CARTA DE VINOS
1
Con la sombra del año, con el tiempo
que envejece al otoño en la madera,
madura al rojo el corazón del vino
fraguado en calendarios de paciencia.
La ciencia milenaria de su alquimia
no admite sino el cálculo del clima
cuando el mosto recobra el movimiento
y en su fermentación hierve la vida.
Enmelada de abejas va la tarde,
fundándole regiones de dulzura,
como una jubilosa flor del aire
dormida en el vivero de la espuma.
El vino va del verde a lo morado,
tornasol de la rosa, transparencia
donde la luz es sólida un instante
y el aroma un lugar de residencia.
El hombre sabe a vino. El vino a hombre.
Es un secreto a voces el misterio.
Desde lo más remoto vienen juntos
rompiendo las ventanas del silencio.
La memoria del vino, es la memoria
del labrador de pámpanos y estrellas
que un día, ya de pie, mató al olvido
y se vino a zancadas por la tierra.
El antiguo pastor de las edades
guardó los cereales, la herramienta,
llevó la vid con él sobre los siglos
para ver regresar la primavera.
2
Reúne nombres de región y abuelos,
inalterables formas y apellidos,
el Pinot gris de los atardeceres,
el Borgoña nocturno, el Medòc sísmico,
ese trago de Riessling luminoso
que llena la alegría de estampidos
o el Cabernet de umbrías soledades
que aturde el corazón como un gemido.
En la mesa solar del mediodía
el Lambrusco del año parpadea
y queda demorado, propiciando
el entresueño de la sobremesa.
A veces llega con el gusto verde
al ruidoso fragor de las tabernas,
a las celebraciones tumultuosas
y enciende las hogueras de la fiesta.
El vino tiene un orden. Él conduce
los infinitos duendes de la vida:
con carnes, tinto; con mariscos, blanco.
Es el otro sabor de las comidas.
Y cuando llueve el corazón y el año
y arde la leña trémula del día,
el vino, compañero y solidario
moja el sollozo y la melancolía.
3
Pero, a veces, el vino, prisionero de sombras,
sale con la navaja del lucro, simulado,
destituido del sol de su nobleza
a maniatar los pobres inermes de los barrios.
Corrompe la alegría en las ruinas boliches
donde violan su estirpe las tinturas y el agua
para estragar el hombre del jornal y enturbiarle
la raída inocencia que padece su canto.
Sale del vino un puño. Sale un grito. Le sale
la mala luz del odio, la artera puñalada.
Amanece en las celdas donde orina el desprecio
y llora roncamente su lágrima de espanto.
El vino mata al vino en la casa del pobre:
entra el domingo y salen las mujeres llorando.
Los niños desnutridos bostezan el asombro
y desde las tinieblas, solloza el desamparo.
Yo he visto en el monte, violento como un hacha,
beberse la quincena y amanecer vinagre.
Me ha dolido en las carpas de los cosechadores
y en los rudos obrajes forestales del hambre.
De noche, en las tabernas de los puertos del mundo,
canta las afonías de los coros canallas.
Prostituido en la risa de la mujer caída
el hondo pudridero del sexo desterrado.
Ahí anda en cueros, lúbrico y a mitad de camino
del animal y el hombre, aullando, en cuatro patas,
etílico y sombrío, triste macho cabrío
cavando hacia lo oscuro la condición humana.
Hay que cuidar al vino del usurero abstemio
que castra en las bodegas su magia milenaria
que, como un dios remoto, libera la alegría
en lo que el hombre tiene de campanario y pájaro.
Hay que salvar al vino de los brujos metálicos
que humillan y adulteran su índole de sangre,
para que vuelva puro a la mesa del hombre
y le llene la casa de júbilo fragante.