Capítulo X EL SACERDOTE ESTADISTA

MUY pocos días llevaba Pacelli de Secretario de Estado cuando el Cardenal Merry del Val sufrió un ataque de apendicitis y murió en la mesa de operaciones. Fue un tremendo golpe para Eugenio Pacelli, pues Merry del Val había sido íntimo amigo suyo desde el viaje a Inglaterra en 1908. Le pareció que se rompía otro lazo con su juventud. Algún tiempo después pronunciaría el elogio de Merry del Val al descubrir un monumento a su memoria. Expresando los sentimientos de su corazón diría: «La belleza de su carácter brilló durante toda su vida en sus muchas virtudes, en la valerosa confesión de su fe, en su constancia, en su firme resistencia, y, sobre todo, en su insuperable lealtad.»

El Papa Pío XI nombró a Pacelli sucesor de Merry del Val en el Arciprestazgo de San Pedro, lo que añadía a los muchos deberes de Pacelli como Secretario de Estado el gobierno de la mayor Iglesia cristiana del mundo.

La gran Basílica de San Pedro se alza sobre parte del antiguo cementerio cercano al circo del Emperador Nerón, donde millares de primitivos cristianos fueron torturados para diversión de éste y de la plebe romana. En este cementerio fue enterrado San Pedro, crucificado, según se dice, al pie del obelisco que se elevaba en el circo. Excavado en 1586 por orden del Papa Sixto V, dicho obelisco se colocó en el centro de la plaza de San Pedro.

Hacia el año 90 de nuestra Era fue construido un pequeño oratorio en aquel lugar. Constantino el Grande destruyó el circo y empezó la primera basílica sobre la tumba de San Pedro, sobre la cual se elevó más tarde el magnífico edificio, diseñado en parte por Miguel Ángel y embellecido por los más grandes artistas del Renacimiento, que hoy es la verdadera fuente de la fe católica.

El Cardenal Pacelli sentía orgullo de su cargo de Arcipreste de San Pedro, que desempeñaba con gran diligencia. A decir verdad, lo que más le preocupaba eran los San Pietrini, como se llama a los pintores, limpiadores, restauradores y demás obreros pertenecientes a la corporación o gremio encargado desde el siglo XVI del cuidado y conservación de San Pedro, que se pasan la vida trabajando en la Basílica. Es un gremio celosamente conservado que forma quizá la organización laboral más exclusiva del mundo. La calidad de miembro del mismo es muy restringida y se transmite de padres a hijos.

Un día que Pacelli inspeccionaba su iglesia a fin de ver cómo iban los trabajos de decoración para una próxima ceremonia, al mirar a lo alto vio una figura, pequeña como la de un mono, que se balanceaba en lo más alto de una escalera colocada sobre un andamio en la terrible altura de la cúpula miguelangelesca. Pacelli sintió un escalofrío, levantó las manos horrorizado y gritó:

—¡Baja de ahí! ¡Ése no es sitio para un niño!

Esperó ansiosamente hasta que la minúscula criatura descendió a regañadientes del peligroso andamio. Pocos minutos después el muchachillo llegó corriendo y se plantó firme ante el Cardenal.

—¡Ruego a Su Eminencia que no me quite mi puesto!

—¿Qué edad tienes, hijo?

—Quince años, aunque aparente menos por mi poca estatura.

—Eres demasiado joven para subir a trabajar a tantos metros de altura.

Los negros ojos del chico, arrasados en llanto, miraban suplicantes al Cardenal.

—Mi tío es un San Pietrino —dijo— —. Yo tengo que serlo también, y para ello debo empezar muy joven. ¡Por favor, Padre, déjeme trabajar!

Pacelli, casi apesadumbrado, no pudo mantener su decisión.

—¡Está bien, hijo! Pero tú también me vas a hacer el favor de tener mucho cuidado.

Pocas ocasiones tenía el Cardenal Secretario de Estado de manifestar su ternura hacia los niños. Sin embargo, algunas tardes, de cuatro a cinco y cuarto, hora en que empezaba su trabajo vespertino en el despacho, le gustaba ir solo al parque de la Villa Borghese. Los niños de Roma acuden después de la siesta al parque para jugar a la sombra de sus soberbios árboles, ver el teatro de marionetas, enriquecer a los vendedores de cacahuetes y rodear a los hombres de los globos, que sostienen en el aire las pirámides de vejigas de colorines llenas de gas.

En el parque, Pacelli paseaba, leía o meditaba acompañado por el alegre griterío de vida joven que le rodeaba. Sin cohibirse lo más mínimo por la alta y majestuosa figura de su amigo, los chiquillos jugaban a su alrededor, llegando, incluso, a esconderse entre los amplios vuelos de sus vestiduras. Algunos, más tranquilos, se cogían de su mano y paseaban con él charlando animadamente y ofreciéndole caramelos y otras golosinas. Al separarse de ellos, Pacelli hacía la señal de la cruz sobre sus frentes puras y tersas.

En el momento de llegar Pacelli a la Secretaría de Estado de la Santa Sede, el mundo estaba en paz y el porvenir parecía sereno. La República alemana se había asentado firmemente y el nazismo era un partido minoritario. Las otras naciones europeas gozaban de una época de prosperidad, y el unánime deseo de paz se advertía en la firma de los pactos propuestos por el Secretario de Estado norteamericano Frank B. Kellog, en los que la mayoría de las naciones renunciaban a la guerra como instrumento de política internacional. Pero bajo la agradable superficie había algo podrido donde hacía su nido el gusano del totalitarismo.

El primer problema serio con que Pacelli hubo de enfrentarse como Secretario de Estado fue la cuestión de Malta. Esta pequeña y vital fortaleza insular había pertenecido, sucesivamente, a los sarracenos, los Cruzados, los normandos, los españoles y los ingleses. Su población es predominantemente católica. En 1930 Malta estaba agitada. El Gobernador inglés lord Strickland, hombre de marcado carácter anticatólico, creyendo que algunas de sus reformas eran contradichas por el Arzobispo de Malta, incitó algunos tumultos contra los católicos.

La situación se hizo aún más tirante cuando un emisario de la Santa Sede, enviado para investigar las condiciones de los monasterios franciscanos de la isla, fue detenido por orden del Gobernador. Las protestas de Pacelli fueron contrarrestadas en los periódicos ingleses, que acusaban a los católicos de inmiscuirse en los asuntos seculares de la isla. El Departamento de Estado británico publicó un Libro azul en el que se aceptaba la versión del caso dada por lord Strickland.

El Papa pidió a su Secretario de Estado que averiguase personalmente la verdad de lo ocurrido. Para hacerlo, Pacelli examinó todos los documentos relativos al caso e interrogó a muchos testigos procedentes de Malta. Sus conclusiones aparecieron en un Libro blanco publicado el 22 de junio de 1930.

Las afirmaciones de Pacelli parecían tan sensatas y templadas que el Gobierno británico envió a la isla una Comisión Real para aclarar lo sucedido. Su informe confirmó totalmente las aseveraciones de Pacelli. Lord Strickland recibió órdenes de excusarse ante el Arzobispo de Malta y la Santa Sede.

Esta victoria diplomática afirmó la reputación de Pacelli en las Cancillerías europeas. Lo más importante de todo era que su éxito no se debía a presiones o transacciones, sino sencillamente a haber dicho la verdad. Por esto y porque el Gobierno británico reconoció lealmente su error, éste fue uno de los pocos éxitos diplomáticos que dejaron contento a todo el mundo…, salvo, naturalmente, a lord Strickland.

Lo de Malta fue una nimiedad comparado con lo que sucedía en Italia. El Papa y sus Consejeros creyeron que la firma del Pacto de Letrán produciría, al fin, una era de buen entendimiento entre la Iglesia y el Gobierno italiano. Pero es condición de los Gobiernos totalitarios tener que ser totales. Mussolini se lanzó pronto a ensanchar el área de su totalidad.

El Duce empezó por anunciar casi cínicamente en el Parlamento italiano que se proponía utilizar a la Iglesia para sus fines particulares. Al poco tiempo de esto las autoridades fascistas comenzaron a ocuparse de la educación y, especialmente, de sus asociaciones y organizaciones juveniles. Pío XI sostenía con entusiasmo a la Acción Católica, organización apolítica que trataba de animar a los miembros seglares de la Iglesia a participar en los asuntos parroquiales. Su actividad principal consistía en la creación de círculos juveniles, centros de recreo, deportivos y culturales en cada parroquia.

Desde el punto de vista de Mussolini, esto era peligroso y subversivo. Sabía bien que si él no moldeaba los cerebros de la juventud italiana sucumbiría, por lo que dio órdenes secretas de incitar a los grupos juveniles de Camisas Negras a atacar los círculos juveniles católicos. Los miembros de éstos se defendieron, y varios de los círculos se clausuraron por «perturbar la tranquilidad pública». Varios miembros y grupos de Acción Católica fueron golpeados y apedreados en las calles. Mas esto, por lo visto, no alteraba la tranquilidad pública.

Pacelli protestó enérgicamente ante Mussolini, quien replicó acusando a la Acción Católica de actividades políticas. Con todo el mecanismo del Estado, incluso los tribunales, en manos de Mussolini, la posición de la Santa Sede parecía desesperada. Pero Pacelli tenía a su disposición algún recurso y no vaciló en utilizarlo.

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Pío XII fue instrumento eficaz del Pacto de Letrán, por el que se reconoció como Estado soberano al Vaticano. Esta fotografía se obtuvo después de firmarse el Pacto el 11 − 2-1929. (Attualità Giordani)

 

El único medio de combatir a los fascistas era la presión de la opinión mundial. Pacelli aconsejó al Papa preparar una encíclica. Con ayuda de su Secretario de Estado Su Santidad redactó un importante documento describiendo los métodos fascistas, sus actos de opresión y su protección a los terroristas. El problema era publicar aquel escrito, pues ahora el Papa parecía más el prisionero del Vaticano que cuando se constituyó en tal por su voluntad. Una guardia fascista rodeaba la Ciudad del Vaticano, y Mussolini era dueño y señor de toda la Prensa italiana. Si Pacelli intentaba difundir la encíclica a través de algún periódico, no se autorizaría su publicación.

Incluso si la entregaba a los corresponsales extranjeros en Roma, sus cables serían detenidos y mutilados por la censura. Como los fascistas censuraban también la correspondencia e intervenían los teléfonos, resultaba imposible transmitirla directamente al extranjero.

En vista de todo ello, Pacelli llamó a su despacho a un joven y enérgico Monseñor norteamericano agregado a la Secretaría. Le entregó la encíclica diciéndole:

—Tiene que llevar esto a París de contrabando y dárselo a los corresponsales de la Prensa mundial. No pierda un minuto y no se lo deje quitar.

Monseñor Francis J. Spellman actuó conforme a las mejores tradiciones de los agentes diplomáticos secretos. Se metió en un coche pequeño y vulgar y se dirigió al aeropuerto, donde se las arregló para subir al primer avión para París. En cuanto aterrizó en Le Bourget consiguió entrar en contacto con los periodistas extranjeros y entregarles la encíclica papal. La primera noticia la tuvo Mussolini cuando el 29 de junio de 1930 los corresponsales italianos telegrafiaron a Roma su publicación en diferentes periódicos.

El Duce no era tonto. Comprendió que Pacelli era un diplomático de extraordinaria sagacidad, y en agosto le hizo saber que estaba dispuesto a discutir razonablemente el asunto. Pacelli y él suscribieron en septiembre un acuerdo breve y explícito. La misión de la Acción Católica quedaba claramente definida y su libertad de actuar garantizada.

Sin embargo, Pacelli estaba decidido a no verse otra vez en peligro de incomunicación. Con la conformidad del Papa llamó al propio Guillermo Marconi, encargándole instalar una estación de radio en la Ciudad del Vaticano, mediante la cual pudiera el Papa mantener contacto con el mundo. Tras de lo cual inició una transformación del Vaticano. Brillantes automóviles americanos sustituyeron a los venerables carruajes; se construyó una central eléctrica, se instalaron ascensores y toda clase de aparatos, incluso un telefoto. Un secretario moderno debe tener un equipo moderno.

No tardaría en necesitarlo. Afectada por la gran crisis norteamericana, la posición económica de Europa empezó a empeorar. Y como uno tras otro todos los países se sintieron agobiados, la plácida fachada del mundo tembló y se resquebrajó. Alemania cayó en las garras totalitarias de Hitler. La guerra interna amenazaba a España a raíz de la caída de la Monarquía, y Francia se encontraba al borde de un socialismo de Estado con fuertes tendencias totalitarias. Desde detrás de los impenetrables muros del Kremlin, los amos ateos de Rusia explotaban malignamente cada sector de la miseria humana, con la perversa intención de su cruzada contra la Cruz.

De este modo las preocupaciones se amontonaban sobre la cabeza de Pacelli. La Santa Sede reconoció a la República española, pero cuando los radicales se apoderaron del Gobierno se volvieron contra la Iglesia, cometiendo los comunistas toda clase de atrocidades contra el Clero. En Méjico el ala izquierda del Gobierno era también rabiosamente anticlerical y actuaba con el propósito de destrozar a la Iglesia. La Alemania nazi exigía una total sumisión mental a sus súbditos y luchaba contra cualquier Dios que no fuera Hitler. Y en todas partes el comunismo respaldaba al anticristo, cualquiera que fuese su nombre.

El Papa Pío XI y Pacelli poco podían hacer en sentido físico para repeler tales ataques. No podían imponer sanciones económicas, y su influencia diplomática era escasa. Lo único a su alcance era aconsejar al Clero católico mantenerse alerta y no dar pretexto alguno a los enemigos de la Iglesia para una acción violenta. Y confiar en la fuerza de la fe, que a veces actúa despacio aunque siempre acaba por triunfar.

A pesar de todas las dificultades, Pacelli llegó a negociar un nuevo Concordato con el Gobierno de Hitler, en el que se establecían los derechos y libertades religiosas de la minoría católica de Alemania. (No es necesario decir que pronto serían violados sus acuerdos.) Por otra parte, inició las negociaciones para otros Concordatos con la católica Austria y con Yugoslavia.

Es imposible decir exactamente quién fue el inspirador de cualquier aspecto de la política vaticana durante aquella turbulenta década: si el Papa Pío XI o su Secretario de Estado, ya que ambos trabajaron tan estrechamente unidos que nada permite suponer una diferencia de opiniones. Por esta razón, el Santo Padre pudo decir en cierta ocasión:

—El Cardenal Pacelli habla con mi voz.

Y, sin embargo, nunca hubo dos colaboradores menos parecidos. Achille Ratti era bajo y fuerte, tardo en sus decisiones y de férrea voluntad. Parecía un volcán latente, muy lento en la erupción, pero capaz de violentísimas hogueras de energía. Pacelli era alto y esbelto, tan rápido y mudable como un camaleón y tan vivaz como la danzante llama azul del fuego en los rastrojos. Pero sus cualidades contradictorias se yuxtaponían; uno completaba al otro, y además les unía una verdadera amistad.

No todos los días de Pacelli en la Secretaría de Estado fueron penosos y agobiantes. Tuvo también ocasiones felices y momentos triunfales, como, por ejemplo, cuando realizó su viaje a la Argentina como Legado Papal para el Congreso Eucarístico celebrado en Buenos Aires en 1934, en el que los fieles de todo el mundo se reunieron para honrar a Cristo Rey en el Sacramento de la Eucaristía. Los Congresos Eucarísticos se celebran cada vez en una ciudad diferente. Hacía muchos años que Pacelli había asistido al de Londres, ostentando una jerarquía mucho menor que ahora.

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En la mañana del 23 de Septiembre de 1934 embarcó en el Conte Grande. Para trasladarse a Buenos Aires como Legado Pontificio en el Congreso Eucarístico (Il Messaggero)

 

El Cardenal Secretario de Estado partió de Roma la noche del 24 de septiembre. No hubo ceremonia oficial de despedida y esperaba embarcar en Génova con la misma tranquilidad. Poro cuando el tren llegó a la estación de Génova a la mañana siguiente, una enorme multitud ocupaba el andén para aclamarle. Pacelli fue escoltado por ella hasta el Palacio Arzobispal, donde dijo misa. Luego se dirigió hacia el puerto.

La comitiva cruzó por las calles atestadas de gente. Todas las campanas de la ciudad resonaban con voces de bronce y de plata y todas las voces le aclamaban deseándole un buen viaje.

Apenas subió a bordo la Misión Papal, el Conte Grande levó anclas y zarpó del puerto, mientras las sirenas de los buques apagaban el repicar de las campanas.

Pacelli pasó la mayor parte del tiempo a bordo ocupado en perfeccionar y pulir sus conocimientos de la lengua española. Cruzaron el Ecuador el día 1 de octubre, pero esta vez la tradicional fiesta en honor del dios Neptuno fue sustituida por otra dedicada a Cristo Rey. De pie entre los instrumentos de navegación del puente, con el viento marino hinchando sus vestiduras escarlata, el Cardenal Legado celebró el oficio de Bendición y elevó la Hostia Consagrada para bendecir a la inmensidad del Océano.

Mientras el mar teñía en púrpura sus oros en el crepúsculo, Pacelli permaneció en el puente esperando ver la Cruz del Sur. Cuando la gran constelación apareció sobre el castillo de popa, el Cardenal refirió el episodio ocurrido hacía dieciséis siglos, cuando una cruz de estrellas apareció ante el Emperador Constantino sobre el puente Milvio, de Roma, y una voz le dijo: «Con este signo conquistarás.»

Al entrar el Conte Grande en las aguas del Río de la Plata pareció que todos los habitantes y todas las cosas de Buenos Aires se habían juntado para recibirle. Los aviones volaban haciendo toda clase de acrobacias. Los acorazados, los cruceros y los destructores de la Escuadra argentina — el 25 de Mayo, el Almirante Brown, el Mendoza, el Tucumán, el La Rioja y el Garay— llenaban de espumas el inmenso estuario. Al aparecer en el puente el Cardenal, con la deslumbradora púrpura romana de su manto, los barcos de guerra formados alrededor del Conte Grande le saludaron con una estruendosa salva de cañonazos —los mismos que a las personas reales— e izaron en sus mástiles la bandera papal, blanca y amarilla.

 

Ya cerca de la ciudad la bienvenida se hizo frenética. El ancho río aparecía lleno de toda clase de barcos y barquitos —yates, vaporcitos de excursiones, barcos pesqueros, barcazas, gabarras, viejos buques de ruedas, e incluso canoas y piraguas—, todos ellos decorados con los colores pontificios. Al enfilar el Conte Grande la dársena las baterías de costa hicieron su saludo, pero el estampido de los cañones se perdía entre el estrépito de las sirenas que desgarraban el aire con sus alaridos, y el de los vítores ensordecedores de medio millón de gargantas. Los ojos de Pacelli brillaban de satisfacción por aquel triunfo que no era suyo. Quienes estaban cerca de él le oyeron exclamar:

—¡Magnífica bienvenida a Cristo Rey!

Argentina se entregó de lleno a celebrar el Congreso con un esplendor inigualado. El Presidente de la República, General Augusto Justo, figuró al frente de los fieles en los actos públicos y en las ceremonias privadas. El día dedicado a los niños fue deslumbrador; 107.000 criaturas totalmente vestidas de blanco ocuparon sus puestos ante el altar, al aire libre, bajo el sol radiante, para cantar sus himnos de súplica y adoración.

El último día culminó en una ceremonia religiosa en el Parque de Palermo, en la que el Presidente dedicó la República a Cristo Rey. Seguido por otros cinco Cardenales y ochenta Obispos mitrados, Pacelli subió al altar para oficiar la misa de pontifical. Durante la ceremonia habló a la muchedumbre más de una hora en un fluido y correcto español. Sin medir las palabras describió los desórdenes que afectaban al mundo y condenó las nuevas ideologías que negaban la honestidad y la moral. E insistió en la necesidad de la paz de Cristo.

«Pero —concluyó— es altamente consolador que en este tribunal del mundo Cristo no esté solo como lo estuvo ante el tribunal de Pilato. A Su lado están ahora muchas almas devotas; a Su lado está ahora la Iglesia. Y cuanto más espantosa y ferozmente se alza contra Él el clamor de los sin Dios, nosotros le proclamamos con mayor fervor Rey inmortal de todos los tiempos.»

A continuación desfiló la procesión Eucarística. El Santísimo era conducido en un carruaje cubierto de alegres flores tropicales y arrastrado por sacerdotes con sobrepellices y estolas blancos. El Cardenal se arrodilló y permaneció inmóvil y de hinojos durante dos horas, con las manos juntas apoyadas en el altar, los ojos fijos contemplando en adoración a la Hostia en lo alto, mientras la procesión caminaba lentamente a través de kilómetros y kilómetros de calles atestadas de gente prosternada.

En el viaje de regreso el Conte Grande se detuvo en Río de Janeiro, donde Pacelli fue recibido por el Parlamento y por el Tribunal Supremo en corporación. Se dirigió a ambos en portugués. Luego recorrió largos miles de millas de mares soleados hacia Roma y hacia un horizonte ensombrecido por las nubes de la guerra de Abisinia.

La noche antes de la llegada de Pacelli a Italia se recibió a bordo un telegrama para él. Por considerarlo de gran importancia, su secretario fue al camarote del Cardenal, aunque era muy tarde. Llamó con los nudillos y entró suavemente, pues el Cardenal nunca cerraba la puerta por dentro. La habitación estaba a oscuras, pero a la tenue luz que se filtraba por las ventanas, los asombrados ojos del secretario vieron que una alta figura se levantaba del suelo de mármol.

Al encenderse la luz, el Cardenal tomó el telegrama que le alargaba su secretario. Al ver su agitación sonrió y le dijo: —No se preocupe. Después de tanta gloria y esplendor es necesario echarse lo más cerca posible de la tierra para saber que no somos nada.