¿Qué haces
comiéndote a la lisiada?
DARÍO VILAS
—Abuelito, dime tú
si el abeto a mí me puede hablar.
Abuelito, dime tú
por qué la luna ya se va.
Dime, ¿por qué hasta aquí subí?
Dime, ¿por qué yo soy tan feliz?
Abuelito…
¿Abuelito?
¿Por qué me haces esto, abuelito?
—Calla, pequeña, no te asustes.
Nunca nos volverán a separar.
—¡¿Qué haces comiéndote a la lisiada?! —bramó la señorita Rottenmeier, irrumpiendo en la vetusta salita de costura en la que apenas media hora antes había dejado a las niñas haciendo sus tareas de labor, como cada tarde.
La criatura Heidi alzó la cabeza, mostrando su rostro cubierto por la sangre espesa de la joven Clara, a la vez que sorbía una vena, como si de un larguísimo espagueti azul se tratara, arrancada de la pierna de la que estaba dando buena cuenta. En su rictus no se adivinaba ni un leve vestigio de asombro; si acaso, algo de hastío por haber sido interrumpida durante su merienda.
Por su parte, Clara se mostró enseguida visiblemente avergonzada. Había sido educada en el recato y las buenas maneras, así que retiró la mano de la entrepierna y estiró la mantilla que reposaba en su regazo. Trataba de ocultar sus piernas a medio roer y su sexo al descubierto, puesto que ella había decidido cobrarse el favor que le hacía a su amiga con un acto placentero impropio de una señorita de sus refinados modales.
—Pero, señorita Rottenmeier, Heidi nomás tenía hambre, y mis piernas de nada sirven ya. No siento dolor alguno en ellas… —trató de excusarla la chica.
—¡Tú, maldita aldeana, comiéndote a mi niña! Te dije que ni la tocaras, ¡y lo hiciste! Pero te va a pesar. ¡Te va a pesar!
Saciada como estaba, tras varias semanas de abstinencia de carne fresca (el único alimento que de verdad la satisfacía), la criatura Heidi era incapaz de reaccionar ante la retahíla amenazadora de la estirada institutriz. Tampoco Clara parecía en condiciones de hacerle frente, ya que su rostro ganaba lividez a medida que perdía sangre por los muñones de sus piernas. Así que la mujer fue avanzando pasito a pasito hacia ellas, a la vez que el señor Sebastian, el estirado mayordomo, hacía su aparición en escena, alertado por los gritos histéricos de Rottenmeier.
—Te voy a dar una paliza —anunció de pronto la institutriz, con un tono taimado que de una vez logró prevenir a Heidi de la amenaza a la que se enfrentaba, ya que a la contundencia de sus palabras se añadía una mirada furibunda que las enfatizaba y era presagio de un ataque inmediato.
—¿Qué sucede aquí? —quiso saber el despistado Sebastian, que se afanaba en recomponer su pardo tupé para mal disimular su incipiente calvicie, más preocupado por el hecho de que el señor Sesseman, el amo, acabara por despertarse de su siesta y lo sorprendiera con aquel aspecto inapropiado para un hombre de su porte.
La perezosa pregunta de Sebastian no consiguió desviar ni un ápice la atención de Rottenmeier, que al fin se abalanzó sobre Heidi, convertida ella misma en el animal furioso del que siempre se quejaba que era la niña alpina. Pero esta, más por inercia que por su aletargado instinto de superviviente, se dejó caer a un lado, soltando un sonoro eructo al impactar su estómago hinchado contra el suelo y dejando en el ambiente de la estancia, ya de por sí cargado, el hedor de la carne amojamada y a medio deglutir de Clara.
La institutriz, errando el blanco, fue a impactar contra el lateral de la silla de ruedas de su adorada pupila, que cayó de costado con fuerte estrépito, perdiendo de inmediato el conocimiento.
—¡Te atreviste, sucia pueblerina del demonio! —exclamaba Rottenmeier, retomando su cansino rosario—. ¡Mira lo que me obligaste a hacer, asqueroso súcubo, demonio de las montañas!
Los delicados anteojos de la mujer habían salido despedidos de su cara, así que en su furia cegata agarró la cabeza de la desvaída Clara y comenzó a golpearla repetidas veces contra el suelo, antes de darse cuenta al fin de que Heidi trataba de escapar medio a rastras hacia Sebastian, buscando la protección del afable y amanerado mayordomo.
Mas este, siendo consciente ya de que la situación devenía en irremediable tragedia, en lugar de asistir a las pequeñas, salió corriendo al pasillo a reclamar auxilio, exhibiendo por vez primera una afeminada voz de tiple.
—¡Socorro! ¡Esta mujer está loca, la ha poseído el demonio! —gritaba hacia fuera de plano.
Mucho más ágil que la niña rediviva, Rottenmeier consiguió reponerse con inusitada celeridad y volvió a atacar. De un salto grácil, cayó con todo su peso sobre la espalda de la pequeña, haciendo crujir su espina dorsal. Pero apenas nada era capaz de sentir la otrora dulce Heidi, ni dolor ni júbilo, desde que el Viejo de los Alpes la devolviera a la vida meses antes por medio de sus intrincados ritos ancestrales. Por eso, los arañazos que la mujer le asestaba en la cara no provocaban reacción alguna en la niña, que solo pudo zafarse cuando por fin acudió en su ayuda el (a ojos del enamorado Sebastian) varonil señor Sesseman.
El fornido hombre corrió a detener la furia de Rottenmeier amarrándola por la espalda, pero ni siquiera sus musculosos brazos consiguieron contener del todo a la desbocada bestia que la había poseído, aunque fue suficiente su intervención para lograr que la niña ganara tiempo y pudiera escurrirse a gatas hasta debajo de la mesa camilla que gobernaba la estancia.
Mientras tanto, Sebastian solo estaba preocupado por regalarse la vista con el alarde de masculinidad de su jefe, y se atusaba sus largas y espesas patillas con zalamería mientras le hacía ojitos y algún que otro gesto obsceno. Esto despistó al señor Sesseman, que por un instante aflojó su presa lo suficiente como para que la señorita Rottenmeier se zafara y corriese hasta la misma mesita bajo la que se ocultaba Heidi, de donde agarró con sus huesudos dedos su regla de medir tallada en madera, aquella que utilizaba más como instrumento para infligir castigos que como utensilio para la enseñanza.
—Ahora se van a acordar de quién soy yo. Son ustedes tan culpables de esto como esa pequeña zorra de los Alpes —acusó la mujer, blandiendo la regla como si de una espada justiciera se tratase.
En medio de aquel caos, nadie había reparado en que Tinette, la joven ama de llaves, observaba la escena desde la jamba, sin intervenir.
—Y usted haga algo —reclamó Sesseman cuando al fin se fijó en que su empleada estaba siendo testigo de todo.
—¿Yo lo qué? —respondió ella estúpidamente, sin moverse del sitio, resguardada bajo el estéril amparo que ofrecía el marco de la puerta.
Tal era el asombro de la muchacha, que ni siquiera recordaba que en realidad había acudido a anunciar la llegada de Pedro, el buen amigo de Heidi, el cual, acompañado de su inseparable Niebla, acababa de llegar desde la montaña tras un largo viaje en tren para entregar un paquete que el Viejo de los Alpes enviaba a su nieta y que desprendía un desagradable olor dulzón.
Esta distracción inesperada dio a Rottenmeier la oportunidad perfecta para iniciar su contraataque y, con un movimiento felino (y en parte ciertamente sinuoso), se plantó delante de Sebastian. La hoja de madera fue un destello fugaz que rasgó el aire sobrecargado del cuarto, emitiendo un silbido reptil y asestando un corte al cuello del amante clandestino del señor de la casa.
—¡¿Qué hace usted, mujer del demonio?! —exclamó Sesseman al borde del llanto, acudiendo a socorrer al mayordomo con la celeridad y presteza que le había faltado para con su propia hija, que yacía inerte y olvidada por todos. Bueno, por todos salvo por la pequeña criatura Heidi, que, oculta debajo de la mesa camilla, tenía un ángulo perfecto desde el que observaba con gula las piernas mordisqueadas de su inválida amiga.
Pero, entonces, los aletargados sentidos de la niña zombi percibieron una voz y un olor que todavía podían reconocer.
Pedro entró a la carrera en la habitación seguido de su fiel perro Niebla, que mostraba su enorme colección de dientes macilentos de San Bernardo alimentado a base de oveja viva (desde que diera cuenta del último vecino de la montaña).
—¡Peeeeeeedrooooooo! —gruñó la criatura Heidi, volcando en su emoción la mesa camilla y corriendo a abrazar a su añorado amigo, que por su parte ya calibraba la situación sobre la marcha para tomar una rápida decisión.
Para eso le pagaba el Viejo de los Alpes.
El resto de los allí presentes estaban boquiabiertos, incapaces de reponerse del impacto causado por la irrupción de aquel gigantesco perro, que ellos consideraban una bestia que bien podía haber escapado del mismísimo infierno con su barrilete de sangre fresca atado al cuello.
De forma instintiva, acuciados por el pavor, Sebastian y Sesseman se habían ido escurriendo juntos hasta el suelo y ahora aparecían abrazados, dispuestos a correr juntos la suerte que el destino les deparase.
La señorita Rottenmeier, lejos de amedrentarse, se aferraba a su larga regla de madera como si de un santo grial se tratase, preparada para afrontar su defensa.
Por su parte, el ama de llaves estaba a punto de huir cuando Pedro la interceptó y, de un fuerte tirón, la arrastró por el brazo al interior de la sala y cerró la puerta tras ellos.
—De aquí no sale ni Dios —sentenció con firmeza el muchacho, quitándose la boina y atusándose el pelo, mientras la criatura Heidi y Niebla se relamían ante la inminencia de lo que adivinaban que sería un gran festín.
—Cuando queráis, puercos aldeanos —respondió enérgica la señorita Rottenmeier, enarbolando ante sí la larga regla de madera.
A última hora de la tarde, la estación de tren lucía un aspecto fantasmal, con los raíles ocultos bajo una espesa calima que parecía compuesta por delicadas hebras del más fino algodón. El paraje tenía algo de dulce y tétrico al mismo tiempo.
Las oscuras siluetas de Pedro, Heidi y Niebla aguardaban con paciencia en el andén la llegada del tren.
Cuando, al fin, un diligente empleado de la estación anunció su inmediata llegada, Pedro agarró del brazo a Heidi para que lo siguiera, mientras con su mano libre arrastraba la enorme maleta que contenía los restos de la joven Clara.
Apenas un par de horas antes, tras acabar con todos los adultos en la salita de costura, habían comprobado que la chica había fallecido, probablemente justo después de la agresión de la institutriz.
Heidi, en un inédito alarde de compasión, le había pedido a Pedro que no la dejaran allí, ya que podrían conseguir plegarla para que cupiera en una de las maletas de viaje del señor Sesseman, aunque para ello hubieran de romperle varios huesos. Le había dicho que no importaba porque ella misma tenía varias piezas quebradas desde su resurrección y continuaba en pie a pesar de todo. Se le había ocurrido además que la ayuda del doctor Klassen, el viejo médico de la familia, podría servirles para llevar a cabo tan ardua tarea, aunque no la prestase de buena gana y al terminar corriera la misma suerte que el resto de los empleados de la casa.
—Por favor, Pedro, el abuelo puede traerla de vuelta —había regurgitado como súplica la niña zombi.
Y Pedro no había podido negarle nada a su buena amiga, aunque solo fuera por todas aquellas ocasiones en las que ella le había ayudado a desollar las ovejas vivas para dar de comer a Niebla.
—Sí, el Viejo sabrá lo que hay que hacer. Él siempre lo sabe —había aceptado el muchacho.