ALGUIEN SE PREOCUPA
Talmage Powell
Al igual que la novela corta de Ed McBain sobre el Distrito 87, Alguien se preocupa pertenece a una serie policiaca que se centra no tanto en la detección como en la caracterización. Sin embargo, los dos relatos difieren por completo en tono y tratamiento. El relato de Talmage Powell es un estudio sensible de un tenaz policía y la víctima de un homicidio, una «doña nadie», Fulana de Tal (o Mary Smith) que llevaba una vida vacía y solitaria, sin amigos, sin nadie a quien pareciera preocuparle que viviese o muriera. No obstante, como demuestra discretamente Powell, «no hay extraños absolutos en este mundo. Alguien se preocupa».
Formar equipo con Odus Martin no era una perspectiva tentadora, pero no iba a dejar que eso frustrara el placer de mi promoción a inspector de paisano.
En cuanto a la reacción de mi compañero, estaba profundamente enterrada en su intimidad personal. Yo era el novato que acababa de abandonar el uniforme, y me aceptaba como una tarea más. Martin no ofrecía ningún consejo útil, ni tampoco me hacía saber su opinión sobre mí. Yo sospechaba que sería lento en la alabanza y reacio a la crítica.
Si la taciturnidad casi inhumana de mi compañero hacía que estar con él no resultara demasiado divertido, tema mis compensaciones. Experimentaba una oleada de placer cada vez que entraba en la brigada, la cual no era para mí un lugar yermo y sombrío con mesas llenas de cicatrices, sillas duras, paredes sucias y olor a tabaco rancio.
Mis primeros días como compañero de Martín estuvieron llenos de actividad. Acorralamos a unos sospechosos en un caso de acorralamiento, y Martín les interrogó metódica y desapasionadamente. Decidió que un hombre llamado Greene estaba mintiendo, hizo que le trajeran de nuevo y, al cabo de siete horas y quince minutos de interrogatorio adicional a cargo de Martín, Greene firmó una declaración de culpabilidad.
La actitud de Martín me irritó. La vida de un hombre había sido terminada bruscamente con un cuchillo. Otro hombre pasaría sus mejores años entre rejas. Esposas, madres, hijos, hermanos… Aquello les afectaría a todos. Sus vidas nunca volverían a ser como antes, por muy fuertes que fueran o muy bien que lograran olvidar.
Mas para Odus Martín todo aquello era una tarea, sólo eso. Y una pequeña tarea, una entre las muchas faenas de una cadena interminable.
Cuando mencionaba a las familias, Martín me miraba como si yo fuera un escolar que hace novillos y no es demasiado brillante.
—Todas las personas en este mundo tienen a alguien —me dijo—. Acepta eso y deja de preocuparte más por ello.
—No es que me preocupe de un modo excesivo —repliqué, con cierta irritación.
Él se encogió de hombros y siguió ocupándose de los papeles que tenía sobre su mesa. Sus modales significaban un rechazo… Me reducía a una cosa neutra, a un cero a la izquierda.
—Ya que lo planteas así —le dije con ánimo de discutir—, ¿qué me dices de los vagabundos sin nombre cuyo entierro ha de costear el condado?
Él me miró lentamente.
—En algún sitio, Jenks, alguien echa de menos a ese vagabundo. Créeme. No hay extraños absolutos en este mundo. Alguien se preocupa por ellos…, siempre hay alguien que se preocupa.
No había esperado de él esta breve exposición filosófica, y eso hizo que le mirase por segunda vez. Pero seguía recordándome una losa gris plateada de hierro fundido.
Con el transcurso de las semanas, aprendí a entenderme con Martín. Adopté una actitud fría hacia él, pero sólo como un recurso protector. Decidí que no permitiría que un cuarto de siglo tratando con la violencia y los criminales me convirtiera en un robot incapaz de sonreír, como le ha ocurrido a Odus Martín.
Le tenía el respeto debido a un policía de primera clase. Sus movimientos, tanto mentales como físicos, eran lentos, minuciosos y objetivos. Cuando hablaba para la prensa era aburrido, y, por lo mismo, poco interesante. Esto, unido a su hábito de decir sólo lo imprescindible, hacía que a la mayoría de los reporteros no les gustara, lo cual a Martín no le importaba en absoluto.
Pero cuando se trataba de criminales, tenía los instintos de un leopardo al acecho. A medida que le conocí mejor, me di cuenta de que ésos no eran dones naturales, sino el condicionamiento y los resultados acumulados durante veinticinco años. Parecía no haber olvidado hasta el truco más ínfimo que la experiencia le había enseñado.
El día que acusaron a Greene, planteé a Martín una cuestión que me había estado molestando.
—Decidiste que Greene mentía cuando nos contó su coartada. ¿Por qué? ¿Cómo podías estar seguro?
—Ni un solo momento, mientras me hablaba, dejó de mirarme directamente a los ojos —me explicó Martín.
No comprendí adonde quería ir a parar.
Martín me miró y dijo pacientemente:
—Greene, normalmente, era un tipo con una mirada muy cambiante.
Supe entonces que podría aprender mucho de aquel hombre, si yo mismo era lo bastante perceptivo y estaba ojo avizor. Él no consideraba que su papel consistiera en enseñar. Era un policía.
Como de costumbre, llegué al trabajo quince minutos antes de la hora, la mañana siguiente al asesinato de Mary Smith. Martín salía de la sala de la brigada cuando llegué. Andaba con los pasos lentos y largos que cubrían las distancias como lo hubiera hecho un deportista. Era evidente que acababa de entrar y se había propuesto marcharse sin esperarme. Fui a su lado.
—¿Qué ocurre?
—Han matado a una chica.
—¿Dónde?
—En el parque Hibernia.
Estaba tendida, como si durmiera, bajo unos arbustos, adonde la habían arrastrado para ocultarla de una manera apresurada e ineficaz. Era un día dorado, rebosante de frescura matinal, y la hierba y los árboles del parque estaban húmedos de rocío e intensamente verdes.
Los coches patrulla y los agentes uniformados ya habían acordonado la zona. Los técnicos del laboratorio llegaron al lugar del crimen más o menos al mismo tiempo que nosotros, e iniciaron eficazmente la rutina de fotografiar y tomar moldes de las huellas de pisadas.
Yo carecía aún de la objetividad que tenían los demás, y la muchacha atrajo y retuvo mi atención. Era menuda, de aspecto frágil y poco provista de carnes. Había algo cautivador en su rostro, y podría haber sido casi bonita si hubiera sabido arreglarse.
Pero con su vestido de algodón descolorido y el cabello castaño mate que enmarcaba su rostro, tenía un aspecto desaliñado y soso.
Su actitud durmiente, con la cara hacia el cielo, me produjo escalofríos de horror cuando seguí con la mirada las líneas trazadas en el suelo por sus tacones arrastrados. Aquellas líneas terminaban más allá de una piedra plana, revestida de sangre oscura y seca. Era evidente que la habían atacado allí, cuando pasó por el sendero, y la parte trasera de su cabeza golpeó la piedra. Quizás había muerto en el acto. Su atacante la arrastró rápidamente hasta los arbustos, ocultando así el cuerpo durante el tiempo suficiente para alejarse del parque.
La miré de nuevo y me estremecí ligeramente, preguntándole en silencio qué le había llevado a semejante fin a los diecinueve o veinte años.
La información obtenida en el escenario del crimen fue escasa. Su bolso, suponiendo que llevara uno, había desaparecido. No llevaba joyas, aunque podría haber llevado un reloj barato o un brazalete de identificación, pues uno de los hombres del laboratorio encontró el cierre de oro de un objeto de esa clase cerca de la piedra plana.
Más tarde, en la sala de la brigada, Martín y yo nos sentamos y contemplamos el cierre de oro.
—Asaltada, robada, asesinada —decidió Martín—. Quisiera saber cuánto dinero llevaba en su bolso. ¿Cinco dólares?
Sostuvo el cierre de manera que la luz incidiera en él.
—Investigaremos en las casas de empeño. Un delincuente de tan poca monta intentará empeñar el reloj. ¿No hay ninguna noticia de la sección de personas desaparecidas?
Yo acababa de ponerme en contacto con ese departamento, y negué con la cabeza.
—Tampoco hay ningún dato del laboratorio —dijo Martín—. Sus ropas podrían proceder de cualquier tienda de rebajas y no tienen ninguna marca de lavandería. Se las lavaba ella misma. No hay cicatrices ni marcas que puedan facilitar la identificación, y en su dentadura no ha trabajado ningún dentista. Estudiaremos las huellas dactilares, pero no tengo esperanzas. El forense establecerá la causa de la muerte como resultado de fractura múltiple del cráneo, ocurrida probablemente anoche.
—Nada de eso nos dirá quién es —comenté.
—Eso es lo que yo digo, pero ya aparecerá alguien preguntando por ella. Alguien la reclamará. Una chica tan joven…, no puede morir violentamente y desaparecer sin que eso afecte a alguien. Entretanto, lo único que tenemos es este cierre.
Visitamos todas las casas de empeños de la ciudad. Nadie había empeñado un reloj al que le faltara un cierre como aquel.
A continuación, Martín cogió a todos los indeseables en cuya ficha constaba un asalto o un intento de asalto, y les interrogamos uno a uno. La tarea nos mantuvo ocupados durante dos días, y cuando terminamos no habíamos podido situar a nadie cerca del parque Hibernia a la hora adecuada.
El cadáver de la muchacha seguía en el depósito, sin que nadie preguntara por ella. Seguía siendo una «doña nadie» a la que nadie reclamaba.
—Eso significa que aquí no tiene familia —dijo Martín—. Debe de haber venido aquí para trabajar, probablemente desde algún estado agrícola. Es una suerte que vivamos en una ciudad razonablemente pequeña. Comprobaremos todas las pensiones, los sitios donde podría haber vivido una chica así.
Revisamos un edificio tras otro, las manzanas de casas atestadas de inquilinos, y hablamos con caseros y porteros.
Martín se encargaba de un lado de la calle y yo del otro. Nuestro equipo era una foto de la chica, y la pregunta era siempre la misma; las respuestas tampoco diferían las unas de las otras.
Así, transcurrieron dos fatigosos y monótonos días. Entonces, a media tarde del tercer día, salí desconsolado de un edificio de humildes apartamentos y vi que Martín me hacía señas desde un largo porche al otro lado de la calle.
Esperé a que hubiera una pausa en el tráfico y crucé la calzada. La espaciosa casa era una antigua monstruosidad, con gabletes y adornos superfluos. Tenía tres pisos y en sus tiempos había sido una mansión, pero hacía mucho que la habían dividido en pequeños apartamentos y habitaciones alquiladas para dormir.
Una mujer menuda, de pelo gris, miope, estaba en el vestíbulo detrás de Odus Martín.
—La señora Carraway —me dijo mi compañero.
La casera y yo nos saludamos con una ligera inclinación de cabeza.
—¿Podemos ver la habitación de Mary Smith? —preguntó Martín.
Mary Smith, me dije. Había empezado a pensar que aquella chica seguiría siendo para siempre Fulana de Tal, «doña nadie».
—Ya que son ustedes oficiales de policía, supongo que no hay ningún problema —comentó la señora Carraway.
—Ya ha visto mis credenciales —dijo Martín—. Aceptamos la plena responsabilidad.
Seguimos a la casera hasta una habitación pequeña y limpia en el extremo del pasillo. La mujer permaneció en el umbral mientras nosotros examinábamos la habitación.
El mobiliario era típico: una cama que no armonizaba con los demás muebles, un escritorio, una cómoda, una alfombra raída y unas cortinas descoloridas.
—Mary Smith era una muchacha limpia. Las pocas prendas de vestir que tenía estaban planchadas y bien colocadas en el armario y los cajones de la cómoda.
La habitación reflejaba una vida solitaria. No había fotografías ni cartas, nada de naturaleza personal, excepto las ropas y unas revistas sobre la mesita de noche.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Martín.
—Poco más de dos meses —respondió la señora Carraway con su voz cauta e impersonal.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Hace una semana, el jueves, cuando pagó el alquiler del mes.
—¿Recibe alguna visita?
—¿Visitas?
—Su novio, por ejemplo.
—Que yo sepa, no. —La señora Carraway frunció los labios—. No soy una casera fisgona. Esa chica me pareció discreta y simpática. Mientras me paguen el alquiler, no me meto en nada… Eso es lo único que me preocupa.
—¿Sabe de dónde procedía?
—No. Vino aquí un día, miró la habitación y dijo que se quedaba. Dijo que tenía un empleo, y lo comprobé, para estar segura.
—¿Dónde trabajaba?
—En el restaurante Hoja de Trébol. Es camarera.
Martín le dio las gracias y salimos de la habitación.
—¿Está en un serio aprieto? —quiso saber la señora Carraway.
—Desde luego —dijo Martín—. Estoy seguro de que no volverá.
—¿Qué he de hacer con sus cosas?
—Ya se lo comunicaremos.
La señora Carraway nos acompañó hasta la puerta.
—Les he dicho todo lo que sé. No soy una persona insensible, pero lo que esa chica haya hecho no es asunto mío. Perderían el tiempo si me llamaran a declarar como testigo.
—No la molestaremos más de lo imprescindible —dijo Martín.
Regresamos al coche, que carecía de distintivo policial alguno, estacionado hacia la mitad de la calzada. Martín se puso al volante y partimos en silencio.
—¿Alguna duda sobre su identidad? —le pregunté.
—Creo que no, aunque, para estar seguros, cotejaremos las huellas de la habitación con las de Fulana de Tal. Pero la casera no titubeó en absoluto cuando vio la foto. Era Mary Smith, sin duda.
«Hola, Mary», pensé. «Hola, desconocida, ¿cómo estás?»
El dueño el restaurante Hoja de Trébol era un tal Blakeslee. Se trataba de uno de esos grandes establecimientos con servicio para automovilistas, en el lado sur de la ciudad. El hombre era delgado, moreno, de aspecto atormentado y unos cuarenta años de edad.
Cuando llegamos estaba comprobando la recaudación ante la caja registradora. Le mostramos nuestras credenciales y él, con un gesto de fastidio, nos condujo a un pequeño despacho al lado de la cocina.
—Bueno, ustedes dirán qué quieren —dijo mientras cerraba la puerta.
—¿Tiene en su nómina a una chica llamada Mary Smith? —le preguntó Martin.
—La tenía. Se marchó sin avisar, como hacen muchas de ellas. No saben ustedes lo difícil que resulta en la actualidad mantener un personal estable.
—¿Cuáles fueron las circunstancias?
—¿Circunstancias? —Se encogió de hombros—. No se presentó en un par de días, así que empleé a otra chica. No hubo ninguna circunstancia, como usted dice.
—¿No se preguntó si podría estar enferma?
—Supuse que habría avisado. No es la primera que se marcha así, y yo no tengo tiempo de ir tras ellas para averiguar qué les pasa. ¿Por qué la buscan?
—Ha muerto.
—Vaya. —Tras su sobresalto inicial, Blakeslee alzó una mano y se acarició el mentón—. Vaya, es una lástima —dijo en un tono sin verdadero significado.
—Salió en los periódicos —dijo Martin—. Una chica sin identificar asesinada.
—No recuerdo haberlo visto. De todos modos, probablemente no habría relacionado ese crimen con Mary Smith. ¿Cómo ocurrió?
—Al parecer regresaba a su casa. Creemos que la asaltaron para robarle lo que llevara de valor.
—No podía ser gran cosa.
—¿Puede decimos algo de ella?
—Sólo que trabajaba aquí y me parecía bastante seria. Siempre llegaba puntual y era demasiado callada para hacer amistades.
—¿Dónde trabajaba anteriormente?
—Venía de Crossmore. —Blakeslee extendió las manos—. Ojalá pudiera ayudarles, pero, al fin y al cabo, ¿qué era para mí esa chica?
Martin y yo salimos de la ciudad por la autopista, en dirección a Crossmore, una pequeña población en el siguiente condado, a sólo cuarenta minutos en coche.
Me pregunté cuántos restaurantes habría en Crossmore, y supuse que muy pocos. Por lo menos teníamos eso a nuestro favor.
Sin embargo, Martin cruzó el pueblo sin detenerse.
—Tengo una corazonada —me dijo.
Más allá de Crossmore, junto a la autopista con su tráfico intenso, se extendían las colinas y los prados ondulantes donde se alzaban los edificios de un orfanato costeado por el municipio.
Martin entró en un camino serpenteante al que daban sombra unos pinos altos, y se detuvo ante una vieja casa de estilo colonial, que habían restaurado y convertido en oficina de la institución. Unas estructuras más recientes, de entramado y ladrillo, albergaban dormitorios y aulas. Más allá había establos y talleres.
Unos minutos después estábamos en el despacho del doctor Spreckles, el director administrativo. Hombre delgado, nervudo, con el cabello rubio arena, Spreckles me dio la impresión de un individuo afable pero que sabía dirigir las cosas.
Miró la foto de Mary Smith que habían sacado los chicos del laboratorio.
—Sí, fue una de nuestras muchachas —confirmó, y apretó ligeramente los labios—. Confío en que no haya hecho nada indigno del adiestramiento que recibió aquí.
—No lo ha hecho —le aseguró Martin—. ¿Quiénes eran sus padres?
Spreckles tomó asiento ante su mesa.
—No tenía. Nació en el hospital del condado, de una madre soltera que le dio el nombre de Mary Smith. En cuanto pudo moverse, la mujer abandonó a la niña.
—¿La chica creció aquí?
—Sí.
—¿Nunca la adoptaron?
—No. —Spreckles apoyó los codos sobre la mesa, juntó los dedos de las manos y dijo lentamente—: De niña era muy rara, demasiado callada y tímida. Vivió aquí hasta los dieciocho años.
—¿Quiénes eran sus amistades?
—Por extraño que parezca, no podría decírselo —dijo Spreckles, frunciendo el ceño—. No creo que tuviera realmente ningún amigo íntimo. Podríamos decir que era un rostro en una multitud. No fue nada precoz. No es que fuera la última de su clase, pero tampoco estuvo nunca entre las primeras. Quisiera que me dijeran en qué dificultad se encuentra.
—Ha muerto —dijo Martin—. Un asaltante la mató en un intento de robo.
—¡Es terrible!
Spreckles hizo un sincero intento de exteriorizar un pesar verdadero, pero simplemente no lo sentía. Estaba impresionado y desconcertado por la desaparición de alguien que era para él una figura impersonal, pero nada más…
Cuando cruzábamos de nuevo el pueblo de Crossmore, Martín rompió su silencio con un solo reniego. Lo dijo en voz baja, pero era el juramento más rencoroso que he escuchado jamás. Aquello era tan impropio de Martín que le miré por el rabillo del ojo.
Pero dejé que volviera a instaurarse el silencio. En aquel momento mi compañero tenía el aspecto de un gatazo de color gris acero al que han friccionado sus heridas con aguarrás y sal.
Emprendimos de nuevo la agotadora y rutinaria actividad, visitando las casas de empeño; pero el reloj no apareció. Interrogamos, uno a uno, a los vecinos que vivían en la zona del parque Hibernia. Nadie había visto a un hombre que saliera del parque más o menos a la hora en que mataron a la chica.
Por la noche estaba demasiado fatigado para poder dormir. Me preguntaba adónde nos llevaría aquello, si llegaríamos a capturar al asesino. Sin embargo, la determinación de Martín era inquebrantable. Ojalá pudiera compartirla…
Al atardecer del miércoles, Martín y yo regresamos a la sala de la brigada. Al cabo de unos minutos, un policía de uniforme entró y entregó a Martín un reloj de mujer barato.
El corazón me dio un vuelco, y me acerqué a la mesa de Martín mientras él abría un cajón. Agitó un pequeño sobre de papel de cáñamo, del que saltó el cierre de oro. Encajaba perfectamente con la correa rota del reloj.
Martín se levantó; su cólera contenida se evidenciaba en el ensanchamiento de las fosas nasales.
—¿De dónde ha salido esto?
—Entre los efectos personales de un hombre llamado Biddix —dijo el agente uniformado—. Estaba jugando al póker en un viejo desván… Hicimos una redada. El sargento me dijo que usted quería ver el reloj.
Biddix era un tipo enjuto y andrajoso, un viejo menudo que rondaba los setenta años. Le habían separado de los demás jugadores de poker y ocupaba una celda para él solo.
Cuando se abrió la puerta, Biddix miró el rostro de Martin y retrocedió contra la pared.
Martin extendió la mano y la abrió.
—¿De dónde ha sacado esto?
—Mire… —Biddix tragó saliva—. Si es robado, juro que no tengo nada que ver.
—Lo arrancaron de la muñeca de una chica asesinada —dijo Martin.
La barba grisácea de Biddix se mezcló de pronto exactamente con el color de su piel.
—Un tipo puso el reloj en el juego. ¡Es la verdad, créame!
—¿Quién fue?
—Se marchó antes de que hicieran la redada.
—¿Cómo se llama?
—Edgar Collins.
—¿Sabe dónde vive?
—Claro. En una pensión de mala muerte, calle Maple, 311.
Salimos y la puerta de la celda se cerró con un sonido metálico detrás de nosotros. Biddix se acercó y cogió los barrotes.
—No sabía nada del reloj.
—Naturalmente —dijo Martin.
—Me pondrán con los demás, ¿verdad?
—No, todavía no.
El portero del edificio nos dijo cuál era la habitación de Edgar Collins. Subimos al primer rellano y nos dirigimos a una puerta.
Hacía calor allí dentro, y el pasillo olía a vejez y hacinamiento. Aguzamos el oído y, poco después, oímos el crujido de un somier.
Aplicamos los hombros a la puerta, golpeamos con fuerza y la abrimos. Un hombre alto y delgado, huesudo, calvo, saltó de la cama y dejó caer el periódico que había estado leyendo. Llevaba unos sucios pantalones de color caqui y una camiseta no menos sucia.
—¿Qué pretenden? —preguntó.
—¿Se llama Edgar Collins? —le preguntó Martin.
—¿Y qué si me llamo así?
—Somos policías. Queremos hablar con usted.
—¿Sí? ¿De qué?
—De una chica a la que mataron en el parque Hibernia. Si es usted inocente, no tiene nada de qué preocuparse, pero si no… Para empezar, tenemos un molde de las huellas de pisadas, y encontraremos otras muchas cosas con la ayuda de los chicos del laboratorio, una vez sepamos dónde empezar a buscar.
Collins se nos quedó mirando. Algo pareció estallar detrás de sus ojos claros, y se abalanzó hacia la ventana abierta.
Martin se interpuso entre Collins y yo, y agarró al hombre, arrastrándole al interior de la habitación. Ciego por el pánico, Collins trató de golpearle.
Martin le golpeó tres veces en la cara, y el hombre cayó al suelo, se cubrió la cabeza con los brazos y empezó a oscilar atrás y adelante.
—No quería hacerlo —dijo, con la voz entrecortada—. Cayó sobre la piedra. Era una desconocida, no significaba nada para mí. Fue un accidente…, por favor… ¡No siga pegándome! Le digo que no quería hacerlo.
Por un momento creí que Odus Martin empezaría de nuevo a golpearle.
A la mañana siguiente, un sacerdote voluntario se ocupó del ritual religioso ante la tumba. Martin y yo estuvimos presentes, con nuestros sombreros en las manos.
Miré el ataúd y me dije: «Adiós, Mary Smith… Ese nombre será tan bueno como cualquier otro. Sin padre, ni madre, ni nadie. Muerta por un hombre al que no habías visto antes».
El sol brillaba, pero el día me parecía sombrío y deprimente.
Entonces, cuando regresábamos a la comisaría, se me ocurrió que Odus Martin había estado en lo cierto. No hay extraños absolutos en este mundo. Nadie es totalmente un cero a la izquierda.
La muerte de Mary Smith había afectado a Odus Martin y, como yo era su compañero de equipo, me había afectado también. Tuve la sensación de que, a través de nosotros, la especie humana había reconocido la importancia de aquella chica y expresó su repulsa a dejarla morir como muere un animal.
Mary Smith había vivido y muerto en soledad, pero no había estado sola.
No dije nada de esto a Odus Martin. Era difícil hablar con aquel hombre. En cualquier caso, me pareció que él ya lo comprendía, probablemente de una manera mucho más profunda de lo que yo podría comprenderlo jamás.