FE DE BÚSQUEDAS
El primer deslumbramiento que tuve con el tema de las comidas en la poesía, fue en mi niñez leyendo nuestro poema nacional Martín Fierro:
Venía la carne con cuero,
la sabrosa carbonada,
mazamorra bien pisada,
los pasteles y el buen vino
pero, ha querido el destino
que todo aquello acabara…
Me inoculó cierta nostalgia esa sentencia, nostalgia por un menú que creí irrecuperable y que, creciendo, rescató la mano del pueblo, pues ninguno de esos platos habían caído al olvido, como creía don José Hernández. Más acá y ya lector infatigable, advertí en mis andanzas de cantor de ranchos y boliches, las innumerables referencias a los alimentos, su preparación y sus bondades que hay dispersas tanto en la copla popular anónima como también en el cancionero folclórico no sólo de nuestro país, sino también en el de España y la América Latina.
Allá por 1950, conocí fragmentos de la chilenísima Epopeya de las comidas y bebidas de Chile del gran Pablo de Rokha, precursor colosal —como a él le gustaba decir— de la poesía latinoamericana de masas. Luego, en cientos de libros perseguí las ocasionales alusiones a las comidas y celebré largamente el abordaje del tema por el otro Pablo inmenso, Neruda, en sus sensuales y bellísimas odas al caldillo de congrio, al ajo, a la cebolla. También me deslumbré de encontrar el olor a cocina en algunos textos sagrados de distintas religiones y, fundamentalmente, en esa catedral del conocimiento antropológico que es La rama dorada de Sir James Frazer.
No obstante, y como todos saben, la literatura sobre el tema es por demás exigua, y mis búsquedas, sobre todo históricas, han sido mayormente infructuosas. Tan es así, que al disponerme a escribir un Cancionero nacional de las comidas, origen de esta obra, con el músico salteño Gustavo Leguizamón, me encontré con un territorio inexplorado en nuestro país desde el punto de vista de la poesía. Todo lo que pude hallar está en la literatura de investigación folclórica, y los textos, casi siempre antiguas ediciones, son muy difíciles de consultar.
Tema tan subestimado por nuestro interés cultural ha provocado el asombro de la mayoría cuando se supo que yo estaba escribiendo sobre un asunto aparentemente tan distante de la poesía, según esta es entendida por nuestras costumbres mentales. Durante los dos últimos años he amolado la paciencia de amigos y desconocidos urgiéndoles datos, comentarios, alusiones, notas y cualquier material escrito, literario o no, que me ayudara a penetrar el cerrado mutismo en que hemos mantenido un hecho de tal categoría vital y tan lleno de connotaciones subyugantes.
En la tarea he descubierto cosas tan sorprendentes como que la comida regional es el único elemento folclórico vivo, pues nadie puede preparar plato alguno partiendo de los habituales recetarios de cocina, sino por la tradición oral y la práctica directa. En fin, que, como siempre, no sólo he ido escribiendo el poema, sino también aprendiendo, a medida que entraba en el tema.
Se advertirá claramente que, al contrario de los gigantes que me preceden —De Rokha, Neruda—, yo he dado menos materia poética al mundo de las sensaciones del paladar, porque me ha importado más expresar la relación dialéctica que las comidas tienen en la vida del hombre y de los pueblos, ajustándome a una geografía necesariamente limitada; lo que podemos definir como civilización de Tiahuanaco, esa zona de influencia cultural que va desde el Alto Perú al Río de la Plata, acentuando el contenido nacional de que se nutre mi poesía y la insoslayable regionalidad argentina de mi palabra.
Por último, y ya con la obra terminada delante, estoy cierto de que este poema no es sino un punto de partida. Me he preguntado también si en lugar de un poema a las comidas, no he escrito una especie de geopoética del hambre en nuestro Continente, y se me ha impuesto la obligación de dedicarlo al brasileño Josué de Castro, cuyos libros han dado a este poema ese estado de conciencia de lucha contra el subdesarrollo en nuestro Continente, vértebra de una lucha política y cultural contra el imperialismo donde la epopeya no se cuente sólo por los héroes, sino por la presencia de las masas populares en la transformación de la vida histórica.
ARMANDO TEJADA GÓMEZ