«J»

Ed McBain

La serie del Distrito 87, de Ed McBain, alter ego del novelista Evan Hunter, es sin duda el mejor grupo de narraciones policiales debidas a un escritor norteamericano (y podría discutirse si es el más logrado entre todos los de su género en cualquier idioma). Entre sus muchas virtudes figura una meticulosa atención a los detalles procesales, una caracterización soberbia, perspicaces comentarios sobre la sociedad y un realismo que no ha sido superado. Hasta la fecha se han publicado treinta y cuatro novelas y una compilación de la saga de Steve Carella, Meyer Meyer, Cotton Hawes y los demás miembros de la Brigada 87. «J», que forma parte de un grupo de relatos más breves en la serie, es una mordaz y memorable novela corta sobre la búsqueda que efectúa la brigada del brutal asesino de un rabino.

1

Era el primero de abril, día de las inocentadas. Además, era sábado y vigilia de Pascua.

La muerte no debería haber hecho acto de presencia, pero allí estaba. Y, tras haber venido, quizá se justificaba en su confusión. Aquel era el día de las inocentadas, el de las bromas pesadas. Al día siguiente sería Pascua, el día del bonete y el huevo, el día del desfile primaveral con galas y ringorrangos. Cierto, en algunos barrios de la ciudad se rumoreaba que el domingo de Pascua tenía algo que ver con una clase diferente de desfile en un lugar llamado Calvario, pero había transcurrido mucho tiempo desde que se vetó la muerte, declarándola fútil y vacía, y la memoria de la gente es corta, sobre todo cuando hay vacaciones de por medio.

Aquel día la muerte era muy evidente, y claramente confundida. Se estaba esforzando por reconciliar los aderezos de dos festividades —o quizá tres— y lo único que lograba era producir una mezcla distorsionada.

El joven que yacía boca arriba en el callejón vestía de negro, como si hubiera asistido a un funeral, pero sobre el negro, como una contradicción, había un excelente chal de seda orlada en ambos extremos. Parecía haberse vestido para la primavera, pero aquel era el día de las inocentadas y la muerte no pudo resistir la tentación.

El negro estaba puntuado de rojo, azul y blanco. El suelo adoquinado del callejón mostraba el mismo esquema decorativo, rojo, azul y blanco, esparcidos en un alegre abandono primaveral. Dos cubos de pintura volcados, blanca la de uno, azul la del otro, parecían haber rebotado en la pared del edificio y descansaban desordenadamente sobre el suelo del callejón. Los zapatos del hombre estaban manchados de pintura; su atuendo negro estaba cubierto de pintura, tenía las manos empapadas de pintura. Azul y blanco, blanco y azul, su negro atuendo, su bufanda de seda, el suelo del callejón, la pared de ladrillo del edificio ante el que yacía…, todo estaba manchado de azul y blanco.

El tercer color no armonizaba bien con los otros.

El tercer color era rojo, demasiado primario y brillante.

El tercer color no procedía de una lata de pintura, sino que aún brotaba libremente de dos docenas de heridas abiertas en el pecho, el estómago, el cuello, el rostro y las manos del hombre, manchando el traje negro y el chal de seda extendiéndose en un charco rojo brillante en el suelo del callejón, difuminando la pintura con el color de la puesta del sol, mezclándose con la pintura, pero sin hacerlo bien, extendiéndose hasta tocar el pie de la escalera tendida de través a lo largo de la pared, rodeando la brocha que yacía en la base de la pared. Las cerdas de la brocha estaban todavía húmedas de pintura blanca. La sangre del hombre tocó las cerdas y luego se deslizó hacia la línea de cemento donde la pared de ladrillo tocaba los adoquines del callejón, formando un arroyo que fluía lentamente hacia la calle.

Alguien había puesto su firma en la pared. Alguien había pintado, con pintura blanca brillante, una sola letra: J. Nada más, sólo J.

La sangre corría por el callejón hacia la calle.

Caía la noche.

Al detective Cotton Hawes le gustaba tomar té. Había adquirido el hábito de su padre, el clérigo, el hombre que le bautizó con el nombre de Cotton Mather, el último de los puritanos agresivos. Por las tardes, el buen reverendo Jeremiah Hawes recibía a los miembros de su congregación y servía té y pastas que su esposa, Matilda, preparaba en el horno de la vieja cocina de hierro. De chico, a Cotton Hawes le habían permitido tomar el té con la congregación, lo cual le creó un hábito que nunca había abandonado.

A las ocho de las tarde del primero de abril, mientras un joven yacía en un callejón con dos docenas de heridas sangrantes, sin que se apercibieran de su presencia los transeúntes que pasaban por la calle, más abajo, Hawes estaba sentado tomando té. De muchacho trasegaba el brebaje caliente en el estudio forrado de libros en la parte trasera de la casa parroquial, una mezcla de Oolong y Pekoe que su madre preparaba en la cocina y servía en tazas inglesas de porcelana, heredadas de su abuela. Aquella noche estaba sentado en la sala, un tanto mugrienta y deteriorada, de la brigada del Distrito 87, y tomaba en un recipiente de plástico el té que Al Miscolo había preparado en la oficina. Era té caliente, y eso era más o menos lo máximo que podía decir de aquel líquido.

Las ventanas abiertas de la sala, cubiertas de tela metálica, dejaban entrar una suave brisa primaveral procedente de Grover Park, al otro lado de la calle, una brisa cálida y seductora que le infundía deseos de salir a la calle. Era criminal estar aprisionado en una noche así, y también aburrido. Aparte de la denuncia de una esposa por malos tratos de su marido, que en aquel mismo momento verificaba Steve Carella, el teléfono había permanecido siniestramente silencioso. En la quietud de la sala, Hawes había podido mecanografiar tres informes retrasados, dos vales de gasolina y un aviso para fijar en el tablón de anuncios, recordando a los hombres de la brigada que estaban a primeros de mes y cada uno tenía que aflojar cincuenta centavos para el mantenimiento de la improvisada cocina de Al Miscolo. También había leído media docena de empresas descabelladas del FBI y anotado en su negro cuadernillo de notas los números de matrícula de otros dos coches robados.

Ahora estaba sentado, tomando un té insípido, y preguntándose por los motivos de aquella calma. Suponía que la tranquilidad tenía algo que ver con la Pascua. Tal vez al día siguiente habría una ceremonia de danza del huevo en la calle Doce Sur. Quizá todos los criminales de hecho y en potencia del Distrito 87 estaban en sus casas, coloreando huevos. Sonrió y tomó otro sorbo de té. Desde la oficina administrativa, más allá de la divisoria de rejilla que separaba la brigada del pasillo, podía oír el ruido de la máquina de escribir de Miscolo. Por encima de ese ruido, procedente de los escalones metálicos que conducían al piso superior, oyó ruidos de pasos. Se volvió hacia el pasillo en el mismo momento en que Steve Carella entraba por el extremo opuesto.

Carella avanzó hacia la divisoria con un aire tranquilo, imperturbable; era un hombre corpulento que se movía con una precisión atlética. Empujó la puerta, se encaminó a su mesa, se quitó la chaqueta, aflojó la corbata y desabrochó el botón superior de la camisa.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Hawes.

—Lo mismo que ocurre siempre —dijo Carella. Exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por el rostro—. ¿Queda algo de café?

—Estoy bebiendo té.

—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Queda café?

—¡Le echaré un poco más de agua! —replicó Miscolo.

—Bueno, ¿qué ha sucedido? —inquirió Hawes.

—La vieja canción de siempre. Es una pérdida de tiempo ir a investigar esas denuncias de esposas apaleadas. Ni una sola vez he sacado nada en claro.

—No querrá ir muy lejos en las acusaciones —dijo Hawes, que conocía ese tipo de casos.

—Ni hablar de acusaciones. Según ella, ni siquiera le pegó. La nariz le sangraba y tema un moratón en un ojo del tamaño de medio dólar, y fue ella misma quien llamó a gritos a la patrulla… Pero, en cuanto llegué, allí todo era paz y armonía. —Carella meneó la cabeza—. ¿Una paliza, oficial? —imitó con una voz chillona—. Debe de estar confundido, oficial. Mi marido es un hombre bueno, amable, cariñoso. Estamos casados desde hace veinte años, y nunca me ha puesto un dedo encima. Debe de estar equivocado, señor.

—Entonces, ¿quién llamó a gritos a la policía? —preguntó Hawes.

—Eso es lo mismo que le dije.

—¿Y qué respondió?

—Dijo: «Sólo teníamos una pequeña discusión familiar». El tipo casi le arrancó tres dientes, pero eso es sólo una pequeña discusión familiar. Entonces le pregunté por qué le sangraba la nariz y tenía un ojo a la funerala, y ella, fíjate en esto, Cotton, dijo que se lo había hecho planchando.

—¿Qué?

—Planchando.

—Pero, ¿cómo diablos…?

—Dijo que la tabla de planchar se cayó y la plancha saltó y le golpeó el ojo, mientras que una de las patas de la tabla le golpeaba la nariz. Cuando me marché, ella y su marido parecían dispuestos a irse por segunda vez de luna de miel. La mujer le abrazaba y él deslizaba la mano por debajo de su vestido, así que preferí venirme aquí, donde el ambiente no es tan sexy.

—Buena idea —dijo Hawes.

—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Dónde está ese café?, ¿eh?

—¡Si vigilas la olla el agua nunca hierve! —replicó astutamente Miscolo.

—Vaya, tenemos a George Bernard Shaw en la oficina —comentó Carella—. ¿Ha ocurrido algo desde que me fui?

—Nada, ni un atisbo.

—También las calles están tranquilas —dijo Carella, súbitamente pensativo.

—Antes de la tormenta —sugirió Hawes.

—Hummm.

La sala de la brigada volvió a quedar en silencio. Desde el otro lado de la ventana les llegaba la miríada de sonidos de la ciudad, las bocinas de los coches, los gritos ahogados, el estrépito de los autobuses, la canción que tarareaba una chiquilla al pasar por delante de la comisaría.

—Bueno, supongo que debería mecanografiar algunos informes atrasados —dijo Carella.

Sin levantarse de la silla, se dirigió a uno de los carritos con una máquina de escribir encima, cogió de su mesa tres informes de la División de Detectives, insertó un papel carbón entre dos de las hojas y empezó a escribir.

Hawes contempló las luces distantes de los edificios Isola y aspiró una bocanada del aire primaveral que se filtraba por la tela metálica.

Se preguntó por qué estaba todo tan tranquilo.

Se preguntó qué estaría haciendo exactamente toda aquella gente allí afuera.


Algunas de aquellas personas gastaban las bromas habituales el día de las inocentadas. Algunas se preparaban para el día siguiente, que era el domingo de Pascua. Y otras celebraban una tercera y antigua fiesta conocida como Pascua de los hebreos. Esa es una coincidencia que le podría hacer a uno especular sobre la similitud de religiones diferentes y la existencia de un único Dios todopoderoso y toda esa clase de cuestiones místicas, si uno se sintiera inclinado hacia la especulación. Especulador o no, no es necesario ser un gran detective para consultar un calendario y descubrir la coincidencia, tanto si la tomas como si la dejas. Tanto si eres budista como ateo o adventista del séptimo día, has de admitir que hay algo muy democrático y saludable en que la Pascua cristiana y la hebrea coincidan como lo hacen, algo que daba un aire festivo a toda la ciudad. Judíos y cristianos por igual, debido a una equivalencia casual de los calendarios cristiano y hebreo, celebraban festividades importantes casi al mismo tiempo. La Pascua de los hebreos había comenzado oficialmente con la puesta del sol del viernes, treinta y uno de marzo, otra coincidencia, ya que la Pascua hebrea no siempre caía en el sábado judío; pero aquel año coincidía con el Sabbath, y aquella noche era el primero de abril y tendría lugar el tradicional servicio seder, la representación anual de la liberación de los judíos de la esclavitud en Egipto, que se observaba en los hogares judíos de toda la ciudad.

El detective Meyer Meyer era judío.

O, por lo menos, creía que era judío. A veces no estaba seguro del todo, porque, como a veces se preguntaba a sí mismo, si era efectivamente judío, ¿por qué no había visto el interior de una sinagoga en veinte años? ¿Y por qué sus dos platos favoritos eran cerdo asado y langosta a la parrilla, ambas prohibidas por las leyes de la religión referentes a los alimentos? Y si era realmente judío, ¿cómo había permitido que su hijo Alan —que tenía trece años y el mes anterior había pasado por la ceremonia de la bar mitzvah— jugara a intercambiar cartas de amor con Alice McCarthy, que era tan irlandesa como un trébol de cuatro hojas?

A veces, Meyer se sentía confuso.

Aquella noche, la del segundo seder, sentado a la cabecera de la mesa tradicional, no sabía con exactitud cómo se sentía. Miró a su familia, a Sarah y los tres niños, y luego miró la mesa seder, decorada festivamente con un centro de flores, velas encendidas y la gran bandeja que contenía los objetos tradicionales: tres panes ácimos, un hueso y un huevo cocidos, hierbas amargas, charoses, puerros… Él continuaba sin saber exactamente cómo se sentía. Aspiró hondo y empezó a rezar:

—Y atardeció y amaneció: día sexto. Concluyéronse, pues, los cielos y la tierra y todo su aparato, y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera. Y bendijo Dios el séptimo día y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho.

Estas palabras tenían una cierta belleza, y permanecieron en su mente durante la ceremonia, mientras describía los diversos objetos que estaban sobre la mesa y su simbólico significado. Cuando alzó el plato que contenía el hueso y el huevo, todos los que estaban sentados alrededor de la mesa cogieron el plato, y Meyer dijo:

—Éste es el pan de la aflicción que nuestros antepasados comieron en la tierra de Egipto; que quienes tienen hambre entren y coman de él, y que todos los afligidos vengan y celebren la Pascua.

Hablaba de sus antepasados, pero se preguntaba quién era él…, su descendiente.

—¿En qué se distingue esta noche de todas las demás? —preguntó—. En cualquier otra noche podemos comer pan con levadura o sin ella, pero esta noche sólo comemos pan sin levadura; todas las demás noches podemos comer cualquier clase de hierbas, pero esta noche sólo hierbas amargas…

Sonó el teléfono. Meyer dejó de hablar y miró a su esposa. Por un momento, ambos parecieron reacios a romper el hechizo de la ceremonia. Y entonces Meyer se encogió de hombros con un ligero gesto, apenas discernible. Camino del teléfono, quizá recordaba que primero era un policía y sólo en segundo lugar un judío.

—¿Diga?

—Meyer, soy Cotton Hawes.

—¿Qué ocurre, Cotton?

—Mira, ya sé que es tu fiesta…

—¿Cuál es el problema?

—Ha habido un asesinato —dijo Hawes.

En un tono cargado de paciencia, Meyer replicó:

—Siempre tenemos un asesinato.

—Este es diferente. Hace cinco minutos llamó un patrullero. Han cosido a puñaladas a un hombre, en el callejón detrás…

—No entiendo, Cotton —dijo Meyer—. Cambié el servicio con Steve. ¿No se ha presentado?

—¿Qué pasa, Meyer? —preguntó Sarah desde el comedor.

—Nada, nada —respondió él—. ¿No está ahí Steve? —preguntó a Hawes, en tono irritado.

—Claro, ha ido a verificar la denuncia, pero ése no es el caso.

—¿Cuál es el caso? —inquirió Meyer—. Estaba en medio de…

—Te necesitamos en este asunto. Mira, lo siento de veras, pero hay ciertos aspectos… Meyer, ese individuo que encontraron en el callejón…

—Bueno, ¿qué pasa con ese tipo?

—Creemos que es un rabino —dijo Hawes.

2

El sacristán del Centro Judío de Isola se llamaba Yirmiyahu Cohen, y se presentó como shamash, palabra judía que significa sacristán. Era un hombre alto y delgado que rondaba los sesenta años, que llevaba un sombrío traje negro y un casquete en el momento en que él, Carella y Meyer entraron de nuevo en la sinagoga.

Momentos antes, los tres habían estado en el callejón detrás de la sinagoga, contemplando el cuerpo del rabino muerto y el charco de sangre que le rodeaba. Yirmiyahu no había podido contener las lágrimas, que brotaban de sus ojos cerrados, incapaz de mirar al muerto que había sido el jefe espiritual de la comunidad judía. Carella y Meyer, que eran policías desde hacía mucho tiempo, no habían llorado.

La visión de la víctima de un asesinato a cuchilladas es lo bastante horrenda para hacer llorar. El traje negro del rabino y el chal de oraciones orlado estaban empapados en sangre, pero afortunadamente ocultaban las múltiples heridas en el pecho y el abdomen, heridas que más tarde serían examinadas en el depósito de cadáveres para su descripción externa: número, situación, dimensión, forma de perforación y dirección y profundidad de penetración. Dado que el veinticinco por ciento de las cuchilladas mortales se deben a penetración cardiaca, y puesto que había un feroz conjunto de cuchilladas y una masa pastosa de sangre en coagulación cerca o alrededor del corazón del rabino, los dos detectives supusieron automáticamente que una cuchillada en el corazón había sido la causa de la muerte; se alegraron de que el rabino estuviera totalmente vestido. Ambos habían visitado el depósito y visto cuerpos desnudos apuñalados que ya no sangraban, puesto que toda la sangre y la vida les habían abandonado, y cuya piel estaba desgarrada como el paño más fino, el suave interior del cuerpo privado de su carne protectora, vuelta hacia afuera, expuesta, las heridas tiernas y abiertas, habían contemplado la evisceración conteniendo los deseos de vomitar.

También el rabino había poseído carne, y por lo menos parte de ella había estado expuesta a la furia de su atacante. Mientras miraban al muerto, ni Carella ni Meyer deseaban llorar, pero sus ojos se estrecharon un poco y sintieron una peculiar sequedad en la garganta, porque la muerte por arma blanca es algo aterrador. Quienquiera que fuese el autor del crimen, había usado el cuchillo con un aparente frenesí. Las únicas zonas expuestas del cuerpo del rabino eran las manos, el cuello y el rostro, y estas partes, más que las incisiones en apariencia fatales escondidas bajo el traje negro y el chal de oraciones, clamaban en la noche que se había cometido un crimen sangriento. La garganta del rabino mostraba dos cortes superficiales que casi parecían producidos por una vacilación suicida. Un corte horizontal más profundo en el cuello había dejado la tráquea al descubierto, junto con la carótida y la yugular, pero estos vasos no parecían cortados, por lo menos no a los ojos de unos legos como Carella y Meyer. Había cortes alrededor de los ojos del rabino y otro que cruzaba el puente de la nariz.

Pero las heridas que hicieron a Carella y Meyer apartarse del cuerpo, eran los cortes de las manos. Sabían que se habían producido cuando el hombre intentó defenderse, y eran más expresivos que todas las demás heridas, pues reconstruían de inmediato la imagen de un hombre desarmado debatiéndose para protegerse de la hoja blandida por un asesino implacable, alzando las manos en inútil gesto defensivo, y los dedos estaban cortados y colgaban, las palmas convertidas en jirones de carne. En el extremo del callejón, el patrullero que había sido el primero en llegar al escenario del crimen identificaba el cuerpo ante el forense, como el que había encontrado. Otro policía hacía retroceder a los curiosos detrás de la barrera que habían formado a la entrada del callejón. Los muchachos del laboratorio y los fotógrafos ya habían dado comienzo a su tarea.

Carella y Meyer se sintieron aliviados al estar de nuevo dentro de la sinagoga.


La estancia estaba silenciosa y vacía; era una casa de oración sin que en aquel momento hubiera ningún orador. Los hombres se sentaron en unas sillas plegables, en aquella sala grande y desierta donde la luz eterna ardía sobre el arca donde se guardaban la Torá y los cinco libros de Moisés. Delante del arca y a cada lado estaban los candelabros encendidos, los menorá, que se encuentran tradicionalmente en toda casa de oración judía.

El detective Steve Carella inició la letanía de otra tradición. Sacó su cuaderno de notas, apoyó el lápiz sobre una página en blanco, se volvió hacia Yirmiyahu y empezó a hacerle preguntas siguiendo una pauta que se había hecho clásica a fuerza de repetirla.

—¿Cómo se llamaba el rabino?

Yirmiyahu se sonó y dijo:

—Salomón, el rabino Salomón. Ése era su apellido.

—¿Y el nombre?

—Yaakov.

—Eso es Jacob —dijo Meyer—. Jacob Salomón. Carella asintió y anotó el nombre en su cuaderno.

—¿Es usted judío? —preguntó el sacristán a Meyer.

El policía titubeó un instante y luego dijo:

—Sí.

—¿Casado o soltero? —preguntó Carella.

—Casado.

—¿Conoce el nombre de su esposa?

—No estoy seguro. Creo que es Havah.

—Eso es Eva —tradujo Meyer.

—¿Y sabría usted dónde vivía el rabino?

—Sí, en la casa de la esquina.

—¿Cuál es la dirección?

—No lo sé. Es la casa de los postigos amarillos.

—¿Cómo es que está usted aquí precisamente ahora, señor Cohen? —inquirió Carella—. ¿Le informó alguien de la muerte del rabino?

—No, no, vengo a menudo a la sinagoga, para comprobar la luz, ¿sabe?

—¿Qué luz es ésa, señor? —quiso saber Carella.

—La luz eterna, la que está sobre el arca. Tiene que estar ardiendo siempre. Muchas sinagogas tienen una pequeña bombilla eléctrica en el candil. La nuestra es una de las pocas sinagogas de la ciudad en las que todavía se usa aceite. Y, como shamash, creí que era mi deber asegurarme de que la luz…

—¿Es una congregación ortodoxa? —preguntó Meyer.

—No, es conservadora —dijo Yirmiyahu.

—Ahora hay tres tipos de congregación —explicó Meyer a Carella—. Ortodoxos, conservadores y reformistas. Es un poco complicado.

—Así es —dijo Yirmiyahu categóricamente.

—Así que vino usted a la sinagoga para comprobar la luz —dijo Carella—. ¿No es cierto?

—Correcto.

—¿Y qué sucedió?

—Vi un coche de policía al lado de la sinagoga, así que me acerqué y pregunté qué ocurría. Ellos me lo dijeron.

—Ya veo. ¿Cuándo vio usted vivo al rabino por última vez, señor Cohen?

—En los servicios nocturnos.

—Los servicios empiezan cuando se pone el sol, Steve. El día de los judíos…

—Sí, ya sé. ¿A qué hora terminaron los servicios, señor Cohen?

—Hacia las siete y media.

—¿Y el rabino estaba aquí? ¿No es cierto?

—Bueno, salió una vez terminaron los servicios.

—Y usted se quedó dentro. ¿Por alguna razón especial?

—Sí, estaba recogiendo los chales de plegarias y las yarmelkas, y estaba poniendo…

—Las yarmelkas son los casquetes —dijo Meyer—, esos bonetes negros…

—Sí, ya sé. Continúe, señor Cohen.

—Estaba poniendo de nuevo los rimonim en los mangos del pergamino.

—¿Qué estaba poniendo, señor? —preguntó Carella.

—Vaya con el gran erudito talmúdico —dijo Meyer, sonriendo—. Ni siquiera sabe qué son los rimonim. Son esas cubiertas decorativas de plata, Steve, que tienen la forma de granadas. Supongo que simbolizan la fertilidad.

—Gracias —dijo Carella, devolviéndole la sonrisa.

—Han matado a un hombre —dijo Yirmiyahu en voz baja.

Los detectives permanecieron un momento en silencio. La chanza entre los dos había sido mínima, suave en comparación con el humor espantoso de que solían hacer gala los detectives de homicidios ante un cadáver. Carella y Meyer estaban acostumbrados a trabajar juntos de un modo desenvuelto y amistoso, y a enfrentarse a los hechos de la muerte repentina, pero en seguida se dieron cuenta de que habían ofendido al sacristán del rabino muerto.

—Lo siento, señor Cohen —le dijo—. Comprenderá que no teníamos la menor intención de ofenderle.

El viejo asintió estoicamente. Había heredado un legado de años y años de persecución y llegado automáticamente a la conclusión de que todos los gentiles consideraban la vida de un judío como un producto barato. Su rostro largo y delgado tenía una expresión de tristeza inefable, como si él solo soportara el peso abrumador de los siglos sobre sus estrechos hombros.

La sinagoga pareció súbitamente más pequeña. Mientras miraba el rostro del viejo y la tristeza que expresaba, Meyer sintió deseos de tocarle suavemente y decirle: «No se preocupe tsadik, no se preocupe»; de dirigirse a él con aquella palabra hebrea que acababa de pasar por su mente, tsadik, un hombre que posee virtudes santas, una persona de carácter noble y vida sencilla.

El silencio persistió. Yirmiyahu Cohen empezó a llorar de nuevo, y los detectives permanecieron sentados en las sillas plegables, azorados, esperando. Finalmente habló Carella:

—¿Estaba usted todavía aquí cuando el rabino entró de nuevo?

—Me marché mientras él estaba afuera —dijo Yirmiyahu—. Quería regresar a casa, porque estamos en el Pesach, la Pascua. Mi familia me esperaba para que dirigiera el seder.

—Ya veo —dijo Carella, y miró a Meyer.

—¿Oyó algún ruido en el callejón, señor Cohen? —preguntó Meyer—. ¿Cuando el rabino estaba ahí afuera?

—No, nada.

Meyer suspiró y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta. Estaba a punto de encender uno cuando Yirmiyahu le dijo:

—¿No ha dicho usted que es judío?

—¿Eh? —Meyer encendió la cerilla.

—¿Va a fumar el segundo día del Pesach?

—Bueno, yo… —El cigarrillo pareció súbitamente voluminoso en la mano de Meyer, y sus dedos torpes. Agitó la cerilla hasta apagarla—. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacer, Steve?

—No.

—Entonces creo que puede irse, señor Cohen —dijo Meyer—. Muchas gracias.

Shalom —dijo Yirmiyahu, y salió de la sala abatido y arrastrando los pies.

—Ya ves, Steve, no hay que fumar en los dos primeros días de la Pascua, y en los dos últimos un buen judío no fuma, ni va en coche ni trabaja ni maneja dinero ni…

—Creía que esta era una sinagoga conservadora —comentó Carella—. Eso me parece más bien una práctica ortodoxa.

—Bueno, es un viejo —dijo Meyer—. Supongo que la muerte de las costumbres es muy dura.

—Como la muerte del rabino —dijo Carella sombríamente.

3

Estaban en el callejón donde unas líneas de tiza señalaban la posición del cadáver. Se habían llevado al rabino en una camilla, pero su sangre seguía manchando los adoquines, y los chicos del laboratorio habían evitado cuidadosamente la pintura derramada por todas partes, en su búsqueda de pisadas y huellas dactilares, de algo que pudiera constituir una pista para identificar al asesino.

En la pared estaba pintada una letra J.

—¿Sabes, Steve? Tengo la sensación de que hay algo raro en este caso.

—A mí me ocurre lo mismo.

Meyer alzó las cejas, un poco sorprendido.

—¿Cómo es eso?

—No lo sé, quizá porque era un hombre de Dios. —Carella se encogió de hombros—. Hay algo ajeno a este mundo, ingenuo y…, supongo que puro, en los rabinos, sacerdotes y pastores, y no sé, parece que no deberían afectarles todas las suciedades de la vida. —Hizo una pausa y añadió—: Alguien tendría que permanecer indemne, Meyer.

—Tal vez. Tengo una sensación extraña porque soy judío, Steve.

Lo dijo en voz muy baja, como si confesara algo que no le habría dicho a ningún otro ser viviente.

—Te comprendo —dijo Carella amablemente.

—¿Son ustedes policías?

La voz les sobresaltó. Llegó de repente, desde el otro extremo del callejón, y ambos se volvieron al instante para hacer frente a quien había hablado.

Instintivamente, Meyer llevó la mano al revólver reglamentario enfundado en el bolsillo trasero derecho.

—¿Son ustedes policías? —preguntó de nuevo la voz.

Era una voz femenina con acento yiddish. La persona que la había emitido estaba delante de la farola, y Meyer y Carella sólo veían una figura frágil vestida de oscuro, con las manos blancas aferradas al pecho del abrigo negro y unos puntitos luminosos en el lugar donde debían de estar los ojos de la mujer.

—Sí, somos policías —respondió Meyer, con la mano junto a la culata del revólver.

A su lado, Carella estaba preparado para sacar su arma si era preciso.

—Sé quién mató al rov —dijo la mujer.

—¿Qué? —preguntó Carella.

—Dice que sabe quién mató al rabino —susurró Meyer, sorprendido.

Dejó caer la mano a un lado. Echaron a andar hacia el extremo del callejón que daba a la calle. La mujer permanecía allí inmóvil, con la luz tras ella, el rostro envuelto en las sombras, las manos pálidas quietas, los ojos ardientes.

—¿Quién le mató? —inquirió Carella.

—Conozco al rotsayach —respondió la mujer—. Sé quién es el asesino.

—¿Quién?

—¡Él! —gritó la mujer, y señaló la J blanca pintada en la pared de la sinagoga—. ¡El sonei Yisroel! ¡Él!

—El antisemita —tradujo Meyer—. Dice que lo hizo el antisemita.

Habían llegado a la altura de la mujer. Los tres estaban en el extremo del callejón, donde la luz de la farola lanzaba largas sombras sobre los adoquines. Podían ver el rostro de la mujer. Tenía el pelo negro y los ojos castaños, el rostro clásico de una mujer judía cincuentona, su belleza empañada por la edad y por algo más, por una sutil tensión oculta en los ojos y la boca.

—¿Qué antisemita? —preguntó Carella, y se dio cuenta de que susurraba.

Había algo en el rostro de la mujer, en la negrura de su abrigo y la palidez de sus manos que hacía del susurro una necesidad.

—En la manzana siguiente —les dijo. La suya era la voz del juicio y la condenación—. Ese individuo al que llaman Finch.

—¿Le vio usted matar al rabino? —preguntó Carella—. ¿Le vio hacerlo?

—No. —La mujer hizo una pausa y añadió—: Pero estoy segura de que ha sido él…

—¿Cómo se llama, señora? —le preguntó Meyer.

—Hannah Kaufman. Sé que fue él. Dijo que lo haría y ha empezado a hacerlo.

—¿Qué es lo que dijo que haría? —preguntó pacientemente Meyer a la mujer.

—Dijo que mataría a todos los judíos.

—¿Le oyó usted decir eso?

—Todo el mundo se lo ha oído decir.

—¿Su nombre es Finch? —le preguntó Meyer—. ¿Está segura?

—Finch —dijo la mujer—. Vive en la manzana siguiente, pasada la confitería.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Carella.

Su compañero asintió.

—Haremos una visita a ese hombre.

4

Si Estados Unidos es, en su conjunto, un crisol de razas, el Distrito 87 lo ilustra muy bien a escala reducida. Empecemos por el río Harb, el límite más septentrional del territorio del distrito, y lo primero que uno encuentra es el selecto Smoke Rise, donde la gente reside en terrenos vallados, con una aureola de respetabilidad protestante blanca, con las casas a treinta metros de distancia de los caminos privados, y desde donde se puede admirar el mejor paisaje que la ciudad puede ofrecer. Al salir de Smoke Rise llegamos al lujoso Silvermine Road, donde la aristocracia de los edificios de apartamentos ha empezado a ceder al asalto del tiempo y la invasión de los barrios pobres vecinos. Ejecutivos con ingresos de cuarenta mil dólares al año viven en esos edificios de apartamentos, pero también ahí las calles están adornadas con pintadas, eslóganes picarescos y lascivos que los laboriosos porteros tratan valientemente de borrar.

No hay nada tan eterno como lo anglosajón grabado con grafito.

El parque Silvermine está al sur de la avenida, y nadie se aventura a pasar por él de noche. Durante el día, el parque está atestado de institutrices que charlan ociosamente sobre la última vez en que estuvieron en Suecia y mecen suavemente los cochecitos barnizados de azul de los bebés. Pero después de la puesta del sol, ni siquiera las parejas de enamorados entran en el parque. El Stem, más al sur, estalla en el mismo momento en que el sol abandona el cielo. Chillón e incandescente, es una mezcla de restaurantes chinos y charcuterías judías, pizzerías y cabarets griegos en los que se anuncia la danza del vientre. Raída como la manga de un mendigo, la avenida Ainsley cruza el centro del distrito, procurando mantener una dignidad desaparecida hace largo tiempo, con las aceras flanqueadas por edificios de apartamentos austeros pero sucios, habitaciones amuebladas, garajes y una serie de tabernas con el suelo cubierto de serrín. La avenida Culver se vuelve totalmente irlandesa con la velocidad de un duende. Los rostros, los bares, incluso los edificios, parecen fuera de lugar, como si los hubieran robado y transportado desde el centro de Dublín. Pero no hay cortinas de encaje en las ventanas. Aquí la pobreza se muestra desnuda en las calles, estableciendo la pauta para el restante territorio del distrito. La pobreza inclina las espaldas de los irlandeses de la avenida de Culver, clava sus garras en los rostros blancos, canela, morenos y negros de los puertorriqueños que viven en la avenida Mason, se derrumba sobre las camas de las furcias en la Vía de las Putas, y luego continúa su camino hacia el verdadero crisol, las callejas de la ciudad donde diferentes grupos raciales viven codo contra codo, tan juntos como amantes, odiándose entre sí. Ahí es donde puertorriqueños y judíos, italianos y negros, irlandeses y cubanos se ven obligados, por la abrumadora necesidad económica, a vivir en un gueto que, por su misma composición, pierde nitidez y se convierte en una maraña sin sentido de castas no relacionadas.

La sinagoga del rabino Salomón estaba en la misma calle de una iglesia católica. En la avenida que conducía a la manzana siguiente había una misión baptista. La confitería al lado de la que vivía el hombre llamado Finch era propiedad de un puertorriqueño cuyo hijo había sido policía, un tal Hernández.

Carella y Meyer llegaron al vestíbulo del edificio y leyeron las placas con los nombres en los buzones. En total eran ocho buzones, y sólo dos teman placas. Otros tres estaban descerrajados. El hombre llamado Finch vivía en el apartamento número 33 del tercer piso.

La cerradura de la puerta del vestíbulo estaba rota. Desde atrás del pozo de la escalera, donde estaban reunidos los cubos de la basura antes de sacarlos para que los recogieran por la mañana, el hedor de los restos de la cena asaltaba el olfato, y los detectives permanecieron callados hasta llegar al descansillo del primer piso.

Camino del tercero, Carella comentó:

—Esto parece demasiado fácil, Meyer. Ha terminado antes de empezar.

En el descansillo del tercer piso, los dos hombres sacaron sus revólveres reglamentarios. Encontraron el apartamento 33 y cada uno se colocó a un lado de la puerta.

—¿El señor Finch? —preguntó Meyer.

—¿Quién es? —respondió una voz.

—Policía. Abra.

El apartamento y el pasillo permanecieron en silencio.

—¿Finch? —repitió Meyer.

No hubo respuesta. Carella se apoyó en la pared opuesta. Meyer asintió. Carella levantó la pierna derecha, doblada por la rodilla, y la impulsó como un muelle liberado. La suela del zapato chocó contra la puerta por debajo de la cerradura. La puerta cedió y Meyer entró en el piso, empuñando el arma.

Finch era un hombre cercano a la treintena, con la cabeza rapada al estilo militar y los ojos verdes brillantes. Estaba cerrando la puerta del armario cuando Meyer entró en la habitación. Vestía sólo los pantalones y una camiseta, e iba descalzo. Necesitaba un afeitado, y los pelos del mentón y las mejillas hacían resaltar una cicatriz blanca que iba desde la mejilla derecha hasta la curva de la mandíbula. Se apartó del armario con el aire de quien ha completado satisfactoriamente una misteriosa misión.

—No se mueva de ahí —le ordenó Meyer.

Cuentan la anécdota de una vieja que viaja en un tren y pregunta repetidamente al hombre sentado junto a ella si es judío. El hombre, que intenta leer su periódico, repite cada vez: «No, no soy judío». La vieja sigue importunándole, tirándole de la manga, haciéndole la misma pregunta una y otra vez. Finalmente el hombre deja el periódico y dice: «¡De acuerdo, de acuerdo, maldita sea! Soy judío». Y la vieja sonríe dulcemente y le dice: «¿Sabe una cosa? Pues no lo parece».

La broma se basa, naturalmente, en el prejuicio de que uno puede conocer la religión de un hombre con sólo mirarle a la cara. No había nada en el aspecto o la manera de hablar de Meyer Meyer que indicara su condición de judío. Tenía el rostro redondeado y bien afeitado, su edad era de treinta y siete años, estaba totalmente calvo y sus ojos eran de un azul intenso. Medía casi metro noventa y su peso era algo excesivo, y la única conversación que había tenido con Finch se limitaba a las pocas palabras cruzadas a través de la puerta cerrada y las cinco que había pronunciado dentro del apartamento, todas las cuales pronunció en un inglés urbano sin el menor acento que lo delatara.

Pero cuando Meyer Meyer dijo: «No se mueva de ahí», una sonrisa apareció en el rostro de Finch, y respondió:

—No iba a ningún sitio, judío.

Quizá la visión del rabino tendido en su propia sangre había sido demasiado para Meyer, quizá las palabras sonei Yisroel le habían recordado los días de su infancia, cuando, como uno de los pocos judíos ortodoxos en un barrio de gentiles, y llevando el nombre, como una escopeta de dos cañones, que su padre le había impuesto, se veía obligado a defenderse de todo rufián que se cruzaba en su camino, e invariablemente con una desventaja abrumadora. En general, era un hombre muy paciente. Había sobrellevado la broma de su padre al ponerle aquel nombre con una sorprendente buena voluntad, aunque a veces sonriera sin alegría con los labios ensangrentados. Pero aquella noche, la segunda de la Pascua, tras haber mirado al rabino bañado en sangre, después de haber oído los sollozos atormentados del sacristán y de haber visto el rostro pacientemente sufriente de la mujer de negro, las palabras que le arrojaban desde el otro extremo del piso tuvieron un efecto sorprendente.

Meyer no dijo nada. Se limitó a ir al encuentro de Finch, que estaba junto al armario, y alzó el revólver de calibre 38 por encima de la cabeza. Cambió la posición del arma mientras su brazo descendía, de manera que la pesada culata estuviera preparada para golpear cuando se acercara a la mandíbula de Finch. Éste alzó las manos, pero no para protegerse el rostro. Tenía unas enormes manos, con gruesos nudillos, signo inequívoco del habitual luchador callejero. Abrió los dedos y cogió el brazo de Meyer por la muñeca, deteniendo el arma a pocos centímetros de su rostro.

No se las había con un muchacho, sino con un policía. Sin duda se proponía hacer que Meyer soltara el arma y entonces golpearle hasta dejarlo sin sentido en el suelo. Pero Meyer levantó la rodilla derecha y golpeó a Finch en la entrepierna; luego, mientras el otro aún le cogía la muñeca, golpeó con el puño izquierdo el vientre del recalcitrante individuo. Eso fue suficiente. Los dedos se aflojaron y Finch retrocedió un paso mientras Meyer llevaba la pistola a un lado y la descargaba con un manotazo de revés. La culata se estrelló en la mandíbula de Finch, el cual cayó espatarrado contra la pared del armario.

No se rompió la mandíbula de milagro. Finch chocó con la pared del armario, aferró la puerta tras él con ambas manos abiertas contra la madera y meneó la cabeza. Parpadeó y agitó de nuevo la cabeza. Con lo que parecía pura fuerza de voluntad, logró mantenerse erguido sin caer de bruces.

Meyer se quedó mirándole, sin decir nada, respirando pesadamente. Carella, que había entrado en la habitación, permanecía en el extremo, dispuesto a pegarle un tiro a Finch si movía el dedo meñique.

—¿Se llama Finch? —le preguntó Meyer.

—No hablo con judíos —respondió.

—Entonces hable conmigo —dijo Carella—. ¿Cómo se llama?

—Váyase al diablo, usted y su amigo judío.

Meyer no levantó la voz. Se acercó a Finch y le dijo con mucha calma:

—Mire, señor, dentro de dos minutos va a convertirse en un paralítico por haber opuesto resistencia a su detención.

No tuvo que decir más, porque sus ojos eran lo bastante explícitos, y Finch comprendió con rapidez lo que decían.

—Muy bien —dijo Finch, asintiendo—. Ése es mi nombre.

—¿Qué hay en el armario, Finch? —le preguntó Carella.

—Mi ropa.

—Apártese de la puerta.

—¿Para qué?

Ninguno de los dos policías respondió. Finch se los quedó mirando durante diez segundos, y se apartó rápidamente de la puerta. Meyer la abrió. El armario estaba lleno de panfletos atados en paquetes. El cordel de uno de ellos se había desatado y los panfletos habían caído al suelo del armario. Al parecer, aquel paquete era el que Finch había metido apresuradamente en el armario cuando oyó que llamaban a la puerta. Meyer se agachó y recogió uno de los panfletos. Estaba mal impreso, en un papel de ínfima calidad, pero su propósito era inequívoco. El título del panfleto era: «El vampiro judío».

—¿De dónde has sacado esto? —inquirió Meyer.

—Soy socio de un club del libro.

—Hay algunas leyes contra este tipo de cosas —comentó Carella.

—¿Ah, sí? Dígame una.

—Con mucho gusto. Sección 1340 de la Ley Penal…, definición de libelo.

—Quizá debería leer la sección 1342 —dijo Finch—. «La publicación está justificada cuando la proposición sobre la que recae la acusación de libelo sea cierta y se haya publicado con buenos motivos y para fines justificables».

—Entonces revisemos la sección 514 —dijo Carella—. «Quien discrimine, ayude o cite a otro a discriminar a cualquier persona por motivos de raza, credo, color u origen nacional…»

—Yo no trato de incitar a nadie —dijo Finch, sonriendo.

—Ni yo soy un abogado —replicó Carella—. Pero también podemos referirnos a la sección 700, que define la discriminación, y la sección 1430, que considera delito mayor todo acto de injuria maliciosa en un lugar de culto religioso.

—¿Eh? —dijo Finch.

—Lo que he dicho —replicó Carella.

—¿De qué diablos me está hablando?

—Le estoy hablando del trabajito de pintura que hizo usted en la pared de la sinagoga.

—¿Qué trabajo de pintura? ¿Qué sinagoga?

—¿Dónde estaba usted a las ocho de esta noche, Finch?

—Fuera.

—¿Dónde?

—No me acuerdo.

—Pues será mejor que empiece a acordarse.

—¿Por qué? ¿Es que hay alguna sección de la Ley Penal contra la pérdida de memoria?

—No —dijo Carella—. Pero hay una contra el homicidio.

5

El equipo le rodeaba en la sala de la brigada.

El equipo estaba formado por los detectives Steve Carella, Meyer Meyer, Cotton Hawes y Bert Kling. Dos detectives de la sección sur de homicidios se habían presentado rápidamente para legitimar la acción, y luego se fueron a dormir a sus casas, sabiendo a la perfección que la investigación de un homicidio se deja siempre al grupo del distrito donde se ha descubierto el fiambre. El equipo rodeaba a Finch en un amplio semicírculo. Aquello no era una película, por lo que no había una luz brillante que deslumbrara los ojos de Finch, ni ninguno de los policías le puso un dedo encima. Últimamente había demasiados abogados que se pasaban de listos y estaban dispuestos a denunciar unos métodos de interrogatorio irregulares cuando un caso quedaba listo para ir a juicio. Los detectives se limitaban a rodear a Finch en un semicírculo amplio y relajado, y sus únicas armas eran una familiaridad absoluta con el proceso del interrogatorio y entre ellos mismos, y la superioridad matemática de cuatro mentes opuestas contra una sola.

—¿A qué hora salió de su apartamento? —preguntó Hawes.

—Hacia las siete.

—¿Y a qué hora regresó? —inquirió Kling.

—A las nueve o las nueve y media. Alrededor de esa hora.

—¿Adónde fue? —preguntó Carella.

—Tenía que ver a alguien.

—¿Un rabino? —preguntó Meyer.

—No.

—¿Quién?

—No quiero meter a nadie en un lío.

—Está usted metido en un buen lío —observó Hawes—. ¿Adónde fue?

—A ningún sitio.

—Muy bien, como prefiera —dijo Carella—. Ha andado por ahí hablando de matar a los judíos, ¿no es cierto?

—Nunca he dicho una cosa así.

—¿De dónde sacó esos panfletos?

—Los encontré.

—¿Está de acuerdo con lo que dicen?

—Sí.

—¿Sabe dónde está la sinagoga de su barrio?

—Sí.

—¿Estaba usted cerca de ella esta noche entre las siete y las siete y media?

—No.

—¿Entonces dónde estaba?

—En ninguna parte.

—¿Le vio alguien allí? —preguntó Kling.

—¿Si me vio alguien adónde?

—En esa ninguna parte adonde fue.

—No me vio nadie.

—Usted no fue a ninguna parte —dijo Hawes—, y nadie le vio. ¿Es eso correcto?

—Así es.

—El hombre invisible —comentó Kling.

—Así es.

—Cuando vaya por ahí a matar a todos los judíos, ¿cómo planea hacerlo? —le preguntó Carella.

—Yo no planeo matar a nadie —dijo el hombre, a la defensiva.

—¿Con quién piensa empezar?

—Con nadie.

—¿Ben Gurion?

—Nadie.

—O quizás ya ha empezado.

—Ni he matado a nadie ni voy a hacerlo. Quiero llamar a un abogado.

—¿Un abogado judío?

—Yo no aceptaría…

—¿Qué es lo que no aceptaría?

—Nada.

—¿Le gustan los judíos?

—No.

—¿Los odia?

—No.

—Entonces, le gustan.

—No, no he dicho…

—O le gustan o los odia. ¿Cuál de las dos cosas?

—¡Ese puñetero asunto no es cosa suya!

—Pero está de acuerdo con la basura de esos panfletos llenos de odio, ¿no es cierto?

—No son panfletos llenos de odio.

—¿Cómo los llama entonces?

—Expresiones de opinión.

—¿La opinión de quién?

—¡La opinión de todo el mundo!

—¿La suya incluida?

—¡Sí, la mía incluida!

—¿Conoce al rabino Salomón?

—No.

—¿Qué piensa de los rabinos en general?

—Nunca pienso en los rabinos.

—Pero piensa mucho en los judíos, ¿no?

—Pensar no es ningún delito…

—Si piensa en los judíos, debe de pensar en los rabinos, ¿no le parece?

—¿Por qué habría de perder mi tiempo…?

—El rabino es el jefe espiritual del pueblo judío, ¿no?

—No sé nada de los rabinos.

—Pero debe saber eso.

—¿Y qué si lo sé?

—Bueno, si dijo que iba a matar a los judíos…

—Nunca he dicho…

—…, entonces un buen sitio para empezar sería…

—¡Jamás he dicho nada parecido!

—¡Tenemos un testigo que le oyó! Una buena manera de empezar sería matar a un rabino, ¿no es cierto?

—Métase a su rabino en…

—¿Dónde estaba esta noche entre las siete y las nueve?

—En ningún sitio.

—Estaba detrás de esa sinagoga, ¿no?

—No.

—Estaba pintando una J en la pared, ¿no es cierto?

—¡No! ¡No estaba ahí!

—¡Estaba apuñalando a un rabino!

—¡Estaba matando a un judío!

—Yo no estaba cerca de ese sitio…

—Empapélale, Cotton. Sospecha de asesinato.

—Sospecha de… Les estoy diciendo que no estaba…

—Cierra la boca o empieza a cantar, cabrón —dijo Carella.

Finch se calló.

6

La muchacha fue a ver a Meyer Meyer el domingo de Pascua.

Tenía el cabello castaño rojizo y los ojos marrones, y llevaba un vestido de color anaranjado brillante con un ramito de flores sobre el seno izquierdo. Esperó ante la barandilla y ninguno de los detectives de la brigada se fijó en las flores; todos estaban demasiado ocupados especulando sobre la profundidad y textura de las espléndidas curvas de la chica.

La joven no dijo una sola palabra, ni tuvo necesidad de hacerlo. El efecto fue casi cómico, afin a la escena del cóctel en la que la rubia voluptuosa saca un cigarrillo y cuatrocientos hombres salen de estampida para encendérselo. El primero que llegó a la divisoria de rejilla fue Cotton Hawes, puesto que era soltero y sin compromiso. El segundo fue Hal Willis, también soltero y un buen e intrépido muchacho. Meyer Meyer, hombre maduro y casado, se contentó con mirar a la chica desde su mesa y comérsela con los ojos. La palabra yiddish shtick (la especialidad de un comediante en el escenario) pasó por su mente, pero rechazó rápidamente la idea.

—¿En qué puedo servirla, señorita? —preguntaron a la vez Hawes y Willis.

—Desearía ver al detective Meyer —dijo la muchacha.

—¿Meyer? —dijo Hawes, como si acabaran de difamar su virilidad.

—¿Meyer? —repitió Willis.

—¿Es él quien se ocupa del asesinato del rabino?

—Bueno, todos estamos trabajando en el caso —dijo Hawes modestamente.

—Soy la novia de Artie Finch —reveló la muchacha—, y quiero hablar con el detective Meyer.

Meyer se levantó de su mesa con el aire de un hombre a quien la beldad del baile ha seleccionado entre todos los varones sin compañera. Con su mejor voz de locutor radiofónico y sus ademanes más afables, dijo:

—Sí, señorita, yo soy el detective Meyer.

Abrió la puerta de la divisoria y casi estuvo a punto de hacer una reverencia para que la joven pasara. La acompañó hasta su mesa. Hawes y Kling contemplaron a la muchacha, que se sentó y cruzó las piernas. Meyer colocó un cuaderno de papel en su lugar con todo el aplomo de un ejecutivo de la General Motors.

—Lo siento, señorita —le dijo—. ¿Cómo se llama?

—Eleanor —le informó ella—. Eleanor Fay.

—¿F-A-Y-E? —deletreó el detective mientras escribía.

—No, F-A-Y.

—¿Y es usted la prometida de Arthur Finch?

—Soy su novia —le corrigió Eleanor.

—¿No están comprometidos?

—Oficialmente, no.

Sonrió recatada, pudorosa y dulcemente. Al otro lado de la sala, Cotton Hawes alzó la vista al techo.

—¿Para qué quería verme, señorita Fay? —preguntó Meyer.

—Quería hablarle de Arthur. Es inocente. No mató a ese hombre.

—Ya veo. ¿Qué sabe usted del asunto, señorita Fay?

—Verá, leí en el periódico que el rabino había sido asesinado entre las siete y media y las nueve. Creo que es eso, ¿no?

—Sí, más o menos.

—Bueno, pues Arthur no pudo haberlo hecho. Sé dónde estuvo durante ese tiempo.

—¿Y dónde estuvo?

Meyer imaginó lo que iba a decirle la chica. Había oído las mismas palabras a un nutrido grupo de golfas, queridas, prometidas, novias y simples conocidas de hombres acusados de todo, desde conducta desordenada hasta asesinato en primer grado. La muchacha protestaría, jurando que Finch estuvo con ella durante todo aquel tiempo. Después de insistir un poco admitiría que…, sí…, estuvieron a solas. Tras camelarla algo más, diría a regañadientes —lo cual añadiría credulidad a sus palabras— que…, bueno…, estuvieron a solas en unas circunstancias íntimas. Una vez establecida con firmeza la coartada, esperaría pacientemente la liberación de su hombre.

—¿Dónde estuvo? —repitió Meyer, y aguardó con paciencia.

—De las siete a las ocho estuvo con un hombre llamado Bret Loomis, en un restaurante llamado The Gate, entre Culver y South Third.

—¿Qué? —dijo Meyer, sorprendido.

—Así es, y desde allí Arthur fue a casa de su hermana, en Riverhead. Puedo darle la dirección si lo desea. Llegó allí hacia las ocho y media y se quedó cosa de media hora. Luego fue directamente a casa.

—¿A qué hora llegó a su casa?

—A las diez.

—Él nos ha dicho a las nueve y media.

—Se equivocó. Llegó a casa a las diez porque me telefoneó nada más llegar. Eran las diez.

—Ya veo. ¿Y él le dijo que acababa de llegar a casa?

—Sí. —Eleanor asintió y descruzó las piernas. Willis, que estaba junto al refrigerador de agua, no se perdió la súbita revelación de nailon y muslos.

—¿Le dijo también que había pasado todo ese tiempo primero con Loomis y luego con su hermana?

—Sí, lo dijo.

—Entonces, ¿por qué no nos contó eso? —inquirió Meyer.

—Desconozco el motivo. Arthur es una persona que respeta a la familia y los amigos. Supongo que no quería que la policía les molestara.

—Eso es muy considerado por su parte —dijo Meyer secamente—, sobre todo cuando está detenido como sospechoso de asesinato. ¿Cuál es el nombre de su hermana?

—Irene Gravanan, señora de Cari Gravanan.

—¿Y su dirección?

—Diecinueve-once Morris Road. En Riverhead.

—¿Sabe dónde puedo encontrar a ese Bret Loomis?

—Vive en una pensión de la avenida Culver, en el número 3918. Está cerca de la Cuarta Avenida.

—Ha venido usted muy bien preparada, ¿eh, señorita Fay? —comentó Meyer.

—Si una no viene preparada, ¿para qué venir? —replicó ella.

7

Bret Loomis era un hombre de treinta y siete años, estatura media y con barba. Cuando hizo pasar a los detectives a su habitación, llevaba un grueso suéter negro y unos pantalones de tela tosca muy ajustados. Al lado de Cotton Hawes, parecía un chiquillo que se había puesto una barba postiza en un intento de hacer reír a su padre.

—Siento molestarle, señor Loomis —dijo Meyer—. Ya sé que estamos en Pascua y…

—¿Ah, sí? —dijo Loomis, como sorprendido—. Vaya, es cierto, estamos en Pascua. ¡Qué despiste el mío! Quizá debería salir y comprar unas flores.

—¿No sabía usted que era Pascua? —le preguntó Hawes.

—Hombre, ya no leo nunca los periódicos. ¡Todo son desgracias! Ya estoy harto de todo eso. Tomemos una cerveza para celebrar la Pascua, ¿de acuerdo?

—Bueno, gracias —dijo Meyer—, pero…

—Vamos, hombre, ¿qué más da que no esté permitido? ¿Quién va a saberlo aparte de ustedes, yo y los pilares de la cama? Tres cervezas, marchando.

Meyer miró a Hawes y se encogió de hombros, y Hawes hizo lo mismo. Juntos observaron a Loomis, el cual fue al frigorífico situado en un rincón de la estancia y sacó tres cervezas.

—Siéntense. Tendrán que beber directamente de la botella porque no tengo vasos. Vamos, tomen asiento.

Los detectives miraron a su alrededor, perplejos.

—Será mejor que se sienten en el suelo —dijo Loomis—. Tampoco ando sobrado de sillas.

Los tres hombres se sentaron en el suelo, alrededor de una mesita baja, hecha, evidentemente, con un tocón de árbol. Loomis dejó las botellas sobre la mesa, alzó la suya, dijo «salud» y tomó un largo trago.

—¿Cómo se gana la vida, señor Loomis? —le preguntó Meyer.

—Vivo —dijo Loomis.

—¿Cómo?

—Vivo para ganarme la vida. Eso es lo que hago.

—Quiero decir con qué medios económicos cuenta.

—Recibo dinero de mi ex esposa.

—¿Usted recibe dinero?

—Sí. Le entusiasmó tanto librarse de mí que hicimos un trato. Cien pavos a la semana. No está mal, ¿eh?

—Está muy bien —comentó Meyer.

—¿De verdad que lo cree así? —Loomis pareció pensativo—. Creo que podría haber conseguido doscientos, si le hubiera insistido un poco más. La muy zorra iba por ahí con otro tío, ¿saben?, y estaba deseando casarse con él. Es un hombre con mucha pasta. Seguro que podría haber conseguido doscientos.

—¿Hasta cuándo le hará esos pagos? —preguntó Hawes, fascinado.

—Hasta que vuelva a casarse…, lo cual no hará jamás mientras yo viva. Tomen la cerveza, es buena. —Tomó un trago de la suya y añadió—: ¿Para qué querían verme?

—¿Conoce a un hombre llamado Arthur Finch?

—Desde luego. ¿Está en apuros?

—Sí.

—¿Qué ha hecho?

—Vamos a dejar eso de momento, señor Loomis —dijo Hawes—. Nos gustaría que nos dijera…

—¿Cómo se hizo esa raya blanca en la cabeza? —preguntó Loomis de repente.

—¿Eh? —Hawes se llevó la mano a la sien izquierda inconscientemente—. Una vez me rozaron con un cuchillo y me quedó esta señal.

—Ahora necesita una raya azul en la otra sien, y entonces parecerá la bandera norteamericana —dijo Loomis, y se echó a reír.

—Claro —dijo Hawes—. Señor Loomis, ¿puede decirnos dónde estuvo usted anoche entre las siete y las ocho?

—Vaya, esto es como «Redada», ¿verdad? «¿Dónde estuvo usted la noche del veintiuno de diciembre? Sólo queremos los hechos.»

—Sí, es como «Redada» —dijo Meyer secamente—. ¿Dónde estuvo usted, señor Loomis?

—¿Anoche? ¿A las siete? —Se quedó un momento pensativo—. Sí, claro.

—¿Dónde?

—En casa de Olga.

—¿Quién?

—Olga Trenovich. Es una especie de escultora. Hace unas absurdas estatuillas de cera. Como si lo embadurnara todo de cera, ¿entienden?

—¿Y anoche estuvo con ella?

—Sí, hubo una pequeña sesión en su casa. Un par de tipos de color con saxos y tambores y otros dos chicos que tocaban la trompeta y el piano.

—¿Llegó allí a las siete, señor Loomis?

—No, llegué a las seis y media.

—¿Y a qué hora se marchó?

—¿Quién puñetas se acuerda? Era de madrugada.

—¿Después de medianoche?

—Sí, claro, serían las dos o las tres de la madrugada.

—Entonces pues, usted llegó allí a las seis y media y se marchó sobre las dos o las tres de la madrugada. ¿Correcto?

—Sí.

—¿Estaba Arthur Finch con usted?

—¡Qué va!

—¿No le vio anoche?

—No. No le he visto desde…, déjeme pensar…, desde el mes pasado por lo menos.

—¿No estuvo con Arthur Finch en un restaurante llamado The Gate?

—¿Cuándo? ¿Quiere decir anoche?

—Sí.

—Pues no, ya se lo he dicho. No he visto a Artie por lo menos desde hace dos semanas.

Un súbito destello apareció en los ojos de Loomis, y miró a Hawes y Meyer con expresión de culpabilidad.

—Vaya, ¿qué acabo de hacer? ¿He fastidiado la coartada de Artie?

—La ha fastidiado muy bien, señor Loomis —dijo Hawes.

8

Irene Gravanan, la hermana de Finch, era una muchacha de veintiún años que ya había tenido tres hijos y estaba embarazada del cuarto. Vivía en un apartamento de una urbanización en Riverhead. En cuanto hizo pasar a los policías, tomó asiento.

—Tendrán que perdonarme —les dijo—, pero me duele la espalda. El médico cree que podrían ser gemelos. Eso es lo único que me faltaría. —Se apretó la espalda con las palmas, suspiró profundamente y añadió—: Siempre estoy embarazada. Me casé a los diecisiete, y no he parado desde entonces. Todos mis hijos creen que soy una mujer gorda; nunca me han visto sin estar embarazada. —Suspiró de nuevo—. ¿Tiene usted hijos? —le preguntó a Meyer.

—Tres.

—A veces desearía…

Se interrumpió y su rostro adoptó una expresión curiosa, una expresión que negaba los sueños.

—¿Qué desearía, señora Gravanan? —le preguntó Hawes.

—Poder irme a las Bermudas…, sola. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Ha estado alguna vez en las Bermudas?

—No.

—He oído decir que es muy bonito —dijo Irene Gravanan en tono nostálgico, y el piso quedó en silencio.

—Señora Gravanan —dijo Meyer—, nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre su hermano.

—¿Qué ha hecho ahora?

—¿Ha hecho otras cosas antes? —preguntó Hawes.

—Bueno, ya saben… —la joven se encogió de hombros.

—¿Qué?

—Bueno, el jaleo ante el Ayuntamiento, y los piquetes para impedir la proyección de aquella película. Ya saben.

—No lo sabemos, señora Gravanan.

—Bueno, siento decir esto de mi propio hermano pero creo que, en ese tema, está un poco loco.

—¿Qué tema?

—La película, por ejemplo. Es sobre Israel, y él y sus amigos formaron piquetes para que no las proyectaran y repartieron panfletos sobre los judíos y… ¿Lo recuerdan, no? La gente hasta les tiró piedras. Había muchos supervivientes de los campos de concentración entre la gente. —Hizo una pausa y prosiguió—: Creo que debe estar un poco loco para hacer una cosa así, ¿no les parece?

—Ha dicho usted algo acerca del Ayuntamiento, señora Gravanan. ¿Qué hizo su hermano?

—Bueno, eso fue cuando el alcalde invitó a un asambleísta judío, he olvidado su nombre, para que pronunciara un parlamento con él en los escalones del Ayuntamiento. Mi hermano fue allí y…, bueno, la misma historia, ya saben.

—Ha mencionado a los amigos de su hermano. ¿Qué amigos?

—Los chiflados con los que va por ahí.

—¿Podría decirnos sus nombres? —quiso saber Meyer.

—Sólo conozco a uno de ellos, que estuvo una vez aquí con mi hermano. Tiene la cara llena de granos. Lo recuerdo porque entonces yo estaba embarazada de Sean, y me preguntó si podía ponerme las manos en el vientre para notar el pataleo del bebé. Le dije que de ninguna manera, y eso le hizo callar.

—¿Cómo se llamaba ese hombre, señora Gravanan?

—Se llamaba Fred, Frederick Schultz.

—¿Es alemán? —preguntó Meyer.

—Sí.

El detective hizo un breve gesto de asentimiento.

—Señora Gravanan —dijo Hawes—, ¿anoche estuvo aquí su hermano?

—¿Por qué? ¿Les dijo él que había estado?

—¿Estuvo o no?

—No.

—¿Ni un solo momento?

—No. Anoche no estuvo aquí. Estaba sola, porque mi marido juega a los bolos los sábados. —Hizo una pausa—. Yo me quedo en casa, abrazándome mi grueso vientre, mientras él juega a los bolos. ¿Saben qué deseo a veces?

—¿Qué? —preguntó Meyer.

Y como si no lo hubiera dicho antes. Irene Gravanan declaró:

—Ojalá pudiera irme a las Bermudas alguna vez, yo sola.

El pintor de brocha gorda hablaba con Carella.

—La verdad es que me gustaría recuperar mi escalera.

—Le comprendo.

—Pueden quedarse con las brochas, aunque algunas son muy caras, pero la escalera me es absolutamente necesaria. Ya estoy perdiendo una jornada de trabajo por culpa de esa gente del laboratorio.

—Bueno, verá…

—Esta mañana volví a la sinagoga y la escalera, las brochas y hasta la pintura habían desaparecido. ¡Y qué estropicio en ese callejón! Entonces va ese tipo que es el sacristán del templo y me dice que el sábado por la noche mataron a un sacerdote, y los polis se llevaron todas mis cosas. Quise saber qué polis, y me dijo que no lo sabía. Así que esta mañana llamé a jefatura y tuve que hablar con seis policías diferentes, hasta que por fin me pusieron en contacto con un tipo llamado Grossman, del laboratorio.

—Sí, el teniente Grossman —dijo Carella.

—Eso es, y ese señor va y me dice que no me puede devolver la maldita escalera hasta que hayan terminado sus pruebas con ella. Ahora dígame qué diablos esperan encontrar en mi escalera, ¿le importaría decírmelo?

—No lo sé, señor Cabot. Tal vez huellas dactilares.

—¡Sí, claro, mis huellas dactilares! ¿Y voy a verme implicado en un asesinato además de perder una jornada de trabajo?

—Creo que no —dijo Carella, sonriendo.

—De todos modos no debería haber aceptado ese trabajo, no tendría que haberme molestado con eso.

—¿Quién le contrató para ese trabajo, señor Cabot?

—El sacerdote.

—¿Se refiere al rabino? —preguntó Carella.

—Sí, el sacerdote, el rabino, o como diablos quiera llamarle —respondió Cabot, encogiéndose de hombros.

—Tenía que pintar. ¿Sabe lo que tenía que hacer?

—¿Qué tema que pintar?

—El borde, alrededor de las ventanas y el tejado.

—¿De blanco y azul?

—Blanco alrededor de las ventanas y azul para el borde del tejado.

—Los colores de Israel —comentó Carella.

—Sí —convino el pintor, y entonces dijo—: ¿Cómo?

—Nada. ¿Por qué dice usted que no debería haber aceptado el trabajo, señor Cabot?

—En primer lugar, por todas las discusiones. Quería que lo tuviera terminado para no sé qué fiesta, que cae en el primer día del mes, pero yo no podía…

—¿Se refiere a la Pascua de los hebreos?

—Sí, eso debía ser —dijo el pintor, y volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué iba usted a decir?

—Iba a decir que tuvimos una pequeña discusión al respecto. Yo estaba haciendo otro trabajo y no podía empezar hasta el viernes, el día treinta y uno. Pensé quedarme a trabajar por la noche, pero el sacerdote me dijo que no podía hacer nada después de la puesta del sol. «¿Por qué no puedo trabajar después de la puesta del sol?», le pregunté, y él me dijo que el Sabbath empezaba entonces, por no mencionar el primer día de la Pascua, y que no estaba permitido trabajar en los dos primeros días de la Pascua, ni tampoco el Sabbath, por cierto, porque en ese día el Señor descansó, ¿saben? El séptimo día.

—Sí, ya veo.

—Bueno, pues le dije: «Padre, yo no soy judío», eso es lo que le dije, «y puedo trabajar todos los días de la semana si me parece». Además, el lunes tenía que empezar un trabajo importante, y supuse que podría terminar lo de la iglesia durante el día y la noche del viernes, o en el peor de los casos trabajaría el sábado, por lo que suelo cobrar más. Así que llegamos a un acuerdo.

—¿Qué acuerdo?

—Bueno, ese sacerdote pertenecía al grupo que llaman de los conservadores, no los reformistas, que están muy adelantados, pero de todos modos estos conservadores, por lo que veo, no siguen todas las viejas reglas de la religión. El hombre me dijo que podría trabajar durante el viernes mientras fuese de día, y luego podía volver el sábado, siempre que terminara a la puesta del sol. No me pregunten qué clase de absurdo acuerdo fue. Supongo que pensaba en la misa que tenía a la puesta del sol y que sería un pecado mortal que yo estuviera afuera pintando mientras todo el mundo rezaba dentro, y en un día muy santo, por cierto.

—Ya veo. ¿Así que pintó el viernes hasta la puesta del sol?

—Correcto.

—¿Y entonces volvió el sábado por la mañana?

—Así es, pero miren, las ventanas necesitaban todavía mucha masilla, había que raspar y lijar los alféizares, así que cuando llegó la puesta del sol del sábado, el trabajo aún no estaba terminado. Tuve una conversación con el sacerdote, el cual dijo que estaba a punto de ir adentro para rezar, y me preguntó si podía volver después de los servicios para terminar el trabajo. Le dije que tenía una idea mejor. Volvería el lunes por la mañana y terminaría la faena antes de ir al trabajo importante que tenía en Majesta…; se trata de pintar toda una fábrica, un gran trabajo. Así que dejé todas mis cosas donde estaban, detrás de la iglesia. Pensé que nadie iba a robar nada detrás de una iglesia, ¿no les parece?

—Tiene razón —dijo Carella.

—Bueno, pues, ¿sabe quién robó las cosas precisamente detrás de la iglesia?

—¿Quién?

—¡La policía! —gritó Cabot—. ¿Quiere decirme ahora cómo diablos voy a recuperar mi escalera? He recibido una llamada de la fábrica, y dicen que si no empiezo mañana, como más tarde, puedo olvidarme del trabajo. ¡Y yo sin escalera!

—Puede que abajo le presten una escalera —sugirió Carella.

—Necesito una escalera alta, de pintor, señor mío. Es una fábrica muy alta. ¿No puede llamar a ese capitán Grossman y pedirle que haga el favor de devolverme mi escalera? Tengo bocas que alimentar.

—Hablaré con él, señor Cabot —dijo Carella—. Déjeme su número, ¿quiere?

—Veré si mi cuñado me presta una escalera, él es empapelador, pero está empapelando el apartamento de una actriz de cine, en el centro de Jefferson. Así que procuraré conseguir su escalera, aunque veo difícil que me la preste.

—Bueno, llamaré a Grossman —dijo Carella.

—El otro día, después de bañarse, esa actriz de cine entró en la sala de estar cubierta sólo con la toalla, ¿sabe? Quería saber…

—Llamaré a Grossman —le interrumpió Carella.

Pero no tuvo que llamar a Grossman, porque aquella tarde llegó un informe del laboratorio, junto con la escalera de Cabot y el resto de su equipo de trabajo, incluidas las brochas, la cuchilla para la masilla, varios botes de aceite de linaza y trementina, unos guantes manchados de pintura y dos toldos. Al mismo tiempo que llegaba el informe, Grossman llamó desde el centro de la ciudad, con lo que Carella se ahorró una moneda.

—¿Has recibido mi informe? —preguntó Grossman.

—Ahora mismo estaba leyéndolo.

—¿Qué opinas de todo eso?

—No lo sé.

—¿Quieres saber lo que pienso?

—Claro, siempre me ha interesado saber lo que piensa el lego —replicó Carella.

—¡Lego, voy a darte un coscorrón en la cabeza! —dijo Grossman, riendo—. ¿Has observado que las huellas del rabino estaban en las tapas de esos botes de pintura, y también en la escalera?

—Sí, ya lo he visto.

—Las de las tapas son de pulgares, por lo que imagino que el hombre volvió a tapar los botes de pintura o, si ya estaban tapados, apretó las tapas para asegurarse de que estuvieran herméticamente cerrados.

—¿Y por qué querría hacer eso?

—Quizás estaba cambiando las cosas de sitio. Hay un cobertizo para herramientas detrás de la sinagoga. ¿No lo has visto?

—Pues no.

—Vaya con el gran detective. Sí, hay un cobertizo a unos cincuenta metros detrás del edificio. Imagino que el pintor se fue corriendo, dejando todas sus cosas en el callejón, y el rabino se disponía a llevarlas al cobertizo cuando le sorprendió el asesino.

—Bueno, es cierto que el pintor dejó sus cosas ahí, pues pensaba regresar el lunes por la mañana.

—Hoy, en efecto —dijo Grossman—, pero quizás el rabino no quería ver la parte trasera de la sinagoga con el aspecto de una pocilga, sobre todo en la Pascua, así que se le ocurrió llevar los cacharros al cobertizo de las herramientas. Esto es sólo una especulación, ¿comprendes?

—¿De veras? —dijo Carella—. Creí que era una deducción acertada, científica.

—¡Vete al infierno! Las huellas de las tapas son de pulgares, por lo que es lógico concluir que las presionó. Y las huellas de la escalera parecen indicar que la trasladaba.

—Según este informe, no has encontrado más huellas que las del rabino —dijo Carella—. ¿No es eso un poco raro?

—No lo has leído bien. Hemos encontrado una porción de huellas en una de las brochas, y también…

—Ah, sí, aquí está. Esto no dice gran cosa, Sam.

—¿Qué quieres que haga? La forma de esas huellas es parecida a las del rabino, pero no son muy nítidas. Otra persona podría haber dejado esas huellas en la brocha.

—¿El pintor, por ejemplo?

—No, hemos llegado a la conclusión de que el pintor usó guantes mientras trabajaba. De lo contrario, habríamos encontrado una serie de huellas similares en las herramientas.

—Entonces, ¿quién dejó esa huella en la brocha? ¿El asesino?

—Tal vez.

—Pero las huellas que hay son insuficientes para determinar algo con certeza.

—Lo siento, Steve.

—Así que nuestra suposición es que el rabino salió de la sinagoga después de los servicios para asear ese sitio. El asesino le soprendió, le apuñaló, dejó el callejón hecho un desastre y entonces pintó esa J en la pared. ¿Es eso?

—Supongo que sí, aunque…

—¿Qué?

—Bueno, había mucha sangre en dirección a esa pared, a la derecha. Es como si el rabino se hubiera arrastrado después de que le acuchillaran.

—Probablemente intentaba llegar a la puerta trasera de la sinagoga.

—Es posible —dijo Grossman—. Puedo decirte una cosa: quienquiera que le matara, debía de estar hecho un desastre cuando llegó a su casa. De eso no hay duda.

—¿Por qué lo dices?

—Por toda esa pintura derramada en el callejón… Creo que el rabino arrojó los botes de pintura a su atacante.

—Tienes una fina capacidad deductiva, Sam —dijo Carella, sonriendo.

—Gracias.

—Dime una cosa.

—¿Sí?

—¿Has resuelto alguna vez un caso de asesinato?

—¡Vete al infierno! —dijo Grossman, y colgó.

9

Aquella noche, a solas con su esposa en la sala de estar de su casa, Meyer procuró apartar su atención del serial policiaco que pasaban por la televisión y centrarla en los diversos documentos que había recogido en el despacho del rabino Salomón en la sinagoga. En la pantalla del televisor los policías disparaban frenéticamente, las balas volaban por todas partes y mataban a los malhechores por docenas. Aquello casi hacía desear a un hombre trabajador como Meyer Meyer una visa excitante de aventura romántica.

La aventura romántica de su vida, Sarah Lipkin Meyer, estaba sentada en un sillón delante del televisor, con las piernas cruzadas, absorta en las proezas ficticias de los policías.

—¡Anda, cógelo! —exclamó Sarah en un momento determinado.

Meyer la miró con curiosidad, antes de concentrarse de nuevo en los libros del rabino.

El religioso judío llevaba un libro de gastos, todos ellos relacionados con la sinagoga y el trabajo que desempeñaba allí. La lectura de aquel libro no era interesante y no le informó a Meyer de nada que quisiera saber. El rabino tenía también un calendario de acontecimientos en la sinagoga, y Meyer, al leerlos, recordó su juventud y la atareada vida judía, centrada en tomo a la sinagoga, en el barrio vecino del suyo. 12 de marzo, decía el calendario, desayuno dominical habitual del Club Masculino. Orador, Harry Pine, director de la Comisión de Asuntos Internacionales del Congreso Judío. Tema: el caso Eichmann.

Meyer revisó la lista de acontecimientos detallados en el libro del rabino Salomón:

12 de marzo, 7.15 tarde

Reunión del grupo juvenil.

18 de marzo, 9.30 mañana

Servicios de Bar Mitzvah para Nathan Rothman. Kiddush después de los servicios. Invitación abierta para formar parte de los miembros del Centro.

22 de marzo, 8.45 tarde

Clinton Samuels, profesor adjunto de Filosofía de la Educación en la Universidad de Brandéis, dirigirá el debate sobre «La cuestión de la identidad de los judíos en la América moderna».

26 de marzo

Radio Luz Eterna. «La búsqueda», de Virginia Mazer, guión biográfico sobre Lillian Wald, fundadora del Asentamiento Henry Street en Nueva York.

Meyer alzó la vista del calendario.

—¿Sarah?

—Calla, espera un momento —respondió ella.

Se mordisqueaba furiosamente el pulgar, los ojos fijos en la pantalla del televisor, por entonces en silencio. De repente, estalló una andanada de disparos, tan estrepitosa que parecía como si el aparato fuera a romperse. Surgió entonces el tema musical y Sarah exhaló un suspiro y se volvió hacia su marido.

Meyer la miró con curiosidad, como si la viera por primera vez, recordando a la Sarah Lipkin de antaño y preguntándose si la Sarah Meyer de hoy era muy diferente de aquella excitante imagen inicial. «Los labios de nadie besan como los labios de Sarah», tarareaban los muchachos del club estudiantil, y aquello se le quedó grabado a Meyer e investigó las posibilidades, aprendiendo por primera vez en su vida que todo tópico tiene un fondo de verdad. Ahora contempló la boca de su mujer, fruncida por el asombro ante la mirada insistente de Meyer. Tenía los ojos azules y el cabello castaño, una hermosa figura y unas piernas espléndidas, y él movió la cabeza, convencido de lo acertado que había sido su juicio juvenil.

—Dime, Sarah, ¿te sientes identificada como judía en la América moderna? —le preguntó.

—¿Qué?

—He dicho…

—¿Cómo se te ha ocurrido eso?

—Supongo que por el rabino. —Meyer se rascó la calva—. Creo que no me he sentido apenas como judío desde…, por lo menos desde que me confirmaron. Es curioso.

—No dejes que eso te preocupe —le dijo Sarah suavemente—. Eres judío, desde luego.

—¿De veras? —le preguntó, mirándola fijamente a los ojos.

Ella le devolvió la mirada.

—A eso has de responder por ti mismo.

—Sí, ya lo sé… Verás, me pone furioso pensar en ese tipo, ese Finch, y es mala cosa porque, al fin y al cabo, es posible que sea inocente.

—¿Crees que lo es?

—No, creo que lo hizo, pero, ¿soy yo, Meyer Meyer, detective de segunda clase, quien lo cree o es el Meyer Meyer a quien golpeaban los goyim cuando era pequeño, el que escuchaba a su abuelo contar historias sobre los pogroms, o escuchaba la radio y oía decir lo que Hitler estaba haciendo en Alemania, o el que estuvo a punto de estrangular a un coronel alemán con sus propias manos en las afueras de…?

—No puedes separar las dos cosas, querido —dijo Sarah.

—Tal vez tú no puedas. Yo sólo trato de decir que nunca me he sentido como un judío en la medida en que me siento desde que empezó este caso. Ahora, de repente… —Se encogió de hombros.

—¿Quieres que vaya a buscar tu chal de oraciones? —preguntó Sarah, sonriendo.

—Eres una chica sensata —dijo Meyer.

Cerró el calendario del rabino y abrió otro libro que estaba sobre la mesa, y que era un diario personal. Empezó a hojearlo.

Viernes, 6 de enero

Shabbat, Parshat Shemot. Encendí las velas a las cuatro veinticuatro. Los servicios nocturnos eran a las seis y quince. Ha pasado un siglo desde la guerra civil. Hablamos de la comunidad judía del Sur, entonces y ahora.

18 de enero

Me resulta chocante haber tenido que familiarizar a los miembros con las bendiciones apropiadas sobre las velas del Sabbath. ¿Tanto nos hemos olvidado?

Baruch ata adonai elohenu melech haolarn asher kidshanu b’mitzvotav vitzivanu l’hadlick nershel shabbat.

Bendito seas, oh Señor nuestro Dios, Rey del universo, que nos has santificado con tus leyes y nos has ordenado encender la Luz Sabática.

Quizá tenga razón. Tal vez los judíos estén condenados.

20 de enero

Había confiado en que el festival macabeo haría que nos diésemos cuenta de las penalidades sufridas por los judíos de hace dos mil años en comparación con nuestras vidas de hoy, agradables y cómodas en una democracia. Hoy tenemos la libertad de rendir culto como deseamos, pero esto debería imponemos la responsabilidad de disfrutar de esa libertad. Y aun así, la Hanukkah ha llegado y se ha ido, y me parece que la Fiesta de las Luces no nos ha enseñado nada, no nos ha dado nada más que una fiesta alegre que celebrar.

Dice que los judíos morirán.

2 de febrero

Creo que estoy empezando a temerle. Hoy me amenazó a gritos, dijo que yo, de todos los judíos, encabezaré el camino hacia la destrucción. Me sentí tentado de llamar a la policía, pero comprendo que él ha hecho eso antes. Hay algunos miembros que han sufrido sus peroratas y que parecen considerarle inocuo, pero desvaría con el fervor de un fanático, y sus ojos me asustan.

12 de febrero

Hoy ha llamado un miembro para preguntarme algo sobre las leyes dietéticas. Me vi obligado a llamar al carnicero del barrio porque ignoraba la longitud prescrita del hallaf, el cuchillo para matar las reses. Hasta el carnicero bromeó y me dijo que un rabino auténtico debería saber esas cosas. Soy un rabino auténtico, creo en el Señor, mi Dios, cuya voluntad y ley enseñó a Su pueblo. ¿Qué necesidad tiene un rabino de conocer el shehitah, el arte de sacrificar a los animales? ¿Es importante saber que el cuchillo de sacrificar ha de tener el doble de la anchura que tiene la garganta del animal sacrificado, y no más de catorce dedos de longitud? El carnicero me dijo que el cuchillo ha de ser agudo y suave, sin ninguna mella perceptible. Se examina pasando el dedo y la uña por ambos filos de la hoja, antes y después del sacrificio. Si se encuentra una mella, el animal no es bueno para el consumo. Ahora lo sé, pero, ¿es necesario saber eso? ¿No basta con amar a Dios y enseñar Su voluntad?

Su enojo sigue asustándome.

14 de febrero

Hoy he encontrado un cuchillo en el arca, en el fondo del armario detrás de la Torá.

8 de marzo

Ya no nos sirven las Biblias que hemos sustituido, y como eran viejas y andrajosas, pero aun así artículos rituales que contienen el nombre de Dios, los hemos enterrado en el patio trasero, cerca del cobertizo de las herramientas.

22 de marzo

Tengo que ponerme en contacto con un pintor para que arregle el exterior de la sinagoga. Alguien me ha sugerido a un tal señor Frank Cabot que vive en la vecindad. Quizá le llame mañana. Pronto llegará la Pascua y me gustaría que el templo tenga buen aspecto.

El misterio está resuelto. Se guarda para arreglar el pabilo del candil de aceite sobre el arca.

Sonó el teléfono. Meyer, absorto en el diario, ni siquiera lo oyó. Sarah respondió a la llamada.

—¿Diga? Hola, Steve, ¿cómo estás? —Se echó a reír y dijo—: No, estaba viendo la televisión. Es verdad. —Rió de nuevo—. Sí, espera un momento, ahora se pone. —Dejó el teléfono y se acercó a la mesa ante la que Meyer leía—. Es Steve. Quiere hablar contigo.

—¿Eh?

—Al teléfono. Es Steve.

—Ah, gracias. —Se dirigió al teléfono y tomó el auricular—: ¡Hola, Steve!

—Hola. ¿Puedes venir ahora mismo?

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Se trata de Finch —dijo Carella—. Se ha fugado.

10

Finch se pasó todo el domingo encerrado en un calabozo de la comisaría y, como era Pascua, le sirvieron pavo para comer. El lunes por la mañana le transportaron en un furgón a jefatura, en High Street, donde, como sospechoso de asesinato, pasó por la peculiar costumbre policial conocida como «alineación». Le fotografiaron y luego le tomaron las huellas en el sótano del edificio, y a continuación le llevaron al otro lado de la calle, al edificio del juzgado donde le acusaron de asesinato en primer grado y, a pesar de las protestas de su abogado, ordenaron su encarcelamiento sin fianza hasta que tuviera lugar el juicio. Entonces el furgón le trasladó a la cárcel de la avenida Canopy, donde permaneció todo el día, hasta después de la cena, cuando a los delincuentes que han cometido, o se presume que han cometido, los delitos más graves, los esposan una vez más y los meten en el furgón que los lleva hasta el río Dix, para llevarlos en un transbordador a la prisión de la isla Walker.

Carella informó que se había fugado cuando le llevaban desde el furgón al transbordador. Según la policía del puerto, Finch estaba todavía esposado y vestía el uniforme de presidiario. La fuga tuvo lugar a las diez de la noche, y suponían que la habían presenciado varias docenas de ayudantes sanitarios que esperaban el transbordador para ir al sanatorio de Dix, un hospital municipal para drogadictos, situado en medio del río, a unos tres kilómetros de la prisión. Suponían también que habían sido testigos de la fuga una docena, o más, de ratas acuáticas, las cuales saltaban entre las pilastras del embarcadero y que, debido a su tamaño, los niños de la vecindad que jugaban en la orilla del río las confundían a veces con gatos. Teniendo en cuenta que Finch iba vestido con uniforme gris y que llevaba esposas —una deslumbrante exhibición de elegancia modisteril, sin duda, pero que probablemente no llevaría ningún otro transeúnte por las calles de la ciudad—, era asombroso que todavía no le hubieran capturado. Como es natural, primero habían registrado su apartamento, donde no encontraron más que cuatro paredes y los muebles. Uno de los detectives solteros de la brigada, probablemente esperando una invitación para llevar adelante el caso, sugirió que hicieran una visita a Eleanor Fay, la novia de Finch. ¿No era probable que éste hubiera ido a casa de la muchacha? Carella y Meyer convinieron en que era muy probable, se ajustaron las pistoleras, no hicieron ninguna invitación a su colega para que les acompañara, y salieron a la noche.

Hacía una noche agradable y Eleanor Fay vivía en un barrio también agradable, formado por viejas casas de piedra acuñadas entre modernos edificios de apartamentos, con abundancia de vidrio y garajes por debajo de la acera. El mes de abril había empezado a bailar por la ciudad, dejando su calorcillo sutil en el aire. Los dos hombres viajaron en uno de los coches de la patrulla, con las ventanillas abiertas. Apenas hablaron, pues abril les había dejado sin palabras. La radio policial emitía sus llamadas sin descanso; los patrulleros que circulaban por toda la ciudad daban fe continuamente de violencia y actos criminales.

—Aquí es —dijo Meyer—, ahí delante.

—Ahora vete a buscar un sitio donde aparcar —se quejó Carella.

Dieron dos vueltas a la manzana antes de encontrar un hueco delante de un drugstore, en la avenida. Bajaron del coche, que dejaron allí sin cerrar, y caminaron a paso ligero en la fragante noche. El edificio de estilo antiguo estaba a la mitad de la manzana. Subieron los doce escalones hasta el vestíbulo y leyeron las placas con los nombres junto a los botones del portero eléctrico. Eleanor Fay ocupaba el apartamento 2B. Sin vacilar, Carella oprimió el botón del 5A. Meyer cogió el pomo y esperó; al escuchar el sonido de respuesta, torció el pomo y, en silencio, los dos hombres subieron la escalera hasta el segundo piso.

Abrir una puerta a patadas es una práctica esencialmente ruda. Ni Carella ni Meyer estaban especialmente faltos de buenas maneras, pero buscaban a un hombre acostumbrado a asesinar y, además, había logrado fugarse. No era exagerado suponer que aquel hombre estaba desesperado, por lo que ni siquiera discutieron si abrirían o no la puerta a patadas. Se alinearon en el pasillo, delante del apartamento 2B. La pared contraria a la puerta estaba demasiado lejos para que pudiera servir como trampolín. Meyer, el más pesado de los dos, se separó de la puerta y entonces la golpeó con el hombro, fuertemente y cerca de la cerradura. No se proponía romper la puerta, hazaña imposible, sino simplemente hacer saltar el muelle de la cerradura. Todo el peso de su cuerpo se concentró en el ángulo enguatado del brazo y el hombro, que chocó con la puerta por encima del cierre. Éste siguió en su sitio, pero los tornillos que lo sujetaban a la jamba no pudieron resistir la fuerza del musculoso ariete de Meyer. La madera alrededor de los tornillos se astilló, los filamentos perdieron su fuerza de fricción, la puerta se abrió hacia adentro y Meyer penetró en la habitación. Carella, como un jugador de defensa que lleva la pelota tras una poderosa interferencia, siguió a Meyer.

No es algo excesivamente raro que un policía tropiece con escenas de la más cruda sexualidad durante su trabajo cotidiano. Los cuerpos desnudos que ve están generalmente fríos y cubiertos de sangre coagulada. Incluso los agentes de la brigada contra el vicio encuentran el acto amoroso más sórdido que estimulante. Eleanor Fay estaba tendida en el sofá de la sala de estar con un hombre. El televisor delante del sofá estaba encendido, pero nadie miraba las noticias o el informe meteorológico.

Cuando los dos hombres armados con revólveres entraron en la sala tras la puerta que acababa de abrirse con estrépito, Eleanor Fay se incorporó de un salto, la sorpresa anegándole los ojos desmesuradamente abiertos. Estaba desnuda de cintura para arriba, y llevaba unos pantalones negros muy ceñidos y zapatos negros de tacón alto. El cabello estaba desordenado y los besos habían convertido el rojo de labios en un borrón informe. En cuanto los policías entraron, trató de cubrirse los senos con las manos, y, al darse cuenta de que era un intento inútil, cogió la prenda más cercana, que resultó ser la chaqueta del hombre, y se cubrió con ella como la clásica heroína sorprendida en una película de piratas. El hombre que estaba junto a ella se irguió con igual celeridad, miró a los policías y luego a Eleanor, perplejo, como si esperase una explicación por parte de la muchacha.

El hombre no era Arthur Finch, sino un individuo de unos treinta años, con muchos granos en la cara y numerosas manchas de lápiz de labios. Su camisa blanca estaba desabrochada hasta la cintura. No llevaba camiseta.

—Hola, señorita Fay —dijo Meyer.

—No les he oído llamar —replicó ella, la cual pareció recobrarse al instante de su sorpresa y azoramiento iniciales.

Con un desdén absoluto por los dos detectives, tiró la chaqueta a un lado, y se dirigió como una reina de vodevil hacia una silla de respaldo duro, sobre el que estaban dobladas sus ropas. Cogió los sostenes, se los puso y aseguró el cierre exactamente como si estuviera sola en la habitación.

—Lo sentimos, señorita —dijo Carella—. Estamos buscando a su novio.

—¿A mí? —preguntó el hombre sentado en el sofá—. ¿Qué he hecho?

Meyer y Carella intercambiaron una mirada de complicidad. Algo parecido a la comprensión, leve y no demasiado claro, asomó al rostro de Carella.

—¿Quién es usted?

—No tienes que decirles nada —le previno Eleanor—. No tienen permiso para entrar así en una casa. Los ciudadanos particulares también tenemos derechos.

—Eso es cierto, señorita Fay —dijo Meyer—. ¿Por qué nos mintió?

—No he mentido a nadie.

—Nos dio una información falsa sobre el paradero de Finch en…

—Entonces no sabía que estaba bajo juramento.

—No lo estaba, pero impidió premeditamente el avance de una investigación.

—¡Al diablo con ustedes y la investigación! Son unos cabrones de mierda que han entrado aquí como…

—Sentimos haberle estropeado la fiesta —dijo Carella—, pero queremos saber por qué nos mintió acerca de Finch.

—Creí que les estaba ayudando. Ahora váyanse de aquí.

—Nos quedamos un poco más, señorita Fay —replicó Meyer—, así que no se dé tantas ínfulas. ¿Cómo imagina que nos ayudaba? ¿Haciéndonos emprender una persecución inútil para confirmar coartadas que usted misma sabía que eran falsas?

—Yo no sabía nada. Sólo les dije lo que Arthur me dijo a mí.

—Eso es mentira.

—¿Por qué no se largan? ¿O acaso esperan que vuelva a quitarme el suéter?

—Ya hemos visto lo que tiene, señora —dijo Carella, y se volvió hacia el hombre—: ¿Cómo se llama?

—No se lo digas —le dijo Eleanor.

—Hable aquí o en la comisaría, como prefiera —dijo Carella—. Arthur Finch se ha fugado de la cárcel y lo estamos buscando. Si quieren ser cómplices de…

—¿Se ha fugado? —Eleanor palideció un poco. Miró al hombre del sofá y las miradas de ambos se cruzaron.

—¿Cuán… cuándo ha ocurrido? —preguntó el hombre.

—Hacia las diez de esta noche.

El hombre permaneció unos momentos en silencio.

—Eso es un mal asunto —dijo al fin.

—¿Por qué no nos dice quién es usted? —sugirió Carella.

—Frederick Schultz —dijo el hombre.

—Vaya, eso hace que todo quede en casa, ¿eh? —dijo Meyer.

—Saque su mente del estercolero —dijo Eleanor—. No soy la novia de Finch ni lo he sido nunca.

—Entonces, ¿por qué dijo que lo era?

—No quería ver a Freddie implicado en esto.

—¿Y por qué iba a estar implicado?

—La muchacha se encogió de hombros.

—Vamos a ver. ¿Estaba Finch con Freddie el sábado por la noche?

Eleanor asintió a regañadientes.

—¿De qué hora a qué hora?

—De las siete a las diez —declaró Freddie.

—Entonces no pudo haber matado al rabino.

—¿Quién ha dicho que lo mató? —preguntó Freddie.

—¿Por qué no nos dijo eso?

—Porque… —empezó a decir Eleanor, pero se interrumpió.

—Porque tenían algo que ocultar —dijo Carella—. ¿Por qué fue Finch a verle, Freddie?

Freddie no respondió.

—Dejémoslo —dijo Meyer—. Éste es el otro pájaro que odia a los judíos, Steve. Ése del que me habló la hermana de Finch. ¿No es cierto, Freddie?

Freddie permaneció en silencio.

—¿Para qué le visitó, Freddie? ¿Para recoger esos panfletos que encontramos en su armario?

—¿Es usted el tipo que imprime esa basura, Freddie?

—¿Qué ocurre, Freddie? ¿No estaba seguro hasta qué punto había un delito de por medio?

—¿Creyó que él nos diría de dónde sacó el material, eh?

—Usted es un buen amigo, ¿no, Freddie? Enviaría a su amigo a la silla eléctrica antes que…

—¡Yo no le debo nada! —exclamó Freddie.

—Quizá le debe mucho. Se enfrenta a una acusación de asesinato, pero aún no ha mencionado su nombre. Se ha tomado todas esas molestias por nada, señorita Fay.

—No ha sido ninguna molestia —dijo Eleanor con un hilo de voz.

—Claro —replicó Meyer—. Entró usted en la comisaría con un vestido ceñido y un absurdo manojo de coartadas, sabiendo que las comprobaríamos. Imaginó que cuando descubriéramos que eran falsas, no nos creeríamos cualquier otra cosa que Finch dijera. Aunque nos dijera realmente dónde había estado, no le creeríamos. ¿No es cierto?

—¿Ha terminado? —preguntó Eleanor.

—No, pero creo que usted sí —respondió Meyer.

—No tenían ningún derecho a entrar aquí. No existe ninguna ley que prohíba hacer el amor.

—Lo que usted estaba haciendo era odio, hermana —dijo Carella.

11

Arthur Finch no estaba haciendo nada cuando le encontraron.

Le encontraron a las dos y diez, la mañana del cuatro de abril, y en su apartamento, adonde había ido un patrullero con el encargo de recoger los panfletos del armario. Le encontraron tendido ante la mesa de la cocina, con las esposas puestas. Sobre la mesa había una lima y una escofina, y había limaduras metálicas sobre el esmalte y una zona del suelo de linóleo, pero Finch sólo había hecho una pequeña muesca en las esposas. Las limaduras del suelo flotaban en una sustancia roja y viscosa.

Finch tenía la garganta abierta de oreja a oreja.

El patrullero, que esperaba efectuar una recogida rutinaria, descubrió el cadáver y tuvo la suficiente entereza para llamar a su compañero de patrulla antes de que el pánico se apoderase de él. Su compañero fue al coche y llamó por radio a la central de homicidios, la cual informó a la sección sur de homicidios y a los detectives de la brigada 87.

Aquella noche los patrulleros estuvieron ocupados. A las tres de la madrugada, un ciudadano llamó para informar de lo que consideraba un escape de agua en una tubería de la Quinta Avenida Sur. El encargado de la radio en la central envió un coche a investigar, y el patrullero descubrió que no ocurría nada con la tubería de agua, pero había algo que obstaculizaba el excelente sistema de alcantarillado de la ciudad.

Los hombres no eran miembros del Departamento de Sanidad Pública, pero de todos modos bajaron por una boca de acceso a la hedionda y maloliente cloaca, y localizaron un traje negro de hombre trabado en una caja de naranjas y bloqueando una tubería, lo cual hacía que el agua volviera a la calle. El traje estaba embadurnado de pintura blanca y azul. Los patrulleros estaban a punto de tirarlo al recipiente de basuras más cercano, cuando observaron que también estaba embadurnado de algo que podría ser sangre seca. Como eran concienzudos agentes de policía, se peinaron para eliminar la mugre adherida al cabello y entregaron la prenda a su comisaría, que resultó ser la 87.

A Meyer y Carella les encantó recibir el traje.

No les decía nada acerca de su propietario, pero de todos modos les indicaba que quienquiera que hubiese matado al rabino ahora estaba muy ocupado en ocultar sus huellas, lo cual, a su vez, revelaba un estado de extrema inquietud. Alguien había oído por la radio la noticia de la fuga de Finch. A alguien le había preocupado que Finch estableciera una coartada tan irrefutable que le dejara en libertad.

Con un razonamiento retorcido, alguien había imaginado que la mejor manera de ocultar un homicidio es cometer otro. Y alguien había decidido apresuradamente librarse de las prendas que llevaba en el momento de despachar al rabino.

Los detectives no eran psicólogos, pero en la misma mañana temprana se habían cometido dos errores, y suponían que su presa empezaba a desesperarse.

—Tiene que ser otro tipo del grupo de Finch —dijo Carella—. Quienquiera que matara a Salomón, pintó una J en la pared. De haber tenido tiempo, probablemente habría pintado también una cruz gamada.

—¿Pero por qué habría hecho eso? —replicó Meyer—. En ese caso nos diría automáticamente que al rabino le mató un " antisemita.

—¿Y qué? ¿Cuántos antisemitas crees que hay en esta ciudad?

—¿Cuántos?

—No quisiera tener el trabajo de contarlos —dijo Carella—. Quienquiera que matara a Yaakov Salomón fue lo bastante audaz para…

—Jacob —le corrigió Meyer.

—Yaakov, Jacob, ¿que más da? El asesino fue lo bastante audaz para suponer que habría mucha gente que sentiría exactamente como él. Pintó esa J en la pared y nos retó a descubrir qué antijudío había cometido el crimen. —Carella hizo una pausa y añadió—: ¿Eso te preocupa mucho, Meyer?

—Claro que me preocupa.

—Lo que quiero decir…

—No seas un papanatas, Steve.

—De acuerdo. Creo que deberíamos hablar de nuevo con esa mujer. ¿Cómo se llamaba? Hannah no sé qué. Tal vez sepa…

—No creo que eso nos ayude en nada. Quizá deberíamos hablar con la esposa del rabino. De su diario se deduce que éste conocía al asesino, que había recibido amenazas. Quizás ella sepa quién le estaba atormentando.

—Son las cuatro de la madrugada —dijo Carella—. No creo que en este preciso momento sea esa una buena idea.

—Iremos después del desayuno.

—Tampoco estaría de más hablar otra vez con Yirmiyahu. Si el rabino recibía amenazas, quizá…

—Jeremías —le corrigió Meyer—. Jeremías. Yirmiyahu equivale a Jeremías en hebreo.

—Ah, muy bien. En fin, tendríamos que hablar con él. Es posible que el rabino le hablara del asunto, que mencionara a ese…

—Jeremías —repitió Meyer.

—¿Qué?

—No, eso es imposible. —Meyer meneó la cabeza—. Es un hombre santo. Y si hay algo que un verdadero judío desprecia de veras es…

—¿De qué estás hablando? —le interrumpió Carella.

—… es matar. El judaísmo enseña que no puedes asesinar, que sólo puedes matar a otro en defensa propia. —Frunció el ceño de pronto—. Y además, ¿recuerdas cuando estaba a punto de encender el cigarrillo? Me preguntó si era judío…, ¿recuerdas? Le chocaba que pudiera fumar el segundo día de la Pascua.

—Tengo un poco de sueño, Meyer. ¿De qué me estás hablando?

—Yirmiyahu, Jeremías. Steve, ¿no crees…?

—Es que no te sigo, Meyer.

—¿No crees…, no crees que el mismo rabino pintó esa letra en la pared?

—¿Para qué…? ¿Qué quieres decir?

—Para decimos quién le había acuchillado, quien era el asesino.

—¿Cómo iba a…?

—Jeremías —dijo Meyer.

Carella miró en silencio a su compañero durante treinta segundos. Luego asintió y dijo:

J.

12

Estaba enterrando algo en el patio trasero de la sinagoga cuando le encontraron. Primero habían ido a su casa y despertaron a su esposa, la cual era una vieja judía y tenía la cabeza afeitada, de acuerdo con la tradición ortodoxa. Se cubría la cabeza con un chal y estaba sentada en la cocina de su piso, en una planta baja. Trató de recordar lo que había ocurrido la segunda noche de Pascua. Sí, su marido había ido a la sinagoga para los servicios nocturnos. Sí, había ido a casa directamente después de los servicios.

—¿Le vio usted cuando entró? —le preguntó Meyer.

—Estaba en la cocina —respondió la señora Cohen—, preparando el seder. Oí que se abría la puerta y mi marido fue al dormitorio.

—¿Vio cómo iba vestido?

—No.

—¿Qué se ponía durante el seder?

—No recuerdo.

—¿Se había cambiado de ropa, señora Cohen? ¿Puede recordar eso?

—Sí, creo que sí. Llevaba un traje negro cuando fue al templo, y creo que luego llevaba un traje diferente.

La anciana parecía perpleja. No sabía por qué le hacían aquellas preguntas. Sin embargo, las respondió.

—¿Olió usted algo extraño en la casa, señora Cohen?

—¿Oler?

—Sí. ¿Olió a pintura?

—¿Pintura? No. No olí nada extraño.

Le encontraron en el patio detrás de la sinagoga.

Estaba encorvado y era un viejo con los ojos llenos de pesadumbre. Tenía una pala en las manos, y golpeaba la tierra con la hoja. Cuando vio a los policías hizo un gesto de asentimiento, como si supiera por qué estaban allí. Se miraron por encima del pequeño montículo de tierra recién removida a los pies de Yirmiyahu.

Carella no dijo una sola palabra durante el interrogatorio y el arresto. Permaneció al lado de Meyer Meyer, sintiendo sólo una curiosa especie de dolor.

—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? —le preguntó Meyer, en voz muy baja.

Eran las cinco de la madrugada, y la noche empezaba a diluirse en el cielo. El aire era ligeramente frío, y el viento parecía penetrar en la médula del sacristán, el cual parecía a punto de echarse a temblar.

—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? Dígamelo.

—Un objeto ritual —respondió el sacristán.

—¿Qué era, señor Cohen?

—Ya no me servía de nada. Es un objeto ritual, y estoy seguro de que era preciso enterrarlo. Debo preguntarle al rov. Debo preguntarle qué dice el Talmud. —Yirmiyahu guardó silencio y se quedó mirando el montículo de tierra a sus pies—. El rov está muerto, ¿verdad? —dijo, casi para sí mismo—. Está muerto. —Miró tristemente a los ojos de Meyer.

—Sí —respondió el policía.

Baruch dayyan haemet —dijo Yirmiyahu—. ¿Es usted judío?

—Sí.

—Bendito sea Dios, el juez verdadero —tradujo Yirmiyahu, como si no hubiera oído a Meyer.

—¿Qué ha enterrado, señor Cohen?

—El cuchillo —dijo Yirmiyahu—. El cuchillo que usaba para arreglar el pabilo. Es un objeto ritual, ¿no le parece? Habría que enterrarlo, ¿no cree? —Hizo una pausa—. Mire… —Los hombros empezaron a temblarle y, de repente, se echó a llorar—. He matado —confesó.

Los sollozos brotaban de algún lugar muy profundo en aquel hombre, se iniciaban allí donde tenía sus raíces, en su alma, en el conocimiento de que había cometido el crimen abominable: no matarás, no matarás.

—He matado —repitió, pero ahora sólo vertía lágrimas, sin sollozos.

—¿Mató usted a Arthur Finch? —le preguntó Meyer.

El sacristán asintió.

—¿Mató usted al rabino Salomón?

—El…, verá…, estaba trabajando. Era el segundo día de la Pascua y estaba trabajando. Yo estaba dentro cuando oí el ruido. Fui a mirar y…, estaba llevando pintura, botes de pintura en una mano y…, y una escalera en la otra. Yo…, tenía el cuchillo del arca, el cuchillo que usaba para arreglar el pabilo. Se lo había dicho antes, le había dicho que no era un judío verdadero, que su… su manera de actuar sería el fin del pueblo judío. ¡Y luego esto! ¡Esto! ¡Trabajar el segundo día de la Pascua!

—¿Qué sucedió, señor Cohen? —le preguntó Meyer suavemente.

—Yo…, tenía el cuchillo en la mano. Fui hacia él con el cuchillo, y él… él trató de detenerme. Entonces, yo… —El sacristán alzó la mano como si empuñara un cuchillo; la mano temblaba al representar inconscientemente los sucesos de aquella noche—. Le acuchillé, una y otra vez… Le maté.

Yirmiyahu permanecía de pie en el primer callejón mientras el sol iluminaba ahora los tejados. Tenía la cabeza gacha y miraba el montículo de tierra que cubría el cuchillo enterrado. Su rostro era delgado y enjuto, un rostro atormentado por los siglos. Las lágrimas seguían brotándole de los ojos y le corrían por las mejillas. Los sollozos le estremecían los hombros, unos sollozos que llegaban de lo más profundo de sus entrañas. Carella se volvió porque le pareció que en aquel momento presenciaba la desintegración de un hombre, y no quería verlo.

Meyer puso una mano en el hombro del sacristán.

—Vamos, tsadik, vamos. Ahora tiene que venir conmigo.

El viejo no dijo nada. Las manos le colgaban a los costados.

Empezaron a andar lentamente por el callejón. Al pasar por delante de la J pintada en la pared de la sinagoga, el sacristán dijo:

—Olov ha-shalom.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Carella.

—Ha dicho: «La paz sea con él».

—Amén —dijo Carella.

Juntos salieron en silencio del callejón.