La gripe transilvana
A la mañana siguiente Anton se dio cuenta de que lo que había cogido era más que un pequeño catarro: le ardía la frente y sentía un fuerte dolor de cabeza.
Y también le costaba mucho tragar. De los apetitosos panecillos que su padre había hecho en el horno sólo se comió medio y el cacao ni lo probó.
—¿Estás enfermo, Anton? —preguntó su madre con voz de preocupación.
—Hum…, no sé —contestó.
Por si fuera poco, de repente empezó a tiritar a pesar de que llevaba puesto un albornoz muy grueso.
—¿Tienes fiebre? —le preguntó ella.
—Puede…
Anton se sentía ahora tan débil y tan caído que no le importó que su padre le metiera otra vez en la cama y que su madre apareciera después con el termómetro. Incluso le dio exactamente igual que su madre se quedara sentada en el borde de su cama mientras tenía puesto el termómetro.
—¡Treinta y nueve! —exclamó ella asustada tras tomarle la temperatura a Anton—. Y eso por la mañana temprano… ¡Tendremos que avisar a la doctora Dösig!
Una hora más tarde llegó la doctora Dösig, la médico de cabecera. Su diagnóstico fue «gripe». Dijo que Anton debía quedarse en la cama un par de días, tomarse obediente el jarabe que le prescribía y guardar reposo…
—Seguro que para Nochebuena ya te habrás puesto bien —le prometió.
—¡Ojalá! —dijo Anton con voz débil.
—¡Pues claro que sí! —dijo ella sonriendo para animarle—. Pensar en los regalos de Navidad te ayudará a recuperarte en seguida. ¡Ya lo verás!
Y en eso no le faltaba razón: ¡Anton seguía sin tener terminados los regalos para sus padres y no se podía permitir el lujo de seguir enfermo en cama y sin hacer nada durante mucho tiempo!
Pero de momento lo que quería era dormir profundamente y descansar, Y por eso, cuando su madre preguntó que cómo era posible que hubiera cogido una gripe tan fuerte de la noche a la mañana, dijo:
—¿No lo has oído? ¡Me han dicho que tengo que descansar!
Y entonces se dio la vuelta hacia la pared.
Anton se quedó el lunes entero en la cama. El martes ya no tenía fiebre y el miércoles la doctora Dösig le dejó que se levantara un par de horas.
Entre tanto, era ya 20 de diciembre.
Poco a poco Anton estaba empezando a preocuparse por la celebración de la Nochebuena con Anna y con Rüdiger, pues en las noches pasadas ninguno de los dos había llamado a su ventana. Y tampoco Lumpi había ido a recoger los regalos…
¿Sería que con el jarabe de la doctora Dösig Anton había dormido tan profundamente que no les había oído llamar?
¡No, eso no era posible, pues alguien como Lumpi aporrearía el cristal hasta que le abrieran! Y Anna y Rüdiger tampoco se quedaban cortos a la hora de despertar a Anton. ¿Acaso estarían los vampiros tan ocupados con sus propios preparativos de Navidad que no habían podido dedicarse a otra cosa? En la terraza de Geiermeier ya Anton había expresado sus sospechas de que todos los vampiros debían de haber caído en una especie de «delirio navideño»…
¡Lo que sí estaba claro era que si Anton no hubiera cogido aquella maldita gripe habría ido al cementerio para intentar encontrar a Rüdiger y a Anna! Sin embargo, dada la situación, Anton lo único que podía hacer era esperar.
Cuando el jueves por la noche, poco después de las nueve, llamaron a su ventana, Anton sintió un verdadero alivio.
Abrió la ventana rápidamente… y vio la pálida cara del pequeño vampiro.
—¡Por fin! —dijo.
El pequeño vampiro se rió irónicamente.
—No todo el mundo nos saluda con tanta efusividad —dijo colándose en la habitación.
—Por cierto, que tenías razón —dijo Anton.
—Como siempre —contestó presuntuoso el pequeño vampiro.
—No, como siempre no —replicó Anton—. Pero esta vez tenías razón: los enfermos deben guardar cama. He estado enfermo hasta ahora.
—Sí, tienes un aspecto bastante exangüe —observó el vampiro—. Además —le corrigió—, yo no dije que los enfermos deben guardar cama. Yo dije que los enfermos tienen que estar en la cama.
Anton se lamentó en voz baja.
—¡¿Qué más da?!
—No, no da igual —replicó el vampiro—. Lo más importante son siempre las pequeñas diferencias.
—¿Las pequeñas diferencias? —repitió burlón Anton.
—¡Sí señor! —gritó el vampiro—. Pero al parecer tienes una memoria como una redecilla para el pelo…, sólo que con más agujeros todavía.
Se acercó a él y examinó la bufanda de lana que Anton llevaba puesta alrededor del cuello.
—Quizá sea que… te alimentas mal —le dijo soltando una carcajada.
—Mejor será que te quedes donde estás —le advirtió Anton—. ¡Como te contagie, no podrás celebrar la Navidad con nosotros!
—¿Cómo que como me contagies?, —preguntó perplejo el pequeño vampiro—. ¿Desde cuándo es contagioso un cuello torcido?
—Yo no tengo el cuello torcido —le aclaró Anton—. ¡Yo lo que tengo es la garganta irritada!
—¿La garganta irritada? —dijo sorprendido Rüdiger—. ¿Con fiebre y… uf… dolores y eso?
—Exactamente —confirmó Anton. Y para vengarse del comentario de la redecilla para el pelo añadió con grandilocuencia—: ¡Tengo la gripe transilvana!
Más le hubiera valido no haberlo dicho, porque el pequeño vampiro pegó un chillido y retrocedió hasta la ventana.
—¿Tienes la gripe trasilvana?
—Sí, ¿por qué? —dijo Anton… sorprendido por aquella violenta reacción del vampiro.
—Porque es la gripe más terrible que existe —gimió el pequeño vampiro—. ¿Y sabes qué es lo más terrible de todo?
Se había subido de un salto al alféizar de la ventana y se tapaba la boca y la nariz con una punta de su capa.
—No —contestó angustiado Anton.
—¡Es la única enfermedad del mundo para la que no tenemos anticuerpos! —exclamó el pequeño vampiro.
—Pero… —empezó a decir Anton, pero el vampiro ya se había marchado de allí volando.
Anton fue corriendo hacia la ventana.
—¡Que me he confundido! —gritó—. ¡No es la gripe transilvana! ¡Lo que tengo es la gripe transiberiana!