Andy Rimmer.

Enarcó las cejas.

—¿Qué pasa con él?

—Vino a verme. En cierta forma, estoy trabajando para tu patrón.

—No lo entiendo. ¿Por qué vienes a contármelo a mí? Rimmer es el propietario de este negocio, como de otros muchos. Paga bien y tengo un buen contrato. ¿Qué más quieres que te diga?

—No necesito que me hables de él, nena. Conozco todo lo que hay que saber acerca del elegante Rimmer. Pero desde hace un par de meses está teniendo dificultades. ¿Qué sabes de eso?

Se encogió de hombros.

—Lo que todo el mundo. Un tipo llamado Tino Cotten pretende meterse en su terreno, especialmente en la industria del espectáculo y la diversión.

—Ajá. ¿Conoces a Cotten?

—Estuvo aquí un par de noches. Le acompañaban cinco o seis rufianes de la peor calaña. Vino en plan de desafío, ¿comprendes?

—Seguro. Demostró que no le temía a meterse en la boca del lobo, incluso en el mismo terreno de éste. ¿Qué pasó?

—Nada. Estuvieron bebiendo, se negaron a pagar y luego se fueron. No hubo escándalo ninguno. Rimmer ordenó que se les controlara, pero sin armar gresca.

—¿Estaba Rimmer aquí?

—En su despacho.

—Ya veo. ¿Cuándo estuvieron aquí por última vez?

—Hace dos o tres noches…

—¿Cuántas noches?

—Tres —aseguró después de pensarlo.

—Segundo tema —dije—. ¿Has leído los periódicos?

—Claro.

—¿Viste la noticia del asesinato de Luigi Tormo?

Asintió con un gesto.

Yo añadí:

—Era la mano derecha de Cotten.

—Lo sé.

—Y le mataron anteanoche.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada, es sólo un comentario. ¿Se enfureció Rimmer en esas visitas de su rival?

—Bueno, digamos que no se sentía muy feliz.

—Se me ocurre que a tu patrón se le ha planteado un buen problema. Si Cotten le declara la guerra, la policía intervendrá y vayan como vayan las cosas, nada volverá a ser como hasta ahora. Todo su imperio se irá al infierno.

—Rimmer es poderoso, Al. Y tiene tantos o más pistoleros que pueda tener Cotten. Éste necesitaría un ejército para poder vencerle por la violencia. Además, yo creo que la policía prefiere a Rimmer en la ciudad. No les crea problemas, y es gracias a él que el bajo mundo se mantiene quieto. En cierto modo, Rimmer contribuye a que el trabajo de los polizontes sea más fácil.

—Lo sé, y es una situación endiablada. La ley protegiendo a un gángster, a sabiendas de que lo es.

—Mira, querido. Si no fuera Rimmer quien controlara el vicio, serían otros y lo harían por los viejos sistemas de violencia, corrupción y todo lo demás, porque no puedes pretender que ese estado de cosas sea eliminado de un plumazo.

—Por supuesto que no. Se necesitan otros medios para acabar con toda esa basura.

—Empiezas a preocuparme, querido. Cualquiera creería oyéndote que te propones, tú solo, limpiar la ciudad…

—¿Crees que estoy loco? Además, ya te dije que trabajaba para Rimmer…, en cierta forma.

Estuvo mirándome un buen rato, dubitativa. Después susurró:

—Si has terminado los temas preconcebidos, quizá podamos hablar ahora de nosotros dos.

—Puede ser interesante. ¿Por dónde empezamos?

Sonrió.

—Por donde terminamos la última vez. Recuerda que habíamos quedado citados en mi apartamento, sólo que tú no te presentaste.

—Ya te dije lo que sucedió.

—Bueno, esperemos que esta noche no se repita.

—¿Quieres decir que me invitas a tomar un trago en tu casa?

—A menos que prefieras beber en una cantina cualquiera.

—Olvídalo. ¿A qué hora?

—Tan pronto termine mi actuación…, dentro de veinte minutos.

Asentí. La cosa no podía complacerme más.

Entonces la vi ponerse tensa y mirar por encima de mi hombro. Antes de que pudiera volverme, ella susurró:

—O mucho me equivoco o tendrás ocasión de conocer personalmente al gran Cotten…

Ladee la cabeza, interesado. Bajo el arco de la entrada habían aparecido cuatro individuos, que a juzgar por su aspecto, eran descendientes directos del pitecantropus.

Atrás, cuadrados, rígidos, con las manos en los bolsillos, estudiaban la concurrencia con sus ojos de pescado.

—¿Cuál es Cotten? —pregunté sin dejar de observarlos.

—Cotten no está entre esos ejemplares —musitó la muchacha, inquieta—. Pero ésa es su gente. Por lo menos, dos de ellos vinieron con él la última vez que estuvo aquí.

—¿Sabes si Rimmer está en su despacho?

—No vino esta noche.

—¿Y sus matones?

—Sólo hay uno. El encargado de mantener el orden en el local.

—Presumo que va a tener que ganarse el sueldo duramente esta noche.

Los cuatro tipos avanzaron al fin. Apenas habían dado tres pasos, cuando dos más apartaron los cortinajes de terciopelo y se quedaron allí, cubriendo la salida.

Los cuatro tomaron distintas direcciones, colocándose de modo que pudieran dominar todo el local. La música se extinguió y las parejas comenzaron a regresar a sus mesas.

Me levanté.

—Larguémonos de aquí, nena. ¿Hay una salida trasera?

—Al final del pasillo de los camerinos, pero…

—Entonces, vamos. Esto no me gusta nada. Esos tipos vienen en plan de batalla.

Sorteamos las mesas en busca de la portezuela que había a un lado del pequeño escenario. Estábamos a mitad de camino cuando un vozarrón ladró:

—¡Atención todo el mundo, silencio!

Las conversaciones se extinguieron y creo que hubo quien incluso contuvo la respiración.

Al volvernos, vimos que ahora los seis individuos tenían las pistolas en las manos.

—¡Rápido, pequeña!

Empujé a Coral ante mí, pero de nuevo aquella voz retumbó:

—¡Tienen dos minutos para abandonar esta pocilga! Y si alguien tiene la idea de acercarse a un teléfono, mejor será que llame a un enterrador. ¡Dos minutos!

Se inició una desbandada general hacia la salida. Nadie precisó de más aclaraciones. Las pistolas eran un argumento endiabladamente convincente.

Coral susurró:

—¿Qué crees que se proponen hacer?

—Cualquiera sabe. Destruir el local probablemente… o llevarse la recaudación. Vámonos.

Conseguimos llegar hasta la puerta de los camerinos. En aquel momento, uno de los gorilas apareció junto a nosotros como si hubiera brotado del suelo, y cacareó:

—¡Eh, no tengan prisa, palomos!

Nos detuvimos. Su pistola era una «45» automática y la sostenía descuidadamente.

—Tú eres la nena que canta, ¿no? —Mugió el tipo—. Hay instrucciones adicionales respecto a ti, encanto. Vamos, te llevaré fuera.

Alargó la zarpa, apresando el brazo de Coral, que trató de retroceder sin conseguirlo.

Yo dije:

—Suéltala, compañero. Esta chica me pertenece.

—¡No me digas! ¿Quieres que te entierren? —Lo creas o no, estoy trabajando para una funeraria, de modo que la cosa no ofrecería muchas dificultades. ¡Suéltala!

Achicó los ojos.

—¿No me oíste? —Ladró—. Lárgate mientras puedas. Esta nena se viene con nosotros, después que hayamos hecho polvo todo esto.

Apenas quedaba nadie en la sala. Los últimos clientes se apelotonaban en la salida, vigilados por los pistoleros. Los camareros habían desaparecido y aquellos seis gorilas eran los amos del cotarro.

Coral murmuró:

—No hagas nada, Al… No quiero que te hagan daño…

El pistolero me hurgó el estómago con su «45».

—Ése es un buen consejo, pichón. Lárgate de una maldita vez.

Yo no tenía la más mínima idea de lo que se proponían hacer con Coral, pero sí estaba seguro de que no les permitiría llevársela.

—Está bien —dije—. No se puede discutir con una pistola.

—Ajá, no eres tan estúpido como pareces…

El tipo rió entre dientes y tiró de la muchacha. Di un vistazo a los demás. Dos se habían colocado al otro lado del mostrador y estaban bebiendo directamente de sendas botellas. Los demás controlaban a los últimos clientes que cruzaban el arco de entrada.

Di dos pasos muy cerca del matón y la chica, como si me dispusiera a encaminarme también a la salida.

Entonces giré como un rayo y le golpeé. Lo hice con toda la ira de que era capaz, alcanzándole en la yugular con el borde de la mano.

El tipo boqueó cuando caía de espaldas. Antes de que tocara el suelo, yo ya tenía mi fiel Magnum en la mano y empujé a la muchacha hacia la portezuela.

—¡Corre! —grité—. ¡Corre o nunca saldremos de aquí!

Salté hacia atrás en el instante en que uno de los pistoleros me mandaba un balazo.

Le respondí sin preocuparme de apuntar. Crucé la puerta y corrí en pos de mi chica, oyendo los gritos de los gangsters allá atrás.

—¡Sal fuera y espérame!

Me obedeció y la vi desaparecer por el recodo del fondo.

Entonces me detuve rechinando los dientes. No tardaron en aparecer. Tres de ellos se precipitaron por la puerta como toros enfurecidos.

Les detuve con un balazo que clavó al primero contra sus compinches. Hubo un buen barullo mientras intentaban quitárselo de encima, pero yo seguía allí y mi Magnum tronó una y otra vez, estremeciendo las paredes.

Dos de ellos quedaron allí. El tercero, herido, logró retroceder, desapareciendo por donde había entrado al pasillo.

Eché a correr. La puerta que daba al callejón lateral estaba abierta y fuera estaba oscuro. Salí y miré arriba y abajo. No pude ver ni rastro de la muchacha.

—¡Coral! —grité lleno de angustia.

No obtuve respuesta.

Volví atrás, pensando que quizá se había entretenido en su camerino para recoger cualquier cosa.

Más el camerino estaba vacío.

Cuando lo abandoné, una bala levantó astillas de la puerta a dos pulgadas de mi cabeza.

Me dejé caer de bruces, maldiciendo en todos los tonos.

Sólo había dos tipos parapetados detrás de los cuerpos de sus compinches muertos. Retrocedí por el pasillo. Si podía alcanzar el recodo estaba salvado.

Disparé, no obstante, sólo para mantenerlos aplastados contra el suelo.

Cuando volví a salir al callejón emprendí la carrera más desesperada de mi vida, seguro que no tardarían en tratar de cazarme.

Así fue. Sonaron los primeros disparos cuando estaba a punto de alcanzar la calle Fremont, iluminada y llena de gente. Pero a aquellos fulanos no parecía importarles en absoluto sembrar la alarma en toda la ciudad.

Una bala me desganó la chaqueta y noté el tirón. Eso puso alas a mis pies, y cuando desemboqué en la acera, todo el mundo corría con tanto entusiasmo como yo mismo.

Oí los silbatos de los policías de ronda, y una sirena en alguna parte. Pero para entonces, yo estaba confortablemente rodeado de asustados ciudadanos que ponían tierra de por medio entre ellos y el escenario de la batalla y respiré, aliviado.

Por lo menos, los «torpedos» de Tino Cotten no tendrían tiempo de hacer trizas el local de Rimmer.

Pero se habían llevado a Coral.

Habían capturado a mi chica sin la menor duda, porque ella nunca hubiera huido sin esperarme.

Maldije para mis adentros y me juré que aquello sería la sentencia de muerte de Tino Cotten, aunque fuera lo último que yo hiciera en este mundo.