CAPÍTULO VI «YO BENDIGO LA PAZ, NO LA GUERRA»
EL PAPA León XIII abandonó este mundo en 1903. Su muerte constituyó un duelo universal, por lo mucho que su inspirada dirección había hecho para rejuvenecer a la Iglesia. El Padre Pacelli sintió especial tristeza, por haber sido el difunto Pontífice su protector y amigo, y el primer hombre verdaderamente grande con quien tuvo trato.
En el mundo oficial del Vaticano, y sobre todo en la Secretaría de Estado, se esperaba que el Cardenal Secretario de Estado, Monseñor Rampolla, fuese elegido para el trono papal a fin de proseguir la dinámica política del difunto Pontífice.
Sin embargo no ocurrió así. En la primera votación de los Cardenales reunidos en la Capilla Sixtina, Rampolla obtuvo veinticuatro votos, muchos más que ningún otro. Con gran sorpresa por su parte, Giuseppe, Cardenal Sarto, el querido sacerdote aldeano a quien León XIII nombrara Patriarca de Venecia, obtuvo cinco votos. En el segundo escrutinio el número de votos a favor del cardenal Sarto se duplicó, mientras Rampolla ganaba sólo uno más. Sarto había pensado que la primera votación tenía el carácter de un cumplido del Colegio Cardenalicio. Al ver que en la segunda aumentaron los votos en su favor se llenó de preocupación, por considerarse un hombre sencillísimo y sin méritos para ser Sumo Pontífice de la Iglesia Católica.
En la próxima sesión, que empezó en las primeras horas de la mañana siguiente, se produjo un incidente dramático. Antes de que comenzara la votación, el Cardenal Puzyna, Arzobispo de Cracovia, se levantó para dirigir la palabra a los demás Príncipes de la Iglesia. Con voz grave anunció:
—Tengo la honra de presentaros un memorándum de Su Majestad el Emperador Francisco José de Austria, Rey de Hungría.
A continuación dio lectura a un documento en latín en el cual el Emperador presentaba objeciones a la elección de Rampolla y recordaba que Austria tenía el derecho de poner el veto a la elección de cualquier candidato al Papado.
Aquel discutidísimo derecho se llamaba El Exclusivo. Los emperadores de Austria llevaban varios siglos reivindicándole, y, aunque el Vaticano jamás lo admitiera, tampoco lo había desafiado. En el caso presente, el mensaje del Emperador estaba inspirado por el Gobierno italiano, siempre temeroso de la gran habilidad política del Cardenal Rampolla.
Al terminar el Cardenal Puzyna la lectura del documento, el Cardenal Oreglia se puso en pie. Haciendo ademanes con la mano para acallar los nerviosos rumores de sus colegas, afirmó rotundo:
—Ni oficial ni extraoficialmente se puede admitir aquí ese mensaje.
Luego habló el Cardenal Rampolla, diciendo:
—Deploro con toda mi alma la grave ofensa que un poder secular ha infligido a la dignidad y libertad del Sacro Colegio. Aunque en lo que a mí se refiere, nada más grato y honroso podía haberme sucedido.
Se procedió a la nueva votación. El escrutinio arrojó veintiocho votos para el Cardenal Rampolla —había aumentado tres—, mientras los del Cardenal Sarto, doblados otra vez, fueron veintiuno.
Anunciado el resultado, el Cardenal Sarto se levantó palidísimo. Con voz trémula imploró a los Cardenales:
—Por favor os suplico que no me votéis. No soy digno ni capaz de desempeñar tan gran misión. ¡Ayudadme, por favor!
Se interrumpió el Conclave, y el Cardenal Sarto se retiró a la Capilla Paulina para rezar. Comprendía que los Cardenales le elegirían, seguramente, y tal pensamiento llenaba de angustia al hombre humildísimo que se creía indigno siquiera de ser Obispo y protestó enérgicamente cuando el Papa León XIII le concedió el capelo cardenalicio. La terrible responsabilidad del Pontificado le parecía una carga muy superior a sus fuerzas. Era absolutamente inverosímil para él que el Sacro Colegio le considerase digno, cuando él estaba seguro de no serlo. En su agonía espiritual, postrado de hinojos, rogaba al Salvador y a su Bendita Madre que alteraran la decisión.
Así pasó varias horas, hasta que sintió que le tocaban ligeramente en la espalda. Se volvió y vio al joven y arrogante Arzobispo Rafael Merry del Val, Proto-secretario del Conclave, que se arrodillaba a su lado. En el profundo silencio de la Capilla, la voz de Merry del Val murmuró con suavidad:
—Los señores Cardenales me envían para suplicaros que no rechacéis la elección si recae sobre vos.
El joven Arzobispo se levantó, puso su mano sobre la espalda curvada del Cardenal, y dijo con honda emoción:
—¡Valor, Eminencia; tenga valor! Vos, que habéis tenido habilidad suficiente para pilotar tan bien la góndola de Venecia, la tendréis asimismo para conducir en Roma la barca de San Pedro.
El Cardenal de blanca cabellera alzó sus ojos azules para mirar el cincelado rostro español del joven Arzobispo. Una corriente de simpatía se estableció entre aquellos dos hombres tan distintos. El Cardenal se incorporó y tomó del brazo a Merry del Val. Era el comienzo de una famosa amistad.
Pero todos los argumentos del Arzobispo no podían influir en el ánimo del Cardenal Sarto. Aquella tarde, muchos de los Cardenales le visitaron, entre otros el Cardenal Gibbons, de Baltimore, quien le prometió la ayuda incondicional de la creciente fuerza de la Iglesia norteamericana. El último de los visitantes fue el Cardenal Satolli. Sarto continuaba resistiéndose, y le dijo:
—Soy viejo. La carga me matará.
A lo cual Satolli respondió severamente:
—¡Aunque así sea! Recordad las palabras de Caifás: «Conviene que un hombre muera por el pueblo.» Tenéis la obligación de aceptar la voluntad del Sacro Colegio. Sería increíble que renunciarais.
Las lágrimas brotaron en los ojos del Cardenal Sarto, mientras murmuraba:
—¡Debo cumplir la voluntad de Dios!
A la mañana siguiente era elegido Papa, tomando el nombre de Pío X.
Giuseppe Melchiore Sarto procedía del pueblecito de Riese en la Marca Trevigiana del norte de Italia. Nació pobre y vivió pobre. Sus padres eran unos campesinos que apenas ganaban su vida cultivando unas pequeñas tierras. Para aumentar sus escasos ingresos, el padre actuaba de mandadero del Ayuntamiento, por cuyo trabajo recibía cincuenta soldi (céntimos) diarios. Beppe —como llamaban familiarmente al niño— empezó a ayudar a su familia desde su más corta edad. Aunque acudía a la mísera escuela de la aldea, trabajaba horas y horas en el campo. Al volver a su casa ayudaba también en las tareas domésticas. Era demasiado trabajo para una criatura tan pequeña.
El párroco de Riese se dio cuenta de que Beppe era digno de protección, y le preparó para optar a una beca en la escuela superior de Castelfranco, ciudad situada a unos siete kilómetros de Riese. Todos los días el chico debía recorrer a pie quince kilómetros para ir y volver, llevando en el bolsillo un pedazo de pan para el almuerzo. Aunque tenía un par de zapatos, caminaba descalzo para no estropearlos, poniéndoselos sólo cuando llegaba a la ciudad.
En Castelfranco, Beppe ganó otra beca para el Seminario de Padua, al que llegó para empezar sus estudios vistiendo una raída sotana regalada por el bondadoso cura párroco de su pueblo.
Giuseppe Sarto se ordenó en septiembre de 1858, siendo nombrado cura de la aldea de Tombolo, donde sirvió nueve años, durante los que compartió su casa y los escasos alimentos que podía comprar con los pobres de la parroquia. Más tarde fue promovido párroco de Salzano. Desde entonces empezó a crecer rápidamente la fama de sus predicaciones y de sus obras de caridad. Luego recibió una canonjía en la catedral de Treviso y fue consagrado Obispo de Mantua. Por último, el Papa le hizo Patriarca de Venecia y Cardenal.
Por aquella época el pelo de Beppe se había hecho blanco y sedoso. Su rostro era ancho y colorado, y en él brillaban los ojos azules irradiando un alegre cariño para su grey. Su palabra estaba sazonada con el ingenio socarrón de los aldeanos. Su manera de ser no había cambiado. El lujoso palacio patriarcal de Venecia estaba abierto a todo el mundo. Se contaba la anécdota de un campesino perdido en sus galerías, que refirió sus cuitas a un extraño muy amable, con quien habló más de una hora antes de descubrir que se trataba del propio Cardenal.
El Cardenal Sarto seguía dando todo cuanto poseía: su sueldo, los regalos que le hacían, sus propias vestiduras. Sostenía diez estudiantes en el Seminario y visitaba con mucha frecuencia los barrios más pobres de la ciudad para ayudar con sus limosnas a los necesitados.
A pesar de todo ello, era un buen administrador y un pensador moderno. Contribuyó a elevar la conciencia social de Venecia, fundó sociedades de trabajadores y reanimó la decaidísima industria de Murano. Muchos años después el Papa Pío XII le calificaría de «ardiente llama de caridad y brillante luz de santidad».
A menudo se ha dicho que Pío X debió su elección al ejercicio del derecho al veto de Francisco José. No es cierto del todo. La interferencia del Emperador casi estuvo a punto de favorecer la elección de Rampolla. Lo que en realidad inclinó la votación del Sacro Colegio en favor de Sarto fue la sublime bondad y la fuerza espiritual de aquel hombre que habría de ser más tarde el primer Papa canonizado en doscientos cuarenta años.
Sin embargo, el primer acto de San Pío X como Papa fue denunciar el derecho de exclusión, del que nunca volvería a hablarse. El segundo fue nombrar Cardenal a Merry del Val y designarle Secretario de Estado.
El joven español era el hombre ideal para completar el carácter tan poco mundano del Papa campesino. Aunque Pío X era un hombre culto, muy aficionado a la música, y había dado pruebas de sus dotes de administrador en Venecia, su santidad y sencillez le hacían creer —tal vez demasiado— en la bondad innata de las gentes. Carecía de preparación para competir con hombres sin escrúpulos. Por el contrario, su nuevo Secretario de Estado, aunque muy devoto, tenía un conocimiento realista del mundo y, en especial, de la laberíntica diplomacia de su tiempo.
El padre de Merry del Val había sido embajador de España en la Santa Sede y un hermano suyo representaba a su país en la corte de Saint— James. Su madre era inglesa. Había nacido en Inglaterra, educándose allí durante mucho tiempo como alumno del Colegio de Ushaw, en la zona minera carbonífera de Durham.
Fue a Roma para terminar sus estudios y ordenarse, con intención de trabajar en la diócesis de Westminster.
Merry del Val quería ir a Inglaterra y a su diócesis, pero el, Vaticano le retuvo en Roma, donde se convirtió en uno de los diplomáticos más jóvenes y astutos de la Santa Sede, sumamente útil para misiones en el Canadá y en Inglaterra. Cuando estaba en Roma solía vérsele en el Colegio Americano, donde jugaba reñidos partidos de tenis y entablaba sólidas amistades con profesores y estudiantes. Más tarde regalaría al colegio uno de sus tesoros: una magnífica mesa de billar.
Con sus treinta y siete años, Merry del Val fue el hombre que llegó más joven al cargo de Cardenal Secretario de Estado.
El primer año del Pontificado de Pío X, Dom Pacelli terminó su aprendizaje. En 1904 ascendió al rango de minutante, especie de secretario confidencial. En tal calidad asistía a las conferencias de alto nivel, preparaba informes secretos y escribía las minutas de importantes documentos de Estado. Es decir, gozaba de la absoluta confianza de sus superiores.
Aquel mismo año Pacelli fue nombrado chambelán del Papa y hecho Monseñor. Este título no se confiere con ceremonia religiosa especial; es concedido por el Papa como prueba de distinción. La recompensa se da a conocer por medio de una carta patente que anuncia al recipiendario que se le otorga «para todos los privilegios de precedencia y rango que puedan resultar».
Son pequeños y apreciados privilegios que, si el nuevo Monseñor está al servicio personal del Santo Padre, suponen un trabajo más intenso que el de antes.
Dom Pacelli tuvo que quitarse la lisa sotana del simple sacerdote. Su sotana seguía siendo negra, pero de una tela más fina y con ribetes y vueltas rojas, lo mismo que la larga hilera de botones desde el cuello a los pies. Sobre la sotana llevaba una esclavina, y el alzacuello era rojo en vez de negro. Estando en Roma calzaba zapatos con hebilla de plata.
En 1905 Pacelli fue honrado nuevamente con el título honorario y de distinción de Prelado Doméstico, que el Papa concede por servicios rendidos al Vaticano.
Monseñor Gasparri, ya Cardenal, seguía al frente de los Asuntos Extranjeros del Vaticano. Monseñor Pacelli y él trabajaban en una colaboración cada vez más estrecha. Todos sus colegas, y el mismo Papa, tenían en gran estima los juicios de Pacelli.
No todo el tiempo de Monseñor Pacelli estaba acaparado por sus altas funciones diplomáticas. Continuaba su trabajo en la Iglesia Nueva, donde todavía enseñaba el Catecismo, confesaba y, de vez en vez, subía al púlpito para predicar. También seguía estudiando, y en ocasiones daba clases de Derecho Canónico en su vieja alma mater, el Apollinaris. Además daba frecuentes conferencias en el colegio privado de señoritas del convento de las Hermanas de Namur y actuaba como consejero espiritual en un hogar de jóvenes obreras llamado Casa de Santa Rocca.
Tal actividad indica que Pacelli había vencido por fin su debilidad física. Lo cual no se debía a su fuerza de voluntad, pues no sólo no cuidaba demasiado de su cuerpo, sino que le exigía más de lo que podía resistir normalmente.
La década 1904 − 1914 fue tranquila en apariencia, aunque la presión de las ambiciones nacionales y la carrera de armamentos entre Inglaterra y Francia de un lado, y el Imperio alemán de otro, habrían de desembocar en la catástrofe de la primera guerra mundial. Durante aquellos años de serenidad, Eugenio Pacelli tomó parte muy activa en una tremenda labor emprendida por el Cardenal Gasparri bajo la dirección de Pío X: nada menos que la codificación del Derecho Canónico, a cuyo lado los trabajos de Hércules parecen cosa baladí. La Legislación de la Iglesia se había edificado durante mil años de edictos, bulas papales, instrucciones, decretos, regulaciones y precedentes, aplicables cada uno en su época, pero muchas veces contradictorios y tan enmarañados que muchas autoridades eclesiásticas consideraban absolutamente imposible su codificación.
Poner en orden aquella ingente montaña legal requería no sólo un profundo conocimiento jurídico, sino también una firme interpretación de las doctrinas de la Iglesia.
El Cardenal Gasparri escogió como colaborador al hombre más apropiado. Monseñor Pacelli puso mano en la organización del trabajo y, en seguida, un ejército de clérigos se puso a investigar asiduamente en todos los archivos del mundo. Sus hallazgos se enviaban a Roma, donde eran examinados, cribados, catalogados y, finalmente, codificados por Gasparri y Pacelli. El trabajo fue concluido poco después de la muerte de Pío X, en 1914, proporcionando a Monseñor Pacelli unos conocimientos legales superiores a los de cualquier hombre que haya ascendido al trono papal.
Mas ni siquiera aquellos trabajos mantuvieron a Pacelli unido a su mesa de despacho. En otras dos ocasiones volvió a Inglaterra. La primera como consejero y adjunto del Cardenal Merry del Val en el Congreso Eucarístico Internacional de 1908. La segunda para asistir a la coronación del Rey Jorge V.
Aquel mismo año, la Universidad Católica de Washington, enterada de sus arduos trabajos en la selva de la legislación eclesiástica, le ofreció la cátedra de Derecho Romano. La idea de ir a Norteamérica le fascinaba, por darse cuenta del creciente poderío y la importancia de aquel país y comprender, como muy pocos norteamericanos del tiempo, que los Estados Unidos se convertirían muy pronto en un gran factor en los asuntos internacionales.
Tanto el Papa como el Cardenal Merry del Val le dijeron que no podían prescindir de él en Roma, por lo que, y muy a pesar suyo, no aceptó la oferta. Poco después, en 1912, Monseñor Pacelli sería nombrado Secretario de Asuntos Exteriores del Vaticano.
El verano de 1914 empezó muy caluroso, pero aparentemente sereno. No obstante, la tensión producida por la carrera de los armamentos se hacía cada vez más aguda. Avisado por Merry del Val y Pacelli, el Papa Pío X estaba ansiosamente alerta ante el peligro. Una y otra vez advertía a Europa del riesgo de las «terribles e inesperadas guerras» que podían surgir de la partida de ajedrez diplomático jugada por las grandes potencias, con escuadras y ejércitos como piezas importantes y las vidas de sus súbditos como peones. Naturalmente, nadie hacía caso de las palabras del santo anciano del Vaticano.
El pistoletazo que mató al archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo fue la mecha que incendió el polvorín europeo. Llenos de desesperación, Pío X, Merry del Val y Pacelli observaban el impulso hacia la guerra, lento al principio, y luego, a medida que corrían los días de julio, a un paso terriblemente acelerado. Ahora, los hombres que habían jugado con el fuego, los estadistas de Austria, Rusia, Alemania y Francia, intentaban contener la hoguera creciente. La decisión de movilizar los ejércitos y desenfrenar las palabras era demasiado grave. Reyes y emperadores —los regios parientes de Europa— se enviaban unos a otros patéticos, afectuosos y desesperados telegramas suplicando la paz. Pero los lazos de familia fueron demasiado frágiles para impedir lo inevitable. El 28 de julio de 1914 empezaron las declaraciones de guerra, y a lo largo de todas las fronteras de las grandes naciones de Europa comenzaron a dispararse los fusiles desde los puestos fronterizos, cuyos disparos irían creciendo en intensidad a medida que llegaban las divisiones y el estampido de los cañones puntuaba el tableteo de las ametralladoras en el tremendo holocausto.
En un día de angustioso calor, el Embajador del Imperio austrohúngaro pidió audiencia al Papa. El Santo Padre le recibió sentado en su trono del Salón de Audiencias. Junto al trono, en pie, se encontraban el Cardenal Secretario de Estado, Merry del Val, y la alta y delgada figura de Monseñor Pacelli.
El Embajador austríaco, vestido de rigurosa etiqueta, avanzó, y, de rodillas, besó el Anillo del Pescador. Luego dio a conocer su misión.
—Santo Padre —dijo—: millares de católicos figuran en los ejércitos de Austria y de Alemania. A través de mi persona, Su Majestad el Emperador de Austria-Hungría pide a Su Santidad que bendiga a sus ejércitos en esta lucha.
El frágil anciano, vestido de blanco inmaculado, pareció súbitamente lleno del fuego de la juventud. Sus nudillos blanqueaban sobre los brazos del sillón, sus ojos azules flameaban y su voz resonó en la estancia al decir:
—Yo bendigo la paz, no la guerra.
Se levantó, y apoyado en el brazo de Monseñor Pacelli se dirigió con paso vacilante hacia sus habitaciones particulares.
Tres semanas más tarde, el 22 de agosto de 1914, fallecía Su Santidad Pío X.