La buena, el
ladrón y el malo
VANESSA BENÍTEZ JAIME
Dedicado al Rubio, a Tuco y a Sentencia, y sobre todo al maestro Sergio Leone.
11:50 p. m. Palacio del conde Legrand, cementerio familiar.
La noche cae sobre nosotros como ave de mal agüero, igual que el famoso cuervo negro de Poe. Mis criados están algo nerviosos porque no les gusta rondar el cementerio por la noche. El silencio hace resonar el eco de los pasos. Mientras yo cargo con el Libro Negro de Ra, los criados llevan el material necesario para la invocación.
Llegamos al lugar indicado, el mausoleo de mi familia. Aquí han sido enterrados todos mis antepasados, y también Carmilla. Hace menos de dos semanas que murió y, sin embargo, parece que ocurrió hace años. Es por eso que he visitado el mausoleo, para poner remedio a esta pérdida hoy mismo. Y todo será gracias al libro que sostengo entre mis manos. Si ella vuelve a la vida, ya no se marchará jamás.
Los criados proceden a colocar todo el material de la manera prevista: las velas negras, el incienso y la sangre. Me acerco a la tumba de Carmilla. Su ataúd está izado y abierto. A primera vista, ella sigue intacta, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Por un momento, casi puedo percibir el perfume de su piel. Casualidad o no, justo en el instante en que abro el Libro Negro, las campanas de la iglesia anuncian las doce de la noche. La página marcada aguarda. Comienzo la lectura de la invocación.
Las palabras brotan como una letanía o un rezo. En contra de lo que cabe esperar, al acabar su lectura, la noche ni se inmuta. Parece que nada extraordinario va a suceder. Carmilla sigue en su tumba, no se mueve.
De pronto, algo asusta a los criados. Es similar a un gruñido, aunque no consigo definirlo. Pero lo peor viene ahora: las lápidas de las tumbas que nos rodean se mueven. Asustados, los criados huyen tan pronto como se precipitan los hechos. Me han dejado completamente solo.
Me acerco entonces a Carmilla, que permanece con los ojos cerrados. Un momento. Hay algo que me desconcierta: la marca de las muñecas se antoja fresca, igual que cuando puso fin a su vida. No es un detalle insignificante. De modo que aproximo la cara a su pecho. Lo increíble ha sucedido: creo que se mueve, que respira, que está viva.
Observo con solicitud su rostro a la espera de la resurrección. Si no me equivoco, será cuestión de segundos. Entonces ella abre sus ojos azules y me mira sin pestañear, con la fijeza de un autómata.
—Cariño, no puedo creer que estés viva. Otra vez a mi lado…
Al momento advierto que su expresión no es la de siempre; tiene algo distinto en la mirada, una especie de nube en el cielo de sus ojos. Antes de que pueda reaccionar, Carmilla se incorpora con un salto circense. Me enseña la boca, oscura. Es un gesto muy parecido al de un perro que está dispuesto a atacar. Debería darme cuenta de ello y retroceder. Entonces se lanza hacia mí. Me muerde en la yugular.
Producto del ataque, caigo al suelo, ruedo en un intento por alejarme, el cuello lleno de sangre. Es imposible detener la hemorragia. La oscuridad se adueña de mis ojos en cuestión de segundos. Al mismo tiempo, percibo cómo algo se cuela dentro de mis venas. Diría que es semejante a la fuerza de una tormenta, a la de la galerna que se abate sobre el mar.
De pronto obtengo una revelación única: ya no soy yo, el conde Legrand. Algo ha poseído mi cuerpo. En el interior de mi estómago, despierta una sensación hasta ahora desconocida, extraña. Es un hambre infinita, el ardor del mismo infierno.
Dos días antes.
6:00 p. m. Transatlántico Provence. Primera clase, camarote 221B.
La hora de la cena está próxima. Es difícil de explicar cómo, pero lo cierto es que Arsene Lupenz sabe que han enviado un radiotelegrama al transatlántico. En él se advierte de su presencia a bordo. Hasta se lo describe por completo. El radiotelegrama reza así: «Arsene Lupenz, a bordo de su navío: primera clase. Cabellos rubios. Herido en antebrazo derecho. Viaja solo…». A favor de él juega el hecho de que se ha cortado la comunicación y no han podido desvelar más información sobre su persona.
La tripulación se muestra nerviosa, yendo de un lado para otro. Con cierto disimulo, observan las caras de los pasajeros en busca de los rasgos que delaten al famoso ladrón.
Como es un tipo muy cabal, Lupenz decide que lo más prudente será salir lo menos posible del camarote. De esa forma quedará a salvo de las miradas de pasajeros y tripulación. Menos mal que en pocas horas desembarcará en el puerto de Lisboa. Allí tiene un asunto entre manos mucho más interesante que andar jugando al gato y al ratón.
Lástima que en esta aventura no le acompañen sus amigos Oscar y Francis. Ellos se han quedado en París resolviendo unos problemas menores. Eso sí, es un alivio no sentir tras los talones al fastidioso inspector Basilio.
Nada más atracar en el puerto de Lisboa, Lupenz aguarda a que todo el pasaje desembarque para luego hacerlo él. Escondido bajo un sombrero y unas gafas de sol que le tapan casi todo el rostro, es más difícil que lo puedan identificar, máxime al haberse librado del vendaje. Solo porta un pequeño maletín. Dentro viaja el material necesario para el asunto que lo ha guiado hasta Lisboa.
Tras abandonar las instalaciones portuarias, se dirige a un concesionario de coches. Necesita un vehículo. De entre toda la documentación falsa de que dispone para sus trabajos, elige la que está a nombre de un tal Nathaniel Hawthorne. Todo marcha como la seda, ningún problema. Se da el lujo de alquilar un Lamborghini Diablo de color negro. Una gozada de coche, capaz de alcanzar los 200 km/h en tan solo unos segundos.
El viaje hasta Sintra no es demasiado largo, en unos veinte minutos llegará a su destino. Allí le espera Sherrinford, uno de los empleados del palacio del conde Legrand, que se encuentra en su día de asueto. Es su contacto en la ciudad. Él le facilitará un plano del sitio y los horarios de los criados.
Cuando están frente a frente, Lupenz se sorprende de la estatura de Sherrinford. Le supera en una cabeza. Tan bajo y con ese bigotito le recuerda a alguien, pero no sabe decir a quien. Más allá de su aspecto, lo importante es que es un tipo de fiar. Le informa de que el conde estará ausente unos días, que se ha ido a reposar a un balneario para cambiar de aires. Por lo que parece, el señor se encuentra muy afectado por el fallecimiento de su esposa.
Patrizia ha desembarcado también del Provence, el mismo barco en el que viajaba Lupenz. El ladrón no ha reparado en ella durante todo el viaje porque iba disfrazada de ancianita adorable. Ha seguido a Lupenz hasta el concesionario. Mientras él elegía un coche, ella se ha deshecho del disfraz de vieja en el retrete de un bar cercano. Cuando sale del local, Lupenz ya ha escogido vehículo. Solamente le resta el papeleo. Después de que el ladrón se marche, Patrizia se apresura a alquilar otro en el mismo concesionario; eso sí, un vehículo más discreto, un Alfa Romeo con unos cuantos añitos a sus espaldas.
Manteniendo una distancia prudencial, sigue a Lupenz hasta Sintra. A la entrada de la ciudad, junto a una mercería, Lupenz se encuentra con un tipo bajo. Luce un bigotito, que a Patrizia curiosamente le recuerda a Chaplin. Únicamente le faltan el bombín y el bastón para ser idéntico al actor.
Desde el interior del Alfa Romeo, observa cómo el tipo le entrega unos papeles a Lupenz, que este guarda dentro de su coche. Luego se marcha y deja solo a Lupenz y al Lamborghini Diablo.
Con el mapa en su poder, ahora Arsene Lupenz tiene una misión más prosaica: buscar un sitio donde pasar la noche en la misma Sintra. De esta manera, al día siguiente, a la caída de la tarde, podrá acceder al palacio del conde Legrand con intención de buscar el tesoro. Según los datos facilitados por Sherrinford, está escondido en el cementerio del palacio. Elige el primer hotel decente que encuentra con habitaciones libres. Se llama Monte da Lua, está situado a cinco minutos a pie del centro.
Transcurrida la noche, la primera claridad de la mañana lo sorprende. Se ha olvidado de correr las cortinas. Tiene que cerrar los ojos porque el sol penetra a raudales a través de la ventana.
Desciende al bar-restaurante, se toma un café, no le apetece nada más. Abona la cuenta del hotel. Por último, saca el coche del parking. Hoy tiene mucho trabajo, de modo que no ha de perder tiempo en tonterías.
Por su parte, Patrizia ha pasado la noche en el mismo hotel que Lupenz, solo que dos plantas más abajo. Se ha levantado muy temprano, antes de amanecer, y ha desayunado en la terraza de un bar que hay justo enfrente, al cruzar la calle. No podía permitirse el contratiempo de cruzarse con el ladrón. Con un periódico entre sus manos, disimula mientras espera. Casi una hora más tarde, observa cómo el Lamborghini Diablo de Lupenz aparece por la rampa de salida del parking.
Patrizia sigue sus pasos. El ladrón dedica casi toda la mañana a hacer recados. Juraría que, en la ferretería en la que ha entrado, Lupenz ha comprado dos palas y un puñado de bolsas para escombros.
Cuando la tarde agoniza y el sol se oculta tras la línea del horizonte, Arsene Lupenz se dirige al palacio del conde Legrand. Aparca el vehículo junto a la furgoneta de Sherrinford, su contacto en el palacio. Del maletero recoge las palas y el maletín.
A través de la verja de entrada, observa que el palacio está desierto. Tal como le informó Sherrinford ayer, el servicio tiene el día libre. Solamente quedan él, Sherrinford, que hace las veces de vigilante, y su mujer.
El ladrón toca el interfono. Nada más descolgar, escupe la contraseña. La verja se abre al momento. Avanza por el sendero que lo conduce al palacio. En la puerta de entrada le espera Sherrinford. Sin pérdida de tiempo, este lo guía hasta las habitaciones de los criados. En una de ellas aguarda su esposa, Clarisa. Lupenz deposita el material encima de la cama y deja el maletín en el suelo.
—Lo más seguro será esperar a medianoche —apunta el hombre chaplinesco.
—Estoy de acuerdo —asiente Lupenz.
—Mientras tanto, Clarisa nos preparará algo para cenar.
Después de apurar unos espaguetis salsa boloñesa y de hablar largo y tendido acerca de las particiones del botín, deciden ponerse manos a la obra. Sherrinford manda a Clarisa al exterior del palacio. Ha de aguardar dentro de la furgoneta. En el maletero, el matrimonio deposita las maletas, atestadas de ropa. A partir de esta noche, empieza una nueva vida para ellos. Abandonarán Lisboa y Portugal con el oro desenterrado.
Cuando Lupenz y Sherrinford pisan el cementerio, que se encoge en la parte trasera del palacio del conde Legrand, la oscuridad es absoluta. Nada, ni estrellas, ni luna. Solo el brillo de los ojos y el cono de luz de la linterna. Sherrinford sabe exactamente dónde se encuentra la tumba, así que precede a su compañero de fechorías.
Por supuesto, desconocen un detalle, nada baladí: a una distancia prudencial, Patrizia los sigue, vigila sus movimientos con atención. No quiere perderlos de vista. De una u otra manera, el oro tiene que ser para ella.
De repente, algo detiene a unos y paraliza a otra. Son unas luces extrañas; los sorprende, más que nada, porque allí no debían de estar más que los muertos encerrados en sus sepulcros. Es una comitiva que se dirige a una tumba.
Cuando Sherrinford cae en la cuenta, informa a su compañero de fechorías acerca de la identidad del inesperado visitante del cementerio. Por lo visto es el conde Legrand, acompañado de un séquito de criados. Nada más llegar a los pies de la tumba, los criados la abren e izan el ataúd que contiene. Sin abandonar su posición de observadores, Sherrinford explica a Lupenz que es el de la condesa Carmilla.
Justo en el instante en que el conde abre un extraño libro negro, las campanas de la iglesia anuncian las doce de la noche. Nada lo detendrá, ni siquiera esta malhadada coincidencia. Se apresta a leer en voz alta un pasaje de ese libro.
El conde y los criados permanecen a la expectativa, como si esperasen que ocurriera algo digno de observación. No obstante, a simple vista nada ha cambiado tras la lectura del misterioso libro. Los minutos se suceden mientras el conde y los criados, Lupenz y Sherrinford, y Patrizia, cada uno por su cuenta, aguardan novedades. El viento silba entre las lápidas.
De pronto, algo asusta a los presentes: es similar a un gruñido. Aunque, bien pensado, es un sonido indefinible, mezcla entre el desagüe de una cañería y una manada de perros rabiosos. Pero lo peor está aún por suceder. Hace un momento todo había parecido que se ralentizaba. Y ahora todo se desencadena a la velocidad de lo inevitable: las lápidas de las tumbas comienzan a moverse. Los criados huyen tan pronto como se precipitan los hechos, dejando completamente solo al conde.
Cada uno desde su posición, Lupenz, Sherrinford y Patrizia observan cómo el conde se acerca al ataúd de la difunta y cómo pronuncia su nombre en un tono de suplica.
Lo que, sin embargo, ninguno de los tres puede prever es que la muerta se vaya a incorporar merced a un salto circense. Y que a continuación muestre al conde la profundidad de su boca, oscura como la misma noche, en un gesto similar al de un perro dispuesto a atacar.
Antes de que medie otra advertencia, la resucitada se lanza contra el conde. Le muerde en la yugular. Producto del ataque, Legrand cae al suelo y rueda en un desesperado intento por alejarse de la agresora. El cuello se entinta de sangre. Cuando el conde queda tendido en el suelo, sin vida, la condesa se aleja en la dirección en la que han huido los criados.
Arsene Lupenz y Sherrinford deciden que, al menos de momento, lo más prudente será alejarse. Nunca han visto un ataque de esa índole, una ferocidad igual. Por si fuera poco, en cuestión de segundos del interior de las tumbas escapan lamentos, demasiado débiles aún, suficientes eso sí para ponerles la piel de gallina. Sin embargo, algo les hace regresar al cabo de un rato: el ansia por encontrar el tesoro puede más que cualquier otro temor. Han de confiar en la eficacia de sus armas: Lupenz lleva a la cintura una Beretta, por si acaso; por su parte, Sherrinford va armado con una Glock. Y eso sin contar las dos palas.
Patrizia vigila, a un mismo tiempo, las tumbas y al dúo de ladrones. Ya ha desenfundado la Smith & Wesson que la ha acompañado en tantas aventuras. No se fía de lo que pueda pasar de ahí en adelante. Como quiera que ha identificado el libro en cuestión y que ha creído reconocer el texto elegido como invocación, se teme lo peor. De alguna manera, le recuerda a una cosa que le sucedió en Egipto. Pero si Lupenz y su lacayo siguen adelante, ella también; no es ninguna cobarde.
El ladrón y el criado se han detenido junto a una parcela de apenas treinta metros cuadrados. Esta se halla separada del resto de sepulcros por medio de una verja de hierro que la rodea. Sherrinford indica que el oro está a buen recaudo dentro de la única tumba que ocupa la parcela. Señalada con una lápida en que se lee «Desconhecido». La tradición familiar de los Legrand afirma que contiene los restos del primero de los condes. No hay duda, es esa la que buscan.
Mano a mano, comienzan a cavar a la vez. Han de darse prisa porque el lamento que se escapa de dentro de los sepulcros de la otra parte del cementerio no ha dejado de crecer. Cada vez es más acuciante salir de allí.
Por fortuna, en cuestión de minutos las palas tropiezan con la madera del ataúd. Del maletín, Lupenz extrae una palanqueta que utiliza para abrir el féretro. Después de varios intentos lo consigue. De pronto está abierto. Dentro reposa el cofre con el oro. Lupenz y Sherrinford se miran fijamente, cada uno envenenado por su propio recelo hacia el otro. Como un acto reflejo, ambos desenfundan sus armas con la celeridad propia de una película del Oeste.
Cuando la tensión está a punto de estallar, Patrizia hace su aparición. Se sitúa frente al ladrón y su compinche sin dejar de apuntarlos. Sí, son dos contra uno, pero ahora no va a achantarse.
Algo sucede que la beneficia en parte a ella. La frágil alianza entre Arsene Lupenz y Sherrinford se hace añicos. El ladrón se aparta del criado paso a paso. Ahora los tres forman un círculo imaginario: Lupenz, Sherrinford y Patrizia, delimitados por la verja que les separa del resto del camposanto, y teniendo como centro del mismo el ataúd desconhecido.
Antes de que se accionen los gatillos, una algarada detiene a los duelistas. Se escuchan pisadas y el alboroto levantado por varias decenas de cadáveres que han despertado de su inmortal sueño. Patrizia, que se percata de que la verja ha quedado abierta, se apresura a cerrarla con pestillo. Esa fiereza, esos ojos. Son rodeados en apenas un minuto por casi cincuenta resucitados, que gruñen como bestias. Si se fijan un poco, los duelistas encontrarán en las filas de los muertos al mismísimo conde y a la mayoría de los criados que lo acompañaban en el momento de la invocación a Carmilla.
Los tres acaban encerrados en la parcela, salvaguardados por la verja de hierro, pero completamente rodeados por esa masa de cuerpos que solo sabe gruñir y adelantar los brazos entre los barrotes. Patrizia toma la palabra. Su voz sobresalta a los otros dos.
—Yo he visto esto antes, o algo parecido, en Egipto. El libro que leyó el conde no es otro que el Libro Negro de Ra. Y el pasaje que recitó, una letanía para revivir a los difuntos.
—Imposible —responde Lupenz.
—Pero así es —afirma Patrizia.
—Si, como dices, son cadáveres resucitados, ¿qué podemos hacer para escapar? Debe haber alguna manera —interviene Sherrinford.
—La hay, claro que la hay. Tenemos que conseguir el Libro Negro de Ra y leer otro de sus pasajes, uno que acaba con su segunda vida y los aboca a la doble muerte.
—Y ¿quién va a ir a por el libro? —dice Lupenz.
—Iré yo misma.
Lupenz observa a Patrizia, entre impresionado y algo asustado; por una parte no quiere que vaya porque, aunque nunca se lo ha dicho, se siente atraído por ella, pero, por otra, tampoco quiere intentarlo él. Es tan solo un ladrón. Si tuviese las agallas de aquel famoso detective londinense, que se enfrentó hace muchos años a su propio abuelo, se ofrecería para ir a por el libro. Nunca nada asustó al de Baker Street, ni siquiera el sabueso de Baskerville. Pero él es Lupenz III, descendiente de Arsenio Lupenz, caballero ladrón, y no un héroe digno de ser novelado.
Patrizia se prepara para salir del recinto vallado. Por supuesto, antes de salir de allí, tiene la precaución de camuflar su olor cubriéndose por completo de barro. Enfundada la pistola, elige una de las palas como arma ejemplarizante con que atacar al primer muerto que se le acerque.
Lupenz y Sherrinford se acercan a un lateral de la valla para concitar la atención de los muertos y, de este modo, darle una posibilidad a Patrizia para que abra la cancela y busque el libro. Gritan, golpean los barrotes, todo con tal de distraer a los resucitados. El ladrón hasta se atreve a finiquitar a varios cadáveres andantes disparándoles en medio de los ojos. Como era de esperar, los cuerpos se agolpan mayoritariamente contra el lateral, frente al ladrón y al criado, sin importarles la puntería del primero.
Es ese momento el que Patrizia aprovecha para abandonar la seguridad de la verja. A oscuras, y a gatas, se dirige en línea recta hacia la tumba de la condesa. Recuerda que no está demasiado lejos.
El libro ha quedado olvidado junto al féretro de la condesa Carmilla. Abandona la pala en el suelo y desenfunda la Smith & Wesson. Aunque allí no queda nadie, hay sangre por todas partes. Cuando extiende el brazo para recoger el libro, un gruñido la obliga a volverse. Allí está la condesa Carmilla. Su aspecto es horrible: la boca llena de sangre y la ropa manchada de tierra. Se le acerca con las manos alzadas, en una postura que le recuerda al monstruo de Frankenstein encarnado por Boris Karloff. Alza la pistola, apunta al entrecejo. Un disparo y todo habrá acabado.
Cuando tiene a la condesa tan cerca que el olor a muerte se hace insoportable, aprieta el gatillo. Por fortuna ha dado en el blanco. No sabe si habría tenido una nueva oportunidad. Ha demostrado una puntería similar a aquella de la que hace gala Clint Eastwood en sus películas.
Solventado el contratiempo, busca entre las páginas la letanía con que invocar la doble muerte. Ahí está. Ojalá su conocimiento del idioma egipcio le permita una pronunciación lo suficientemente correcta como para que resulte efectiva. La lee en voz alta.
El silencio se desploma sobre el cementerio. De pronto, todo parece haber acabado. Antes de reunirse con los otros, Patrizia se acerca a su coche y lo conduce por el camino de grava del cementerio para dejarlo lo más cerca posible de la cancela que rodea la tumba del desconhecido. Lupenz y Sherrinford ya pueden abandonar el recinto porque los muertos vivientes descansan en paz tras la doble muerte. Sin embargo, no piensan hacerlo; todavía han de resolver una cuestión: ¿quién se queda con el oro?
Dado que, para proteger a la intrépida aventurera, Arsene Lupenz ha vaciado el cargador de su Beretta, Patrizia le hace entrega de seis balas. A ella le gusta jugar limpio. No va a enfrentarse a él obviando semejante desventaja.
—Gracias.
Otra vez se vuelve a repetir la escena de antes de la resurrección de los cadáveres: Lupenz, Sherrinford y Patrizia forman un círculo imaginario dentro de la verja. En el centro aguarda el ataúd. Las miradas viajan del centro del círculo a las manos de cada oponente. Patrizia observa a sus rivales y los reta:
—Todos queremos el oro, pero antes tendremos que ganárnoslo.
Los ojos vuelven a converger en el ataúd y, por ende, en el cofre que se halla en su interior. Porque su oro cambiará la vida de quien lo gane.
Los tres abren el compás de sus piernas. Las armas enfundadas. Las manos dispuestas a saltar sobre ellas. Las miradas permanecen alertas, nadie se fía de nadie. En contraposición con el estruendo anterior, ahora el único sonido que perturba la espera es el ritmo implacable de sus respiraciones. El corazón de cada contendiente resuena bajo su pecho igual que un tambor. Parece una banda sonora de cine.
La atención se centra en las armas, listas para disparar en cualquier momento. Después viaja hacia los ojos de cada uno. Al más mínimo pestañeo no dudarán en desenfundar y disparar. ¿Quién lo hará primero? Hay que saber elegir el primer blanco. ¿Será mejor abrir fuego contra Lupenz o contra el criado?, piensa Patrizia.
El movimiento de las manos es imperceptible, como si para el duelo tuviesen todo el tiempo del mundo. Lupenz suda. Sherrinford tiembla. Patrizia pestañea.
¡Ahora! Los tres disparan a la vez. Patrizia ha disparado contra Sherrinford, que ha caído al suelo perdiendo su arma. En un desesperado intento, el criado trata de recuperarla. Pero, antes de que pueda tocarla, Patrizia lo remata. Este tiro le atraviesa el corazón.
Lupenz aprieta el gatillo. El estallido altera el silencio de la noche, pero no hace blanco en Patrizia, que se aproxima riendo. No teme a las balas. Está a punto de lanzarle la Beretta a la cara cuando ella le dedica media sonrisa y dice:
—El mundo se divide en dos categorías: los que tienen la pistola cargada con balas de verdad y los que la tienen con balas de fogueo. Las tuyas son de fogueo. Así que coge el cofre y llévalo hasta mi coche, que está aparcado ahí detrás. —En ningún momento dejar de apuntarlo con su arma.
Lupenz obedece y carga con el cofre hasta el Alfa Romeo; lo coloca dentro del maletero. Patrizia abre el cofre para extraer un buen puñado de monedas oro. A continuación se las tira al suelo, como quien da de mala gana una limosna. Después cierra el cofre y el maletero.
—¿A dónde crees que vas, Patrizia?
Pero la aventurera hace oídos sordos. Se sube a su Alfa Romeo, le dedica un beso tras el cristal subido de la ventanilla y arranca. Lupenz se queda solo, contemplando las luces rojas traseras del coche. No puede ser. Nunca le han birlado un trabajo como ese delante de sus narices.
De modo que, enfermo de rabia, Arsene Lupenz grita a pleno pulmón:
—¡Patriziaaaaa! ¿Sabes de quién eres hija? Eres una hija de…