Capítulo II UN HIJO DE ROMA
HACE casi ciento cuarenta años, Marcantonio Pacelli leía una carta sentado en su despacho. Al terminarla levantó los ojos turbados para contemplar las ricas tierras que rodean la ciudad de Onano. La campiña se extendía con sus campos de cereales, sus hileras verde oscuras de viñedos y el verde plateado de los olivares. Al mirarla, Marcantonio murmuró:
—¿Debo cambiar por la ciudad esta hermosa tierra?
La carta era imperiosa. Procedía de su tío, el Cardenal Caterini, y le suplicaba —mejor sería decir le ordenaba— acudiese con toda urgencia a Roma para ayudarle en grandes asuntos.
En 1819 Italia empezaba a agitarse. Desde el hundimiento del Imperio Romano, trece siglos antes, la península había permanecido desmembrada, fragmentada en un grupo de pequeños Estados y reinos, enemigos casi siempre. Ahora los italianos empezaban a tener conciencia de su origen común y aspiraban a ser una nación.
En aquel tiempo Italia estaba dividida en cuatro grandes Estados. En el Norte, Cerdeña —gobernada por los reyes de la Casa de Saboya— y el Véneto, centrado en la imperial Venecia, aferrada a los marchitos jirones de su antiguo esplendor. Todo el Sur —incluso Sicilia— formaba el reino de Nápoles, bajo el despotismo de una rama menor de los Borbones. Los Estados Pontificios —los dominios temporales del Papa, conservados durante trece siglos— se extendían por el centro de la península, comprendían la ciudad de Roma y llegaban a los límites de Venecia.
Marcantonio sabía que la creciente marea del nacionalismo italiano amenazaba a la soberanía temporal de la Iglesia. A lo largo de varios siglos su familia había batallado por la supremacía papal. No habían alcanzado muchas veces muy altas dignidades, y el trono de San Pedro estaba muy por encima de sus sueños, pero muchos de ellos ocuparon jerarquías eclesiásticas. Pertenecían a la Nobleza negra, que guardaba fidelidad al Papa como su soberano temporal. Ahora que su gobierno se veía amenazado, tenían la obligación moral de acudir en su defensa.
Así, pues, la pregunta que se hizo Marcantonio fue puramente formularia. Sabía que tenía la obligación de abandonar su amada tierra y marchar a Roma. Geográficamente no estaban muy distantes, pero en cuanto a manera de vivir las separaban dos mundos.
En Roma, Marcantonio estudió Derecho Canónico bajo la dirección de su tío el Cardenal, no tardando mucho en ser admitido a actuar en los tribunales del Vaticano. Y debió de hacerlo con brillantez, pues en un tiempo relativamente corto fue nombrado consejero del Papa.
En 1848 Marcantonio Pacelli era uno de los funcionarios de más confianza del Papa Pío IX. Su título era el de Secretario Adjunto de Asuntos Interiores. Aquel año fue el de la Revolución. Europa ardía por los cuatro costados y las antiguas monarquías caían como los bolos en la bolera. En Italia el fuego se nutría con el orgullo nacional y el amor a la libertad. Garibaldi y Mazzini acaudillaban a los rebeldes, mientras el Rey Víctor Manuel del Piamonte y su sagaz primer ministro, Cavour, encauzaban la oleada revolucionaria, llevándola del republicanismo a la idea de un reino unido de toda Italia.
El Papa huyó de Roma llevando consigo a Marcantonio; luego regresó durante unos cuantos años, bajo la protección de las tropas francesas proporcionadas por el Emperador Napoleón III. En un esfuerzo para fortalecer la popularidad del Pontificado, el Papa Pío IX encargó a Marcantonio Pacelli la fundación del periódico L ’Osservatore Romano, que todavía hoy sigue siendo el portavoz oficioso del Vaticano. Pacelli fue su director hasta su muerte, ocurrida en 1902, a la fantástica edad de ciento dos años. Su hermano Felice, igualmente longevo, vivió en tres siglos, desde 1799 hasta 1901.
Ni un periódico ni nada eran capaces de contener el ímpetu del pueblo italiano hacia la unidad. En 1870 se retiraron las tropas francesas, y el Papa Pío IX hubo de recluirse en el pequeño recinto sagrado formado por los muros del Vaticano, los de San Pedro y el territorio adyacente. Y aun allí se vio perseguido por supuestos asesinos. Durante sesenta años se llamó al Papa «el prisionero del Vaticano».
Mucho antes de aquellos tremendos acontecimientos, Marcantonio Pacelli se había casado. En 1837, año en que una gran epidemia asoló a Roma, nació Filippo, segundo de sus diez hijos.
Filippo siguió la carrera de su padre y estudió Leyes. En 1870 era un hombre imponente con unos enormes bigotes y un arco iris de condecoraciones que llevar en la solapa de su levita negra. Sus ojos oscuros y penetrantes advertían inteligentemente que comenzaba para él y para todos los italianos una nueva era.
Por primera vez desde el Imperio Romano, Italia estaba unida. Con un hondo conocimiento del significado y las posibilidades de este hecho, Filippo Pacelli se dedicó a la política nacional. Su padre nunca había salido de los círculos vaticanistas, pero Filippo, dándose cuenta de la necesidad de un enlace entre la antigua Iglesia y el nuevo Estado, se movía en el mundo político y social de Roma. Al mismo tiempo ejercía el Derecho Canónico, y llegó a ser el decano de los abogados del Vaticano.
También se distinguió en la política secular. Dos veces fue elegido concejal del Ayuntamiento de Roma, desde cuyo puesto defendió los derechos de la Iglesia frente a los excesos de celo del nuevo Gobierno.
También dio muestras de actividad en su iglesia parroquial, donde enseñaba el Catecismo y trataba de instruir a los feligreses analfabetos. Distribuía libros y folletos eclesiásticos y era un miembro enérgico del partido de Acción Católica.
Para casarse, en 1872, Filippo Pacelli escogió una novia quizá mayor de lo que entonces era costumbre, mas no por eso menos atractiva. Quienes la conocieron a los veintisiete años, describen a Virginia Graziosi como una mujer alta, graciosa y bien constituida, de hermosos ojos negros, que parecían tan llenos de humana comprensión como su corazón de religiosidad sincera.
Los Pacelli constituyeron su hogar en la Via degli Orsini, en el corazón de la vieja Roma. En el siglo XII Roma había sido el campo de batalla de los cabecillas de facciones, siendo el más fuerte de todos el Príncipe Orsini. Los Orsini, los Colonna y otras familias principales luchaban sobre las ruinas de la Roma imperial como manadas de lobos. Una familia se apoderó del Coliseo y construyó su palacio-fortaleza dentro de aquellos muros inexpugnables. Otros se fortificaron en templos, en circos y varios lugares más de la gran urbe deshecha. Los Orsini construyeron su palacio— fortaleza sobre una eminencia próxima al antiguo Foro Romano. Ahora se conoce con el nombre de Palazzo Taverna.
En torno de aquel reducto se construyó un conjunto de edificaciones medievales que todavía subsisten. Algunas adosadas a las paredes del palacio y otras a sus alrededores, pero sin el menor sentido de la alineación.
La barriada es una maraña de callejuelas, que en la época de las lluvias están tan sucias como una mendiga zarrapastrosa. La lluvia cae sobre los gastados guijarros del pavimento, encharcándolo, y los vecinos tienen que correr y refugiarse en los portales para esquivar a los automóviles y motos que avanzan sin precauciones por las calles sin aceras.
Filippo Pacelli, padre de S.S. Pío XII
Virginia Graziosi, madre de S.. Pío XII
Mas cuando brilla el espléndido sol romano, la barriada experimenta un cambio trascendental. Las viejas piedras toman el tono dorado y el bruñido del ámbar, tiñéndose del color del tiempo. Las calles se llenan de gentes que gritan, cantan y ríen, sin dejar sitio a los coches. Las abuelas, sentadas a las puertas, chismorrean a grito pelado con las vecinas de la acera de enfrento.
En la planta baja de casi todas las casas existe una baracca o pequeño almacén, propiedad del Pater familias, en el que trabaja la familia entera; la generación más joven, como obreros; la madre, como vendedora. Se cierran herméticamente por la noche con pesados postigos de hierro, y el laberinto de callejas tortuosas queda silencioso, desierto y a oscuras, salvo de vez en vez la franja de luz de una taberna.
La Via degli Orsini está situada al borde de aquella selva de ladrillo. Es una calle corta, ancha en comparación con sus vecinas, y desemboca en la pequeña plaza del Reloj. Al otro lado de la plaza se alza la Iglesia Nueva, llamada así porque sólo tiene unos cuatrocientos años.
A la izquierda de la calle, cuando se deja la plaza, está el número 34, que corresponde a un edificio conocido con el nombre de Palazzo Pediconi. Nunca fue un palacio, aunque casi lo parece por contraste con las casas cercanas. Filippo Pacelli alquiló el tercer piso. Las habitaciones eran espaciosas, con techos altos e historiados. En la parte de atrás se abrían altas ventanas que daban a un agradable patio lleno de arbolitos y macizos de flores. Adosada a una esquina de la fachada había una fuente y sobre ella un relieve de piedra representando la cara de un angelote gordinflón y sonriente. Todo coronado por un águila protectora. La continua corriente de agua clara de la fuente producía un ruido fresco y delicioso al caer sobre el tazón de piedra. Los días de verano los transeúntes gustaban de asomarse a fisgar a través de la alta y arqueada entrada del palacio, entrada que se cerraba por la noche con unas enormes puertas de madera.
En el tercer piso de este edificio de la Via degli Orsini, núm. 34, antes Palacio Pediconi, vivián Filippo Paceli y su esposa Virginia, cuando el 2 de marzo de 1876 nació su tercer hijo, Eugenio María Giuseppe Giovanni.(Actualità Giord).
El 2 de marzo de 1876 nació Eugenio Pacelli —tercer hijo del matrimonio— en aquella típica casa romana. Tres días más tarde fue bautizado en la pequeña y ovalada iglesia de San Celso y San Julián, a la vuelta de la esquina de la casa de los Pacelli. La familia y los amigos íntimos se reunieron en el Palazzo Pediconi para dirigirse en alegre procesión hacia el templo. Filippo Pacelli, vistiendo una levita negra Príncipe Alberto y reluciente de medallas, capitaneaba el cortejo con el tierno infante en los brazos. A su lado iba su bella esposa. Detrás, y muy cerca, sus hijos mayores, Giuseppina y Francesco, el último con su traje de terciopelo negro y un cuello de encaje blanco. A continuación todos los invitados, llenos de algazara.
Habitación en la que Virginia Graciosi Pacelli dio a luz a su tercer hijo, futuro Papa. (Actualità Giordiani)
Sólo el niño no parecía de buen humor. Se sabe de buena tinta que berreó enérgicamente cuando su tío-abuelo, el sacerdote Giuseppe Pacelli, le impuso los nombres de Eugenio María Giuseppe Giovanni.
Se contaba en la familia Pacelli que uno de sus mejores amigos faltó a la ceremonia. Monseñor Jacobacci tuvo una mañana demasiado cargada de ocupaciones. Cuando se vio libre de ellas era demasiado tarde para el bautizo, por lo que fue directamente al Palazzo Pediconi para felicitar a los padres y participar en la fiesta hogareña. Los Pacelli no habían regresado, y tuvo que esperarles al sol del mediodía, hasta que vio volver la esquina a una risueña y alegre comitiva, todos vestidos con sus mejores galas, los hombres de levita negra, las mujeres y las niñas ataviadas de colorines. Corrió hacia ellos dando mil excusas por el retraso.
—Te hemos echado de menos —dijo Filippo alegremente—; pero al fin nos has llegado.
—¿Puedo ver al niño? — preguntó Monseñor Jacobacci.
Pacelli se lo puso en los brazos. Con gran delicadeza apartó el velo de encaje que cubría su carita y miró con fijeza los ojillos entornados y los mechones de pelito negro que salían del gorrito. Cuando sintió el calor del nuevo cuerpo le invadió una ternura indescriptible.
Las personas que han contado este episodio dicen que se produjo un gran silencio en el grupo mientras el anciano sacerdote contemplaba al niño. Luego miró al padre con mirada profética y dijo con una voz extraña y clara:
—Dentro de sesenta y tres años justos, el pueblo, en la plaza de San Pedro y en toda Roma, aclamará ruidosamente a este niño.