El vampiro ha de valerse por sí mismo

Anton llegó a casa agotado, pero muy satisfecho. Por primera vez pudo entender que su madre se quejara siempre de que los días anteriores a las Navidades eran los más agotadores y los más agitados de todo el año. Nada más cenar les dio las buenas noches a sus padres y se metió en su habitación. En cuanto cerró la puerta, sin embargo, volvió a ponerse en guardia, pues, fuera, ante la ventana, se perfilaban los contornos de una gran figura oscura. Tenía que ser un vampiro, un vampiro adulto…

Y aquel vampiro le estaba viendo a él perfectamente, pues Anton al entrar había encendido la luz. El vampiro entonces se puso a golpear impaciente el cristal.

Anton se acercó a la ventana lleno de miedo.

—¡Vamos, mueve tus cansados huesos! —oyó entonces que decía Lumpi con su voz estridente—. ¡Aquí arriba hace un aire de mil demonios!

—Sí, sí.

Con los dedos temblorosos, Anton descorrió el pestillo.

Lumpi entró de un salto en la habitación, acompañado también en esta ocasión por un olor acre que se mezclaba con el habitual «aroma» a podredumbre. Se plantó directamente delante de Anton y con una amabilidad nada natural dijo:

—¡Hola, Anton!

—Hola —murmuró Anton. Luego le preguntó con cautela—: ¿Quieres ver ahora mi casa?

—¿Tu casa? —dijo Lumpi con una risa que parecía un graznido—. ¡¿Cómo se te puede ocurrir ese disparate?!

—Tú mismo dijiste que tenías que ver una casa con adornos navideños…

—Bah —dijo Lumpi haciendo un ademán de rechazo—. ¡Eso ya está resuelto!

—¿Resuelto? —se sorprendió Anton.

—Te sorprende, ¿eh? Pero nuestro hogar ahora también tiene una decoración navideña —declaró orgulloso Lumpi. Y señalando el cuello de Anton añadió—: El vampiro ha de valerse por sí mismo…, es un viejo dicho familiar.

Con la mirada de Lumpi a Anton le entraron sudores y escalofríos a un tiempo. Dio un paso hacia su escritorio. Allí tenía su palo de hockey, por si las moscas…

—Si no has venido por las Navidades, ¿qué es lo que has venido a hacer aquí entonces? —preguntó angustiado.

Lumpi hizo castañetear sus afilados dientes.

—¿Qué qué es lo que he venido a hacer aquí? —Soltó una risita. Luego dijo casi con ternura—: Porque necesito algo de ti…

—¿Algo? —repitió Anton tanteando con la mano en busca del palo.

—¡Sí! ¡Algo que no te costará nada en absoluto, ji, ji, ji!

Lumpi se relamió muy lentamente con la punta de la lengua.

A Anton se le puso un nudo en la garganta.

—No…, no sé qué quieres decir —afirmó.

—¿De verdad que no? —dijo Lumpi—. Y yo que confiaba plenamente en que me lo dieras…

—Pues… ¡pues entonces no has tenido suerte! —replicó Anton lo más valiente y decididamente que pudo.

—Pero un poquito sí que me podías dar, ¿no? —dijo Lumpi penetrándole con la mirada.

—¡No! —gritó Anton—. ¡No!

Por fin encontró el palo. Lo agarró con la mano derecha. Como Lumpi se acercara tan sólo un centímetro más…

—Pero, ¿qué es lo que tiene ahí mi pequeño Anton?

De repente Lumpi se echó rápidamente hacia delante y tiró del brazo derecho de Anton hacia sí.

—¿Un palo? —dijo haciéndose el sorprendido—. ¿Qué es lo que pretendes con este palo tan gordo, Anton?

—Defenderme con él si tú… —dijo Anton con voz ahogada.

—Si yo, ¿qué?

—¡Si tú me… quieres morder!

—¿Morderte yo a ti? ¡¿Cómo se te puede ocurrir eso?!

—Porque has dicho que querías algo bueno de mí… ¡Algo que a mí no me costaría nada en absoluto! —exclamó.

—¡Pero Anton! Es que siempre estás pensando en lo mismo… —dijo Lumpi con una risa atronadora—. Yo me refería a tu consejo… ¡a tu consejo de amigo!

—¿Mi consejo? —repitió desconfiado Anton.

—¡Sí! —contestó Lumpi dejándose caer sobre la cama de Anton—. Tienes que darme un par de buenos consejos… ¡para regalos de Navidad!

Anton se quejó en voz baja:

—No, otra vez no.

—¡¿Cómo que otra vez?! —bramó Lumpi—. Te estoy pidiendo consejo por primerísima vez… ¡y además como amigo!

Sus últimas palabras fueron tan atronadoras que a Anton se le puso la carne de gallina.

—Pero si no quieres ser mi amigo, Anton Bohnsack… ¡Yo también puedo ser muy diferente!

Lumpi se levantó y se fue hacia Anton.

—No quería decir eso —repuso rápidamente Anton—. ¡Claro que quiero ser tu amigo!

—¡Pues entonces, venga, suelta tus consejos!

—¡Primero tengo que saber para quién van a ser los regalos!

—¿Para quién? Pues uno para Schnuppermaul y el otro para Geiermeier…, ¡tontito!

Anton volvió a dejar en su sitio el palo de hockey para ganar tiempo.

—¿Qué te parece para Schnuppermaul una loción de afeitar muy fuerte?… ¿Una loción de afeitar que podáis oler a muchos metros de distancia en el cementerio antes de que veáis a Schnuppermaul siquiera?

—¡Súper! —dijo elogioso Lumpi dándole a Anton en las costillas con la afiladísima uña de su dedo índice—. Me dejas realmente sorprendido… ¡Pero eso sólo es un regalo —le bufó a Anton en su tono de siempre después de una pausa—. ¡Vamos, piensa! ¡Necesito dos regalos!