CRÓNICA DE INDIAS
1
En las Crónicas del Descubrimiento, no está escrito.
No se dice tampoco en las Relaciones
a su Reverendísima Majestad Católica.
Los Libros de Bitácora son mudos al respecto
porque tratan de pájaros o corrientes azules o ríos como el mar
y además, tanto asombro no cabía en los ojos
y todavía menos en la caligrafía atroz y laberíntica
donde el idioma daba tumbos de toro herido
sea que fuera un monje perdido en la escritura o
el Señor Almirante de Todos los Océanos, Cristóforo Gaviota
como debió firmar desde el día o la noche que violentó las aguas
y vio crecer la tierra, como un vientre, en la proa.
No lo dice en sus Cartas. Consta en las listas básicas:
tasajo, cien arrobas, cereal veinte noques,
tres barricas de sal, pero es la suma gruesa,
el dato amontonado de imprescindibles víveres;
nunca jamás la alquimia, la mágica manera,
los hervores precisos por lo que recobraban
la cualidad nutricia y el sabor resurrecto y el olor a comida.
No está. Nunca lo dicen. Nadie describe el modo de tomar alimentos.
No recuerdan el vino que vino en las bodegas
ni el trigo ni el arroz ni el pez incandescente
o las destilaciones asesinas
que les ponían ráfagas de espadas en los ojos
siendo, como es que fueron, definitivamente alucinados.
Un abismo ese olvido. Un pozo de los siglos.
Debió ser un regreso vergonzante al cilicio
porque, como creían, esos magros desdenes al júbilo del jugo
les daban una módica, raída transparencia a los ojos de Dios
y, pues que eran ascetas, él los vería claros
maguer las violaciones sucias de sangre y lodo
y esa sed y ese arder por el oro y el moro.
2
No era tema de honor ni asunto de relato
y mal podría andar mezclado a las hazañas
el vulgo de yantar, sus pormenores dóciles al olvido
en épocas de Endriagos. Trapalandas
y precipitaciones geográficas, mapas de no acabar,
lentes bahía, islas de ardido trópico en la brújula;
porque el tiempo se había vuelto loco
y sólo lo grandioso conmovía:
Atlántidas, ciudades de oro y plata,
soles de oro macizo destituidos del cielo
al norte, al sur, al este y al oeste,
verificables sólo por el amotinamiento de los pájaros.
Se nutrían de fábulas y andaban tremulentos de leyendas
toda vez que hasta Dios incurrió en olvidarnos
entre sus Escrituras y éramos inocentes
de sus feroces Tablas y estando como estábamos
sin profeta en la tierra, la desnudez que hubimos
era un modo del aire, ya que el cuerpo era todo
como si fuera cara ante el fuego y el hielo,
todo el cuerpo era cara:
el mismísimo rostro de la naturaleza en estado de ser.
De aquestos sucedidos se llenaron la boca
y no podían menos que agrandar lo que hallaban,
pues que era grande ya partir hacia el asombro
aunque fueran buscando un paso hacia el oriente
para facilitar el tráfico de Especias
con destino a halagar el paladar del mundo.
No les cupo en los ojos tamaño sucedido.
Les tocó amanecer Señores del Misterio.
Aquí, en estas distancias, nacieron a lo enorme
y ya la Especiería perdió todo horizonte.
De pronto, Adelantados de las Navegaciones,
hollaron el reverso del día y de la noche.
3
Todo ascendió al milagro y sin más valimiento
que la fiebre, el coraje, el sórdido apetito o las alumbraciones,
cada uno en su sitio se sintió destinado
ya que habían pisado al fin la desmesura
y, allende el mar, el mundo había envejecido
de una vez para siempre sin que ellos lo supieran
y aún mucho menos que esto era un Continente,
como que no supieron debajo de la muerte
que le habían volteado la puerta al horizonte
en el que los cartógrafos anotaban estrellas,
cruces, constelaciones, extensiones del cielo
donde estallaba el número y la geometría
porque había más norte del que se suponía
para situar aquí el ombligo del mundo.
Así fue que olvidaron. Así fue que nacieron
turbiamente de nuevo dos veces ese siglo
y aunque escribieran largos informes obsecuentes
a Sus Reverendísimas Majestades Católicas,
salivaban procaces la Corte calzonuda
dueña de un mundo oceánico breve como un pañuelo,
ahora que ellos eran Capitanes del Límite
y habían derrumbado los muros del espacio.
Chancheros, escribientes, horteras, ganapanes,
deudores, condenados, ralea, leva, garfios,
pinzones, sánchez, gómez, pérez de pero y pera;
libertos y corteses, pizarros, alvarados,
quirogas, bajo pueblo, giménez de la nada:
solamente la chusma disponible esos días:
balboas, alvar núñez, mendozas, magallanes.
Nada. Ni un solo príncipe. Ni un hidalgo señor.
Ni un señor hijodalgo. Ni un caballero. Nada.
Nadie para dar fe. Nadie sino los pobres infelices sin nada.
Brutos como una ostra. Gente de bajo instinto.
Carne de mugre y muerte. Banderías de harapos.
Despertaron a Dios, lo llamaron al alba:
—¡Señor, allá debajo hay otro continente!,
gritaron, patalearon, le gastaron la aldaba.
Dios revisó los Libros. Dijo:
—Aquí no está escrito. Guiñó un ojo a sus ángeles
y mientras regresaba a su nivel de sueño,
dicen que murmuró:
—Otra treta del diablo.
4
Los Reyes han tenido más poderes que Dios
puesto que Dios no es otro que una inmensa metáfora
para asir, de algún modo, la mitad invisible de lo reconocido,
por esa breve y simple sílaba de ceniza: Dios.
Algo como el respiro de la vida y la muerte
para cerrar la boca abismal del misterio: Dios.
Pero los Reyes pueden organizar su Dios
para esconder el humo de sus depredaciones:
disponer de los unos, degollar a los otros
y ofrendarles sahumerios dispersos en el viento
porque parece ser que los dioses del hombre
se alimentaron solo de destrucción y fuego
y que sus catedrales, construidas con martirios,
solo hubieren lugar para los vencedores
y al vencido, sin Dios, le ocurriera el destierro
de modo que la vida se cuente por victorias
habidas, mal habidas, habidas por azar como fueron habidas
estas lejanas tierras ausentes de escrituras,
de propósito alguno, de ordenación o rango
y es que yendo a buscar pimientas y canelas
dieron con que se dieron de nariz con la tierra;
y en lugar de quemar sus oráculos torpes,
sus brújulas de alcoba, sus monjes sordomudos,
procedieron negando la existencia del ánima
que había aparecido en el traste del mundo.
Así fue que detrás de los Adelantados
de Todos los Albatros,
vinieron los Alcaldes, a ojo de buen cubero,
los frailes remanentes, los Señores de Horcas
y los Gobernadores de Muy Habida Cuenta
para imponer un orden de dioses y cuchillos
y ahogar en sangre al sol del maíz y la melga.
Y como que los Reyes pueden con Dios, pudieron
envilecer las Crónicas de los Descubrimientos
alentando a los sórdidos saqueadores del oro
y atorando de espanto tres siglos de desprecio.
Ya nadie halló el Camino de las Especierías.
El diablo era muy diablo y fundó aquí el infierno.
5
Tal parece que ellos no comían por no pecar de gula
o morir en pecado y muchísimo menos describirse comiendo
o haciendo relación de cocido o fritura que enloqueciera el aire
o hablar de su pitanza o la marmita hirviendo;
cómo es que olía el pez en la cazuela y el pulpo al pimentón
rehogado de aceite de oliva de Castilla
o la negra chafaina de animal desangrado y muy recientemente,
acaso el bife de hígado con perejil y ajo
o la mera fritanga de cebolla con hojas de laurel de Extremadura
cuando no había más y solo era recuerdo la pierna de cordero
revolcada en ceniza si es que no hubiera sal en la talega,
como es que sucedía de manera frecuente, pues entonces fue escasa,
como que se recuerda que de ella deviene la palabra: salario;
así que antiguamente se pagaba con sal al artesano
para que su bocado tuviera su aleluya
y alguna vez siquiera el pobre de la tierra tuviera una alegría.
Ellos se recataban de mentar las comidas
aunque muy claramente se descuenta
que hubieron de llenar las bodegas de jamones cocidos
por el viento en las Sierras
y cuelgas de chorizos y orejones pulposos,
ya que el tasajo era tan solo un ingrediente en el guiso de alubias
sustentando a tocino y lenguas de carnero o trufas u hortalizas
bien que magras aún, ya que recién llegaban y ponían pie en tierra.
No lo han dejado dicho por resultar pedestre entre sus avatares,
como tampoco dicen que volteaban las indias
con la furia volcánica del hombre en soledad,
pensando o no pensando que todo se sabría
con solo abrir los ojos unos siglos después
y verse las dos sangres y tener dos raíces:
una para la muerte, otra para la vida, pero ambas sin olvido
y atrozmente mirando atrás, abajo, arriba,
en la médula misma de la violada vida.
Pensando o no pensando que la vida resiste
y que la muerte deja señales en la arena,
por lo que, muchas veces, ya caído el guerrero, comido por las fiebres,
tragado en el pantano, desollado en olvido, asaz despedazado,
irrumpía un vagido lejos de su agonía entre una y otra lluvia
tenaz, interminable, carnal, espesa, oscura, dentada de relámpagos.
Ellos no hacen memoria de comida o fritura, pero
bajo sus muertes
se han hallado frijoles y ruinosas cucharas.
6
«Era el gran MONTEZUMA de edad de hasta cuarenta años
y buena estatura y bien proporcionado y cenceño…»,
describe subyugado don Bernal Díaz del Castillo,
uno de los Cronistas, muy de pluma velamen y húmeda de asombro
ante, como él escribe, «la manera y persona del Rey de los Aztecas».
«Y pocas barbas, prietas y bien puestas y ralas».
«El rostro algo largo y alegre mostraba en su persona
en el mirar, por un cabo amor y cuando era menester gravedad,
era muy pulido y limpio; bañándose cada día una vez, a la tarde;
tenía muchas mujeres por amigas, hijas de señores,
puesto que tenía dos grandes cacicas por sus legítimas mujeres,
que cuando usaba con ellas era tan secretamente
que no alcanzaban a saber sino algunos de los que le servían…».
Pero es cuando la lluvia, la interminable lluvia
agobiante del trópico, le moja las hazañas
que él reconstruye el siglo
y nos da testimonio meticulosamente
de la naturaleza cotidiana de América
y, por primera vez, desciende a las comidas
solo porque esta vez se trata de nosotros:
hijos definitivos del sol germinador.
Entonces nos precede cinco siglos, porque él como nosotros
entiende que el poeta gusta la pulpa y busca
entretanto el carozo, el hueso de la vida.
Así es que nos escribe y nos describe, aunque por lo fastuoso,
en los rituales actos de nutrir nuestro cuerpo
no solo con la médula sino con el sabor y el olor lujurioso:
«En el comer, le tenían sus cocineros
sobre treinta maneras de guisados hechos a su manera y usanza
y tenían los puestos en braseros de barro chico debajo,
porque no se enfriasen y de aquello que el gran MONTEZUMA
había de comer, guisaban más de trescientos platos
sin más de mil para la gente de guarda…».
Hay un olor a frutas, hay un color demente,
se siente el movimiento ceremonial del cántaro
volcando el mediodía torrencial de los vinos
y la vida tañendo por entre las vajillas.
7
Encandilado sigue. Con los ojos ardiendo
mira hacia su memoria, reconstruye a relámpagos:
«… y cuando habían de comer salíase MONTEZUMA
algunas veces con sus principales y mayordomos
y le señalaban cuál guisado era mejor
y de qué aves y cosas estaba guisado
y de lo que le decían de aquello había de comer
y cuando salía a verlos eran pocas veces
y como por pasatiempo…».
Cronista ya de prosa terrestre,
Bernal describe al príncipe comiendo como príncipe.
Enjaulado en la lluvia, ceñido por la muerte,
mezcla los sucedidos y desfonda los hechos:
«oí decir que le solían guisar carnes de muchachos
de poca edad, y, como le tenían tantas diversidades
de guisados y, de tantas cosas, no lo echábamos de ver
si era carne humana o de otras cosas,
porque cotidianamente le guisaban gallinas,
gallos de papadas, faisanes,
perdices de la tierra, codornices,
patos mansos y bravos, venado,
puerco de la tierra,
pajaritos de caña
y palomas y liebres y conejos
y muchas maneras de aves
y cosas que se crían en esta tierra, que son tantas
que no acabaré de nombrar tan presto…».
Y luego su atavío y las maneras de su servicio
«al tiempo de comer». Lumbre de ascuas olorosas,
blancos manteles, ídolos tallados en la mesa
«… y cuatro mujeres muy hermosas y limpias
le daban agua a mano… Y le daban sus toallas
y otras dos mujeres le traían el pan de tortillas…».
Al fin pues, hay noticias de aroma y abundancia
en la gesta famélica de los dioses oceánicos
solo porque la lluvia le ceñía la muerte
y él daba fe, escribiendo entre grandes relámpagos.