RESACA
John D. MacDonald
Llegó como una brisa fresca al final de la era de las ediciones en «pulpa», a fines de los años cuarenta, e inmediatamente dejó su impronta en cada género que tocaba: literatura deportiva, ciencia ficción, misterio, horror, suspense. Pagó sus cuotas y el éxito fue su recompensa. John D. MacDonald, el creador de Travis McGee, es un autor de quien se imprimen ahora sesenta millones de ejemplares y que publica nuevos best-sellers en tapa dura cada año. Y se merece todo esto, pues es el maestro de los narradores en este campo y nos ha enriquecido a todos.
Soñó que había dejado caer algo, que había perdido algo de valor en el homo, y estaba tendido de costado, tratando de mirar en ángulo a través de un pequeño agujero, mirar más allá de las llamas, en las oscuras entrañas del homo, buscando lo que había perdido. Pero las llamas seguían agitándose a través del agujero, con una brillantez que le dañaba los ojos, un calor que le achicharraba el rostro, moviéndose con un sonido intermitente y crepitante.
Al despertar, el sueño resultó dolorosamente explicable: el crepitar de las llamas era su propia respiración áspera, la sensación ardiente era una sed que le consumía y la brillantez se trasmutó en un dolor intenso localizado detrás de los ojos. Al abrirlos, un intenso rayo de sol matinal le deslumbró, y volvió a cerrarlos en seguida.
En aquel momento de la mañana su conciencia de la incomodidad era tan aguda que no podía pensar en nada más allá de una evaluación del cuerpo y sus funciones. Aunque era vagamente consciente de molestias físicas que más tarde podrían exceder a la angustia de la carne, la inmediatez del dolor corporal ocupaba el centro de su atención. Incluso sin la brillantez horizontal del sol, habría sabido que era temprano, pues un sueño largo habría amortiguado los latidos del corazón abrumado, reduciéndolos a un ritmo suave, sosegado y cómodo. Pero era temprano y el corazón golpeaba bruscamente, con una violencia y una cadencia casi histéricas, de modo que por mucho que cambiara la posición de su cabeza, podía percibirlo, como un martillo para clavar tachuelas que astillaba su mortalidad.
Tenía una sed monstruosa, que no contribuía precisamente a aplacar los accesos de náuseas que tenía de vez en cuando en el fondo de la garganta. Tenía las manos y los pies fríos, pero estaba cubierto de sudor, que notaba en el lugar en que los muslos se tocaban. Le parecía que todos los poros de su cuerpo estaban obturados, y sabía que durante la noche había sudado copiosamente, con una olorosa transpiración que dejaba un residuo desagradable cuando se secaba. El dolor detrás de los ojos era como una lenta hinchazón y un encogimiento, con un ritmo que era un contrapunto al golpeteo de su corazón.
Se sentó en el borde de la cama con la cabeza inclinada, los ojos fuertemente cerrados, los dedos fríos y temblorosos sobre las rodillas desnudas. Se sentía débil, mareado y agudamente deprimido.
Era la gran broma, una resaca, algo que invita a un guiño taimado, a una triste carcajada. Por la mañana, era lo más parecido a la muerte.
Se levantó y, con las piernas temblorosas, fue al baño. Abrió el grifo del agua fría a toda potencia y tomó un vaso. Llenaba de nuevo el vaso cuando sintió el primer espasmo. Se volvió hacia el lavabo, casi cayéndose, golpeándose dolorosamente una rodilla en las baldosas del suelo, se arrodilló y se aferró al borde de la pica con ambas manos, encorvado, desdichado, desnudo. El agua corrió durante largo rato mientras él permanecía allí, vomitando, hasta que no salieron más que grumos de bilis verdosa. Cuando se levantó, se sintió más débil pero algo mejor. Se secó el rostro con una toalla húmeda y bebió más agua, la tomó lenta y cuidadosamente, en gran cantidad, perdiendo la cuenta del número de vasos que tomaba. Bebió el agua fresca hasta que se le hinchó el vientre y no pudo tomar más, pero se sintió tan sediento como antes.
Dejó el vaso en el estante y se miró en el espejo, con una mirada rápida, demasiado fortuita, como quien mira a un desconocido y le dirige una mirada más larga después de ver que la primera no ha despertado una curiosidad desmedida. Aunque el color del rostro era grisáceo, los ojos estaban algo hinchados y un inicio de barba oscurecía las mandíbulas; el largo rostro, con sus rasgos regulares y sin ninguna característica peculiar, parecía curiosamente ileso con relación al tormento del cuerpo.
El reflejo visual fue un primer paso en la reafirmación de la identidad: eres Hadley Purvis, tienes treinta y nueve años, el pelo se te está volviendo gris con una velocidad sorprendente y descorazonadora.
Dio la espalda a la imagen insulsa, al rostro que se negaba a comprender su dolor. Apoyó las nalgas en el frío borde de la pica, y de repente una imagen espontánea pasó por su mente, con la perfección y la claridad sobrenatural de un anuncio en color en una revista. Era un vaso lleno hasta el borde de bourbon marrón oscuro.
Con un lento esfuerzo de la voluntad hizo que la imagen se desvaneciera. Todavía no, pensó, y de inmediato se sintió intrigado por su elección instintiva de la frase. Tonterías. Eso formaba parte de la morbidez habitual de la resaca, imaginarse uno mismo convirtiéndose lentamente en un alcohólico. El ron agrio que tomaba los domingos por la mañana había llegado a ser un ritual para él, que Sarah le personaba. Pero no por eso podía hablarse de alcoholismo. Por desgracia, aquel era un día laborable, y tendría que esperar a las doce y media para tomar el primer martini en Mario’s. Si había alguien realmente preocupado por el alcoholismo, era Sarah, y sus preocupaciones se debían a su falta de conocimiento del trabajo que desempeñaba él, y de sus requisitos. Cuando un hombre ha bebido durante veintiún años, no se convierte de repente en una causa legítima para la clase de fastidiosa preocupación que Sarah había mostrado últimamente.
Por la noche, cuando estaban a solas antes de cenar, tomaban una copa, cosa que a ella no le producía ninguna congoja. Le gustaba tomar un trago como a cualquiera. Luego, de algún modo, se enteró de que cada vez que él iba a la cocina para llenar otra vez los vasos con el martini de la jarra guardada en la nevera, él tomaba un trago extra, sí, engullía un largo, suave y placentero trago. Pacientemente, sin alterar su tono, había conseguido que él lo admitiera, y entonces le había dicho que el mismo secreto con que lo hacía era «significativo». Él intentó explicarle que tenía una tolerancia del alcohol mayor que la suya, y que era más fácil hacerlo así que soportar sus fatigosas indirectas sobre el número de copas que tomaba.
Mientras estaba en el baño podía oír los primeros sonidos matinales de la ciudad. Su oído parecía agudizado de una manera antinatural. Se dio cuenta de que era absurdo seguir allí y tener discusiones mentales con Sarah y enfadarse con ella. Abrió los grifos de la ducha y esperó hasta que el agua tuvo la temperatura adecuada antes de entrar, poco más que templada. No intentó bañarse, sino que se puso bajo los chorros rugientes e intensos de la ducha, con los ojos cerrados y el rostro hacia arriba. Y entonces empezó a pensar en la velada anterior, con cautela, porque tenía mucha experiencia en esta clase de reconstrucción. Permitió el discurrir de los recuerdos con temor, previendo remordimiento y disgusto consigo mismo.
Como siempre, la primera parte de la velada era fácil de recordar. Había sido una fiesta importante, y el día anterior, por la mañana, se vistió con esmero, sabiendo que no tendría tiempo para volver a casa y cambiarse antes de ir directamente de la oficina al hotel donde se celebraba la reunión, con los cócteles, los discursos, la película y la revelación del nuevo modelo. Debido a la importancia de la velada, no se había excedido durante el almuerzo en Mario’s, limitándose a un par de martinis antes de comer, consciente de su virtud…, con la que lamentablemente dio al traste la entrada de Bill Hunter en su despacho a las tres de la tarde. Le miró con alivio y aprobación y le dijo:
—Me alegro de que hoy no te hayas pasado tres horas almorzando, Had. El viejo tenía sus dudas sobre la conveniencia de que te unieras al grupo esta noche.
Hadley Purvis sintió de inmediato un enorme disgusto. Normalmente le gustaba Bill Hunter, a pesar de su aura de oportunismo y la cauta ambición que le había permitido hacerse íntimo del jefe de la agencia en muy poco tiempo.
—Y entonces tú le dijiste: «Señor Driscoll, si Had Purvis no puede ir a la fiesta, yo tampoco voy». Y él no tuvo más remedio que ceder.
Observó cómo Bill Hunter se ruborizaba.
—No ha sido así, Had, pero te diré lo que sucedió. Me preguntó si creía que te portarías bien esta noche, y le dije que estaba seguro de que comprenderías la importancia de la ocasión, recordándole que los de Detroit te conocen y les gustó el trabajo que hiciste en la campaña de primavera. Así que si te apartas de la línea, a mí tampoco va a beneficiarme.
—Y ésa es tu principal consideración, naturalmente. Hunter le miró con una expresión de enojo e impotencia. —Maldita sea, Had…
—Puedes tranquilizar a tu corazoncito. Te aseguro que no me saldré de madre.
Bill Hunter salió del despacho. Cuando se hubo ido, Hadley se empeñó en creer que había sido un pequeño y divertido interludio, pero no pudo. Seguía sintiéndose resentido. Le enojaba que le trataran como a un niño, y sospechaba que Hunter había llamado la atención de Driscoll sobre el asunto, diciéndole con mucha naturalidad: «Confío en que Purvis no nos dé un pequeño espectáculo esta noche».
No era probable que el viejo hubiera sacado aquello a colación. Hadley tenía la impresión de que aquel hombre le tenía un verdadero aprecio. Se habían reído juntos en bastantes ocasiones, y las suyas eran risas de adultos, que rebasaban un poco la capacidad de un muchacho explorador como Hunter.
A las cinco se aseó, bajó al vestíbulo y compartió un taxi con Davey Tidmarsh, el único de los chicos nuevos a quien habían invitado, por lo cual estaba muy entusiasmado. Era un muchacho simpático y a Hadley le gustaba. Davey quiso saber cómo sería la fiesta, y Hadley se lo explicó en el taxi.
—Nos van a superar considerablemente en número. Estará todo el batallón de Detroit y también la gente del banco. Se hará con una seriedad enorme y mucho gusto. Esto es una presentación previa, y es posible que hayan instalado una maqueta. La idea es que todos nos entusiasmemos con el nuevo modelo. Entonces, cuando todos estemos excitados, pondremos en marcha dos grandes promociones. La primera es una feria que usarán para vender los nuevos modelos a los concesionarios y entusiasmarlos a todos. Eso será dentro de unos cuatro meses. La segunda promoción será la campaña para vender los coches al público. El secreto será un gran fetiche, Davey, y habrá guardias de la compañía, uniformados y armados.
Todo fue tal como él había previsto, sólo un poco mayor y más recargado que el año anterior. Todo parecía mayor y más recargado a cada año que pasaba. La fiesta tuvo lugar en el último piso del hotel, en una de las salas de convenciones de tamaño mediano. Comprobaron minuciosamente su identidad a la entrada, y a cada uno le dieron un distintivo numerado con su nombre. En el lado izquierdo de la sala había una barra de bar de veinte metros de largo, y a lo largo de la pared derecha estaba la larga mesa donde se dispondría el bufé. Había un rumor viril de animadas conversaciones y una azulada neblina de humo. Hadley saludó con la cabeza y sonrió a las personas conocidas, mientras se dirigían al bar. Con un vaso en la mano, se dirigió a la sala contigua —tras una nueva comprobación a la puerta— para mirar la maqueta.
Hadley tuvo que admitir que estaba muy bien hecha. Su tamaño era una tercera parte del automóvil real, y giraba lentamente sobre un pedestal que le llegaba hasta el pecho. Era un descapotable rojo y blanco con una portezuela abierta, y el figurín de una muchacha en traje de baño junto a él. Tanto la chica como el modelo estaban iluminados por una excelente imitación de la luz solar. Hadley miró a la chica, maravillándose del primor con que habían reproducido la pátina del bronceado. Mientras contemplaba el maniquí, pensó en Sarah y sintió una cálida oleada de ternura hacia ella, tuvo la sensación de que le daba suerte y que, con ella, jamás nada podría salir mal.
Observó las líneas del coche giratorio y, con la soltura que le proporcionaba una larga práctica, ideó unas frases que serían adecuadas para anunciarlo. Se hizo a un lado y contempló durante un rato el placer manufacturado de quienes veían el modelo por primera vez. Apuró el vaso y se encaminó al bar. Con el primer trago, los últimos restos de irritación con Bill Hunter habían desaparecido. En cuanto tuvo una nueva bebida en la mano, miró a Bill y le dijo:
—Soy el hombre que refunfuñó esta tarde.
—No ha sido nada —dijo Hunter con presteza y cierto distanciamiento—. Perdóname, Had. Hay alguien allí a quien quiero saludar.
Hadley se acomodó ante la barra. No estuvo solo durante mucho tiempo. Al cabo de diez minutos era el centro de un grupo de seis o siete personas. Le encantaban aquellas ocasiones en que le buscaban por sus cualidades para entretener. Las bebidas le llevaban con rapidez al momento en que, sin esfuerzo, resultaba divertido. Las frases agudas se le ocurrían con rapidez, casi sin pensar. Los demás se reían con él y apreciaban su ingenio, y él se sentía bien, sabiendo que le tenían afecto.
Recordó que surgieron unas leves advertencias en el fondo de su mente, pero no les hizo caso. Ya sabría cuándo tenía que detenerse. Contó la anécdota de Jimmy, Jackie y la tarjeta perforada allá en Shor’s, y supo que la había contado bien, que se estaba divirtiendo y que todo lo tenía perfectamente bajo control.
Pero más allá de ese momento, la memoria le fallaba, perdía continuidad, se volvía episódica; cada escena era bastante brillante en sí misma, pero estaba separada de las demás escenas por una grisura en la que podía penetrar.
Seguía en el bar y su público se había reducido a una sola persona, un hombre menudo al que conocía, que se tambaleaba y se cogía del borde de la barra. Él trataba de hacerle comprender alguna cosa a aquel hombre, que no cesaba de menear la cabeza. Hunter se le acercó, le cogió del brazo y le dijo:
—Had, tienes que comer algo. En seguida van a retirar el bufé.
—Sonríe, camarada, cuando emplees la palabra «tienes».
—Siéntate y te traeré un plato.
—Que no se diga nunca que Hadley Purvis no pudo abrirse paso a través de una maciza pared de bufé.
Mientras Hunter le tiraba del brazo, Hadley apuró el vaso, lo dejó sobre la barra con sumo cuidado y se dirigió al bufé, zafando el brazo de la presa de Hunter. Cogió un plato y miró la comida. No tema ningún deseo de comer. Miró atrás y vio que Hunter le observaba. Se encogió de hombros y recorrió la larga mesa.
Entonces recordó otra cosa. Estaba allí de pie, con el plato en la mano. Miró hacia donde estaba Bill Hunter y vio que éste le hacía unas señas frenéticas. Hadley le hizo caso y se dirigió adonde estaba Driscoll con la plana mayor de Detroit. Le divirtió la expresión aprensiva del rostro de Driscoll, pero se sentó a la mesa y el viejo tuvo que presentarle.
Recordó algo posterior. Había dejado caer un trozo de comida de su tenedor. Lo cogió de nuevo y, al alzar la vista, vio una expresión de disgusto en el rostro del hombre más importante de Detroit, un señor calvo y de aspecto poderoso, con el rostro rojizo y unos ojillos azules y brillantes.
Recordó que se había puesto a reflexionar sobre aquella expresión de disgusto. Los otros hablaban y él comía tercamente. Se dijo que le considerarían un payaso, que era lo bastante bueno para hacerles reír, pero nada más. No le creerían capaz de un pensamiento profundo.
Recordó que Driscoll frunció el ceño cuando intervino en la conversación, dirigiéndose al hombre calvo de Detroit y procurando pronunciar cada palabra claramente, sin farfullar.
—Es una bonita maqueta, y hará que muchos vehículos parezcan viejos antes de hora. Tal como yo lo veo, vivimos en una época en que las cosas se vuelven obsoletas con una rapidez artificial. La honestidad ha desaparecido del producto americano. El gran dios es la producción, así que todos ustedes, los fabricantes, se esfuerzan para hacer un producto que se gaste, se rompa, no dure o, como su coche, se queden en seguida anticuados. Es el viejo juego de timar al consumidor. Ustedes tienen la mano en su bolsillo y nosotros la tenemos en el suyo.
Recordó su discursito con vivacidad, y le conmocionó. Tal vez era cierto, pero aquel no era el momento ni el lugar adecuado para decir tales cosas, no en una reunión festiva, donde todos se congratulaban por el magnífico y flamante producto nuevo que iban a vender. Sintió que le ardían las mejillas mientras recordaba sus propias palabras. ¡Vaya cosa había dicho delante de Driscoll! Iban a ser necesarias las excusas más abyectas.
No podía recordar la reacción del hombre de Detroit, o la reacción inmediata de Driscoll. No recordaba nada más de lo que había hecho o dicho en aquella mesa. El siguiente episodio era que volvía a estar en el bar, vaso en mano, con Hunter a su lado, hablándole tan seriamente que casi se le saltaban las lágrimas.
—¡Dios mío, Had! ¿Qué has dicho? Nunca le he visto tan enfadado.
—Dile que se vaya a hacer algo innombrable. Me he limitado a decirles unas cuantas cosas tan claras como elementales. Y ahora quiero animar un poco esa pequeña orquesta.
—Deja la música en paz y vete a casa, por favor. Vete a casa, Had.
Había otra brecha, y luego recordaba una discusión con el batería. El hombre parecía curiosamente poco dispuesto a soltar los tambores. Un camarero le cogió el brazo.
—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Hadley, enojado—. Sólo quiero enseñarle a este payaso cómo se mantiene el ritmo más alto.
—Un caballero desea verle, señor. Está en el guardarropa. Me ha pedido que le acompañe.
Driscoll estaba en el guardarropa, y se acercó a él.
—No abra la boca, Purvis. Limítese a escucharme atentamente mientras trato de meter algo en su cráneo borracho. ¿Puede entender lo que le digo?
—Claro que puedo…
—¡Cállese! Es posible que nos haya hecho perder el negocio con su discurso. Ese hombre me ha dicho que desconocía el hecho de que yo contrataba comunistas. Dijo que las críticas del modo de vida norteamericano le ponen físicamente enfermo. ¿Sabe lo que voy a decirle dentro de un momento?
—No.
—Pues voy a decirle que le he hecho salir de aquí, le he despedido y le he mandado a casa. Entiéndalo bien. Es un intento de salvar el contrato. Y aunque no lo fuera, le despediría igualmente, y lo haría en persona. Hasta ahora creía que eso me resultaría penoso, pues le conozco desde hace largo tiempo. Pero la verdad, Purvis, es que me gusta hacer esto. Es un magnífico alivio desembarazarse de usted. No abra la boca. No volvería a admitirle aunque trabajara gratis. No vuelva por la agencia. No se presente mañana. Le diré a una chica que recoja sus pertenencias y se las enviaré con un mensajero, junto con el cheque. Mañana lo recibirá todo antes del mediodía. Es usted un hombre inteligente, Purvis, pero esta ciudad está llena de hombres inteligentes que pueden aguantar el licor. Adiós.
Driscoll giró sobre sus talones y se dirigió a la sala. Hadley recordó que la conmoción había penetrado en la neblina del licor que envolvía su cabeza. Recordó que se había quedado allí y que había podido ver a dos hombres que instalaban un proyector, y lo único que podía pensar era en cómo se lo diría a Sarah y lo que probablemente diría ella.
Y, sin transición, el recuerdo le hizo verse en la zona de Times Square, camino de su casa. La acera se inclinaba inesperadamente, y cada vez tenía que dar un bandazo para recuperar el equilibrio. El brillo de las luces le hería los ojos, el corazón le latía con fuerza, sentía que le faltaba la respiración.
Se detuvo y miró el escaparate de una tienda de prendas masculinas que aún estaba abierta. Un cartel en la puerta decía «ABIERTO HASTA MEDIANOCHE». Consultó su reloj: eran poco más de las once. Había imaginado que sería mucho más tarde. De súbito, le resultó imperativo demostrar —a sí mismo y a un desconocido— que no estaba en absoluto borracho. Si podía demostrar eso, entonces sabría que Driscoll le había despedido no por estar borracho, sino por sus opiniones. ¿Y quién querría seguir en un puesto de trabajo en el que no se le permitía tener opiniones?
Hizo acopio de todas sus fuerzas y miró atentamente el escaparate. Vio una corbata de lana gris con una figura diminuta bordada en rojo oscuro. Los dibujitos bordados tenían una forma de comas. Decidió que aquella corbata le gustaba muchísimo. El precio de las corbatas en aquel ángulo del escaparate era de tres dólares cincuenta. Comprobó su estabilidad, se aclaró la garganta y entró en la tienda.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. Quisiera esa corbata del escaparate, esa gris de la izquierda, la que tiene un dibujito rojo oscuro.
—¿Es tan amable de enseñarme cuál, señor?
—Claro.
Hadley la señaló. El tendero cogió una igual de un perchero.
—¿La quiere en una caja o puedo ponerla en una bolsa?
—Una bolsa bastará.
—Es una corbata muy bonita.
Le dio al tendero un billete de cinco dólares, y el hombre le devolvió el cambio.
—Gracias, señor. Buenas noches.
—Buenas noches.
Salió a la calle caminando con firmeza, con la bolsa en la mano. Nadie podría haberlo hecho mejor. Había sido una compra muy metódica. Si alguna vez necesitaba una prueba de su estado, el tendero le recordaría. «Sí, recuerdo al caballero. Entró poco antes de la hora de cierre y compró una corbata gris. ¿Sobrio? Quizás había tomado una o dos copas, pero estaba tan sobrio como un juez».
Y en algún lugar entre la tienda y su casa cesaban todos los recuerdos. Tenía una vaga impresión de que había discutido con Sarah, pero no estaba nada clara. Quizá porque la escena al llegar a casa había llegado a ser demasiado frecuente para ellos.
Se secó vigorosamente con una toalla áspera y fue al dormitorio. Cuando pensó en el trabajo que había perdido, sintió una punzada de pánico. No le sería fácil encontrar otro empleo. Uno igual de bueno podría ser imposible. La suya era una profesión que se alimentaba del chismorreo.
Tal vez había sido beneficioso, pues le obligaría a cambiar, quizás a mudarse a otra ciudad y emprender una nueva vida. Tal vez podrían recuperar algo que habían perdido en el último año, más o menos. Pero sabía que silbaba en la oscuridad. Tenía miedo. Aquella era la peor de todas las mañanas después de una borrachera.
Sin embargo, incluso esa certeza estaba difuminada por el peculiar aroma de irrealidad que se adhería a todas sus resacas matinales. Los sueños siempre eran vividos, tanto que llegaban a confundirse con la realidad. Se concentró en estudiar la textura del recuerdo del rostro de Driscoll y el resultado fue una disminución de su esperanza de que lo hubiera soñado.
Entró en el dormitorio y sacó una muda del cajón. Por asociación de ideas pensó de nuevo en la corbata que había comprado. Le parecía extraño que esa menudencia tuviera semejante importancia retroactiva. Las ropas que había llevado estaban donde las había dejado caer, al lado de la cama. Las recogió, vació los bolsillos del traje y descubrió una gran mancha de vómito seco en la solapa de la chaqueta. No recordaba haberse encontrado mal. Había un desgarrón triangular en la rodilla izquierda de los pantalones, y entonces notó por primera vez que se había despellejado la rodilla. No podía recordar que se hubiera caído. La corbata no estaba en el bolsillo del traje. Empezó a preguntarse si habría soñado lo de la dichosa corbata. En el fondo de su mente había una imagen espectral de algún otro sueño acerca de una corbata.
Decidió que iría a la oficina. No veía qué otra cosa podría hacer. Si su recuerdo de lo que Driscoll había dicho era exacto, tal vez para entonces el jefe ya se habría aplacado. Cuando fue a seleccionar una corbata, después de afeitarse cuidadosamente, buscó la nueva en el perchero. No estaba allí. Mientras se hacía el nudo de la que había escogido, observó una bola de papel estrujado en el suelo, al lado de la papelera. Lo recogió, lo extendió, leyó el nombre de la tienda impreso en él y supo que la compra de la corbata había sido real.
Cuando estuvo totalmente vestido, todavía no eran las ocho de la mañana. No se sentía bien, aunque había disminuido la intensidad del dolor de cabeza. Le temblaban las manos y tenía una sensación de debilidad en las piernas.
Era hora de enfrentarse a Sarah. Sabía que le había visto la noche anterior. Probablemente estaba en cama, le había oído entrar, se había levantado como de costumbre y, sin duda, había armado una escena. Confiaba en que no le había dicho lo de la pérdida de su empleo. No obstante, si eso había sido un sueño, no podía habérselo dicho. Si se lo había dicho, sería prueba de que no se había tratado de un sueño. Cruzó el baño y entró en el dormitorio de su mujer, caminando con cuidado. La cama había sido usada, y las ropas estaban separadas, tal como ella las había dejado al levantarse.
Cruzó el corto pasillo hasta la pequeña cocina. Sarah no estaba allí. Empezó a intrigarle la ausencia de su mujer. No creía que la discusión hubiera sido tan grave que ella se hubiera vestido y tomado el portante. Echó unas cucharadas de café en el filtro y colocó el recipiente sobre el fuego. Bebió un gran vaso de zumo de naranja. La quietud del apartamento no parecía natural. Se sirvió otro vaso, tomó la mitad y cruzó el vestíbulo hasta la sala de estar.
Se detuvo en la entrada, pues vio la corbata, reconoció su pequeño dibujo. Se quedó allí inmóvil, con el vaso en la mano, y miró la corbata. Estaba fuertemente anudada, y por encima del nudo, descansando en el brazo del sillón, estaba el rostro yerto e inefable de Sarah, un rostro con la tonalidad brillante de una berenjena fresca.