Capítulo 7

CAPÍTULO 7

1

1

El domingo, Platónov despertó al amanecer con la sensación de haber descansado bien y recuperado todo el sueño atrasado. La noche anterior, a última hora, Kira se marchó al chalet de sus padres, después de prometerle que regresaría con uno de los primeros trenes, de modo que Dmitri había pasado la noche solo y se había permitido por fin relajarse y olvidarse de fingimientos, al menos por un rato.

Tomó una ducha fría, se afeitó meticulosamente, se preparó un frugal desayuno y se dedicó a inspeccionar el piso donde tendría que pasar Dios sabía cuánto tiempo. Antes que nada, cruzó la habitación y se acercó al balcón para apreciar sus posibilidades: ¿podría utilizarlo en caso de presentarse alguna complicación imprevista? El balcón era diminuto, pero no estaba atiborrado de trastos, y si se viese en un aprieto, podría intentar pasar desde allí al piso vecino perfectamente, siempre que el tiempo no empeorase. Mientras hacía sol y calor, cabía esperar que los vecinos no tuviesen cerrada la puerta de su balcón a cal y canto.

La habitación de Kira le gustó. Era grande y soleada, no había muchos muebles, pero en cambio, resultaba espaciosa. Platónov fue agradablemente sorprendido con lo bien organizada que estaba la vivienda de una modesta bibliotecaria. Bien entendido, su sueldo no daba para muchos lujos, los muebles que había en el piso eran baratos, pero al mismo tiempo producían la impresión de haber sido hechos y escogidos especialmente para ocupar los sitios que ocupaban. Entre los forros de los muebles y la alfombra azulgrís había armonía, pero los papeles pintados de las paredes desentonaban por completo. Dmitri comprendió que los papeles habían sido colocados hacía mucho tiempo, y que los muebles fueron comprados después. Bueno, si Kira le daba su permiso para reformar el piso, la ayudaría a dejar la habitación en condiciones.

Había pocos libros, pero era comprensible: alguien que trabajaba en una biblioteca podía acceder a todos los libros que deseaba, no tenía necesidad de comprarlos. De aquí que los pocos libros que Kira tenía «en propiedad» le parecieron especialmente significativos. Si los había comprado para tenerlos siempre a mano, quería decir que le abrían el camino hacia la comprensión de su carácter. Contrariamente a lo que había esperado, Platónov no vio los populares libros de bolsillo blancos y amarillo-azules, las novelas románticas que devoraban las moscovitas sin novio ni compromiso. Sobre los estantes vio volúmenes de la colección Bestseller Mundial, entre otros, novelas de Sidney Sheldon, Vera Cahui, Jackie Collins, Mave Heran. Había varios libros de Dean Koontz, lo cual causó cierta extrañeza a Platónov. Él mismo no había leído a Koontz, sólo sabía que eran novelas de misterio, fantasía y, en general, «de miedo», pero su hijo de trece años se pirraba por ellas. ¿Tenía Kira gustos tan infantiles? También había algunas policíacas, pero los nombres de los autores le resultaron desconocidos a Dmitri. El principio que regía la selección de la biblioteca particular de Kira se le seguía escapando. Pero había sacado en claro lo más importante: no compraba novelas románticas, no estaba obsesionada con el sueño de un amor que no fuese de este mundo, el amor de un hermoso príncipe millonario que, inevitablemente, tenía el pelo oscuro y los ojos azules, una boca firme y un mentón viril. Cada vez que le tocaba utilizar el transporte público, Dmitri miraba por encima del hombro de los pasajeros los libros que leían. A menudo veía mujeres absortas en libros de bolsillo que contaban historias de amor, y no dejaba de sorprenderse con lo mucho que esas novelas se parecían entre sí: el hombre, de los ojos azules y del mentón viril de rigor, se mostraba cruel con una cándida muchacha: unos la ignoraban, otros se burlaban de ella; o le hacía algún otro desaire similar, de lo cual, aparentemente, cabía deducir que la chica en cuestión le caía mal. Pero luego, de sopetón, resultaba que la amaba con locura, y ella, faltaría más, le correspondía; empezaban a hacer el amor, y el hombre de ojos azules se afanaba larga y tediosamente con los pechos y los pezones de la moza, brindando así a la escritora la oportunidad de deleitarse con la descripción detallada de esa fina tarea, que se prolongaba una página y media, o dos. Todo eso le resultaba tremendamente divertido a Dima Platónov, incluso había intentado preguntarle a Lena por qué esas historias empalagosas y simplonas ejercían un atractivo tan poderoso sobre las mujeres, pero Lena le dio una respuesta que rezumaba un desprecio tan gélido que dejó a Dima anonadado.

—Tú, que no lees ni la buena literatura, no te pongas en evidencia, no preguntes tonterías —le dijo, atusándole el pelo con gesto de condescendencia—. ¿Acaso crees que yo leo esas chorradas?

Dmitri evocó con ternura la imagen de Lena y en seguida se sorprendió pensando que no sentía el mínimo remordimiento por haberse comportado con ella como se había comportado. Había ido a su casa el miércoles por la noche, durmió allí, se marchó el jueves por la mañana… y desapareció. No la llamó, no la avisó, simplemente se perdió en la niebla, y eso fue todo, y ya era la mañana del domingo. Seguramente, Lena se estaba consumiendo de angustia. Le gustaría saber si Serguey le había dicho que se estaba ocultando, o si también él fingía y aparentaba no tener ni idea de lo que había ocurrido. No, Platónov no estaba preocupado por Lena, pues Serguey Rusánov se encontraba a su lado y no la dejaría sucumbir a la desesperación, en último caso le contaría alguna milonga. En cambio, Valentina… Claro estaba, no era la primera vez que sucedía, pero solía ponerse muy nerviosa, siempre temía que le hubiese pasado algo a su marido. Ahora la estarían atosigando con preguntas sobre aquella extraña transferencia de Artex, y Dmitri no podía ayudarla en nada, ni siquiera podía aconsejarla, ni tomar cartas en el asunto, ni prestarle, por lo menos, apoyo moral.

Platónov oyó una llave girar en la cerradura, luego el golpe de la puerta cerrándose. Kira había vuelto a casa.

—¡Buenos días! —le gritó la joven con alegría desde el recibidor, mientras se quitaba la chaqueta y las zapatillas deportivas—. Dima, ¡despierta! ¡Arriba!

Platónov, que seguía en la habitación de Kira, le salió al encuentro bien afeitado y perfumado con una colonia cara.

—Hace rato que estoy levantado. Pero tú, sin duda, ¿no habrás dormido más que unas horas? —preguntó con cariño, escrutando la cara cansada, y algo más pálida de lo habitual, de la chica.

—Sí, señor —le contestó, risueña—. Cuando llegué al chalet ya era la una y pico. Mis viejos se pegaron un susto de mil demonios, creyeron que en casa habían entrado unos ladrones. Y a las cinco ya tuve que levantarme para coger el tren de las seis. Oye, no pasa nada, Dima, ¡alegra esa cara! Primero, me atiborraré de café caliente, luego me prepararé unos huevos fritos como sólo yo sé hacerlos, con leche y nata; después, otro café, y estaré en plena forma para el resto del día. Palabra de honor, ni se te ocurra dudarlo. ¿Ya me has inventado nuevos encargos para hoy?

—Esta mañana hay que llamar a Serguey Rusánov para darle el número correcto de la taquilla. Y por la noche te pediré hacer como mínimo dos llamadas, una a Kaménskaya y otra a Rusánov de nuevo, para preguntarle si ha recogido los documentos. Por cierto, ¿qué has decidido a propósito de las reformas del piso?

—En seguida te lo diré, Dima, dame diez minutos, ¿vale? Después del tren y de los socavones que hay en aquel pueblo estoy tan sucia que me doy asco a mí misma. Voy a tomar una ducha rápida.

Se deslizó al cuarto de baño, y Platónov, avergonzado por haber ocasionado tantas molestias, empezó a preparar café y a montar una omelette bien gruesa, con leche y nata. Batió los huevos en un cuenco, poco a poco les añadió harina, leche y nata, sin dejar de vigilar el café que estaba en el fuego y de escuchar por costumbre los sonidos que llegaban desde el cuarto de baño, tratando de adivinar lo que Kira estaba haciendo en cada momento. Un suave susurro «plastificado»: se estaba quitando el jersey, y los abalorios de bisutería que lo adornaban habían chocado contra el pasador de plástico con que Kira recogía su larga y frondosa cabellera en cola de caballo. Otro ruidito sordo: el imán de la puerta del armario de luna colgado en la pared encima de la bañera emitió un chasquido seco. Un ruido brusco y corto: se había bajado la cremallera de los tejanos. Empezó a caer el agua; durante los primeros dos o tres segundos, el sonido se mantuvo homogéneo, el agua golpeaba el fondo de la bañera sin tropezar con obstáculos, luego el carácter del ruido se alteró: Kira había entrado en la ducha. Platónov aguzó el oído, pero no llegó a distinguir el leve susurro carrasposo del agua de la ducha al tropezar con el gorrito de baño, destinado a mantener seco el cabello. Juraría que Kira se estaba lavando la cabeza. Y volvió a formarse con facilidad la imagen mental de su cuerpo esbelto, de piernas largas y piel algo morena, y de nuevo no sintió nada.

Unos minutos más tarde, Kira salió del cuarto de baño ataviada con una larga bata de seda. Tenía la cara sonrosada y los ojos le brillaban. Una toalla enrollada a modo de turbante sobre el pelo mojado coronaba su cabeza, y una vez más en su vida, Platónov se congratuló por tener un oído tan fino y esa capacidad de observación.

2

2

El domingo de Nastia Kaménskaya empezó bastante más tarde. Era una auténtica lechuza, no le importaba trasnochar, pero los madrugones, en cambio, eran para ella una verdadera tortura, por lo que, siempre que tenía esa posibilidad, no se levantaba antes de las diez.

A las once de la mañana habló por teléfono con Lesnikov y Korotkoy, les contó lo de la llamada de la noche anterior y les encargó conseguirle dos listas: una de los vecinos de la calle Volodarsky, y otra de los pasajeros que el miércoles 29 de marzo habían salido en vuelos nocturnos con destino a Estados Unidos. A la una ya tenía delante de sí ambas listas, y Liósik se ofreció para echarle una mano con «las labores auxiliares». A las cinco habían identificado a un tal Loviniúkov, con domicilio en la calle Volodarsky y que el 29 de marzo había cogido el vuelo nocturno a Washington. Hacia las siete establecieron que el ciudadano Loviniúkov tenía previsto regresar a Moscú el 2 de abril, es decir, ese mismo día, y que su vuelo llegaba a las ocho y media de la noche. Ígor Lesnikov se fue al aeropuerto de Sheremétievo, después de escuchar las instrucciones de Nastia, que le pidió llamarlo en cuanto su conversación con Loviniúkov arrojase alguna luz sobre el asunto.

3

3

Grigori Ivánovich Loviniúkov era rechoncho y vivaracho, tenía el pelo blanco y llevaba gafas con cristales gruesos, de culo de vaso. El vuelo de varias horas lo había dejado muy cansado, tenía prisa por llegar finalmente a casa, y la perspectiva de entretenerse charlando con un funcionario de policía no le hizo ninguna gracia. Pero cuando el detective alto y guapo ofreció a Grigori Ivánovich llevarlo a casa en su coche, Loviniúkov abandonó toda resistencia.

—Bien, pues, ¿de qué quería hablar conmigo? —le preguntó con amabilidad, acomodándose en el lujoso BMW de Lesnikov.

—Grigori Ivánovich, ¿tiene un familiar apellidado Agáyev?

—Sí. Mi primo segundo Pável Agáyev y toda su familia. Viven en los Urales. ¿Por qué lo pregunta?

—Entonces, Viacheslav Agáyev es su…

—Exactamente —lo interrumpió Loviniúkov—. Es mi sobrino en segundo grado. Por cierto, también trabaja en la policía, igual que usted. Espere… —Se cortó de pronto—. ¿No le habrá pasado algo a Slava? Vamos, dígamelo, ¿qué le ha ocurrido?

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio? —obvió la respuesta Lesnikov.

—El miércoles, justo antes de marcharme al aeropuerto. Por poco no me encuentra, yo ya estaba en el recibidor, me estaba poniendo el abrigo. Había venido a Moscú por un asunto de trabajo y tenía que pasar a recoger una medicina para su hija que yo le había traído de Suiza.

—¿Y qué sucedió luego, cuando entró en su casa?

—Pues de hecho, nada. Yo iba muy apurado de tiempo, el coche ya me estaba esperando en la puerta. Nos abrazamos, nos dimos un beso, le entregué la medicina, y bajamos a la calle juntos. Le ofrecí dejarlo en alguna parte por el camino, pero no quiso, dijo que iba en otra dirección, y que en realidad le apetecía estirar las piernas, dar una vuelta por el barrio. Me metí en el coche, Slava me saludó con la mano, y eso fue todo. ¿Quiere decirme de una vez qué le ha pasado?

Loviniúkov se estaba poniendo nervioso, pero Ígor se obstinaba en callar.

—¿Es una mala noticia? —le preguntó Grigori Ivánovich con timidez—. Dígame de una vez qué ocurre, no me torture.

—Muy mala, Grigori Ivánovich. A Slava le ha sucedido una desgracia…

Grigori Ivánovich callaba, consternado, dando vueltas a lo que acababa de oír y tratando de aceptarlo. Ígor conducía el coche en silencio, dirigiéndose hacia el barrio de Taganka, sin acabar de decidir si su pasajero estaba en condiciones para continuar la conversación, o si no merecía la pena ni intentar siquiera obtener de él alguna declaración coherente.

—¿Quiere preguntarme algo más? —salió de repente de su mutismo Loviniúkov, como si hubiese adivinado los pensamientos de Ígor.

—Grigori Ivánovich, a Slava lo mataron unos cinco o diez minutos después de que se despidieron. Ni siquiera tuvo tiempo de llegar hasta el final de la calle donde usted vive. Procure recordar todo cuanto le dijo, hasta la última palabra, en los minutos que estuvieron juntos.

—Bueno, a decir verdad, no hablamos más que de asuntos familiares, de su hija, de mi hijo, que ahora vive en Estados Unidos. Fueron apenas unos minutos… No me contó nada especial.

—¿Cómo le dijo, con qué palabras, que tenía que ir en otra dirección y que le apetecía estirar las piernas?

—¿Con qué palabras? No me acuerdo… Creo que le propuse que, si quería ir hacia la avenida de Leningrado, que subiera al coche, lo llevaríamos. Pero me dio las gracias y me contestó que no, que iba en dirección opuesta y que, además, quería caminar porque necesitaba reflexionar sobre un asunto.

—¿Se lo dijo exactamente así? ¿Que necesitaba reflexionar sobre un asunto?

—Pues sí, ésas fueron sus palabras.

—¿No le mencionó Slava que, por ejemplo, alguien lo estaba esperando cerca de allí?

—No, no dijo nada parecido.

—Grigori Ivánovich, por favor, intente recordar, a quién vio en la calle cuando usted y Agáyev salieron del portal y usted se metió en el coche.

—Bueno, es que yo no miraba alrededor… No, no recuerdo a nadie.

—¿Lo estaba esperando un coche?

—Sí, el coche que me proporciona la empresa.

—¿Conoce al conductor?

—Claro que sí. Es nuestro chófer, Stas Shuryguin.

—¿Tiene su teléfono o dirección?

—Sí. Se los voy a apuntar. ¿Para qué los quiere?

—Su conductor pudo haber visto a alguien en la calle, mientras estaba aparcado delante de su portal.

—Dios mío, Dios mío, Slava… Qué pena tan grande… —suspiró Loviniúkov.

4

4

En casa de Stas Shuryguin se estaba celebrando una fiesta multitudinaria, un juergón por todo lo alto. Nada más cruzar el umbral, Ígor Lesnikov tropezó con una joven medio desnuda y completamente borracha que, además, no parecía haber alcanzado aún la mayoría de edad.

—Oye, bomboncito, encuentra a Stas y dile que salga aquí un momento —le pidió Ígor.

—¿Y tú quién eres? —se sorprendió la chica lelamente—. ¿Te conozco?

—Pues claro que sí —contestó Lesnikov con aplomo—. Ya nos hemos visto miles de veces, pero tú nunca me reconoces. Bueno, dime, ¿dónde está Stas?

—Ha salido a buscar a alguien. Volverá en seguida. ¿Te apetece un trago?

—No, pequeña, hoy ya me he tomado todos los tragos que me apetecían. Esperaré a Stas fuera.

Quedamente, Ígor salió del piso cuya puerta, como le pareció, no se cerraba nunca, y se acomodó en el amplio antepecho de la ventana del rellano. Unos quince minutos más tarde, se oyó el golpe de la puerta de abajo, y por la escalera retumbó el ruido de voces y de pasos. Al ver a dos hombres y una joven que subían la escalera, Ígor se puso en pie. La joven y uno de los hombres no le prestaron la menor atención, pero el segundo hombre clavó en él la mirada y aminoró la marcha. Era la reacción inconfundible de alguien que conocía a todos los vecinos de su escalera y destacaba una cara extraña sin dilación.

—¿Stas? —pronunció Lesnikov en tono medio interrogante medio afirmativo, cuando el hombre se le acercó.

Éste asintió en silencio, dirigiendo una mirada expectante al desconocido que había estado esperándolo en la escalera.

—Necesito hablar contigo de un asunto. ¿Tienes cinco minutos?

—¿Es preciso que lo hagamos aquí? —preguntó Shuryguin con displicencia.

—Podríamos hablar en tu casa, pero allí hay demasiado ruido. Aquí tardaremos menos.

—Vayamos adentro —dijo Stas tercamente, e Ígor comprendió que el hombre estaba asustado.

Esa reacción no tenía nada de extraño en alguien que trabajaba en una empresa extranjera que movía grandes cantidades de dinero. Nunca se sabía dónde le acechaba a uno un disgusto.

Entraron en el piso, y de inmediato, el recibidor se llenó de jóvenes de ambos sexos, alegres y bastante achispados, que acudían a saludar a los recién llegados. Sin decir palabra, Stas oprimió el codo de Ígor señalándole con la cabeza el cuarto de baño. Se deslizaron de refilón hacia el recodo del pasillo y se encerraron en un baño espacioso, equipado con todos los sanitarios de rigor. El dueño del piso bajó la tapa del inodoro, protegida con una funda de rizo de color azul oscuro, y esbozó un gesto hospitalario con la mano: «Haga el favor, tome asiento». El propio anfitrión se alejó de Lesnikov todo lo que las dimensiones del cuarto permitían, y permaneció de pie.

—Soy de la Policía Criminal —se presentó Ígor, mostrándole sus credenciales—. Para que no te pongas nervioso sin motivo, antes que nada, te explicaré lo que quiero de ti. El miércoles pasado, el 29 de marzo, llevaste a Grigori Ivánovich Loviniúkov al aeropuerto, ¿verdad?

—Bueno, sí —dijo Shuryguin, inclinando la cabeza y visiblemente tranquilizado.

—¿A qué hora tenías que recogerlo en la calle Volodarsky?

—A las ocho menos cuarto. A las nueve debíamos estar en Sheremétievo.

—¿Y a qué hora legaste?

—A eso de las ocho menos veinte, tal vez, menos veintitrés. Recuerdo que al aparcar miré el reloj y pensé que de nuevo había llegado cinco minutos antes, es decir, que aún no estaba familiarizado con el itinerario, no conseguía calcular bien el tiempo.

—¿Bajó Loviniúkov a la hora precisa?

—Se retrasó un poco.

—¿Cuánto? Procura recordarlo con toda la exactitud que puedas.

—Unos diez minutos.

—Entonces, ¿estuviste parado delante de su casa quince minutos?

—Más o menos… minuto más, minuto menos…

—¿Y qué hiciste durante esos quince minutos? ¿Dormir? ¿Leer?

—Pues nada en especial —dijo Stas, encogiéndose de hombros—. Pensar, supongo.

—¿Prestaste atención a lo que pasaba en la calle?

—No le quepa duda. En nuestra empresa es la ley, cada chófer responde de la seguridad personal del pasajero. Si, Dios no lo quiera, le hubiese sucedido algo a Grigori mientras subía al coche, las cuentas me las habrían pedido a mí.

Stas sacó un paquete de tabaco, hizo chasquear el mechero y dio una larga calada.

—Fume si quiere —propuso, y agitó una mano para disipar el humo.

—Gracias, no fumo.

Alguien empujó la puerta y empezó a aporrearla con los puños.

—Ocupado —gritó Shuryguin a voz en cuello.

—Stas, Alka se va a mear encima, date prisa.

Al otro lado de la puerta estallaron risas femeninas.

—Intenta recordar todo cuanto viste en aquellos quince minutos, Stas. Incluso si hay algo que te parezca una nimiedad o una tontería, quiero que me lo cuentes todo hasta el último detalle.

—Pero si no recuerdo nada… —respondió Stas, desconcertado—. Yo sólo estaba pendiente de tipos sospechosos, que tuviesen pinta de violentos, pero así en general…

—Muy bien, pues comencemos por los tipos sospechosos —convino Ígor—. ¿A quién viste?

—Había llegado un coche, un Zhigulí blanco, un modelo Seis. Me alarmé un poco porque en el coche iban dos hombres. Pero uno bajó y entró en el portal de Grigori, y luego el conductor dio la vuelta y se marchó.

—¿Recuerdas el número de la matrícula?

—No, no me fijé. Si el conductor se hubiese quedado allí parado, habría tenido motivos para ponerme suspicaz, y habría recordado la matrícula. Pero como el coche se marchó en seguida, a mí me daba igual.

—De acuerdo. ¿Qué más viste?

—También vi a chicas guapas, hasta un total de tres unidades —dijo Shuryguin, sonriendo—. Eso es algo que veo siempre, incluso cuando duermo.

—Stas, aprecio tu sentido del humor —pronunció Ígor con frialdad—, pero hoy es domingo, llevo desde la mañana andando de un lado para otro, estoy cansado, tengo hambre, y en casa me esperan una mujer a la que quiero mucho y un niño de dos años. ¿Qué te parece si no nos distraemos?

Shuryguin se enfadó un poco, pero procuró disimularlo.

—También vi a un tío que llevaba un maletín de color burdeos. No es que me llamase la atención, de sospechoso no tenía nada, pero se detuvo justo delante de mi coche, por eso me fijé.

—¿En qué te fijaste?

—Pues en que tenía un maletín de color burdeos. Ni que fuese una chavala.

—Has dicho que se detuvo. ¿Para qué?

—Estaba buscando algo en el maletín. ¿Sabe?, los tíos suelen levantar una rodilla para hacerlo, luego apoyan el maletín sobre el muslo y entonces buscan en el interior, pero ése permaneció con las piernas estiradas, abrió los cierres, con una mano agarró el asa, con la otra sostenía el maletín por el fondo, como si no quisiera sacar algo sino sólo comprobar que lo que buscaba estaba ahí dentro, en su sitio.

—¿Te acuerdas de la cara? —preguntó Lesnikov, esperanzado.

—No, no pude verle la cara. Ya eran casi las ocho de la noche, empezaba a oscurecer, y yo tenía las luces encendidas. El tipo ese estaba allí de modo que los faros le iluminaban las manos y el maletín, pero la cabeza quedaba en la sombra. No le vi la cara.

—Bueno, pero ¿cómo era? ¿Alto? ¿Bajo? ¿Gordo? ¿Delgado?

—Era normal —dijo Stas y se encogió de hombros, indeciso—. Corriente. Como todo el mundo.

—¿Viste algo más?

—Luego Grigori salió de casa junto con aquel chico que había llegado en el Zhigulí. Grigori subió al coche, el chico lo saludó con la mano, y nos pusimos en marcha. Y eso fue todo, no ocurrió nada más.

—¿Te dijo Loviniúkov quién era aquel chico?

—Sí, me contó que era pariente suyo, que venía de los Urales, de no sé qué pueblo. Que tenía una hija muy enferma y que él, Grigori, se encargaba de traerle medicinas del extranjero. ¿Me explicará por fin a qué viene todo eso? Es que usted me tiene aquí como a un simio amaestrado, le contesto a sus preguntas y no tengo ni idea de qué va la cosa, igual, le he dicho algo, y luego resultará que con esto he firmado mi sentencia de muerte.

—Aquel joven que había ido a ver a Grigori Ivánovich fue encontrado muerto quince minutos más tarde. Lo asesinaron allí mismo, en la calle Volodarsky.

—¡Pero cómo…! —se sofocó Stas, sentándose bruscamente en el borde de la bañera—. ¿Cómo es posible?

¿Quién?

—Es lo que intento averiguar, quién lo mató. Por eso te hago estas preguntas, es probable que hayas visto algo que puede resultar importante. Piénsalo bien una vez más. Me interesan esos dos hombres: el conductor del Zhigulí que acompañaba al pariente de Loviniúkov, y el del maletín de color burdeos. ¿No pudo tratarse del mismo hombre?

—¿Pero cómo sería posible? —se asombró sinceramente Stas—. Si el conductor se había marchado.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó rápidamente Ígor.

—Lo sé porque lo vi marcharse.

—No lo viste en absoluto. Lo único que viste fue que arrancó el coche, llegó hasta el primer cruce, y se metió por la bocacalle. Eso fue todo. No viste nada más. ¿Cierto?

—Cierto —concedió Stas, moviendo la cabeza, impresionado—. Usted las caza al vuelo.

—Así que me parece perfectamente probable que pudiese haber doblado la esquina, parar el coche, bajar y volver a la calle Volodarsky, junto al portal de Loviniúkov. Por eso te pregunto: ¿pudo tratarse del mismo hombre?

—No lo sé, qué quiere que le diga —contestó Shuryguin, dubitativo—. No les vi la cara a ninguno de los dos. Tal vez sí que fuera el mismo hombre.

—Está bien, Stas —dijo Lesnikov, suspiró y se puso en pie—, ya es tarde, vamos a terminar por hoy. Mira, aquí tienes mi teléfono, si te acuerdas de algo más, no dejes de llamarme. ¿De acuerdo? Eres nuestra única esperanza.

Salieron del cuarto de baño. En ese mismo instante, una joven de cara bonita pasó a su lado corriendo, apartó a Stas de un empujón, se metió por la puerta e hizo chasquear el pestillo.

—¡Alegría! ¡Alka ha aguantado! —exclamó una voz borracha en algún rincón del salón.

—¿Quién ha estado en el baño?

—Stas, con un chorbo.

—Déjate de cuentos —declaró con autoridad otra voz—. Stas es un tío de pelo en pecho, eso está más que comprobado.

—Anda ya, menuda comprobadora estás tú hecha —pronunció con sorna un hombre—. Tú, con que te den un besito detrás de la oreja, ya tienes suficiente…

Shuryguin, disgustado, hizo un movimiento brusco con un hombro y miró con el rabillo del ojo hacia la habitación de la que procedían las voces que ponían en duda su virilidad.

—¿Qué ocurre, no te habré estropeado la reputación? —preguntó Lesnikov con sorna—. Si es así, de verdad que lo siento.

—No pasa nada, esas cosas no matan. Escuche… —dijo, y se calló.

—¿Sí?

—Ha dicho que lleva desde la mañana al pie del cañón y que tiene hambre…

—Gracias, Stas, te agradezco mucho tu hospitalidad, pero tengo que ir corriendo a casa. Ya son las doce, y debo levantarme a las siete, mañana es día laborable.

—Pero llévese al menos un bocadillo, ¿eh? Se lo envolveré, y se lo comerá en el coche. Tardo un minuto nada más.

Stas desapareció en la cocina.

Lesnikov se avergonzó y decidió largarse de allí a toda prisa, pero apenas hubo bajado dos pisos, que la puerta del piso de Shuryguin se abrió y se oyeron unos pasos apresurados.

—Pero ¿adónde cree que va? —pronunció Stas en tono de reproche, tendiéndole un envoltorio de papel de aluminio—. Le he dicho que no tardo más de un minuto, y usted se da a la fuga. ¿O es que los policías no se rebajan a compartir la comida de un chófer?

Lesnikov tenía muy presentes todos los mandamientos del oficio detectivesco, y uno de esos mandamientos rezaba: «No se te ocurra pelear con los testigos». Un testigo debía amar al detective, debía desvivirse por ayudarlo, era condición imprescindible para que el trabajo con ese testigo fructificase. Un testigo que no está interesado en colaborar tampoco querrá forzar su memoria, y cuando alguien se muestra reacio a recordar, es capaz de olvidar hasta su propio nombre.

—Gracias, Stas —dijo Ígor, procurando imprimir a su voz el tono más cálido posible, mientras recogía el paquete que el chófer le tendía, lo abría y, sin andarse con ceremonias, daba un ávido mordisco a la jugosa carne—. Tengo un hambre… no veas. Perdona que me haya ido, simplemente, me sabía mal molestarte. ¡Qué rico está esto!

Shuryguinya no estaba enfadado.

—Si se me ocurre algo, lo llamaré.

—No dudes en llamarme. Hasta luego.

Ígor Lesnikov salió de la hospitalaria casa de Stas Shuryguin, subió en su rutilante cochazo, arrancó y avanzó despacio, buscando una cabina pública para llamar a Nastia. Seguramente tampoco estaría dormida, los nervios no la habrían dejado irse a la cama, seguiría levantada, a la espera de sus noticias.

5

5

Había pasado un día más sin aportar soluciones. Platónov lo hacía todo conforme al plan que había elaborado previamente, era plenamente consciente de que los resultados se harían esperar, pero la espera se le hacía más dura por momentos.

Esa mañana, Kira había vuelto al centro de la ciudad para llamar a Serguey Rusánov y decirle que se acordase de lo de tres veces treinta más diez. A juzgar por su reacción, Serguey comprendió en seguida de qué se trataba, no hizo preguntas innecesarias, ni pidió repetir lo dicho. Luego Kira regresó a casa, comieron juntos y redactaron la lista de los materiales que Kira debería comprar si se decidía a emprender las reformas del piso. Por la noche volvió a salir para hacer nuevas llamadas. Primero, a Rusánov, para comprobar que había recogido los documentos, luego a Kaménskaya. No hubo imprevistos, Serguey le encargó que le confirmara a Platónov que todos los documentos estaban en su poder, que le agradecía que se los hubiera hecho llegar; y en cuanto a Kaménskaya, ésta le contó que, por el momento, la fase preliminar de las pesquisas había corroborado las declaraciones de Platónov; sin embargo, las averiguaciones no habían concluido aún, y si Kira quería conocer el resultado final, tenía que volver a llamarla al día siguiente, a la hora que le fuera más cómoda.

Kira parecía preocupada, como si algún pensamiento le rondase por la cabeza y no la dejara.

—¿Hay algo que no va bien? —preguntó Platónov con cautela.

—Creo que sí —confesó la joven—. Hoy ha ocurrido algo, no acabo de comprender qué exactamente, pero que no deja de preocuparme. Tengo una sensación… es como si algo me molestara, pero no consigo identificar la causa.

—Tal vez, ¿te ha parecido que alguien te seguía? —aventuró Dmitri, rogando a Dios que no resultase cierto.

—Tal vez —convino Kira—. Ya te digo, no acabo se saber qué es lo que me inquieta, pero no me cabe duda: hay algo que no está como tiene que estar.

—Eso te pasa por falta de costumbre —la tranquilizó Platónov—. Cuando apenas empezaba a trabajar en la policía, al principio también yo tenía la impresión de que había algo que no marchaba como debía, que había cometido un error, que no había sabido comprender o hacer algo. Es una reacción normal frente a una actividad que le resulta novedosa a uno.

—¿De veras es así?

—Te doy mi palabra de honor. Así que deja de preocuparte, no te pongas nerviosa por eso.

Al oírlo, Kira se serenó visiblemente. Ahora se encontraba sentada en la cocina y, después de vaciar sobre la mesa un paquete de un kilo de trigo sarraceno, procedía metódicamente a limpiarlo de granos negros y de otras suciedades. Dmitri se había arrellanado en el cómodo sillón, bajo y mullido, de la habitación y miraba la televisión. Cuando en la pantalla aparecieron los créditos de una famosa comedia ganadora de varios Óscar, Platónov gritó:

—¡Kira! ¡Deja lo que estás haciendo y ven aquí! ¡Tienes que ver esta película!

Pasaron unos diez minutos, pero la joven seguía sin aparecer.

—¡Kira! ¿Me oyes? —volvió a gritar Platónov.

—Sí, te oigo —contestó la chica.

—¿Por qué no vienes a ver la película? ¿No te apetece?

—Ya iré, no te preocupes.

A Platónov eso le dio mala espina. De golpe, se desgajó del sillón y se fue a la cocina a paso rápido.

—¿Qué te pasa? —preguntó en voz baja, al ver la cabeza gacha de Kira y sus dedos largos y delgados que se movían de prisa—. ¿Estás enfadada conmigo?

—No, no, ¿cómo se te ocurre? —contestó la joven con voz inexpresiva y sin levantar la cabeza.

—¿Cuál es el problema, entonces? Tú misma me habías dicho que te apetecía ver esta película. ¿No quieres estar en la misma habitación que yo? ¿Te resulta desagradable mi presencia?

Finalmente, Kira irguió la cabeza y, con una sonrisa jugándole en los labios, lo miró directamente a los ojos.

—Dima, no me hagas caso, tengo la estúpida costumbre de no interrumpir nunca un trabajo antes de terminarlo. Se extiende hasta las cosas más insignificantes, a auténticas naderías. Sé que a muchos les parece ridículo y tonto, pero yo soy así. Simplemente soy incapaz de dejar de limpiar este maldito trigo sarraceno, una vez he empezado a hacerlo. Voy a odiarlo, voy a maldecirlo para mis adentros, pero si ahora lo abandonase y me fuese a ver la película de la tele, no podría disfrutar con la película, no conseguiría estarme quieta en mi asiento y no pararía de pensar en el trigo que aún me queda por limpiar. Palabra de honor, no tiene nada que ver contigo.

—¿Es verdad eso? —preguntó Dmitri con suspicacia.

—La pura verdad, te lo juro —dijo Kira, dirigiéndole una sonrisa irresistible—. Ve a ver la película, luego ya me contarás.

—¿Quieres que me quede aquí contigo? —le propuso el hombre.

—¿Para qué? —se asombró la joven sinceramente.

—En gesto de solidaridad —bromeó Dima—, para que no te aburras.

—Yo no me aburro nunca —le contestó, bajando de nuevo la cabeza y reanudando el trabajo interrumpido—. Será mejor que te vayas a la habitación, que mires la comedia, así al menos tú te lo pasarás bien. Porque charlar conmigo no será muy entretenido. Cuando hago algo mecánico y monótono, quedo tan absorta en mis pensamientos que no acierto contestar a las preguntas y, en general, presto poca atención a lo que me dicen y a lo que me preguntan.

Llegada la hora de acostarse, Platónov se puso nervioso otra vez, pero todo transcurrió exactamente igual que la primera noche. Kira le preparó la cama en el catre de la cocina, le dio las buenas noches y se retiró a su cuarto. En todo momento, sus ojos habían permanecido tranquilos y opacos, el incomprensible fuego, que tanto asustaba a Dmitri, no había vuelto a encenderse en ellos. Al parecer, era cierto, en el chalet no había dormido lo suficiente, porque esa noche no leyó para conciliar el sueño. El chasquido del interruptor del aplique sonó en seguida, en cuanto Platónov oyó el blando suspiro de los resortes del colchón que cedían bajo el peso del cuerpo.

6

6

Vitali Vasílievich Saynés colocó delante de sí las copias de los documentos que el día anterior habían sido recogidos de la taquilla de la consigna de la estación de Kiev. Vaya, vaya, ese Platónov no se andaba con chiquitas. Había que ver eso, aquí estaba todo: las actas, las hojas de ruta, los albaranes, las conclusiones periciales. ¡Ay, qué hijo de puta! Bueno, ya no le quedaba mucho tiempo para andar por ahí incordiando. Los doscientos cincuenta mil dólares recibidos como soborno, más el asesinato de un funcionario de policía eran cargos serios, pocas bromas con eso, capullín. Aunque revientes, no conseguirás rebatirlos.

Vamos a ver, ¿qué es lo que nos han aportado todas esas molestias que nos hemos tomado? Sabemos que Platónov vive en casa de una guapetona, tenemos su dirección, mañana también tendremos su nombre. Vale, mientras siga allí, a buen recaudo, en aquel pisito, no representa ningún peligro. Platónov tiene en sus manos la documentación de los desechos auríferos que de forma nada ambigua señala a la empresa Variante. Eso sí que es grave. Variante deberá desaparecer de la misma forma que anteriormente desapareció Artex, habrá que destruir todos los papeles y empezar una vida nueva. Esta técnica está afinada a la perfección, todo debe salir a pedir de boca.

En cuanto a Platónov, es preciso tomar alguna decisión. Ese cabrón es tenaz, anda enredando, no deja trabajar en paz a nadie. Y ahora, por si fuera poco, cuenta con los servicios de esa muñequita. A todas luces, se lo ha contado todo, le ha explicado toda la historia con pelos y señales. Platónov no es manco, es capaz de hacer una putada, pero nunca una estupidez. ¿Y su socia? Hasta donde es posible juzgar, no es de la policía, en la consigna dio un patinazo de aquí te espero, un profesional nunca hubiera metido la pata de esa manera. Por si fuera poco, luego los dejó seguirla hasta su mismísima casa, y no se percató de nada. No, ésa no tiene nada que ver con la policía, y eso significa que es aún más peligrosa, porque, como no entiende las reglas del juego, es susceptible de cometer cualquier barbaridad. Platónov y su compañero Agáyev sabían a ciencia cierta que, mientras no hubiesen reunido todos los papeles necesarios para formular los cargos, todos hasta el último pedacito de la factura del almacén, más les valía estarse quietecitos y no decir esta boca es mía, porque, por más cabezazos que dieran en la pared, jamás llegarían a probar nada, y ¿a quién le interesaba armar la bronca en balde, si no se le podía echar la culpa a nadie? La época del estancamiento había terminado, en aquel entonces sí que bastaba decir que, tal vez, alguien había robado, o tal vez, le habían robado a él, daba igual, el caso era que allí había gato encerrado, que no jugaba limpio, y adiós el buen nombre. Hoy, hasta que los tribunales se hayan pronunciado, ese alguien sigue gozando de buena reputación y continúa desempeñando su labor tranquilamente, incluso si se trata de un cargo político. Algunos hasta llegan a ganar las elecciones a la Duma sin salir de la prisión preventiva de Lefortovo, al tiempo que son objeto de investigación policial, ya ven ustedes cómo han cambiado las cosas. Así que, mientras los sabuesos no se hayan hecho con el juego completo de pruebas de cargo, uno puede seguir trabajando en paz, sacar el dinero de la patria querida y guardárselo bien guardado en Occidente. Tanto los sabuesos como sus adversarios del juego lo entienden. Pero cuando a un aficionado se le ocurre hacerse el gracioso, y empieza a dar voces a los cuatro vientos, denunciando negocios sucios, el frágil equilibrio se rompe y, en ocasiones, a uno no le queda más remedio que quitar a dicho aficionado de en medio. Y cuando eso sucede, entonces sí que las complicaciones no tardan en presentarse: quién ha matado, por qué ha matado… Vitali Vasílievich revisó todos los documentos de nuevo y decidió esperar unos cuantos días más. Si la tormenta no amainaba, se tendría que resolver la cuestión de Platónov y de su soda por medio de algún procedimiento drástico.