Capítulo 12

CAPÍTULO 12

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Todas las viejecitas de la escalera tenían muchas ganas de hablar, ni que se hubiesen puesto de acuerdo. Tal vez, sus hijos y nietos las tenían olvidadas, tal vez, todas eran de natural campechano, amigable y curioso, el caso era que, por un motivo u otro, todas estaban muy enteradas de las vidas de sus vecinos y no se hacían de rogar cuando se les pedía hablar sobre esas vidas.

La conversación con María Fiódorovna Kazakova, de setenta y seis años, inquilina del bajo, se estaba prolongando especialmente.

—¡Ay, pobre niña! —plañía la viejecita, agitando las manos, pero al mismo tiempo, sin dejar de atender a la visita, a la que rellenaba puntualmente su taza de té, y su confitero, de mermelada—. La pequeña crece abandonada por la madre. El padre es un buen hombre, se merece todos los respetos, pero está trabajando día y noche. En cambio, Vera no es una madre, sino una hiena. Está borracha un día sí y otro también. Ya verá cómo un día de éstos mata a la niña. No sé cómo aún sigue con vida. Es puro milagro.

—¿Y por qué no se somete a un tratamiento? —preguntó Nastia, relamiendo con deleite la cucharilla bañada en el jarabe de la mermelada de albaricoque.

—Porque no le da la gana —suspiró María Fiódorovna.

—¿No sería mejor para todos que se divorciasen? —aventuró Nastia.

—¡Qué van a divorciarse! —exclamó la viejecita, dejando caer las manos con desesperación—. Ya le habíamos dicho tantas veces: llévate a la hija y ponle la denuncia a tu mujer, para que te den el divorcio y a ella le quiten la patria potestad.

—Y él, ¿qué dice?

—Nada. No dice nada, sólo mueve la cabeza. No puedo, dice, exponer a mi mujer a la vergüenza pública. Por otra parte, tampoco quiere que sufra la pequeña. En el colegio se enterarían en seguida de que su madre es alcohólica y de que el juez le ha quitado la patria potestad. Los niños, ¿sabe usted?, son crueles, no la dejarían vivir. Tampoco los maestros son ahora ningunas lumbreras, no sabrán protegerla de otros niños, igual hasta se descolgarán con alguna barbaridad y empeorarán aún más las cosas. No, si yo no digo nada, el padre sabe lo que se hace, si actúa así, es por nobleza. Nadie le mandaba casarse con esa mujer, él mismo la ha elegido, lleva su cruz calladito y no intenta colgarle el mochuelo a nadie.

—Pero sí se tiene que pensar en la niña —objetó Nastia—. ¿Cómo lo estará pasando? Ella no ha elegido a la madre, ¿por qué tiene que sufrir por culpa de sus borracheras?

—Ahí está, ya lo ve usted, cada sendero tiene su atolladero —convino Kazakova, asintiendo con la cabeza—. La niña le da lástima, la mujer le da lástima, pero tampoco quiere actuar contra su conciencia. Y la conciencia le dice que no debe echar de casa a la mujer.

—¿No? —repitió Nastia, soltando una ácida risita—. ¿Y no le dice la conciencia que debe asegurar a la cría unas condiciones de vida normales?

—Ay, hija, no nos metamos en esos berenjenales. Si lo hace de una manera, está mal, y si lo hace de otra, tampoco sale bien. Que se aclare él sólito, nosotras no somos nadie para juzgarlo.

—¿Por qué lo dice, María Fiódorovna? Pero si no he venido a verla para juzgarlo. Estoy aquí para ayudar a su policía de barrio, estoy de prácticas, o algo así. Me ha pedido dar una vuelta por el barrio, hablar con los vecinos, preguntarles si tienen alguna queja, si en algún piso hacen demasiado ruido o hay niños desatendidos, familias conflictivas, y cosas por el estilo. Gracias a usted, ahora sé que tenemos que ocuparnos de esa niña para que no vaya por mal camino, para evitar que ande con malas compañías. En cuanto al padre, que no puede meter en vereda a su mujer, eso no es asunto nuestro, en eso tiene usted toda la razón.

—Ni siquiera le levanta la voz a Vera, nunca le grita, se ve que, a pesar de todo, la quiere —observó Kazakova.

—¿Nunca? ¿Nunca le ha gritado? —preguntó Nastia, dubitativa—. No me lo creo. Eso no es posible. Tal vez, desde aquí no puede oírlos.

—¿Que no puedo oírlos? —exclamó María Fiódorovna con enfado—. Esta casa está hecha con bloques de hormigón, fue construida en los setenta, aquí se oye cada susurro, ni que decir tiene, los gritos. Y si tú, hija mía, crees que porque soy vieja también soy sorda, pues llevas razón, porque los susurros, en efecto, no los oigo.

Pero cuando un vecino levanta la voz, aunque sea un poquito, soy capaz de contarte palabra por palabra todo lo que ha dicho.

Removió los labios como masticando, se tomó unos sorbitos de té de la taza, manifestando con toda su postura que poner en duda las declaraciones de una señora de edad tan respetable era un pecado imperdonable. Si decía que el marido nunca le levantaba la voz a la borracha de Vera, entonces era absolutamente cierto. Luego, de pronto cohibida, apartó la mirada de su visita para fijarla en la ventana, y tosió levemente.

—En realidad, no andas muy descaminada, hija mía, una vez sí ocurrió. Le armó una bronca horrible. Pero sólo fue una vez. De eso no te quepa duda.

—¿Y cuál fue el motivo para que le armase aquella bronca?

—No voy a mentirte, no lo sé a ciencia cierta, pero me dio la impresión de que la había sorprendido con otro hombre. Montó en cólera, algo terrible. Incluso yo me asusté, pensé que iba a matarla.

—Pero qué dice, María Fiódorovna, ¿cómo es posible? —pronunció Nastia, recurriendo una vez más a una frase provocativa para sonsacar a la viejecita—. Si como usted misma dice, hace tantos años que le da a la botella, que bebe mucho y a diario, seguramente se la pega a su legítimo tres veces a la semana como mínimo.

Créame, lo sé con absoluta certeza. Todas las alcohólicas son iguales. Es imposible que el marido la hubiese sorprendido con otro hombre una sola vez. Y si eso hubiera ocurrido antes, no se habría puesto tan furioso sólo por haberla pillado una vez más. Qué importa una vez más o una vez menos. Si aguanta sus borracheras, también aguantará todo lo demás. No, María Fiódorovna, tuvo que ser otra cosa. Creo que se equivoca usted.

—Pues no, no me equivoco —declaró la viejecita, de nuevo perdiendo la calma—. Pude oír cada palabra. Vera le estaba poniendo los cuernos con un amigo suyo… Eso fue lo que lo sacó de quicio. Y así se lo dijo a la mujer, a las claras, dice, cuando te emborrachas y te vas con otros como tú, con la escoria humana, pues que te zurzan, es tu problema. Hace tiempo que no te toco, y me trae al fresco si te pudres de infecciones. Pero a ése, dice, no tenías ningún derecho a meterlo en el mismo saco, es un blando, se ha dejado embaucar, y lindezas semejantes, eso fue lo que le dijo.

—Y ella, ¿qué? ¿Qué le respondió?

—Ay, ¿sabe usted?, creo que estaba demasiado borracha para responderle nada. Porque todo aquello no ocurrió porque el marido la hubiese sorprendido con otro hombre, sino porque ella misma se lo había contado.

—¿Cómo es eso?

—Pues cómo va a ser. El marido le dijo algo, le hizo algún reproche inofensivo, y Vera se puso hecha una fiera, empezó a soltar por aquella boca, y ya no había quien la parase. Dice, tú no piensas más que en tu trabajo, nada más te interesa, ojalá tuvieses queridongas, al menos parecería que eres un hombre como Dios manda, pero no, no eres ni carne ni pescado, ni pederasta ni impotente. Tu Dima, en cambio, ése sí que es un tío bragado, ése se da cuenta en seguida de lo que le hace falta a una mujer, y sabe cómo complacerla. Fue entonces que se puso a gritar. Le juro que fue la primera vez en todos los años que lo oía gritar. Por Dios Santo se lo juro. Y Vera, ésa lo escucha y le suelta un disparate tras otro, se va por las ramas, desvaría, por eso le digo que seguramente no estaba en sus cabales. El marido le habla del amigo, y ella, de alguna hermana de alguien, no sé si de la de él, o si de la suya propia. El marido le dice que pudo haberle pegado una infección a su amigo, a ese Dima, y ella le contesta que cuando la hermana estornuda, él cree que ha llegado el fin del mundo. Pienso que con tanto beber se ha bebido hasta los sesos, que ya no rige.

—Es probable —admitió Nastia, por decir algo.

Así que Dmitri Platónov se había acostado con la mujer de Serguey Rusánov, una borracha y una tirada. Y lo único que sacó de quicio a Serguey, que no se había inmutado al enterarse de la infidelidad de la mujer y de la conducta indigna de su amigo, fue el temor a que su mujer pudiese haberle contagiado a Dmitri alguna infección que éste pasaría (si es que no la hubiera pasado ya) a su queridísima hermanita, a Elena. Así que era cierto, Rusánov no le había mentido al describirle sus fervorosos desvelos por el bienestar de su hermana. Su amor fraterno era mucho más fuerte que cualquier emoción que pudo haber despertado en él lo ocurrido entre su mujer y su amigo. Tan fuerte era que pudo haberlo llevado a odiar a Platónov, quien había traicionado a Elena al rebajarse hasta una fugaz aventura con la mujer alcohólica de su amigo. Para Rusánov, el suceso había envilecido a Dmitri de forma irreparable. Era un bellaco y un ruin por tirarse a la mujer de un amigo, de un amigo íntimo y antiguo. Y, además, era un imbécil por dejarse enredar por una putilla que sólo Dios sabía a qué clase de gente se había cepillado. Era un imbécil por partida doble, porque una cosa era acostarse con una prostituta y nada más, pero otra muy distinta, ir a ver luego a una tierna jovencita que lo quería y que confiaba en él.

Rusánov pudo haber empezado a odiar entonces a Dmitri. Y eso lo cambiaba todo…

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Cada minuto que pasaba le dolía a Dmitri, porque seguía sin encontrar una solución. Tenía la sensación de que cada uno de esos minutos se llevaba consigo un pedacito de su vida. Cada minuto acercaba la llegada de Kira, y no tenía ni idea de lo que iba a hacer. La única línea de conducta que parecía segura era fingir que nada había ocurrido. Era lo único que le quedaba. Pero eso sólo lo protegería si Kira no era una enferma mental. Sólo en ese caso sería capaz de pronosticar su conducta, de calcular sus propios pasos, de intentar prever algo. ¿Y si lo era?

¿Si era una maníaca afectada por un profundo trastorno mental, capaz de dejarse llevar por un impulso violento en el momento menos pensado?

«Tengo que hacerlo —repetía Platónov, dando frenéticas vueltas por el apartamento—, tengo que armarme de valor y hacerlo. Más que nada, porque ayer por la mañana le di a entender que lo haría. Necesito mantener la misma actitud que antes, como si nada hubiera pasado, como si no me hubiera enterado de nada, como si no hubiera encontrado el revólver, como si no sospechara nada. Ahora comprendo por qué no podía percibirla tal como siempre había percibido a las mujeres, sobre todo, a las mujeres guapas. Porque no es como ellas. Santo Dios, ¿cómo voy a hacerlo? ¿De dónde sacaré tanto valor? ¿Y si fracaso? Entonces comprenderá en seguida que ya lo sé todo. Un hombre normal es incapaz de hacerle el amor a una asesina. Y si fracaso, si pego el gatillazo, entonces me pondré en evidencia, y no tendrá la menor duda de por qué no puedo cumplir con ella».

Se perdía en suposiciones acerca de lo que pudo haber pasado para que Kira se estuviese retrasando tanto, y se ponía más nervioso aún al no conseguir calcular el momento aproximado de su llegada y el tiempo de que disponía. Al final, recuperó el dominio de sí mismo y compuso en la mente un guion general del espectáculo que iba a representar cuando la dueña del apartamento regresase a casa.

En el momento en que franquease el umbral, fingiría estar dormido. Permanecería tumbado muy, muy quieto, atento a cada ruido, luego «despertaría», la llamaría, la invitaría a sentarse a su lado en el sofá, y…

No, tal vez sería mejor hacerlo de otro modo. Seguiría en la cocina, fingiendo estar absorto en sus pensamientos. No se movería, no le saldría al encuentro, no iría a saludarla en el recibidor, sino que permanecería sentado esperando a que entrase allí. Entonces pondría la voz trágica y le soltaría una sarta de ñoñerías, manifestando con cada gesto un sufrimiento indecible. Haría lo imposible por conmoverla, le diría que le atormentaba que las circunstancias le impidiesen tratarla como un hombre debía tratar a una mujer, cortejarla como correspondía cortejar a una mujer hermosa, y todo, por culpa de unos hijos de puta que la habían tomado con él…

También podría apalancarse en el recibidor como el convidado de piedra, mirarla en silencio con ojos tristes y luego anunciar con un hilo de voz pero con mucho sentimiento: «Dios mío, Kira, amor mío, he pasado tanto miedo, he pensado de pronto que no ibas a volver, y me he dado cuenta de lo mucho que significas para mí…».

Repasando en la mente las posibles vías que le conducirían hacia una rápida intimidad, Dmitri no acababa de decidirse por ninguna y al final optó por confiarse al azar. Actuaría según las circunstancias.

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El domingo iba declinando imperceptiblemente, la noche estaba al caer, pero Nastia tenía la impresión de que ese día se estaba prolongando demasiado, que tenía el triple de horas de las que le correspondían. Quizá, porque se había levantado a las cuatro de la madrugada, a las ocho ya estaba paseando con el general Zatochny por el parque y a las once había empezado a interrogar a los vecinos de escalera de Serguey Rusánov; o quizá porque en todo ese tiempo sus pensamientos habían cambiado de rumbo muchas veces para ofrecerle esquemas de actuación tan variados y tan dispares que a las cinco se encontraba rendida de fatiga y casi enferma. Hacia el mediodía, la lluvia vino a relevar el frío nocturno, y ahora ya por entre las nubes que se deslizaban de prisa por el cielo, empujadas por el viento, estaba asomando el sol, y el cambio brusco de la presión provocaba en Nastia toda clase de sensaciones desagradables y una gran debilidad. Las manos empezaban a temblarle, la cabeza le daba vueltas, y lo que deseaba por encima de todo era envolverse en una gruesa manta y dormirse.

Al volver a casa después de hablar con las parlanchinas jubiladas, llamó a Ígor Lesnikov, luego se sentó delante del ordenador y, para matar el tiempo, estudió una y otra vez el mapa de la provincia de Moscú sobre el que estaban marcados los lugares de los asesinatos perpetrados por el anónimo francotirador. Ya eran seis los puntitos señalados en el mapa, y Nastia fijó en ellos su mirada, tratando de captar algún sutil indicio de que su situación obedecía a un criterio racional.

Llamó Liosa Chistiakov, charlaron unos quince minutos, durante los cuales Nastia perdió el hilo de la conversación varias veces porque no lograba dejar de pensar en el francotirador que había osado matar al nieto del poderosísimo Trofim.

—Aska, ¡despierta! —le gritó Liosa—. ¿Dónde tienes la cabeza? Te he preguntado cuánto tiempo piensas trabajar con el ordenador todavía.

—Desde la alambrada y hasta la hora de comer —bromeó Nastia, citando un viejo chiste de un cabo de infantería que había conseguido juntar el espacio con el tiempo.

—Si esta tarde me paso por allí, ¿me dejarás utilizarlo una hora? Seguramente, no has probado bocado en todo el día, te llevaré comida, te prepararé la cena, pero también necesitaría hacer un trabajo en tu ordenador.

—¿Cómo dices? —le preguntó Nastia distraídamente, y de pronto exclamó—: Liósik, eres un genio. Ven cuando quieras. Te quiero.

—Estás como una cabra —refunfuñó Chistiakov, pero Nastia tuvo la certeza de que estaba sonriendo—. ¿Tienes pan, cuando menos?

—No, no tengo. No tengo nada de comida. Ya está bien, Liósenka, un beso, hasta ahora.

Arrojó el auricular y retornó corriendo al ordenador. Juntar el espacio y el tiempo. ¡Claro que sí! ¡Dios mío, qué sencillo!

Nastia volvió a levantarse de un salto y se precipitó al teléfono.

—Andrei, querido —habló atropelladamente en cuanto en el auricular resonó la voz de Andrei Chernysov—, es urgente, corre, consígueme los horarios de los trenes de cercanías de todas las estaciones de Moscú y tráemelos aquí cuanto antes.

—¿Para qué los quieres?

—Necesito verlos. Por favor, Andrei, querido, no me preguntes nada, no pierdas tiempo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Aunque tendría que darle de comer a Kirill y también, sacarlo a pasear…

—Chernysov, ¿es que pretendes que me dé un soponcio? —chilló Nastia—. Tengo aquí seis cadáveres, ¿y tú me sales con esas bobadas? Mete a tu Kirill en el coche, coge su comida y ven zumbando. Aquí puedes darle de comer y sacarlo a pasear. Corre.

—Eres un pequeño tirano rubio —gruñó Andrei, más que nada, por decir algo, porque sabía muy bien que cuando Anastasia Kaménskaya decía «corre», la cosa iba en serio.

Y cuando Anastasia Kaménskaya elevaba la voz, es que la cosa estaba que ardía.

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El antiguo palacete situado en un barrio periférico de Moscú estaba rodeado por una verja de hierro que permitía a un transeúnte ver todo cuanto necesitaba ver para perder de una vez y para siempre las ganas de introducirse en el recinto. El palacete estaba vigilado y protegido con el máximo rigor, cosa que en absoluto animaba a curiosear más de la cuenta.

A Vitali Vasílievich Saynés no le hacía ni pizca de gracia franquear su entrada porque en aquella casa la conciencia de su propia insignificancia lo asaltaba con especial virulencia. El dueño de la casa lo trataba con un desprecio hábilmente disimulado, pero cuanto más se ocultaba una actitud, tanto más notoria resultaba. Saynés dependía de su anfitrión, y no tenía más remedio que soportar sus desaires.

—Nuestros socios extranjeros están sumamente disgustados porque hemos tenido que liquidar una empresa más. Esas dilaciones no les hacen gracia, pero lo que les gusta aún menos es que haya tantas complicaciones. Va siendo hora de encontrar algún remedio radical —pronunció el dueño del palacete, sorbiendo poquito a poco el agua mineral de un vaso alto de paredes empañadas.

—Pero si, en realidad, las cosas no van tan mal —protestó Saynés, titubeante—. Sólo tres hombres se han enterado de lo que ocurría. Dos de ellos están muertos, el tercero los seguirá dentro de muy poco. Hemos recuperado la documentación de los aparatos retirados y de los desechos con contenido en oro. Supongo que no necesitamos preocuparnos de nada más.

—Olvida que Platónov ha contado todo lo que sabe a una mujer. ¿Piensa hacerse cargo de ella?

—Claro que sí. Se la liquidará junto con él, al mismo tiempo.

—¿Así que cree que con esto será suficiente para que podamos seguir trabajando con tranquilidad? —preguntó el dueño del palacete con sorda irritación—. Me parece, Vitali Vasílievich, que se le olvida que hay alguien más que sabe de qué va todo esto. Y ese alguien, por cierto, tiene los documentos, porque lo que tenemos nosotros son sólo copias. ¿Cómo es que no lo ha mencionado?

—Pero si es de los nuestros —objetó Saynés, sinceramente extrañado—. Trabaja para nosotros, no contra nosotros.

—Eso es lo que usted cree —rebatió el anfitrión, soltando una carcajada ominosa—. No podemos fiarnos de nadie. Quien se ha dejado comprar una vez puede dejarse comprar de nuevo. Alguien así cambia de preferencias con excesiva facilidad, se rinde demasiado pronto, no es de fiar.

—¿Por qué lo dice?

—Trate de recordar cómo empezó todo esto. El hombre del que hablamos le siguió la pista a Platónov para averiguar cuál era ese caso de Uralsk que tanto le interesaba. ¿Se ha parado usted a pensar por qué lo hizo?

¿No? Pues entonces, se lo explicaré yo. Quería parar la investigación y acusar a Platónov de alguna fechoría contemplada en nuestro nunca suficientemente ponderado Código Penal. ¿Acaso cree usted que lo hizo por agradarnos? ¿O tal vez, por la pasta gansa que le pagamos? Lamento tener que comunicarle, mi querido Vitali Vasílievich, que no fue por ninguna de las susodichas razones. Ese hombre tiene pendientes unas cuentas personales con Platónov. Nuestro amigo Rusánov se proponía ponerle la zancadilla y empapelarlo, o como mínimo, causarle disgustos sin fin. Éste fue el único motivo por el que empezó a vigilarlo y se tomó la molestia de meter las narices en los documentos de Uralsk. Nuestras relaciones con él arrancan del momento en que nuestros hombres de Uralsk nos informan de que el primero en descubrirlos ha sido Platónov, quien investigaba la denuncia de aquel cretino de Sypko; pero que un tal Rusánov iba pisándole los talones. Fue entonces que sentimos la curiosidad por conocer a ese tal Rusánov, lo invitamos aquí, charlamos y llegamos a un acuerdo ventajoso para ambas partes. Somos los primeros interesados en que la investigación que Platónov había iniciado se viniese abajo como un castillo de naipes. Así que nos pareció más que conveniente que un profesional de su ejecutoria y quien, además, tenía un interés personal en desmoronar el sumario, asumiese esa tarea. Le pagamos bien, de modo que en su caso lo agradable iba acompañado de lo provechoso. No obstante, mi querido Vitali Vasílievich, convendrá conmigo en que la motivación personal es una cosa, mientras que la colaboración deliberada con los malhechores involucrados en una serie de delitos económicos es otra muy distinta. Y, como dice la sabiduría popular, por un quítame allá esas pajas se hacen los hombres rajas. Rusánov nos ha dejado comprar su colaboración, y nadie nos garantiza que un buen día no se le ocurra volverse contra nosotros. ¡Cualquiera sabe lo que puede meterse en aquella cabecita! Bien pues, ahora quiero proponerle el siguiente tema de reflexión: hay un hombre que está al corriente de toda la historia y que tiene en su poder la documentación original. Así las cosas, ¿se encuentra usted en posición para conservar una mínima seguridad el día de mañana? Recuerde un suceso reciente, lo que le ocurrió a nuestro colega Berlioz en los Estanques del Patriarca.

—Quiere decir que… —habló Saynés, indeciso.

—Exactamente, mi querido Vitali Vasílievich, eso mismo. Dar este paso es vital, y es preciso darlo lo antes posible. Sólo entonces podremos recuperar cierta relativa tranquilidad.

—Pero no tengo a quien acudir, el hombre que me ayudaba antes ha sufrido una gran desgracia, le han matado a su único nieto, en este momento no me atrevo a molestarlo.

—¡No me venga usted con pamplinas! —lo interrumpió con brusquedad el dueño del palacete—. Guárdese sus mocos y sus babas para otro momento. Allá el nieto y el abuelo, olvídese de ellos porque aquí tenemos un problema gordo. Hoy alguien le da pena, pero ¿quién la sentirá por usted mañana? Seguramente, ese abuelo, no, delo por descontado. En una jauría se vive según las leyes de los lobos. Eso es todo, Vitali Vasílievich, no tengo nada más que decirle. Actúe. Y cuanto antes, mejor.

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Finalmente, Kira hizo un esfuerzo y se levantó del banco. Ni se había dado cuenta de que había permanecido casi tres horas sentada en el bulevar. «Qué rápido ha pasado el día —pensó con angustia—. La mañana del miércoles se me echará encima en un abrir y cerrar de ojos. Tengo que hacer algo. Pero ¿qué?».

Quería llamar a alguien, a Kaménskaya o al general Zatochny. Podían ayudarla, seguramente sabían cómo sacarla de este apuro, cómo liberarla de la trampa en que se había dejado coger. Pero unos instantes más tarde, Kira comprendió que no se debía discutir un asunto tan grave y peligroso por teléfono, y que sería igual de arriesgado encontrarse con cualquiera de ellos cara a cara. Le quedaba Rusánov, el único a quien iría a ver sin miedo porque era amigo de Dmitri y, por consiguiente, no ocurriría nada terrible incluso si después de hablar con Kira la siguiese y se enterase del paradero de Platónov. Eso haría, decidió Kira, iba a llamar a Serguey. Era su única esperanza.

Fue bordeando el bulevar y componiendo en la mente las frases con que empezaría la conversación. Pasó delante de varias cabinas de teléfono, pero prosiguió su camino sin detenerse. Recordaba que a dos manzanas de allí, junto a un cine, se encontraba la cabina desde la que ya había llamado a Rusánov una vez. Le parecía que era un buen augurio. Lo llamaría precisamente desde aquella cabina, para que volviese a traerle suerte.

Kira entró en la cabina, sacó el monedero del bolso y buscó la ficha para la cabina. Echó un vistazo a la pared cubierta de garabatos, de números de teléfono apuntados apresuradamente, y sonrió para sus adentros al volver a leer la frase escrita con una letra llena de complicados adornos: «Lena, sin ti me estoy muriendo, ¿por qué no coges el teléfono?». También la otra vez, esa frase le había provocado una sonrisa. Un poco más arriba, recordó, estaba anotado el número de una dama de nombre exótico. Cierto, aquí lo tenía, un rotulador azul había trazado sobre el plástico blanco: Saulé Mujamediyárovna, 214 10 30…

Un agudo dolor atravesó a Kira, como si alguien le hubiese clavado en la garganta una fina y larga aguja de hierro al rojo vivo, y la hubiese empujado hasta que su punta se le clavase en las caderas. Kira había recordado.

Y comprendió por qué después de hablar aquella vez con Rusánov había sentido aquella inexplicable angustia, por qué regresó a casa presa de una imprecisa desazón que no pasó inadvertida a Dima. Aquel día, Kira le dijo a Platónov que tenía la impresión de haber cometido un error, y él la tranquilizó, le explicó que tal sensación era normal cuando se realizaba una tarea insólita por primera vez.

En aquella ocasión tenía que haberle dicho a Rusánov: «Acuérdese de las tres veces treinta más diez».

Cuando Kira empezó a pronunciar la frase, su mirada tropezó con el número escrito con rotulador azul, 214 10 30, y lo que dijo mecánicamente fue: «Acuérdese de las tres veces diez más treinta». Creyó estar oyendo su propia voz pronunciando aquellos números equivocados. Pero el objetivo del mensaje era darle a entender que los documentos no estaban en la taquilla número veintisiete, sino en la ciento veintisiete. Tres veces diez más treinta no eran ciento sino sólo sesenta. Así que, Rusánov tuvo que haber ido a buscar los documentos a la taquilla número ochenta y siete. ¿Cómo resultó entonces que los encontrase justamente allí donde Kira los había dejado? Además, aquella misma noche le confirmó que había recogido los documentos de la consigna.

Entonces, sabía dónde estaban desde el principio mismo. Lo sabía porque después de recibir su primera llamada mandó a la estación a sus hombres, que la siguieron y vieron en qué taquilla metía los documentos.

Nada hubiera cambiado si Kira le hubiese dicho cualesquiera otros números, incluso podría haberse equivocado al decirle el nombre de la estación de ferrocarril, daba igual, habría recibido el sobre con los papeles de todos modos. Porque tenía una gran necesidad de hacerse con ellos. Y porque no pertenecía en absoluto al mismo bando que Dmitri. No lo creía. No eran amigos sino adversarios. Pero Dima tenía en él una confianza ciega…

Kira se apresuró a salir de la cabina y se encaminó hacia el metro. Tenía que volver a casa. Tenía que ver a Dima, tenía que contárselo todo, decirle que se estaba equivocando respecto a su amigo, que su amigo lo había traicionado. Que las cosas estaban mucho peor de lo que creían porque era más que probable que hubiesen identificado a Kira ya entonces, hacía una semana, y que ahora querían enviar a su apartamento a un asesino a sueldo…

No, eso no podía contárselo. Kira no podía estar enterada de lo del asesino. Pero daba lo mismo, lo avisaría de lo de Rusánov de todos modos.

Por primera vez en muchos años se sintió llena de compasión y ternura. Kira Levchenko nunca había amado a nadie con la excepción de su ex marido, era demasiado fría e imperturbable para amar. Hubo hombres que habían despertado en ella cierto interés, los había dejado cortejarla, se había acostado con ellos, luchando denodadamente en cada momento contra un aburrimiento mortal, porque ninguno de ellos le había inspirado esos sentimientos cálidos, ninguno la había conmovido hasta el punto de echarlo de menos y de esperar con impaciencia un nuevo encuentro. Pero ese día, al comprender que no podía matar a Platónov, también comprendió de repente que había llegado a acostumbrarse a él, que ese hombre no la dejaba indiferente, que había ido demasiado lejos en el juego que ella misma se había inventado, cuando decidió convertir a Dmitri en la fuente de sensaciones extraordinariamente fuertes, que alimentaban su pasión de jugadora, y como resultado, se había encontrado interpretando el papel de madre, que protegía y mimaba a su niño, que lo ayudaba a superar una situación complicada y peligrosa.

Caminaba cada vez más de prisa, y al final subió la escalera mecánica casi corriendo. Si no se le ocurría nada para salvarlos a los dos, a sí misma y a Dmitri, si no se le ocurría nada antes de la mañana del miércoles, por la noche del mismo día los matarían a ambos, por más que Kira intentase confundirlos. Conocían sus nombres, tenían su dirección, matarlos no iba a representar la menor dificultad. A ella y a Dmitri, les quedaban dos días y medio de vida. De vida. De vida…

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Andrei Chernysov se presentó llevando en la traílla a su enorme Kirill, su adorado pastor alemán, en cuyo certificado de pedigrí ponía un nombre largo y difícil de pronunciar, pero como incluía las letras «k» y «r», le había permitido a su dueño transgredir el reglamento y llamar a su perro por ese nombre más sencillo y humano.

—Estás echando a perder todos mis esfuerzos por criar al chucho como Dios manda —declaró nada más traspasar el umbral—. Un buen perro debe comer siempre en su casa y siempre de su propia escudilla. Bueno, la escudilla la he traído.

—¿Y los horarios de trenes? ¿Los has traído también? —preguntó Nastia, acariciándole el cuello a Kirill.

A decir verdad, el perro no destacaba por su amabilidad en el trato con la gente, pero toleraba a Nastia en su calidad de vieja conocida. Compartían algunas experiencias. Primero, una vez, durante una operación de detención de un criminal peligroso, Kirill, que la estaba guiando hacia un lugar seguro, alejado de los disparos, la empujó de modo que un hombro de Nastia golpeó con fuerza una puerta de hierro, que no estaba cerrada sino sólo entornada; como resultado, Nastia cayó, se destrozó una rodilla y se rompió un tacón, por lo que durante mucho tiempo, el perro se sentía culpable en su presencia. Segundo, hacía un año y medio, cuando unos criminales le dieron un susto a Nastia haciéndole notar que se habían hecho con las llaves de su piso, Kirill pasó a su lado toda la noche, y no se limitó a protegerla, sino que también se encargó de calmarla. Y a primera hora de la mañana, Andrei Chernysov le cambió la cerradura y se llevó al perro.

—También. Aquí los tienes —dijo Andrei, tendiéndole nueve folletos—. ¿No quieres explicarme a qué vienen esas prisas?

—Mmmmm —farfulló Nastia una ininteligible respuesta mientras se sentaba delante del ordenador—. Ven aquí.

Mira, éstos son los lugares donde fueron encontrados los cuerpos de las víctimas del francotirador. Tú y yo partíamos del supuesto de que el criminal tenía por costumbre alejarse siempre a la misma distancia de Moscú, y nos basamos en esta premisa para tratar de definir la zona aproximada donde podía situarse su domicilio. Pero tal vez, ¿el busilis de la cuestión no es la distancia sino el tiempo? Mata allí adónde tarda en llegar, pongamos por caso, dos horas. También en este caso es fiel a una costumbre, pero otra distinta, no de kilómetros sino de horas y minutos. ¿Captas la diferencia?

—Bueno, más o menos —contestó Andrei, moviendo la cabeza con vaguedad—. Dime algo más concreto.

—¿Algo más concreto? Escucha. Todo depende de la distancia que separa su casa de las estaciones de ferrocarril. Los trenes que salen de todas las estaciones circulan a la misma velocidad, pero para ir a una estación sólo tarda cinco minutos, mientras que para llegar a otra, necesita una hora larga. Por eso, cuando coge un tren, se aleja hasta cien kilómetros, pero cuando coge otro, asesina a veinte kilómetros de distancia de Moscú. Ahora abriremos los horarios y calcularemos cuántos minutos dura el trayecto en tren hasta las estaciones donde fueron cometidos los asesinatos. Supongamos que para ir a la estación más alejada hay que coger un tren que sale de la estación situada más cerca de la casa del francotirador. Etcétera. ¿Comprendes la idea?

—Comprenderla, sí que la comprendo. Pero no acabo de ver claro cómo ponerla en práctica.

—¿Qué es lo que no acabas de ver claro?

Nastia sintió una rabia sorda. No aguantaba que la entretuviesen cuando estaba «en plena disposición de combate».

—Tenemos que contar los minutos, eso lo he comprendido. Pero luego, ¿qué piensas hacer?

—Andrei, querido, olvídalo, no te líes —dijo Nastia, dejando caer la mano con ademán de desaliento—. De eso me encargaré yo si no sabes lo que hay que hacer luego. Lo único que quiero de ti es que me eches una mano.

—Vale —contestó Chernysov, soltando un suspiro—. No te pierdes una para humillarme, Anastasia. Me haces una demostración de tu magia potagia intelectual y te quedas tan ancha al verme boquiabierto y patidifuso, en vez de sentarte al lado de tu compañero y explicarle con paciencia cómo lo haces.

—¡Vergüenza debería darte! —exclamó Nastia, riéndose—. Ya eres mayorcito para tener esos complejos.

Mira, yo, por ejemplo, no sé hacer muchas cosas, no sé correr, no sé disparar, no soy cinturón negro, no he ganado copas de competiciones; en cambio, tú tienes un supersobresaliente en todo eso. ¿Crees que voy a cortarme las venas por eso? ¿O que voy a odiarte a muerte? Tú sabes hacer unas cosas, yo, otras, y en paz.

Seamos amigos. Y no se te ocurra enfadarte conmigo.

Abrieron los folletos de horarios de trenes, agarraron los lápices y se pusieron a hacer cálculos. Luego Nastia compuso una tabla que sólo ella sería capaz de descifrar, sacó a la pantalla el mapa de la ciudad con el esquema del metro y, triunfante, señaló con el dedo el distrito Norte.

—Aquí lo tienes, mira. Éste es el barrio desde donde uno tarda cinco minutos en llegar al andén de la línea Dmitróvskaya de la dirección de Riga, ocho, a la estación Savélovo, y diez, al apeadero Petrovsko-Razumóvskaya de la dirección de Leningrado. Estas paradas de tren coinciden exactamente con los lugares de asesinatos más alejados de la ciudad. Están a casi dos horas de viaje. Y ahora, mira aquí. En dirección a Kiev sólo estuvo viajando cuarenta y cuatro minutos, en direcciones a Yaroslavl y a Kazan… es tan sencillo que dan ganas de reír. En ambos casos, son cincuenta y ocho minutos justos. Es decir, resulta evidente que cada vez emplea más o menos el mismo tiempo para recorrer el camino desde su casa hasta el lugar del asesinato.

Cuando comparábamos los kilómetros, al principio nos salía el distrito Oeste, pero luego su situación se nos fue desplazando hacia el Central. Pero si nos fijamos en el minutaje, obtenemos el Norte. Incluso podemos ser más exactos, se trata de un barrio situado cerca de las vías que salen de las estaciones de Leningrado, Savélovo y Riga.

—Eso no lo he cogido, ¿por qué crees que vive cerca de estas estaciones precisamente? Quedan más o menos a la misma distancia, de acuerdo, pero ¿por qué crees que esta distancia tiene que ser corta? Piensas que vive aquí, pero puede perfectamente vivir ahí —objetó Andrei, señalando la parte noreste del distrito, la avenida de la Paz y sus aledaños—. Ahí está la estación de Riga, y muy cerca, el apeadero Kalanchevskaya de la dirección de Leningrado, y si sigue por la calle Susevsky Val, llegará a la estación de Savélovo en un suspiro.

¿Por qué has descartado esta posibilidad?

—Porque sé contar hasta cinco, amigo mío. El lugar que señalas corresponde a otra línea de metro, y si la coges para ir a las estaciones de Kiev y a la plaza de Komsomol, donde tenemos las de Yaroslavl y de Kazan, tardarás un tiempo diferente en cada caso. Pero si nuestra hipótesis es cierta, y no se trata de kilómetros sino de minutos, el francotirador debe tardar el mismo tiempo en llegar a cualquiera de estas estaciones. De aquí que su casa tiene que encontrarse cerca de una estación de la línea Serpujovo de metro. Si coge esta línea, necesitará exactamente dos minutos más para ir a la estación de Kiev que a la plaza de Komsomol. Además, hay otra cosa.

No olvides que en la plaza de Komsomol también se encuentra la estación de Leningrado. Cuando cogió un tren en esa dirección, mira lo que se ha alejado de la ciudad. Esto significa que para coger un tren en dirección a Yaroslavl o a Kazan fue a la estación central, pero para desplazarse en dirección a Leningrado utilizó la parada subterránea situada al lado de su casa.

Chernysov se levantó del bajo sillón que había tenido que acercar a la mesa para poder ver el monitor, se removió con todo el cuerpo, intentando desentumecer los músculos de la espalda, y se desperezó haciendo crujir las articulaciones. Luego miró a Nastia con expresión picara y retorció la cara haciendo jeribeques aterradores.

—Da igual, de todos modos disparo mejor que tú.

Nastia estuvo a punto de responderle con alguna guasa, pero en ese momento llamaron a la puerta.

—¡Lo ves! —anunció Andrei con satisfacción—. Chistiakov ya está aquí, y seguro que nos trae mucha carne.

Ahora entre los dos prepararemos una comida como en tu vida podrías soñar, para que bajes esos humos y dejes de creer que eres lo más inteligente que hay en el mundo. Un tío, cuando se encuentra a tu lado, se vuelve intelectualmente impotente, del miedo que le da tu cerebro.

Pero Andrei estaba equivocado. Quien apareció en el umbral no fue el futuro marido de Nastia, sino Ígor Lesnikov, que le tendió en silencio un cuaderno de música que media hora antes había encontrado en el piso de Elena Rusánova. A una de las páginas le faltaba un trocito: a lo largo del borde, alguien había recortado con tijeras una tira de papel.

7

7

Al oír el chasquido de la llave en la cerradura, Platónov de pronto se asustó. Sí, sabía que ese momento llegaría tarde o temprano, porque tarde o temprano, ineludiblemente, Kira volvería a casa. Pero sólo ahora se daba cuenta de que en su fuero interno había acariciado la esperanza de que, de un modo u otro, todo fuese a arreglarse solo. Ni siquiera intentaba comprender qué significaba eso de «arreglarse solo». ¿Que a Kira la hubiese atropellado un coche? ¿Que la hubiesen detenido? ¿Que sobre Moscú hubiese descendido un ovni y hubiesen desembarcado invasores extraterrestres? ¿Qué era lo que podría haber ocurrido para evitarle quedarse en el apartamento a solas con una asesina despiadada y, lo más probable, demente? Cierto, la esperanza era lo último que se perdía.

La puerta del piso se abrió, pero Platónov seguía sin decidir qué era lo que tenía que hacer, cómo debía comportarse, cómo iba a obligar a su cuerpo a realizar aquello que podía salvarle la vida. Se quedó inmóvil, en silencio, con la espalda apoyada en la jamba de la puerta de la cocina y con la mirada fija en la mujer que estaba entrando en el apartamento. Le llamó la atención lo terriblemente pálida que estaba.

—Dima —lo llamó con voz repentinamente ronca.

A Platónov no se le escapó ni esa súbita ronquera, ni los labios temblorosos, ni el miedo de Kira. Continuó callado, pero se puso en guardia y trató de adivinar la causa de su nerviosismo.

—Dima —repitió la joven, tendiendo hacia él los brazos, y el hombre oyó en su voz, además del miedo, también el deseo.

Se precipitaron el uno hacia el otro sin mediar palabra, sin andarse con rodeos. Platónov dio un tirón a la cremallera de la chaqueta, se la arrancó a Kira sin despegarse de sus firmes labios y acto seguido encontró el cierre de sus tejanos. Dos minutos más tarde, tras eliminar todos los obstáculos, la poseyó allí mismo, en el recibidor, sin haber pronunciado una sola palabra, sin haber emitido un solo sonido. Lo único que se oía era la respiración entrecortada de ambos y el chirriar de la silla en la que Kira se había apoyado con las manos.

Dmitri deseaba de todo corazón que todo saliese bien. Por la sencilla razón de que temía despertar sospechas. Por primera vez en su vida no hacía el amor a una mujer, sino que copulaba con ella sin pensar más que en salvar su pellejo. Tuvo la impresión de que todo se estaba prolongando demasiado, que no iba a terminar jamás, que ahora estaba condenado a permanecer así eternamente, agarrado a una mujer de caderas desnudas y efectuando todos los movimientos corporales de rúbrica, porque en cuanto parase, moriría. Porque esa mujer lo mataría. Lo único que podía hacer para impedir que lo matase era seguir copulando. Esa imagen de pesadilla se deslizó en su mente en un breve instante, pero tal fue su nitidez que Platónov sintió escalofríos y creyó desfallecer.

Por fortuna, en ese momento Kira lanzó un sordo gemido, y el hombre se permitió relajarse un poco al comprender que lo había conseguido, que había podido, que no se había delatado.

La luz del recibidor estaba apagada, Kira no había tenido tiempo de encenderla cuando llegó. En silencio, sin mirarse el uno al otro, recogieron su ropa del suelo. Platónov se retiró a la habitación, Kira, al cuarto de baño. En el apartamento se instaló un silencio tenso y ominoso.

Se vistió de prisa, pasó el peine por el pelo, encendió el televisor y se sentó en el sillón situado al lado de la pequeña mesa de centro. Podía oír cómo Kira se duchaba, cómo abría luego la puerta del cuarto de baño, y se fijó en que esa vez no hubo chasquido del pestillo. Por primera vez en todo el tiempo, Kira se había duchado sin cerrar la puerta con pestillo.

«Eres un idiota —se regañó Platónov a sí mismo para sus adentros—, tenías que haber entrado junto con ella, es lo que hacen todos los amantes normales. Salta a la vista que lo esperaba. Yo, en cambio, me he comportado como el último puerco, he satisfecho mi necesidad y, sin decir esta boca es mía, me he arrellanado delante de la televisión. Pero no podría haberla acompañado al cuarto de baño porque seré buen detective pero como actor no valgo nada, no habría sabido dominarme, habría empezado a mirar de soslayo el armario donde guarda el revólver».

Kira no entró en la habitación, pasó directamente a la cocina y se atareó en preparar la cena. Platónov comprendió que debía actuar si no quería encontrarse en un callejón sin salida del que luego nunca tendría escapatoria. Hizo una profunda inspiración, expulsó con fuerza el aire de los pulmones y fue a disculparse con Kira.

La joven estaba delante de la ventana y miraba a un punto impreciso del espacio.

—¿Estás enfadada conmigo? —habló Platónov sin ambages—. Perdóname, cariño, ya sé que mi comportamiento ha sido grosero, que no he sabido contenerme, que no debía… Perdóname, Kira. El primer día ya te advertí que me gustas muchísimo, es cierto que te había prometido dominarme hasta que tú misma expresaras el deseo de hacer nuestras relaciones más íntimas, pero no soy de piedra. Te deseaba demasiado.

Una vez más, te ruego que me perdones.

Kira se volvió hacia él y le sonrió, pero en esa sonrisa había algo extraño.

—¿Me deseabas? ¿Pero ahora ya no me deseas? —le preguntó con mucha calma.

—Pero ahora ya te deseo más todavía —bromeó haciendo un torpe juego de palabras—. ¿Cómo puedo expiar mi culpa?

—Tienes que matar a Rusánov —le contestó la joven con el mismo tono que si le dijera: «Tienes que colgar este estante en la pared y planchar la ropa».

«Dios mío, así que es verdad, no está en sus cabales», pensó Dmitri con desesperación. En este caso, las probabilidades de salvar la vida eran escasas, a menos que saliese corriendo de ahí, de ese apartamento tan pequeño y tan acogedor, en ese mismo instante. Lo malo era que no tenía adónde correr.

—No te he oído bien —pronunció, esforzándose por imprimir a su tono toda la indiferencia de que fuera capaz—. ¿Qué has dicho que tengo que hacer?

—Tienes que matar a tu amigo Serguey Rusánov. Porque tu amigo Serguey Rusánov no te cree y quiere perjudicarte. Perdóname, Dima, he cometido un error, pero hoy ese error me ha permitido comprender quién es tu verdadero enemigo.

—Pero qué dices, Kira —contestó Dmitri con suave reproche—, eso es imposible. Hace muchísimos años que Serguey y yo somos amigos, ¿por qué iba a querer perjudicarme?…

Siguió pronunciando mecánicamente palabras inútiles, las primeras que le venían a la lengua, tratando de convencer a Kira de que estaba equivocada, pero con cada segundo que pasaba, en su mente iba cobrando más fuerza un pensamiento: sí que era posible, sí que era muy posible. «Es posible. Porque si es verdad, todo resulta perfectamente claro en seguida. Serguey pudo haber identificado a Tarásov, primero, porque es un agente operativo con amplia experiencia, y segundo, porque me conoce demasiado bien. Serguey pudo haber asesinado a Agáyev, porque yo no había ocultado a nadie que íbamos a vernos, porque para mandar teletipos a Slava había utilizado el aparato de nuestra unidad de guardia, y porque salimos del ministerio juntos. También resulta fácil de explicar la autoliquidación de la empresa Variante. Creí que Rusánov había incurrido en algún error, y me extrañó que un especialista de su categoría y experiencia hubiese cometido semejante desliz. Y ¿si no fue un desliz? Pero ¿por qué? Dios mío, ¿por qué lo habrá hecho? ¿Para qué?».