Capítulo VIII LA MONSTRUOSA FAZ DEL COMUNISMO
TRAS una breve estancia en Roma, el Arzobispo Pacelli se reintegró a su puesto en Munich. Aun cuando ya nada había que hacer por la paz, quedaba una tremenda tarea para aliviar muchas penalidades. Se puede decir que el año siguiente se lo pasó en los caminos, viajando por toda Alemania, que cada semana se hundía más y más en la negra miseria de la guerra y en el estupor de la inminente derrota.
Raro sería el campo de prisioneros o el hospital que no visitara el Nuncio, llevando no sólo donativos materiales de medicinas o alimentos enviados por la Santa Sede, sino también un mensaje de consuelo y esperanza con su palabra, ya que, salvo con los rusos, podía hablar con todos los demás en sus idiomas respectivos.
Durante los últimos meses de la guerra, el bloqueo aliado redujo al pueblo alemán a un punto poco más alto del hambre colectiva, pero muchísimos infelices cayeron aún más bajo de ese nivel.
Aunque Pacelli no quería saber nada de los militaristas, la angustia de la población civil le conmovía profundamente. La vista de los niños famélicos y sin hogar, errantes por las calles y los campos, producía un dolor intenso en su corazón.
A fin de ayudar a esas criaturas y a todos los pobres alemanes que bajo la opresión de la derrota inminente padecían el hambre y la miseria más horribles, organizó una campaña de socorro.
A lo largo del terrible invierno y del último desesperado verano, viajó de ciudad en ciudad para hablar a las gentes de todas las religiones e infundirles la esperanza en la protección divina, allegando a veces los medios para una ayuda material. No le acobardaban el frío, el calor o las inmensas dificultades de los viajes por un país que libraba una desesperada batalla final contra dificultades insuperables y con su economía interna deshecha. Que su fragilidad física soportara semejante tensión es una prueba de que el espíritu es capaz de superar los desfallecimientos de la carne.
La tarea caritativa llevada a cabo por Pacelli durante aquellos días de espanto todavía es recordada hoy en Alemania.
En 1917 fue nombrado Nuncio de su Santidad en Baviera. En esta fotografía aparece hablando con los soldados italianos prisioneros en un campo de concentración. (Attualità Giordani)
El desenlace de la tragedia alemana llegó en noviembre de 1918. El Kaiser y su séquito, cargados de condecoraciones, huyeron a Holanda en un tren especial, mientras los humildes ciudadanos, puestos al frente de una República organizada apresuradamente, hubieron de soportar la ingrata misión de rendir Alemania a los aliados victoriosos.
Aunque callaron los cañones en el frente occidental, dentro de Alemania no había paz. Millones de soldados, al volver a su patria bajo las lluvias otoñales con el fusil al hombro y las cartucheras repletas todavía de municiones, comprendían que no habían sido derrotados en el campo de batalla, sino traicionados en su país. Al aumentar el frío, la miseria de la población se hizo mayor aún que en los días de la guerra, tanto por el caos económico como por el hecho de que los aliados se negaban a suavizar el bloqueo, lo que impedía la llegada de víveres para la población hambrienta. La amargura desembocó en la revolución, atizada por los bolcheviques, que después de dominar en Rusia estaban dispuestos a explotar la miseria para sus planes de extender el comunismo a toda Europa. Las banderas rojas ondeaban sobre las multitudes rugientes y en los Ayuntamientos de las grandes ciudades navales de Hamburgo y de Kiel.
La revolución comunista estalló en Munich el 21 de febrero de 1919, al ser asesinado Kurt Eisner, jefe del Gobierno provisional socialdemócrata. Al cabo de seis semanas de esporádicos combates callejeros, el 4 de abril las masas comunistas tomaron las riendas del poder y declararon a Baviera Estado comunista independiente. En aquel momento todos los diplomáticos acreditados en Munich metieron sus equipajes en automóviles y camiones y huyeron para cruzar la frontera en busca de la seguridad relativa de Berlín. Sólo el Nuncio Pacelli anunció que permanecería en su puesto.
En los meses transcurridos desde el armisticio, Pacelli había aumentado sus esfuerzos para remediar tanta desdicha. En los días dramáticos que mediaron entre el asesinato de Eisner y la proclamación del Estado comunista, continuó recorriendo la ciudad para hacer visitas de caridad. Unas veces iba en su automóvil abierto; otras —las más— a pie. Al llegar a las barricadas, guarnecidas por hombres y mujeres frenéticos, abría con toda sencillez su manteo para enseñar la cruz pectoral de oro que refulgía sobre su pecho, y trepaba tranquilamente por encima de ellas para proseguir su camino.
Pero los dirigentes comunistas sabían que las buenas obras y la implacable oposición al comunismo del Arzobispo les eran tan peligrosas como las fuerzas armadas del vacilante Gobierno democrático de Berlín. Apenas se apoderaron del mando en Baviera, emprendieron una campaña de odio contra el Nuncio de Su Santidad. Al regresar un día de visitar uno de los barrios pobres de la ciudad, Pacelli encontró rotos los cristales de las ventanas del piso bajo de la Nunciatura y la fachada acribillada por las ametralladoras.
Aquella misma tarde oyó voces tumultuosas dentro del edificio. Salió de su despacho y vio el vestíbulo invadido por una turba desgreñada y armada con toda clase de armas, desde cuchillos de carnicero hasta viejos pistolones. Pacelli avanzó hacia ella. Se hizo un brusco silencio cuando los asaltantes vieron la alta y delgada figura vestida de negro, con una faja violeta en la cintura y una cruz reluciente sobre el pecho.
—Les ruego que se marchen —dijo tranquilamente—. Esta casa no pertenece al Gobierno bávaro, sino a la Santa Sede. El Derecho Internacional la hace inviolable.
Un murmullo sordo corrió por el grupo, y uno de sus jefecillos gritó:
—¡Nos tiene sin cuidado la Santa Sede! Y no nos marcharemos si no nos enseña su depósito de víveres y de dinero.
—No tengo ni dinero ni víveres —replicó Pacelli con sencillez—, pues como sabéis, he dado todo cuanto tenía a los pobres de la ciudad.
—¡Eso es mentira! —gritó el comunista.
—¡No; es verdad! —gritaron otras voces—. ¡Vámonos!
Al ver que había perdido la autoridad sobre su banda, el jefecillo miró ferozmente al Arzobispo y le arrojó su pistolón, con el que le dio de lleno en el pecho, abollándole la cruz. Pacelli se llevó la mano al pecho y siguió en pie mirando aquellos coléricos rostros, con ojos llenos de compasión y de tristeza.
Incluso el jefecillo pareció arrepentido de lo que había hecho. En un silencio embarazoso, el grupo retrocedió y abandonó la Nunciatura.
Pacelli nunca supo el nombre del hombre que le había atacado, ni la razón por la que le tiró la pistola en vez de dispararla. Quizá no estuviera cargada o tal vez un resto de gracia le impidió asesinar a un hombre que vestía la librea de Cristo. El Arzobispo guardó la cruz muy deteriorada, y años más tarde se la regaló a Francis, Cardenal Spellman, como prueba de su gran afecto.
Inmediatamente después del ataque a la Nunciatura, Pacelli telefoneó al Soviet central de Munich para pedir protección. Toda la satisfacción que se le dio fue esta seca respuesta:
—¡Lo mejor que puede hacer es marcharse de la ciudad!
Por muy bueno que fuese este consejo, Pacelli no tenía intención de seguirlo. Ni tampoco dejar que el peligro le impidiera ocuparse de los asuntos de su Señor. Pocos días más tarde se dirigió a la Frauenplatz para conferenciar con el Arzobispo de Munich.
Era casi el crepúsculo cuando salió de casa. Una niebla gris subía del río Isar. Las calles estaban llenas de grupos de hombres que miraban hoscos al coche. Al desembocar en la Maximillianstrasso, a lo largo del río, los grupos se convirtieron en muchedumbre que profería amenazas y blasfemias. El coche marchaba lentamente y el gentío lo rodeaba sacudiéndolo con furia como si fueran a volcarle. Desde dentro, Pacelli dijo al conductor:
—¡Baje la capota!
El chófer le miró como si se hubiera vuelto loco y gritó:
—¡No, no!
—Haga lo que le digo. Baje la capota.
El conductor, muy asustado, se apeó y, nerviosamente, cumplió la orden. El Arzobispo se puso en pie y se subió en el asiento para que incluso los que estaban en las últimas filas de la muchedumbre pudieran verle. Con su capa de púrpura ofrecía un blanco deslumbrador para cualquier comunista que tuviera el suficiente valor de sus convicciones para disparar.
Pero nadie lo hizo. Todos quedaron silenciosos, y la voz alta y clara de Pacelli les habló:
—Mi misión es de paz, la única arma que llevo es esta santa cruz. No os hago daño alguno, sino todo el bien que puedo. ¿Por qué podríais vosotros hacerme daño?
Levantando su mano derecha con el ademán antiguo, impartió sobre ellos su bendición en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Ni una voz salió de la muchedumbre cuando el Nuncio se sentó. Mágicamente, abrieron paso al coche.
Las fuerzas del Gobierno de la República Alemana mandadas por el General Von Epp lograron dominar Munich en mayo de 1919. La policía empezó inmediatamente a perseguir a los rojos. Una de las primeras cosas que hizo fue acudir a la Nunciatura para obtener información de Pacelli. Pero el Nuncio no quería que hubiese venganzas y menos aún denunciar a sus enemigos. Un secretario le disculpaba ante los agentes, diciendo:
—Su Excelencia está rezando. No se le puede distraer.
Cuando Von Epp informó de la actitud de Pacelli a su jefe, el General Von Ludendorff, éste observó furioso:
—Ése no es el proceder de un cristiano. Ése es un juego sucio.
Sin embargo, Pacelli replicaría más adelante a las duras palabras de Ludendorff ayudándole a librarse de ser llevado ante un tribunal aliado para juzgar sus crímenes de guerra. Sin duda, Ludendorff sí consideraría cristiano este proceder, que, en efecto, lo era.
En junio de 1919 se reunió la nueva Asamblea bávara y eligió un Gobierno democrático. El peligro del comunismo había pasado por el momento. En cambio, en una cervecería de Munich, un pequeño grupo de descontentos organizaba un nuevo género de movimiento subversivo basado en los fantásticos sueños de un oscuro cabo austríaco.
Hacía mucho tiempo que el Papa Benedicto deseaba tener un Nuncio para toda Alemania. En un rápido viaje a Roma, Pacelli anunció al Papa que el momento parecía propicio para intentarlo. Empezaron las negociaciones, llevadas por el Arzobispo. Duraron casi un año, y el 30 de junio de 1920 Pacelli pudo presentar por fin sus cartas credenciales al Presidente Ebert como el primer Nuncio Apostólico en el Reich alemán. Al mismo tiempo conservaba su carácter de Nuncio en Baviera, donde continuaba teniendo su residencia, aunque iba con frecuencia a Berlín.
Pocos meses después de aquel acontecimiento, Pacelli recibió la gratísima visita de su viejo amigo el Arzobispo Achille Ratti.
A renglón seguido de proclamarse la independencia polaca, el Papa Benedicto XV nombró a Ratti primero Vicario Apostólico y luego Nuncio en Polonia. No llevaba Ratti mucho tiempo en Varsovia cuando la Rusia soviética declaró la guerra a Polonia, y sus ejércitos, muy superiores en número a los polacos, avanzaron incontenibles hasta las puertas de la capital polaca. Como en Munich, la mayoría de los diplomáticos emprendieron una retirada estratégica, pero Ratti se quedó y vio cómo los nuevos ciudadanos polacos, dignos sucesores de los valientes caballeros de otros tiempos, batían a los bolcheviques en las orillas del Vístula y les obligaban a retirarse derrotados hacia la frontera rusa. Ahora Ratti regresaba a Roma para ser Arzobispo de Milán y Cardenal.
No se sabe lo que hablaron los dos viejos amigos durante los días que pasaron juntos en Munich, pero cabe suponer, lógicamente, que coincidirían en apreciar los peligros del comunismo, cuya monstruosa faz habían visto uno y otro muy de cerca.
El Arzobispo Pacelli emprendió trabajos simultáneos para negociar Concordatos con los diversos Estados alemanes. El Papa hubiera preferido llegar a un acuerdo general con toda Alemania, pero esto no era posible, ya que la Constitución de Weimar consideraba a los Estados alemanes semiautónomos en estas cuestiones. El primer paso fue un acuerdo con Baviera, país predominantemente católico. La negociación se interrumpió el 22 de enero de 1922 por la muerte de Benedicto XV. El sentimiento personal de Pacelli por la pérdida de su gran amigo aumentó con la ansiedad de no saber si quien le sucediera en el trono pontificio seguiría su política. Esta ansiedad se desvaneció cuando el 6 de febrero de 1922 fue elegido Papa Achille Ratti, quien tomó el nombre de Pío XI.
El nuevo Papa, que había viajado mucho, enfrentándose personalmente con los problemas de una nación nueva en período de adaptación a la libertad, estaba más convencido aún que el difunto Benedicto XV de la urgente necesidad de establecer acuerdos con los nuevos Estados, como Checoslovaquia y Yugoslavia, surgidos como consecuencia del Tratado de Versalles, y con los países germánicos. Con su pleno consentimiento y su colaboración, el Arzobispo Pacelli concluyó el Concordato con Baviera.
Ahora parecía llegada la hora de trasladarse a Berlín, ya que Prusia era la piedra angular de todo el sistema federal alemán y el más grande, rico y poderoso de los Estados del Reich. También era, principalmente, protestante. Si se lograba establecer un Concordato con Prusia, serviría de patrón para toda Alemania, y quizá también para otros países protestantes. En 1925 el Arzobispo Pacelli dejó Munich después de siete años y trasladó su residencia oficial a la capital alemana.
A pesar de los azares y angustias que hubo de conocer en Munich, Pacelli había sido muy feliz en la bella ciudad. Esta paradoja se justifica por el carácter del Nuncio, ya que fue allí donde pudo servir mejor al pueblo, al desdichado, perdido y famélico pueblo alemán. Al servirle cumplía la misión con la que siempre soñara en su juventud: desempeñar el papel del simple sacerdote que conforta y exhorta a su rebaño, ayudándole a soportar las cargas terrenales al mismo tiempo que le guía hacia Dios.
Al trasladarse a Berlín, Pacelli llevó consigo a la mayor parte de su servidumbre, entre la que figuraba alguien que, dentro de su humildad, representaba un papel importantísimo para el mundo.
Cuando llegó a Munich, el Nuncio llamó a la Priora de la Orden Franciscana de Altotting. En el curso de la conversación le preguntó si tendría alguna religiosa capaz de quedarse con él en la Nunciatura, para llevar la casa.
La Priora caviló unos instantes y contestó:
—Puedo enviarle a la Hermana Pasqualina. Claro que está preparada para la enseñanza, pero es muy lista. Se la mandaré para probar.
De este modo conoció Pacelli a la Hermana —ahora Madre— Pasqualina, una mujer baja, robusta y vivaracha, de ojos brillantes iluminados por el humor y la comprensión.
La prueba de la Madre Pasqualina dio tan buen resultado, que al cabo de cuarenta años continúa al frente de la casa de Eugenio Pacelli, infatigable en su devoción hacia él. La Priora no exageraba al decir que era muy lista. Además de sus obligaciones en el Vaticano, la Madre Pasqualina estuvo algunos años al frente de la Obra de Socorro Pontificio en Alemania. En sus almacenes, situados en las abovedadas bodegas del Palacio Papal, atendía todas las peticiones de ayuda de aquel país a la luz de una bombilla que colgaba del alto techo, y dirigía la expedición de los víveres solicitados y amontonados allí.
La Nunciatura en Berlín adquirió una gran casa rodeada de jardines en el número 21 de la Rauchstrasse. Pacelli la escogió por saber que muchas batallas diplomáticas se ganan más con reuniones que con notas escritas. Tan pronto como se instaló en ella, el Arzobispo empezó a dar pequeñas recepciones privadas, en las que se congregaban importantes personalidades políticas y diplomáticas de Berlín. El Presidente Ebert era uno de sus asiduos visitantes, lo mismo que el Canciller Gustav Stresemann y sus ministros, y el Mariscal Paúl von Hindenburg, que había abandonado la espada para convertirse en el mayor hombre de Estado de la Alemania democrática. No sólo acudían personajes. La casa de Pacelli estaba abierta para todo el mundo, y entre sus amigos había sabios y aristócratas, artistas y trabajadores.
Por la misma razón diplomática dejó Pacelli a un lado su ascética manera de vivir y empezó a salir mucho. Pronto se convirtió en uno de los miembros más conocidos del Cuerpo Diplomático, a quien se recibía y agasajaba en todas partes. Muchos eminentes berlineses, desde el Mariscal Hindenburg hasta la corresponsal norteamericana Dorothy Thompson, reconocían que era «el diplomático mejor informado en Alemania».
Aunque seguía ocupándose de la negociación del Concordato, no limitaba a eso sus actividades, sino que utilizaba su influencia y su elocuencia para promover la paz y el bienestar de las gentes en toda Alemania. En 1923, cuando Francia invadió el Sarre porque Alemania no podía hacer los pagos de las reparaciones, Pacelli contribuyó a calmar la tensión bélica suscitada por tal hecho. Siguiendo su consejo, el Papa Pío XI utilizó toda su influencia para evitar que el Gobierno francés fuera más lejos en sus peligrosos movimientos, e inducirle a abandonar Alemania. Al mismo tiempo, como el resentimiento de los alemanes se manifestaba con bombas y sabotajes en el territorio ocupado, el Arzobispo voló al Sarre en uno de los primeros aviones de la naciente Lufthansa y consiguió reducir la violencia con sus llamamientos a los sarreses y a las autoridades.
Durante su estancia en Berlín continuó recorriendo de arriba abajo el país para pronunciar sermones y conferencias. Cada vez que hablaba en el pulpito o ante un auditorio político, su tema era la paz. Veía con horror el crecimiento del nazismo y lo decía con una claridad muy poco diplomática. En todas las ocasiones encarecía al pueblo alemán que olvidase las amarguras de la guerra y de la derrota y trabajara amistosamente con sus vecinos para tranquilidad de Europa.
La negociación del deseado Concordato supuso cuatro años de rudo trabajo y delicadas maniobras. El Solemne Acuerdo, que pudo firmarse al fin el 24 de junio de 1929, permitía a la Iglesia católica funcionar en un país donde acababan de separarse la Iglesia y el Estado. Se podían crear nuevas diócesis y elegirse y nombrarse Obispos. La situación del Clero católico y su libertad para cumplir sus deberes se establecía con toda claridad. La delicada cuestión de la enseñanza no se especificaba, pero acuerdos verbales con los estadistas alemanes garantizaron que las escuelas parroquiales podrían funcionar sin impedimento alguno.
El Tratado fue ratificado por el Reichstag el 13 de agosto de 1929. Constituyó un sorprendente éxito diplomático de Pacelli ante la progresiva marea del nazismo en un país donde la vieja Kulturkampf amenazaba convertirse en ateísmo y, sobre todo, en anticatolicismo.
En noviembre de 1929 el Arzobispo Pacelli se trasladó a Suiza para disfrutar de un merecido y necesario descanso. En la plácida calma de un estrecho valle nevado, al pie de escarpados y blancos picachos, pudo gozar al fin de la absoluta soledad para la meditación y la oración, que no encontraba hacía mucho tiempo. Allí le sorprendió un despacho del Santo Padre en el que le anunciaba que sería nombrado Cardenal en el próximo Consistorio, ordenándole volver a Roma.
Eugenio Pacelli no se alegró ante la idea de convertirse en un Príncipe de la Iglesia. Consideraba que aún no había terminado su trabajo en Alemania. Antes al contrario, en vista de los progresos de lo que más tarde llamaría «el satánico espectro del nazismo», creía que estaba empezando. Se lo dijo así al Papa cuando estuvo en Roma para informarle de la firma del Concordato con Prusia. Pero el Santo Padre, en su sabiduría, juzgaba que Pacelli hacía falta en Roma.
Al día siguiente de recibir el mensaje, el Nuncio emprendió el regreso a Berlín para ocuparse de los asuntos de la Embajada y resolver los que pudiera antes de su marcha a Roma. La noticia de su próxima partida fue acogida con vivo sentimiento por todos sus amigos de Alemania. La Nunciatura estaba llena durante todo el día y parte de la noche de una multitud de sensibles alemanes que se despedían con lágrimas en los ojos.
El Mariscal Paúl von Hindenburg, entonces Presidente de la República alemana, ofreció una comida de despedida al Nuncio. El viejo gran soldado, con su maciza cabeza y su ancho rostro surcado de años y experiencias, levantó su copa para brindar por Pacelli. Su voz resonó en el amplio comedor al decir:
—Le agradezco cuanto ha hecho durante estos largos años en favor de la paz, inspirado siempre por un alto sentido de la justicia y un profundo amor a la Humanidad. Puedo asegurarle que nunca le olvidaremos, ni tampoco sus trabajos.
A estas expresiones contestó Pacelli con un breve discurso lleno de sincero afecto al pueblo alemán, terminado con estas palabras:
—Mis mejores deseos al despedirme son para esta tierra y este pueblo confiados en su Gobierno.
La escena más emocionante ocurrió el día de la marcha del Nuncio. Era ya de noche cuando el Arzobispo subió a un carruaje abierto enviado por el Gobierno alemán para conducirle a la estación. Cuando los caballos salieron del parque, Pacelli pudo ver que la Rauchstrasse estaba llena, hasta donde sus ojos podían alcanzar, de miles y miles de personas, muchas de las cuales agitaban antorchas encendidas por encima de sus cabezas. Al verle prorrumpieron en un gran vítor que atronó la calle.
Pacelli, con lágrimas en los ojos, se volvía a derecha e izquierda para impartir su bendición a la muchedumbre. Muchas personas la recibieron de rodillas en el enfangado pavimento. Sin poderlo remediar, el Nuncio recordaría otra húmeda noche en Munich, en que las turbas le habían insultado en vez de aclamarle. Pero, después de todo, también acabaron por aceptar su bendición.
La tremenda ovación se prolongó a lo largo del camino hasta la estación de Anhalter, donde la multitud era más compacta todavía. De pie ahora en el coche, con la luz de las antorchas brillando sobre su rostro tenso y mojado de llanto, el Arzobispo Pacelli impartió su última bendición al pueblo alemán. Por mucho que este pueblo se extraviara en los años sucesivos, Pacelli no olvidaría nunca el amor que le demostró aquella noche, y siempre creería que ésta era la verdad de su corazón.