Capítulo 11
CAPÍTULO 11
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La noche del sábado al domingo, del 8 al 9 de abril, Nastia despertó a las tres de la madrugada y ya no volvió a conciliar el sueño. Antes de acostarse, había tomado un somnífero confiando en que permitiese a su cerebro descansar al menos siete u ocho horas, pero no había servido de nada. El somnífero no le hizo efecto hasta pasadas las doce y media, y a las tres y cuarto su corazón empezó a golpearle estruendosamente el tórax, y sus ojos se abrieron solos.
Nastia sabía que la compasión era su punto débil. Mientras se dejaba dominar por ese sentimiento empalagoso y ñoño, procuraba, queriendo o sin querer, elegir los procedimientos de trabajo más consonantes con su estado anímico. En cambio, cuando actuaba impulsada por el odio y la furia, arrasaba con todo, trabajaba sin mirar el reloj, se olvidaba de las conveniencias sociales y no notaba ni el hambre ni el cansancio.
¡Matar a un crío, a un chaval de diecisiete años! Y aunque Nastia ya se había enterado de que ese chaval era nieto del mismísimo Trofim, y de que en aquel pueblo lo había estado esperando su amante de veintidós años de edad, le daba igual: la víctima del asesinato seguía siendo un menor de edad, un adolescente, casi un niño. Aun en el supuesto de que la elección de las víctimas del francotirador no se debiera al azar, que detrás de cada muerte se ocultara un propósito, una intención concreta, y que alguien había pagado por verla plasmarse en la realidad; que el asesinato del nieto fuera fruto de un ajuste de cuentas dirigido contra el propio Trofim; que todos aquellos asesinatos no eran sino una manifestación de las guerras mañosas y rencillas criminales a escala local; aun así, daba igual, eso no se podía tolerar. No se debía matar a los adolescentes.
Nastia Kaménskaya despertó a media noche pensando que tenía que coger al maldito francotirador. Tenía que cogerlo. Tenía que cogerlo.
Sería estúpido creer que volvería a conciliar el sueño. Apartó de sí el calentito edredón, se envolvió en el largo albornoz, se puso unos calcetines de lana gruesos y altos en los pies, y se arrastró hasta la cocina. El agua de la tetera tardó unos minutos en hervir. Nastia se preparó una taza de café enorme, estiró las piernas, apoyándolas en otro taburete, encendió un pitillo y examinó la foto que había llevado a casa del despacho, la foto que Oleg Zúbov le había dado el viernes.
Como favor a sus colegas de Moscú, los agentes operativos de Uralsk habían ido a ver a los Agáyev y revisaron escrupulosamente todos los blocs de dibujo y libros para colorear de la pequeña hija de Slava Agáyev, en busca de una página a la que se hubiera recortado una tira de papel por el borde. No encontraron nada. No sólo eso, sino que los ejemplares de los documentos que la policía había recogido y que, fuera de toda duda, habían sido redactados por el propio Agáyev, constituían una prueba incontestable de que los datos de la cuenta bancaria habían sido anotados por otra mano. Si Agáyev había tenido el papel en su poder era porque alguien se lo había hecho llegar. Pero ¿dónde y cuándo? ¿En Uralsk? ¿O en Moscú? Y ¿quién se lo había proporcionado?
La sensación de alarma no había desaparecido, todo lo contrario, se fue intensificando por momentos, y luego, de golpe, se desvaneció. En su lugar, por algún motivo, le vinieron a la mente dos apellidos polacos: Tomaszewski y Kiéslowski.
Qué disparate, pensó Nastia y meneó la cabeza. ¿Quiénes eran esos Tomaszewski y Kiéslowski? Borís Víctorovich Tomaszewski era un filólogo ruso, lexicólogo especializado en la obra de Pushkin. Krzystof Kiéslowski era un famoso director de cine, realizador de No matarás, que Nastia sinceramente consideraba una obra maestra porque hasta entonces nadie había logrado mostrar con esa arrebatadora franqueza, honradez y dolor que la violencia sólo generaba más violencia y nada más que violencia, y que el único medio para detener la terrible escalada de la muerte consistía en comprender este hecho y abstenerse de la venganza. Era imposible exigirlo a un individuo, que era demasiado débil para optar por esa sabia decisión, pero se podía y se debía exigirlo al Estado.
Todo eso estaba bien, pero ¿por qué demonios su insomne cerebro había juntado a Pushkin con la idea de la venganza? Pushkin y el asesinato. Tomaszewski y Kiéslowski. ¡Cielo santo! Pues claro, nada de eso tenía la más remota relación ni con Pushkin, ni con la película sobre el asesinato. Tomaszewski y Kiéslowski eran músicos polacos, pianistas que en su día habían gozado de cierta popularidad entre el público moscovita e incluso habían ido allí de gira. Interpretaban a cuatro manos en dos pianos sus propias versiones de obras clásicas populares, desde las canciones de Schubert hasta las sonatas de Beethoven. En concreto, fueron sus variaciones sobre el tema de la sonata en sol menor las que más le gustaron entonces a Nastia y que seguía recordando todavía.
Los pensamientos de Nastia pasaron de la sonata de Beethoven al thriller francés La sonata de la muerte, cuyo texto hacía algún tiempo le había quitado el sueño durante tantas noches y que luego la condujo hacia la solución del asesinato, a primera vista nada complicado, de una prostituta joven y alcohólica. En seguida, en su memoria afloró el dibujo de la cubierta del libro: unas barras de color rojo sangre imitando el pentagrama, y encima de ellas, una clave de sol.
A pesar de que el café estaba caliente, casi hirviendo, sintió de pronto cómo su estómago se convertía en una bola de hielo. Los diez puntos visibles junto al borde de la tira de papel, o más exactamente, los dos grupos de cinco puntos… ¿no serían los finales de las líneas de un pentagrama? Eso explicaría también la calidad del papel, que no era ni el utilizado para trabajos de mecanografía ni para impresoras, sino que parecía proceder de un álbum o de un bloc especial. De un cuaderno de música…
Nastia miró el reloj: faltaban unos minutos para las cuatro, como mínimo, tendría que aguantar dos horas más. A las seis ya podría llamar al general. Y al diablo con las normas de la decencia.
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La mañana era aún más fría de lo que le había parecido a Nastia cuando miró por la ventana a la calle. Una fina capa de escarcha cubría las veredas del parque Izmáilov, y el sol, que asomaba en medio de las nubes, no daba la impresión de querer cobrar fuerza para proclamar con la plenitud de sus poderes que la primavera ya estaba aquí: tan apático era su aspecto, tan ajeno a toda alegría.
El general Zatochny, ataviado con un pantalón deportivo y con una buena chaqueta forrada en piel, caminaba al lado de Nastia, que echaba miradas de envidia a sus manos secas y musculosas y desnudas, que no protegían los guantes: a todas luces, Iván Alexéyevich no tenía nada de frío. En cuanto a Nastia, el frío le había calado hasta los huesos apenas diez minutos después de que salió del metro, puesto que no había sabido escoger una ropa más adecuada para la temporada.
—Verá, Iván Alexéyevich —le decía con voz temblorosa del frío, moviendo penosamente los entumecidos labios—. No me queda otro remedio que sospechar de Rusánov. Sé que no sólo es una tontería por mi parte, sino que, probablemente, mi decisión no sea tan siquiera profesional, pero no acostumbro buscar razones para rebatir una conclusión que se impone como lógica.
—Pero todos sus argumentos son indirectos —objetó Zatochny—, y por muchos que sean, nunca sustituirán una prueba fehaciente. Me cuesta creer que usted misma no lo entienda.
—En eso estoy de acuerdo. Por eso le pido que me ayude.
—¿Quiere que la ayude a buscar pruebas directas?
—No, quiero que me ayude a averiguar si las pruebas indirectas que señalan a Rusánov no podrían ser directas y apuntar a alguien más.
—Es decir, ¿ni usted misma cree que Serguey esté implicado?
—Claro que no. No le encuentro ningún sentido. No veo qué provecho podría aportarle.
—Pero para alguien sí tiene sentido.
—Para alguien, sí lo tiene —asintió Nastia—. Y también le aporta beneficios. Simplemente, llegado un momento, todo se tuerce con tan mala suerte que primero perjudica a Platónov, y ahora, a Serguey. Se diría que alguien está muy interesado en ponerles la zancadilla a los dos. De aquí que quiero comprender quién anda jugando con ellos. ¿Puedo contar con usted?
—Si la he entendido bien, ¿se propone basar la investigación en los últimos casos de Platónov?
—Pues sí, y en particular, me interesan los detalles del caso de Uralsk. Tal vez, Tarásov y Agáyev fueron asesinados justamente porque sabían demasiado sobre la trama de Uralsk.
El general aminoró la marcha y luego se detuvo. Se diría que sus manos, a pesar de todo, habían empezado a acusar el frío, porque se estremeció frioleramente y las metió en los bolsillos. Su pelo ralo dejaba al descubierto un cráneo de agradables proporciones. Nastia se sorprendió pensando que, al parecer, los hombres con entradas le resultaban muy atractivos. Hasta entonces siempre creía que la escasez capilar era un defecto vergonzoso, pues por algo sería que todos los hombres que le gustaban se ufanaban de unas cabelleras frondosas y bien cuidadas. En cambio, ahora, al lanzar miradas de soslayo al general cincuentón, iba comprobando que la atraía poderosamente. A pesar de su incipiente calvicie. A pesar de que era más bajo que ella. A pesar de que Nastia se casaba dentro de un mes y pico. A pesar de que… El general Zatochny le gustaba, y ya está. Le gustaba como detective. Le gustaba como mando superior. Le gustaba como tío.
—Ha dicho «tal vez». Tal vez, Tarásov y Agáyev fueron asesinados a causa de la trama de Uralsk. Pero tal vez, no. —Al fin rompió el silencio Iván Alexéyevich.
—Evidentemente —contestó Nastia, extrañada—. ¿Quiere que le enumere ahora mismo, de carrerilla, diez causas como mínimo para que en el curso de tan sólo tres días nos encontrásemos con dos cadáveres, Agáyev y Tarásov? Uralsk no sería más que una de esas causas.
—Pero, en cambio, la más obvia —observó Zatochny.
—Eso es lo malo. Las obviedades siempre me dan mala espina. Me producen la sensación de que alguien me está metiendo el dedo en el ojo.
—¿Y eso a usted no le gusta? —preguntó el general, socarrón.
—Ni lo más mínimo —dijo Nastia cabeceando—. No lo aguanto.
—¿Debe de ser muy independiente, verdad?
—Mucho.
—¿Y resistente a la sugestión?
—Totalmente. Una vez, dos hipnotizadores se pasaron horas tratando de dormirme, pero no consiguieron nada.
—¿Le gustan los copos de avena?
La sorpresa hizo que Nastia diera un traspié, y para no caerse, se agarró de la manga de la chaqueta azul de Iván Alexéyevich.
—¿Los copos de avena? —repitió Nastia, incrédula—. ¿Lo he oído bien?
—Sí, sí, le he preguntado precisamente sobre los copos de avena. ¿Qué me dice, pues? ¿Le gustan o no?
—Los odio.
—Lástima —dijo el general y con afectación puso un gesto de profundo desconsuelo—, porque a mí me encantan. Así que nuestros gustos no coinciden. De acuerdo, Anastasia Pávlovna, en mi calidad de jefe supremo me encargaré de concretar y asignar las tareas. ¿Tiene algo que objetar?
—No, nada en absoluto.
—Intentaré averiguar lo máximo posible sobre Uralsk. Usted, por su parte, encárguese de las diez causas restantes que explican por qué en un breve lapso de tiempo fueron asesinados dos hombres vinculados tanto con Uralsk como con Platónov. Me parece justo, ¿qué opina? Puesto que soy el jefe, yo tengo suficiente con trabajarme una hipótesis. Usted es una subordinada de talento, por lo que le corresponden diez.
—Como usted diga, Iván Alexéyevich —respondió Nastia—. Gracias por encargarse de Uralsk.
—¿Por qué lo dice?
—No puedo ni ver los chanchullos económicos, me revuelven las tripas —confesó ella.
—No he comprendido.
El general volvió a pararse y miró a Nastia con fijeza. Sus cejas se habían arqueado levemente sobre los ojos amarillos, su cara había adquirido una expresión de frialdad y de algo parecido a distanciamiento.
—¿Qué significa eso de que «los chanchullos económicos le revuelven las tripas»?
—Simplemente eso, que me revuelven las tripas —contestó Nastia con repentino ardor—. En la universidad, la única asignatura en que no obtuve sobresaliente fue la Economía Política. Mis relaciones con la Economía Política fueron malas desde el primer día. Será algo genético, connatural, imposible de remediar. Las palabras como banco, préstamo, fondos de inversión, inflación, Bolsa, acciones, me producen náuseas. Nada de eso me interesa. Me aburre. ¿Entiende?
—Me parece increíble —dijo el general, recalcando su extrañeza con un encogimiento de hombros—. Me han dicho que es usted muy inteligente, muy perspicaz, que había estudiado Matemáticas, que tiene una memoria prodigiosa. ¿Cómo es que no consigue asimilar esas chorraditas? ¿No comprende los fundamentos de la teoría económica? Dicen que habla cuatro idiomas extranjeros…
—Cinco —rectificó Nastia por automatismo.
—¿De veras? Pues con más razón… Y, sin embargo, se mete en un rincón y se echa a llorar porque no puede hacer algo, cuando lo que debería hacer es enjugarse las lágrimas, coger unos cuantos libros y aprender rápidamente todo lo que necesita. Vergüenza debería darle, jovencita.
—No me ha entendido, Iván Alexéyevich. Por supuesto que tiene toda la razón, puedo coger los libros y en tres días me habré puesto en la materia. Lo que ocurre es que no me da la gana.
—Pero ¿por qué?
—Porque esas cosas me aburren. El dinero nunca es la primera causa de un asesinato. Puede ser un pretexto, puede ser incluso una causa secundaria, pero nunca la principal.
—De nuevo, no la entiendo. Siempre creía que el dinero, la codicia, era una de las causas más frecuentes para que unos seres humanos matasen a otros. ¿No es así acaso?
—No, claro que no. La causa no tiene nada que ver con eso. La causa está en para qué el asesino necesita ese dinero. Y la respuesta a esta pregunta pertenece al ámbito de los sentimientos humanos más normales, no tienen la menor relación con la teoría económica. El ser humano ambiciona poder. Ambiciona el bienestar físico y material. O, tal vez, sicológico. O bien, aspira a conquistar a la mujer amada. O quiere salvar su pellejo. Es posible que para conseguir cualquiera de esos objetivos necesite dinero. Pero si para conseguirlos no hiciese falta dinero sino otra cosa, mataría de todos modos, aunque no a aquel que tiene dinero sino a aquel que posee esa otra cosa. El caso es que mataría igualmente. Porque aquel sentimiento dominante, el que está por encima de todos los demás sentimientos humanos, el que lo induce a cometer el asesinato es más fuerte que el mandamiento bíblico «no matarás». Eso es lo que me interesa, Iván Alexéyevich. Me trae sin cuidado el procedimiento al que recurre un golfo para levantar la pasta, cómo la roba y cómo la blanquea, porque para investigar esas cosas existen el servicio de la lucha contra los delitos económicos y el de la lucha contra el crimen organizado y la corrupción, el mismo donde usted trabaja, camarada general. Lo que me importa es comprender para qué lo hace. Nos hemos acostumbrado a aceptar la respuesta «quiere tener mucho dinero» como la definitiva, como si fuese suficiente en sí misma y ya no hiciesen falta otras explicaciones. Dicen que el deseo de tener mucho dinero es completamente natural, al igual que el deseo de vivir y, además, vivir en libertad.
—¿Quiere decir que, en realidad, eso no es cierto? —preguntó el general con sorna.
—Por supuesto que no. El deseo de vivir es algo inherente a todo lo vivo, es un don de la naturaleza, un instinto sano y natural. En cambio, tener mucho dinero… aquí las cosas se complican, y mucho. ¿Qué se pretende hacer con tanto dinero? ¿Gastarlo en comida? ¿En viajes? ¿En rodearse de guardaespaldas y de medidas de seguridad a toda prueba? ¿En mujeres? ¿Invertirlo en Bolsa? ¿O meterlo en la maleta, como el famoso mendigo millonario, porque el bienestar síquico que proporciona el saberse un hombre rico constituye un valor en sí mismo? Esto es lo que importa, Iván Alexéyevich. Porque es móvil suficiente para cometer un asesinato, mientras que el dinero interviene sólo como factor secundario.
—Entonces, ¿en serio admite que detrás de los asesinatos de Agáyev y de Tarásov pueden ocultarse intereses distintos de los monetarios?
—Claro que lo admito. Y si quiere que le sea sincera, me gustaría que fuese justamente esto de lo que se trata.
Que el dinero no tuviese nada que ver.
—¿Y eso?
—Me resultaría más interesante hacer mi trabajo. La gente siempre es más interesante que las bobadas económicas.
—Bueno, si es así, he acertado al encargarme de la parte económica del asunto y dejarle la sicología existencial a usted.
Hacía ya tiempo que habían llegado a la boca de metro, habían subido al andén, que se situaba en la superficie, y estaban parados allí, al descubierto, expuestos al azote del frío viento.
—¿Adónde va ahora? —preguntó Zatochny.
—A casa. Estoy helada y, además, necesito meterme en el estómago un litro de buen café, si no, no soy ser humano, sino un gato muerto.
—Dios mío, habérmelo dicho antes —pronunció Iván Alexéyevich, consternado—. Si lo hubiera sabido, en vez de marearla con el paseo por el parque, la habría invitado a casa.
El sentimiento de pena le empañaba la voz, pero sus ojos habían recobrado la cálida luz que anunciaba al interlocutor: «Cierto, he metido la pata, pero ¿a que no se lo tomará a mal? ¿Verdad que no? Sé que es incapaz de enfadarse conmigo. Sé que yo le gusto a pesar de todo y que usted me perdonará cualquier cosa».
—¿Y me habría obligado a comer copos de avena? —contestó Nastia, sonriendo.
Una vez más, mirando sus amarillos ojos de tigre, Nastia pensó que era increíble lo mucho que le gustaba.
Nunca antes había sentido el menor interés por ese tipo de hombres. ¿Qué le estaba pasando?
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El domingo por la mañana, Kira se dispuso a dar una vuelta por el mercadillo de hortelanos y luego terminar de hacer la compra en algún supermercado. Los domingos, la mayoría de las tiendas estaban cerradas, a excepción de algunos supermercados situados en el centro de la ciudad. Al verla ponerse el abrigo, Platónov le repitió una vez más sus instrucciones para ese día: Kira debía conseguir sin falta hablar con Kaménskaya y contarle con todos los pormenores lo que Dmitri hizo el lunes, el martes y el miércoles, antes de darse a la fuga.
Eso era lo que Kaménskaya le había pedido, y a Platónov su deseo le parecía justo y razonable.
La primera llamada de Kira no dio resultado: en casa de Kaménskaya, nadie cogía el teléfono.
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Hasta el domingo, Chernysov no había conseguido hablar con el antiguo campeón de Europa de tiro al blanco y, en la actualidad, jefe de sección de las Tropas de Tareas Especiales, teniente primero Borís Shalaguin. Lo encontró en el garaje, sumido en desaforados esfuerzos por devolver a la vida a su Moskvich, enfermo en fase terminal, y habló a Andrei tumbado bocarriba, debajo de la panza de su coche.
—¿Un Stechkin de 9 milímetros? —repitió Shalaguin—. Pues ¿qué quieres que te diga?, normal.
—¿Qué tiene de normal? —preguntó Chernysov, desconcertado—. Háblame de forma que pueda entenderte.
—Todo tirador que se precie usa Stechkin —explicó Borís, intentando atrapar con la mano un tornillo que se le escapaba y rodaba por el suelo—. Si tu cliente tuviese otras preferencias, entonces sí que debería estrujarme las meninges. Pero si es así como dices, es normal.
—¿Cómo crees que puede tratarse de alguien que trabaja en nuestro sistema?
—Perfectamente. ¿Qué más le queda a un tirador para buscarse la vida si no es trabajar para nosotros? Los deportistas no tienen muchas opciones si quieren mantenerse en forma: o bien se procuran algún chollo deportivo, o bien acuden a nosotros, a la policía, o si acaso, al Grupo Especial, al equipo Alfa, o como se llame.
¿Quién más los necesita, con esa especialidad suya tan particular?
—Boria, piénsalo bien, ¿puede ocurrir que un tirador pierda la chaveta y le dé por disparar a todo bicho viviente? Quiero saber si debo continuar investigando a todos los enfermos neuro-siquiátricos registrados, o si puedo descartarlos.
Shalaguin salió de debajo del coche y empezó a limpiarse las manos con un trapo.
—Un tirador puede perder la chaveta. Un francotirador, jamás.
—¿Cuál es la diferencia?
—Tenemos un dicho: todos los francotiradores son tiradores, pero no todos los tiradores son francotiradores.
Un tirador es la agilidad, la mano, el ojo. Un francotirador es el carácter, el tipo humano, la mentalidad.
—Pero ¿por qué? —se extrañó Andrei—. Quiero comprender cuál es la diferencia. Tal vez sea justamente lo que me falta para adelantar la investigación al menos un poco.
Shalaguin arrojó el trapo a un rincón del garaje, abrió las puertas del coche, se sentó frente al volante y sacó de debajo del asiento una botella de whisky ya mediada.
—¿Te apetece? —le ofreció a Chernysov—. Pero tendrás que beber a gollete, no te esperaba, si no, habría traído un vaso.
—No, gracias —dijo Andrei, acompañando su negativa con un enérgico cabeceo.
—¿Te da repelús? ¿O te has vuelto abstemio? —se regodeó Borís, tomándose un largo trago de la botella.
—A esta hora siempre soy abstemio. Hoy todavía tengo que rendir cuentas ante el jefe, no puedo presentarme soplado.
—Bueno, en ese caso, lo entiendo —dijo el teniente primero de las Tropas de Tareas Especiales con un tono que rebosaba comprensión—. ¿Tienes alguna idea de qué va eso del tiro al blanco?
—Prácticamente ninguna —confesó Andrei—. Sólo sé lo que aprendí en las clases de preparación física. Mis resultados se ajustan a las normativas, pero en comparación con las del gran deporte, las nuestras son del curso cero de enseñanza primaria.
—En este caso, te voy a explicar en breves palabras las líneas generales, para que te hagas una idea. Un tirador debe ser capaz de realizar en un tiempo establecido un número determinado de disparos, y las balas deben dar más o menos allá donde le dicen. Debe ser capaz de mantener la concentración durante diez segundos, y en ese tiempo, disparar diez veces y procurar que todas las balas hagan el impacto más o menos en el mismo sitio. Cuanto menos separadas estén entre sí, tanto mejor. Pasados los diez segundos, ha terminado de disparar y puede relajarse, ir al baño, echar un pitillo. En cambio, un francotirador, eso es otro cantar. Un francotirador es el cazador que escoge un lugar, se prepara, se pone al acecho y espera. Durante horas. Durante días. No sabe lo que es «relajarse, ir al baño y echar un pitillo» porque la presa puede presentarse en cualquier momento, justamente en aquel en que se ha permitido distraerse. Pero lo principal es que el francotirador no puede hacer más que un disparo. ¿Comprendes? Uno solo. No diez, como el tirador, sino un único disparo, que tiene una importancia vital. Por ejemplo, un criminal ha tomado un rehén, se ha encerrado junto con él en una casa. ¿Te suena la situación?
—Y tanto —contestó Andrei, que escuchaba a Shalaguin con enorme atención, y asintió con la cabeza.
—En ésas están, cuando llega el francotirador, se acerca sigilosamente a la casa, ocupa la posición, se pone en disposición de combate y espera que el criminal se descuide y le deje ver su cabeza detrás del cristal de la puerta o de la ventana, aunque sólo sea por una fracción de segundo. En esa fracción de segundo podrá hacer un único disparo, y no diez. El tiempo pasa, el francotirador sigue tumbado sin moverse para no desplazar la mira. No piensa ni en la comida, ni en los cigarrillos, ni en alisarse el pelo, ni en ir al baño.
—¿Y cómo se las apaña? —preguntó perplejo Chernysov, al que antes nunca se le había ocurrido interesarse en esos detalles tan sencillos.
—Pues no se las apaña. Se lo hace encima. Permanece tumbado y se cuece en su propio sudor y se orina encima. Dicho de otra forma, el francotirador es alguien capaz de soportar las inconveniencias físicas. Capaz de estar tumbado o sentado sin moverse. Capaz de esperar sin ponerse nervioso, sin perder la calma, sin dejarse distraer con nada. Debe tener el temperamento flemático o, como mucho, sanguíneo. Lo ideal es que no sea dado a emocionarse, que no se deje llevar por arrebatos de ninguna clase.
—¿Por qué? ¿Cuál es la relación?
—La más directa. Le temblaría la mano. La mano, Andrei, bonito, no sólo puede temblarle de la compasión por la víctima, sino también del odio al criminal, en realidad, de cualquier emoción un poco fuerte. Un francotirador no puede ser así, ¿comprendes? Debe ser inmune a la compasión, y al mismo tiempo, también debe ser inmune al odio hacia el criminal al que tiene que matar. Debe ser, o saber mantenerse, impasible, es cualidad imprescindible para un francotirador de pro. Así que dudo mucho que lo encuentres entre los enfermos mentales.
Lo más probable es que esté en su sano juicio; simplemente, es un cabrón de primera.
—Entonces, si está en su sano juicio, entre los seis cadáveres debe existir una relación —pronunció Andrei, pensativo—. Y yo no la veo, esa relación.
Shalaguin se encogió de hombros poniendo cara de circunstancias, se tomó otro trago de la botella y volvió a guardarla debajo del asiento.
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Vitali Nicoláyevich Kabanov tenía la impresión de que cada palabra que pronunciaba se asemejaba a un nuevo movimiento de la pala del sepulturero. Cuantas más palabras, más profunda era la tumba que se estaba cavando para sí mismo, siguiendo las instrucciones de Trofim.
—El hombre y la mujer viven en el apartamento de una habitación situado en la segunda planta de la escalera número tres. En los bajos del edificio se encuentra la tienda Las Delicias del Océano. El plazo expira la noche del martes. Como muy tarde, nos veremos el miércoles por la mañana. Me informarás sobre el cumplimiento del contrato y cobrarás los honorarios correspondientes. Ya que se trata de tu primera misión, de momento no tienes derecho al anticipo. ¿Está todo claro?
—Sí.
—¿Lo aceptas?
—Sí.
—Reflexiona bien, de momento, lo único que hacemos es hablar, aún estás a tiempo para echarte atrás. En cuanto nos despidamos, el reloj empezará a correr. Dispones de tres días.
—Haré todo lo que me ha dicho.
Una vez más, al mirar en los ojos tranquilos de su visita, que aspiraba a incorporarse en el gremio de francotiradores, Kabanov pensó que su mente sería todo menos enferma. ¿Mente? Pero si ni siquiera es un ser humano, se rectificó Vitali Nicoláyevich, es una máquina de matar, insensible, incapaz de dudar, de experimentar miedo o compasión. Dios mío, ¿de dónde salen esos energúmenos?
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Kira volvió a meterse en la cabina y a marcar el número de Kaménskaya. Esta vez, sí la encontró en su casa, y con voz bien modulada repitió a Anastasia todo cuanto le había encargado contarle Dima.
—La mañana del lunes habló con Rusánov por teléfono, Serguey se lo confirmará, es poco probable que se le haya olvidado porque fue él mismo quien llamó a Dima para consultarle sobre un regalo para Lena…
—Un momento —la interrumpió Kaménskaya—. ¿Ha dicho que Rusánov llamó a Platónov el lunes por la mañana?
—Sí, a eso de las nueve.
—¿No fue al revés? ¿No se confunde?
—Rusánov llamó a Dima. No, no me confundo. Es lo que Dima me ha dicho.
—Está bien, continúe, por favor.
—Después de hablar con Rusánov, Dmitri bajó al parking, cogió el coche y se fue a trabajar…
Al salir de la cabina, Kira se dirigió despacio hacia el bulevar, cruzó la calle y se sentó en un banco. Necesitaba reflexionar.
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Ese día, Platónov decidió que había llegado el momento de empezar a preparar la habitación para las futuras reformas. Para eso tenía que mover todos los muebles, dentro de lo posible, al centro, taparlos con un plástico y quitar los papeles viejos de las paredes. Al forcejear con la alta librería, Dmitri encontró un viejo bolso de señora de piel de serpiente, que estaba metido entre la pared y el montante lateral de la librería. Sus manos abrieron el cierre solas, sin darle tiempo a preguntarse si tenía derecho a hacerlo.
El bolso contenía varios papeles: la partida de nacimiento de Kira Levchenko, el diploma universitario, el certificado del divorcio, tres acciones de la MMM. S. A., compradas, quizá, para ver cómo funcionaba eso de los valores, o tal vez sin ningún motivo, simplemente porque la joven hubiera sucumbido al entusiasmo generalizado.
Dmitri encontró también la escritura del piso y un extraño documento que daba fe de que la ciudadana Levchenko Zoya Fiódorovna era la titular de la parcela número 67 del cementerio Manijin, donde estaba enterrado el ciudadano Levchenko Vladímir Petróvich. Platónov hojeó rápidamente el resto de los papeles, no descubrió nada interesante, y se disponía ya a guardarlos en el bolso de nuevo, cuando la curiosidad profesional pudo más, y abrió la cremallera del bolsillo interior. Allí había dos certificados de defunción, uno de Levchenko Zoya Fiódorovna, fallecida en 1987, y otro, de Levchenko Vladímir Petróvich, muerto tres años antes.
Con los dedos de pronto rígidos, Platónov cerró la cremallera y el bolso, y lo colocó encima de uno de los estantes de la librería. Así que los padres de Kira habían muerto. ¿Adónde iba entonces cada fin de semana? ¿A ver a un amante? Cabía esa posibilidad. ¿A casa de algún familiar anciano que no podía valerse por sí mismo y necesitaba que alguien le llevase comida? ¿A ver a un hijo que, por alguna razón, no vivía con ella? Todo eso era posible, aunque no quedaba muy claro por qué tenía que ocultárselo. En cualquier caso, no era a sus padres a quienes iba a ver Kira Levchenko.
Obedeciendo a un repentino impulso, Platónov corrió al cuarto de baño y abrió el pequeño armario de luna.
Luchando con la sensación aguda e incómoda de estar haciendo algo vergonzoso, que había vuelto a asaltarle a la vista de todos aquellos artículos de higiene femenina, Dmitri cogió del estante una gran caja azul, que le sorprendió por su peso. Metió la mano y extrajo un revólver envuelto en varias bolsas de plástico. Antes de que acabara de comprender qué era lo que sostenía en las manos, ya había reconocido el ruido susurrante cuyo origen lo había tenido tan intrigado durante todo ese tiempo.
Platónov apartó las bolsas de plástico, y el olor, tan familiar, a pólvora quemada le golpeó la nariz. Alguien había utilizado ese revólver, y no hacía mucho.
La verdad, que tanto tiempo llevaba jugando con él al escondite, se reveló a Dmitri súbita e impúdicamente, se presentó ante él con ostentación, burlándose cínicamente de su falta de perspicacia. ¡Dios, qué ciego y qué estúpido había sido! Debería haberlo visto y comprendido mucho antes, lo tenía todo delante de sus narices, pues no, él, pobre imbécil presuntuoso, sólo había estado pensando en si tenía que llevarse a Kira a la cama de inmediato o si podía permitirse retrasarlo un poco más.
Recordó su capacidad de concentración, de dedicarse a un trabajo monótono y aburrido sin perder la paciencia y sin distraerse. Recordó cómo aguantaba varias horas sentada inmóvil, sin cambiar de postura, sin producir el menor ruido. Cómo permanecía de pie junto a la cocina, manteniéndose erguida, sin cargarse de espaldas, sin desplazar el peso del cuerpo sobre una sola pierna. Cómo, con qué facilidad, se balanceaba sobre un pie en el borde de la bañera, sin perder el equilibrio. Cómo, al volver la cabeza y agachándola un poco, la sostenía con la misma inclinación, tal como la había acostumbrado a hacerlo su entrenador cuando le enseñaba a adoptar la posición de tiro. Su cuerpo y sus movimientos eran los propios de un tirador profesional, y había que ser un cretino consumado para no darse cuenta en seguida.
Cuando Kira tenía que mirar a lo lejos, nunca bizqueaba los ojos. Se tapaba un ojo con la mano. Platónov recordó cómo su instructor de tiro no se cansaba de repetirle: «Cuando asumes la postura, todos los músculos de tu cuerpo deben estar trabajando, incluso los faciales. Si al asumir la postura has entornado un ojo, ya no hay nada que hacer, tu postura de tiro se ha ido al garete y se ha llevado consigo tu puntería».
Platónov se sofocó. Recordó cómo Kira se apartaba de él cada vez que él intentaba abrazarla y apretarla contra su pecho. Nada más que ayer, por ejemplo, cuando supuestamente se marchaba a ver a sus padres. Y otra vez, cuando regresó. Claro, cómo no iba a apartarse, si debajo del jersey, en la cintura de los tejanos, llevaba el revólver.
Un revólver que había sido disparado recientemente.
¿Una sola vez? ¿O varias? En el tambor faltaba una bala. ¿Adónde había ido Kira la semana pasada?
Las preguntas se multiplicaban. Todo eran interrogantes, y Platónov intentó buscar por lo menos respuestas a algunas de ellas, pero de repente se le ocurrió que no era eso lo que debía preocuparle.
Se encontraba en casa de una asesina en serie. Había puesto en sus manos su vida, su libertad. Eso ya no tenía remedio, no podía abandonar su apartamento, porque hacía diez días se había cursado contra él una orden de busca y captura a escala nacional, y todos los agentes de policía llevaban su foto en el bolsillo. No podía abandonar su apartamento y dejarse detener así como así, porque si lo hiciera, sólo Dios sabía a qué manos irían a parar los documentos con las pruebas de la trama de corrupción, y el caso se vendría abajo en menos de lo que se dice.
Pero quedarse allí le daba demasiado miedo. Si Kira era una demente y una asesina, que cada semana descerrajaba un tiro a algún hombre joven, ¿qué garantías tenía de que no se le pasaría por la cabeza gastarle a él una broma original y graciosa, tan graciosa que Platónov, a lo mejor, acabaría muerto de risa?
¿Qué podía hacer? ¿Esconder el revólver? ¿Y si tenía otra arma? Al descubrir que el revólver había desaparecido, comprendería que Platónov lo había encontrado, y…
¿Dejarlo todo tal como estaba? ¿Y rogar a Dios que todo terminase antes del sábado siguiente? Entonces saldría del apartamento, volvería al trabajo e informaría sobre Kira a quien correspondía.
¿Informar sobre Kira? ¿Sobre la mujer que había aceptado ayudarlo, que lo había creído, que lo había acogido en su casa, que le preparaba comidas y que cumplía a rajatabla todos sus encargos?
¿Qué iba a hacer, pues? Kira volvería a casa de un momento a otro, y necesitaba tomar alguna decisión lo antes posible.
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Kira seguía sentada en el banco sin hacer caso de la fría llovizna, tratando de encontrar el modo de salvar la vida. Hacía dos horas se le había encargado matar a una pareja, un hombre y una mujer, que vivían en cierto apartamento de una habitación situado en la segunda planta del edificio en cuyos bajos se situaba la tienda Las Delicias del Océano. Matar a Dmitri Platónov y a sí misma.
La ex suegra tenía parte de razón. En efecto, Kira siempre había creído que su buena presencia la ayudaría en la vida, y estaba dispuesta a ganarse los bienes terrenales por la vía de la cama. Era una práctica generalizada, pero por algún motivo, Kira tenía la impresión de que nadie iba a pensar que también ella se hubiera rebajado a abrazarla, que viviera de sus atractivos físicos. Los continuos monólogos de la suegra la habían convencido de que su sencillo proyecto no sería secreto para nadie. Cosa que causó a Kira no poco disgusto, ya que se daba perfecta cuenta de que Dios no la había agraciado con ningún talento especial, y difícilmente saldría adelante por cuenta propia.
Después de que se matriculó en la universidad para chinchar a su marido y a la odiosa suegra, un buen día, por pura casualidad, Kira se encontró participando en una competición de tiro al blanco. Justo unos días antes, una muchacha que formaba parte del equipo de la facultad, había decidido abandonar los estudios y se había marchado a su natal Cucarachaburgo, capital de la provincia La Plaga de la Langosta. El entrenador pasó largas horas tratando de convencer a Kira para que ocupase su lugar, asegurándole que no tendría que hacer absolutamente nada. Un equipo debía contar con un retén de tiradores participantes y con cierto número de deportistas de reserva; probabilidades de que todos los tiradores de reserva tuviesen que intervenir en el certamen y le tocase también a Kira ponerse delante de la diana, había una entre mil.
Sin embargo, al llegar a la ciudad donde iba a celebrarse el campeonato, Kira acudió a los entrenamientos junto con todos los demás y declaró al entrenador que le interesaba probar qué era eso del tiro al blanco. Le dieron una pistola, le explicaron a grandes rasgos cómo funcionaba, cómo tenía que apuntar y dónde tenía que apretar; y luego siguieron los ayes y el agitar de las manos: nadie se creía que alguien que nunca antes hubiera tenido un arma en las manos pudiese obtener esos resultados.
Kira demostró poseer algo más que una habilidad especial para esta clase de deporte. A todas luces, lo suyo era un don innato. Y además, tuvo mucha suerte con el entrenador. Éste vio enseguida que aquella belleza esbelta y de largas piernas poseía el tesón, el empeño en terminar cada cosa que empezaba, por insignificante que fuese, la capacidad de concentrarse y de desconectar por completo de todo lo ajeno a la tarea del momento.
El entrenador comprendió que la estudiante de ojos castaños del segundo curso había nacido para disparar, que estaba predestinada para el tiro. Su carácter reunía todo lo que un buen tirador necesitaba. Pudo comprobarlo durante las primeras clases, mientras estaba trabajando con sus deportistas en la posición de tiro. No hacían nada más, no había nada de disparos, nada de adiestramiento en el manejo de las armas, sólo la posición de tiro. Preparados para disparar, descansen, preparados para disparar, descansen; y así, decenas, cientos de veces, hasta que el tirador aprendiese a adoptar la posición automáticamente, hasta que cada músculo, cada célula de su cuerpo, desde las plantas de los pies hasta la frente, recordase la postura correcta que el entrenador había encontrado especialmente para cada deportista concreto, la posición que permitía a éste afinar su puntería al máximo. Kira fue una de los poquísimos alumnos suyos que durante esos entrenamientos no se impacientaban, que no se sorprendían con nada, que no preguntaban qué falta les hacía aquello, que no se quejaban de lo pesado que les resultaba y que no pedían que les diesen por fin una pistola. Era capaz de ver el objetivo último de sus esfuerzos, y de no reclamar entretenimiento y diversión para amenizar el camino hacia ese objetivo. Es más, el entrenador observó que el trabajo diario, un trabajo monótono, minucioso, repetitivo y pesado, le gustaba a la belleza de ojos castaños porque ese trabajo lo alumbraba el brillante resplandor de la lejana meta: ser la primera, ser la mejor.
Pero el entrenador percibió también algo más: Kira no era ambiciosa. Kira nunca le preguntaba sobre los títulos y las condecoraciones, sobre los premios y las nominaciones, y no sólo eso: el campeón olímpico Vladímir Uskov, con quien Kira continuó su preparación por la recomendación de su primer entrenador, el de la universidad, tuvo la momentánea certidumbre de que la muchacha no callaba por modestia sino porque, en realidad, nada de eso le interesaba lo más mínimo. Sólo había una cosa que le interesaba: qué más tenía que hacer para disparar todavía mejor.
Dos años más tarde, Kira Levchenko había ganado todas las copas y medallas habidas y por haber. Fue entonces que se le ocurrió por primera vez la idea de que su talento podía servirle también para ganar dinero.
Para ganar muchísimo dinero. Incomparablemente más de lo que jamás hubiera podido aportarle su belleza.
Cuando esa idea germinó en su mente por primera vez, se desvaneció en seguida, se fue tal como había venido. Corría el año 1991, todos estaban hablando de la mafia, de los asesinos a sueldo, de las armas que cambiaban de manos sin control alguno y de otras cosas no menos siniestras. La gente se había acostumbrado a esos rumores y no se asombraba con nada. La idea de utilizar su talento de francotiradora para cobrar honorarios fabulosos empezó a visitar a Kira con creciente frecuencia. Para mantenerse en forma, fue a un mercadillo y compró a un espantajo narigudo un revólver Stechkin, junto con una cantidad holgada de munición. A partir de entonces, siempre que podía, Kira iba a las afueras de Moscú a entrenarse. Por supuesto que también continuaba entrenándose con Uskov, quien seguía sin comprender por qué la muchacha de pronto había salido del equipo y había dejado de participar en las competiciones. En el polígono de tiro, Kira se aplicaba en perfeccionar su rapidez y puntería, pero sólo el bosque le permitía poner a prueba todas aquellas cualidades que un francotirador debía poseer. La paciencia. La sangre fría. La inmovilidad. La capacidad de concentración. El aguante para mantener durante varias horas la misma postura. Y tras esas horas largas y torturadoras de espera, hacer un solo y certero disparo.
Durante todos esos años siguió trabajando en la biblioteca La Rareza, cuyos fondos de libros antiguos, entre otros, los publicados antes de la revolución, le habían merecido una gran popularidad entre todos los bibliófilos de Moscú. La biblioteca ocupaba dos plantas y el sótano de un edificio grande, donde en la época anterior se situaban una panadería, un taller de duplicación de llaves, otro de reparación de aparatos de radio, una casa de alquiler de electrodomésticos y una consultoría jurídica. El taller de reparación y la consultoría continuaban allí todavía, mientras que los demás locales fueron pasando poco a poco al sector de la propiedad privada, que a medida que esas superficies quedaban disponibles, las aprovechaba para instalar tiendas y despachos particulares.
Un buen día, buscando unos ejemplares en las estanterías del sótano, Kira oyó unas voces. Sonaban tan cerca y con tanta claridad, que la obligaron a mirar a su alrededor: creyó que unos desconocidos se habían introducido en el sanctasanctórum de La Rareza, aunque en seguida se dio cuenta de que las voces llegaban desde el otro lado de la pared. Una flamante empresa privada de turno estaba reformando el local situado allí para destinarlo a sus oficinas, y los obreros, llevados por el entusiasmo laboral, debieron de haber perforado la pared.
Lo que Kira oyó en aquella ocasión aguijoneó su curiosidad. Según comprendió, los que hablaban eran el dueño y su hombre de confianza. Lo que se deducía de sus palabras con claridad meridiana era que el soborno, el chantaje y otras conductas tradicionalmente mal vistas eran para ellos algo común y corriente, su pan de cada día; y que sus capitales depositados en varios bancos, entre otros, extranjeros, hacía mucho que habían rebasado el límite imprescindible para satisfacer la pasión más insaciable por los bienes materiales y por los viajes.
Inmóvil, casi petrificada, temerosa de cambiar de postura para no delatar su presencia, Kira escuchó la conversación con atención hasta el final. Al día siguiente volvió a bajar al sótano, pero ya habían tapado el agujero, y no pudo oír nada interesante. Se armó de paciencia, esperó a que terminasen las obras y que el nuevo dueño se instalase definitivamente en su flamante oficina, y dedicó varias semanas a observarlo, buscando un pretexto para abordarlo.
La oportunidad de introducirse en el local que tanto la atraía se le presentó inesperadamente. Un día les llevaron unos libros que la biblioteca había mandado a restaurar. El chófer, como de costumbre, esperaba al volante de su furgoneta fumando un pitillo, sin preocuparse de nada del mundo y mirando con regocijo a Kira, que trajinaba con los pesados paquetes. Una furgoneta cargada parada delante de una oficina siempre era un peligro en potencia, así que fue completamente natural que Guennadi Shlyk saliese a la calle en seguida y se detuviese a unos pasos de la puerta lanzando miradas llenas de suspicacia a la furgoneta y tratando de ver qué o quién había dentro. Era el responsable de la seguridad de Kabanov, por lo que en los primeros días había recorrido todos los despachos situados en el edificio y memorizó las caras de todos sus empleados, que, por fortuna, eran pocos. Al reconocer a la bibliotecaria, sus sospechas se disiparon, por lo que condescendió a ofrecerle su ayuda.
—Trae eso, te lo llevo —masculló entre dientes, sin molestarse con las fórmulas de urbanidad y prácticamente arrancando los paquetes de las manos de Kira.
El conductor de la furgoneta lo miró con desprecio, obviamente convencido de que Shlyk se estaba rebajando si se brindaba a cargar con los pesados paquetes. Kira, en cambio, sonrió agradecida por la inesperada proposición, le sujetó la portezuela de la furgoneta y procuró que sus pechos le rozasen el hombro de forma fugaz pero muy sugerente. La señal fue recibida y procesada, y cuando todos los libros se encontraron donde les correspondía encontrarse, tuvo lugar una presentación formal, a la que siguió una invitación a cenar juntos.
La cena transcurrió en un ambiente amable y electrizado por las mudas alusiones y promesas. Al día siguiente, Kira entró en la oficina de Kabanov y preguntó por Guennadi. Albergaba la esperanza de ver al Amo y de entablar una nueva amistad. Pero no hubo suerte, Shlyk le salió al encuentro, la cogió del brazo, la llevó a paso rápido a la calle y, una vez allí, le preguntó qué demonios había ocurrido y qué rayos se le había perdido en su oficina si habían quedado en que, al terminar la jornada, subiría a la biblioteca a buscarla. Kira se prodigó en las sonrisas más encantadoras y le explicó que la mandaban al depósito central, que sólo había querido avisarlo de que tal vez no estuviera de vuelta a las seis, para que el querido Guena no pensase que le había dado plantón y se había largado a casa, que regresaría seguro, y que si no hubiese vuelto a las seis, a las seis y media estaría allí como un clavo. Shlyk se ablandó, le gustó que su nueva amiga fuese tan previsora y formal. Aquella noche, de nuevo cenaron juntos en un restaurante.
Por supuesto que Shlyk se llevó una seria decepción al comprender que no era él el objeto del interés de Kira, sino su jefe, Kabanov, pero supo disimular sus sentimientos, como si por su parte nunca hubiera habido especiales expectativas.
—¿Para qué quieres ver a Vitali Nicoláyevich? —indagó, pero Kira se limitó a sonreírle con aire de misterio.
Shlyk le explicó en términos claros y contundentes que Vitali Nicoláyevich no solía recibir a «particulares» y que, si Kira deseaba hablar con él de algún asunto, primero debía exponerle su problema a él, a Guennadi. Tal vez se lo podía resolver sin necesidad de molestar a Kabanov.
—De acuerdo —contestó Kira con resolución—. Te lo diré a ti, para que lo repitas a tu jefe. Soy campeona de tiro, tengo primera categoría deportiva. Y quiero ganar mucho dinero. Eso es todo, Guena, querido, no voy a decirte nada más. Eres un chico listo, sabrás comprender el resto.
—¿Cómo se te ocurre pensar que Vitali tiene algo que ver con esas cosas?
Shlyk puso los ojos como platos, sin disimular su asombro. Estaba seguro de que aquella guapetona iba a pedirle el puesto de secretaria de la dirección o una carta de recomendación para algún amiguete.
—Vendemos maquinaria para las imprentas, no comerciamos con campeones de tiro.
—No obstante, díselo, Guena, bonito —le contestó Kira con dulzura—. Y déjate de cuentos conmigo, no me salgas con esas historias, sé que no me he equivocado de empresa.
Dos días más tarde, Shlyk subió a La Rareza y preguntó por Kira.
—¿Quieres que hablemos aquí, o aguantarás hasta la noche? —preguntó con frialdad.
—Aguantaré —le dijo Kira con una sonrisa casi amorosa, y la respuesta causó a Guennadi considerable extrañeza.
Había tenido la impresión de que la joven estaba consumiéndose de impaciencia. Fue sólo en aquel momento, al darse cuenta de su sangre fría y de su dominio de sí misma, que Guennadi por primera vez dudó de haber comprendido algo de esa mujer.
Guennadi no se privó de prolongar la espera todo lo que le fue posible. Le dijo que Kabanov iba a necesitarlo hasta las tantas, así que sólo podría ver a Kira para tratar del asunto de su interés a las once y media de la noche, y eso, en el mejor de los casos.
—De acuerdo —le contestó Kira sin inmutarse—. Esperaré. ¿Dónde quedamos?
Shlyk le dijo el lugar, pensando con malicia que Kira iba lista si esperaba recibir buenas noticias. Kabanov no estaba interesado en sus servicios.
—Te había advertido que sería inútil —le dijo cuando se encontraron aquella noche—. Los hombres de negocios no pierden el tiempo con esas sandeces, sobre todo porque nadie te conoce y no puede avalarte. Por supuesto que hay gente que estaría dispuesta a contratarte, pero nosotros, no. Además, para esta clase de trabajo hay que tener una reputación correspondiente, que tú no tienes. ¿Qué eres? ¿De dónde has salido?
¿Mereces confianza? Olvídate de eso, monada, la cosa te viene demasiado ancha. Estate quietecita, sigue currando en tu biblioteca y búscate un buen marido, hazme caso. He cumplido una condena y puedo asegurarte que en prisión nadie se lo pasa bomba. Nadie. Allí dentro se pasa pero que muy mal.
—Guena, bonito, ahórrame tus consejos —contestó Kira con frialdad, caminando con él de bracete por el bulevar—. Lo que necesito es que me ayudes. Pero si te niegas a ayudarme, tendré que valerme de mis propios recursos. A partir de ahora, cada fin de semana en la provincia de Moscú habrá un cadáver. La causa de la muerte será un disparo en la nuca realizado con revólver desde veinticinco metros de distancia. Y puedo garantizarte, primero, que la puntería no me fallará, y segundo, que nadie me encontrará nunca. Los cadáveres seguirán apareciendo hasta que tú y tu amo comprendáis que podéis confiarme cualquier trabajo.
Shlyk se detuvo en seco y la miró con atención.
—¿Estás… loca? —susurró, horrorizado.
—Soy tenaz —contestó Kira, bajando la voz a su vez—. Y, por favor, desengáñate, tus consejos y amonestaciones infantiles no me harán renunciar a mi objetivo. No hagas caso de mi cara bonita, puedo ser muy dura. Y siempre cumplo lo que prometo.
Soltó el brazo de Shlyk con suavidad, le dio un rápido beso en la mejilla y se fue a un suburbio a acechar a su primera víctima. Ahora, sentada en el banco húmedo y dejándose empapar por la fina llovizna, recordó cómo subió en el tren eléctrico, cómo caminó por una vereda buscando el lugar idóneo, y cómo calculó la mejor hora para sorprender a un viajero solitario y desaparecer sin dejar rastro. Decidió descartar a las mujeres y a los viejos, sus víctimas serían hombres jóvenes, todos de la misma edad aproximadamente. Para que la policía creyese que eran víctimas de un demente.
Fue entonces que por primera vez sintió el angustiante temor de que no pudiese disparar contra un blanco vivo, contra otro ser humano. Había oído decir que a la hora de la verdad, cuando se trataba de apuntar a un semejante, muchos se arrugaban, que era algo que no estaba al alcance de cualquiera. Sin embargo, aquel primer disparo se le dio con sorprendente facilidad. Lo único de lo que tuvo que preocuparse fue de concentrarse en el blanco y de no pensar que ese blanco representaba una vida humana, que era un ser vivo, un semejante suyo. Kira sabía apartar de sí todo lo irrelevante, sabía suprimir pensamientos indeseables.
Habían pasado seis semanas, tan sólo seis semanas, y ahora, su idea se estaba volviendo contra ella.
Tras cometer el primer asesinato, experimentó sentimientos nuevos, desconocidos hasta entonces, cuando vio por la televisión la crónica policial de turno. «No me encontrarán en la vida —se repetía animada para sus adentros—, no me encontrarán jamás».
Después del segundo asesinato, Kira fue a la cal e Zhitnaya y se apostó delante mismo de la ancha escalera del Ministerio del Interior. Delante de ella desfilaban los funcionarios ministeriales uniformados o de paisano, algunos lanzaban a la guapa joven una mirada que le resultaba de sobra familiar, y proseguían su camino, mientras Kira seguía inmóvil, repitiendo para sus adentros con exultación y deleite: «Pasáis por mi lado, hasta podéis rozarme, pero ninguno de vosotros sabe, ni sospecha, que soy la que andáis buscando. Soy una criminal.
Soy una asesina. Deberíais cogerme y encerrarme en los calabozos, pero vosotros pasáis por mi lado, me sonreís y sólo pensáis en lo mucho que os gustaría follarme». La nueva sensación la embriagaba, la excitaba, era de las más fuertes que Kira Levchenko jamás había experimentado en toda su vida.
También después de cometer su tercer asesinato, Kira fue a la calle Zhitnaya. Como si el ministerio fuese un imán que la atraía poderosamente. Fue entonces que vio a Dmitri Platónov, cuando el hombre se metía en su coche caro y bonito. En realidad, fue ese coche lo que le llamó la atención, y si se fijó en el rostro del hombre, fue porque al mirarlo pensó: «Dentro de nada, también yo tendré un coche así. No, el mío será mejor. Lo tendré, no te quepa la menor duda, y lo tendré por la sencilla razón de que nunca podrás cogerme».
Y después de cometer su cuarto asesinato lo vio en el metro. Platónov estaba de pie, sujetándose de la barra de arriba y apoyando la frente en el brazo, aparentemente dormitando. Parecía cansado, realmente derrengado, y Kira se dedicó a estudiarlo con interés, tratando de adivinar el motivo por el que viajaba en metro y no montado en su fastuoso coche. Sus ojos se encontraron, y Kira se dejó llevar por la pasión del jugador enfrentado al azar…
Sabía qué y cómo tenía que hacer para incitar a dar el primer paso al hombre que le gustaba. Todo salió exactamente como lo había planeado. Mientras toda la policía de Moscú andaba buscándola, Kira trababa amistad con un funcionario del Ministerio del Interior. Y no sólo eso. Le prestaba ayuda, disfrutando con cada minuto pasado a su lado, porque esos minutos la llenaban de una sensación tan intensa que resultaba casi insoportable, y era la sensación de estar jugándose la vida. Se marchaba a las afueras de la ciudad a matar a su nueva víctima, y ese hombre, ese sabueso, la acompañaba hasta la puerta pidiéndole que no se retrasara porque la necesitaba. Kira regresaba a casa sintiendo a cada paso la presión del revólver metido bajo el cinturón de los tejanos y camuflado por el holgado jersey, el mismo revólver que hacía dos horas había utilizado para matar a un hombre, y ese funcionario de la policía le salía al encuentro, la saludaba con alegría y le calentaba la cena. No había droga en el mundo que le hubiese proporcionado un placer mayor. Y más adelante, la esperaba otra sensación nueva, siempre que se decidiese a acostarse con él. También eso podía resultar interesante…
Platónov le gustaba, y deseaba sinceramente ayudarlo, deseaba que sus problemas se resolviesen, que pudiese volver a vivir en su casa y a acudir todas las mañanas a su despacho. Kira no quería que le ocurriese ninguna desgracia, todo lo contrario, agradecía a Dima esos días y esas horas de la euforia y del éxtasis que la desbordaban mientras jugaba a un juego peligroso y apasionante con ese hombre que nada sospechaba. Se esforzaba por cumplir todos sus encargos de la mejor manera posible y con la máxima precisión, sin olvidar por un instante que lo hacía para un teniente coronel del MI que había depositado su vida en sus manos, en las de una francotiradora asesina. ¡Increíble! Ni la mente más calenturienta jamás habría concebido nada por el estilo, pensaba Kira, sonriendo para sus adentros.
Pero ahora la broma se había tornado verdad, una verdad aterradora. La vida de Dima estaba, en efecto, en sus manos porque le habían ordenado matarlo.
Kira se daba perfecta cuenta de que se había metido en un serio lío. La gente, cuya atención intentaba ganarse con tanto empeño, no se andaba con chiquitas. No podía dejar de cumplir su encargo, la encontrarían en un pispas y le darían un escarmiento. Pero Kira no tenía la menor intención de hacer lo que esa gente le había ordenado. Nunca, por nada del mundo, mataría a Platónov. Porque, sentada en ese banco del bulevar desierto y lamiendo las gotitas de la lluvia que caían sobre sus labios, Kira comprendió de sopetón que con un sencillo movimiento del dedo sobre el gatillo había apartado del mundo de los vivos a seis hombres, lo mismo que los jugadores de cartas, antes de empezar la partida, al coger la baraja en la mano, apartan los seises, que no intervienen en el juego. Primero quitan los seises, y sólo entonces empieza el juego propiamente dicho. Algo parecido a lo que ocurre en el ajedrez, donde lo más interesante de la partida llega cuando los contrincantes han sacrificado casi todos sus peones. Resultaba que matar a un extraño, después de desarrollar la costumbre de ver en él un simple blanco móvil, no era lo mismo que matar a un hombre con quien se había convivido durante diez días en un pequeño apartamento. Con quien se había charlado largo y tendido. A quien una había preparado comidas. A quien había ayudado y compadecido. A un hombre al que ella gustaba. A un hombre que se le había confiado. No, no era ni remotamente lo mismo.
Por este motivo, lo único en que debía pensar ahora era en inventar el modo de salvar a Dmitri. Y de salvarse a sí misma. Disponía de dos días para dar con la solución, tenía hasta la noche del martes. Como máximo, hasta la mañana del miércoles.