Es medianoche, la gran campana de la iglesia de Cristo

y multitud de campanas más pequeñas suenan en la estancia:

es Noche de Difuntos,

y dos vasos largos, hasta el borde de moscatel,

burbujean en la mesa. Puede que venga un espectro;

porque es derecho del fantasma,

su sustancia es tan sutil,

acentuada por su muerte,

que puede beber la fragancia del vino

cuando nuestro grosero paladar necesita el vino entero.

Me hace falta una mente, si retumba el cañón

en las cuatro partes del mundo, para poder seguir

envuelto en la reflexión

como lo están las momias en sus vendas;

porque tengo algo asombroso que decir,

algo maravilloso

de lo que nadie sino los vivos se burlan,

aunque no a los oídos sensatos;

puede que todo el que lo oiga

ría y llore una hora de reloj.

A Horton llamo primero. Él amaba el extraño pensamiento

y conocía esa dulce extremidad del orgullo

que se llama amor platónico,

elevado a tal grado de pasión

que nada, cuando murió su dama,

pudo calmarle el amor.

Las palabras sólo fueron aliento superfluo;

una sola esperanza abrigaba:

que el rigor

de ese invierno o del otro le trajera la muerte.

Tan mezclados tenía dos pensamientos que no sé

si pensaba más en ella o en Dios;

pero creo que los ojos de su mente

cuando él los alzaba, se posaban en una sola imagen;

y que un espectro leve y amable,

de violenta divinidad,

había iluminado de tal modo

la casa inmensa y milagrosa

que la Biblia nos tiene prometida,

que parecía un pez de colores nadando en un globo.

A Florence Emery invoco a continuación,

que al descubrir las primeras arrugas en su rostro

admirado y bello,

y consciente de que el futuro se afligiría

viendo menguada la belleza y lo tópico multiplicado,

prefirió ir a enseñar a una escuela,

lejos de amigos y vecinos,

entre pieles oscuras, y dejar allá

pasar los años detestables,

oculta a las miradas, hasta su inadvertido final.

Antes de ese fin, había desentrañado ella gran parte

de un discurso en lenguaje figurado

obra de un docto indio

sobre el viaje del alma: cómo es arrastrada en torbellino

por toda la órbita lunar,

hasta hundirse en el sol;

y allí, libre y fija,

Azar y Elección a la vez,

olvida sus juguetes rotos

y se sumerge al fin en su propio gozo.

Llamo ahora de la tumba a MacGregor,

pues fuimos amigos en mi dura primavera,

aunque nos alejamos después.

Le consideraba medio loco, medio bribón,

y se lo dije; pero la amistad jamás termina;

qué importa si la opinión parece cambiar

y cambiar con ella también la amistad;

¡cuando me vienen espontáneos los recuerdos

de acciones generosas que él hizo,

casi me alegra ser ciego!

Tuvo mucho denuedo al empezar,

mucho coraje impetuoso, antes de que la soledad

trastornara su juicio;

pues la meditación sobre el pensamiento desconocido

pueden volver cada vez más escaso el trato humano:

ni son pagadas ni alabadas.

Aunque habría puesto reparos al anfitrión,

y al vaso por ser mío;

un amante de fantasmas fue:

quizás es más arrogante, ahora que es fantasma.

Pero nada son los nombres. Da igual quién sea,

ya que se han vuelto tan sutiles sus elementos,

los vapores del moscatel

pueden dar a su fino paladar el éxtasis

que ningún hombre vivo alcanza bebiendo el vino entero.

Yo tengo verdades de momia que decir

de las que se burlan los vivos;

aunque no a oídos sensatos,

pues quizá los que las oigan

rían y lloren una hora de reloj.

Esa idea… esa idea debo retener con fuerza

hasta que la meditación domine sus partes;

nada puede retener mi mirada

hasta que esa mirada corta, despreciando el mundo,

donde los condenados perdieron, aullando, el corazón,

y donde los bienaventurados bailan;

esa idea, de manera que, ligado a ella,

no necesite de otra cosa,

envuelto en los vagabundeos de la mente

como lo están las momias en sus vendas.

Oxford, otoño de 1920