II

Octubre de 1923

Mi vida, más que la vida de cualquiera que haya conocido, ha transcurrido en medio de la soledad y la errancia. Por qué o cómo llegó a ocurrir es algo que nunca he. sabido. Pero así son las cosas. Desde los quince años, excepto por un breve intervalo, he vivido una vida tan solitaria como sólo la puede tener el hombre moderno. Con esto quiero decir que el número de horas, días, meses y años, el tiempo real que he pasado solo, ha sido extraordinariamente inmenso.

Y este hecho resulta tanto más asombroso en la medida en que yo jamás busqué la soledad ni me aislé de los demás ni busqué fabricarme una torre de marfil lejos de la furia y el ruido de este mundo. Amaba la vida con tanto ímpetu que me volví loco por la sed, por el hambre que tenía de vivirla; un hambre tan literal, cruel y física que quise devorar la tierra y a toda la gente que vivía en ella.

En la universidad me paseaba por la gran biblioteca hasta altas horas de la noche, sacando libros de las mil estanterías y leyéndolos todos como un poseso. La sola idea de esas vastas montañas de libros me volvía loco; cuanto más leía, menos parecía saber; cuantos más libros leía, mayor me parecía el número, cada vez más inconmensurable, de libros que nunca llegaría a leer. En un periodo de diez años leí al menos veinte mil volúmenes (he rebajado deliberadamente la cifra) y recorrí al vuelo las páginas de una cantidad muchas veces superior. Si esto parece inverosímil, lo lamento, pero fue así. A la larga, toda esta terrible orgía de libros no me reportó ningún confort, ni paz, ni sabiduría para la mente o el corazón. Al contrario, mi furia y desesperación aumentaron, alimentándose de sí mismas; mi hambre aumentó sin tregua y su alimento sólo la hizo crecer y crecer.

Y lo mismo ocurrió con todo lo que hacía.

Pues esta furia que me llevó a leer tantos libros no tenía nada que ver con la educación, nada que ver con los honores académicos, nada que ver con el aprendizaje formal. Yo no era, en absoluto, un hombre de la academia y no quería serlo. Sencillamente, quería saberlo todo, y me volví loco cuando descubrí que no podría conseguirlo. En medio de un rapto furioso de lectura en la gigantesca biblioteca, la idea de las calles y de la gran ciudad me atravesó el cuerpo como una espada. Me pareció entonces que cada segundo que pasara entre aquellos libros sería un desperdicio, que en ese mismo momento algo que no tenía precio, algo irrecuperable estaba sucediendo en la calle, y que si lograba llegar a tiempo para verlo, de algún modo obtendría el conocimiento que buscaba: la fuente, el pozo, el manantial del que procedían todos los hombres y las palabras, todas las acciones y todos los planes de este mundo.

Y me echaba a las calles para buscarlo. Tomaba el tren subterráneo a Boston, donde pasaba horas vagando sin rumbo fijo por cien calles, escudriñando los rostros de un millón de personas, intentando atrapar un instante, una imagen concluyente de todo lo que hacían, decían y eran; de aquel millón de destinos. Merodeaba por las calles salvajes hasta que los huesos, el cerebro y la sangre no lo soportaban más, hasta que cada nervio de mi vida y de mi espíritu quedaba estrujado, vibraba exhausto, y mi corazón se hundía con el peso de la angustia y la desolación.

Y, aun así, una furiosa esperanza, una fe inquebrantable y anómala ardía en mi interior todo el tiempo. Dibujaba enormes diagramas y planes y proyectos de todo cuanto me había propuesto hacer en la vida: un programa de trabajo y de vida que habría agotado las energías de mil hombres juntos. Me levantaba por la noche para garabatear delirantes catálogos de lo que había visto y hecho: el número de libros que había leído, el numero de millas que había recorrido, el número de personas que había conocido, el número de comidas que había tomado, el número de ciudades y estados a los que había viajado.

Y, en ocasiones, sonreía ufano delante de estas estupendas listas, como un avaro que se regodea con su tesoro; aunque casi de inmediato gruñía con amargura y angustia y me daba de cabeza contra la pared al recordar la apabullante cantidad de cosas que todavía no había visto o hecho o sabido. Entonces empezaba otra lista con el enorme catálogo de todos los libros que aún no había leído, la comida que aún no había probado, los estados y ciudades que aún no había visitado. Luego trazaba planes y programas a través de los cuales conseguiría hacer todas aquellas cosas, calculaba los años que me llevaría y cuán viejo sería cuando hubiera terminado. Una poderosa ola de esperanza y felicidad surgía en mi interior, pues la tarea me parecía fácil y no tenía duda alguna de que conseguiría llevarla a cabo.

Nunca me pregunté de qué viviría mientras tanto, dónde obtendría el dinero para semejante aventura, mucho menos qué haría para cumplir mi sueño. Si bien no carecía de habilidad en ciertos aspectos, lo cierto es que no era más que un niño cuando se trataba de estas cosas; el hecho de que para explorar y devorar el mundo, como planeaba hacer, se necesitara la fortuna de un millonario no significaba nada para mí. Cuando pensaba en ello me parecía que no tenía importancia alguna. Me limitaba a desdeñar la idea con impaciencia o con la convicción de que algún viejo pariente moriría y me dejaría una herencia; que cualquier día, caminando por Fenway, encontraría una bolsa con cientos de miles de dólares y que la recompensa me bastaría para poner el plan en marcha; o que una joven viuda, hermosa y rica, de buen corazón, noble, amante y voluptuosa, con el pelo color zanahoria, unas cuantas pecas en el rostro, nariz respingona, ojos verdes y cierto aire travieso (aunque no por ello menos leal y cariñosa), con un empaste de oro macizo entre sus sólidos y diminutos dientes, se enamoraría de mí, se casaría conmigo y me sería fiel para siempre mientras yo me dedicaría a leer, a comer, a beber y a devorar el mundo a mi paso; o, finalmente, que cada cierto tiempo escribiría un libro o una obra de teatro de gran éxito que me proporcionaría quince o veinte mil dólares de golpe.

Así que me pasaba el tiempo salmodiando ante cualquiera, a veces loco de angustia, de cansancio y de perplejidad; a veces lleno de júbilo y exultante: cada vez que tenía la convicción de que las cosas ocurrirían como yo lo había deseado. Más tarde, por la noche, me acostaba a escuchar el vasto sonido y el silencio de la tierra y del continente, y entonces me parecía que todo se extendía ante mis ojos como un mapa, con sus ríos, planicies y montañas y mil ciudades dormidas; tenía la impresión de que podía verlo todo al mismo tiempo.

Luego pensaba en el Estado de Kansas, en el Estado de Wyoming, de Colorado o en algún otro lugar donde nunca hubiera estado, y entonces ya no podía dormir y daba vueltas en la cama y rasgaba las sábanas, y al final me levantaba y caminaba por el cuarto, fumando. Sentía un intolerable deseo de marcharme a visitar aquellos lugares, deseo de escuchar las voces de la gente, de bajarme del tren y pisar otra tierra, y me parecía que si llegaba a hacerlo, aunque fuera sólo durante cinco minutos, me sentiría satisfecho. Me obsesionaba la idea de que en aquellos lugares la tierra se sintiera de un modo desconocido para mí, que allí tuviera una calidad y una textura propias, una especie de cualidad elástica que permitiera a nuestros pies propulsarse sobre ella... y también una sensación de profundidad y solidez que aquí en el Este no tenía. Y sentía que no podría volver a descansar en paz hasta que no pisara esa tierra y pudiera examinarla.

Entretanto, los grandes antagonismos entre la fijeza y el cambio perpetuo, entre la errancia eterna y el regreso, entre el cansancio intolerable y la sed insaciable, la certeza y la paz y la ausencia de deseo y el tormento perenne del alma, habían empezado a desencadenar su guerra dentro de mí, de modo que muy rara vez pensaba en volver a casa. Por el contrario, como un hombre cautivo en una especie de tierra encantada que no sabe que los años pasan mientras su vida se consume entre sueños, la gigantesca planta del tiempo, el deseo y la memoria floreció y se alimentó con su tumor canceroso a través de todos los tejidos de mi vida, hasta que la tierra de la que vengo y la vida que había vivido hasta entonces me parecieron algo tan remoto y perdido como la ciudad sumergida de la Atlántida.

Un buen día, sin embargo, me desperté y pensé en mi casa. Un cerrojo se desatascó en mi memoria y la puerta se abrió. De repente, como si el telón de magia negra se hubiera corrido, pude ver la tierra en la que había crecido y toda la gente que había conocido bajo una brillante luz inmortal. Y, al instante, un intolerable deseo de ver todas esas cosas de nuevo me quemó por dentro. Me dije: «¡Debo volver a casa!». Todos los hombres que han vagado sobre la faz de la tierra dicen estas palabras en algún momento.

Tres años habían pasado como un sueño. Durante ese tiempo mi padre había muerto. Ese año, en octubre, volví a casa por última vez.

Octubre había regresado. Aquel año lo hizo pronto y con heladas: la escarcha se adelantó y el verde profundo de las laderas de la montaña se quemó hasta adquirir tonos ocres, espesos y relucientes, que pintaban el aire de nitidez, melancolía y deleite. A menudo, el tiempo era cálido durante el día, con una luz ancestral y ensoñadora; una calidez que se volvía dorada por las tardes, cuando aparecía una bruma cargada de polen. Pero por encima de todo aquello flotaba el aliento premonitorio de la escarcha, un regocijo para todos los que regresaban a casa y para todos los que se habían ido y nunca volverían.

Mi padre estaba muerto y ahora me parecía que nunca había logrado encontrarlo. Mi padre estaba muerto y, sin embargo, lo seguía buscando por todas partes: no podía creer que estuviera muerto, estaba seguro de que lo encontraría.

Era octubre, y aquel año, después de otros tantos años de ausencia y errancia, había regresado a casa.

No podía hacerme a la idea de que mi padre hubiera muerto, pero había vuelto a casa en octubre y todo cuanto había conocido allí me resultaba extraño como un sueño. Y, no obstante, las cosas aparecían bajo una luz brillante e inmortal: el pueblo, las calles, las mágicas colinas y las caras simplonas y protuberantes de la gente que había conocido. Era como si hubiera vuelto a las orillas de esta grandiosa tierra armado con un corazón de fuego, con un grito de dolor y éxtasis, con el recuerdo de lo intolerable perdurando en mí, con la congoja por toda aquella vida gloriosa y exultante que de ahora en adelante sólo podría visitar como se visita a un fantasma vacío, algo que ya nunca podría tocar, asir. Ni sentir como propia su calidez palpable, su sustancia.

Había vuelto a casa y no podía creer que mi padre estuviera muerto: a veces creía escuchar en la calle la llamada de su portentosa voz y pensaba que lo vería caminar hacia mí por la plaza, con su desgarbado paso de trotamundos, o que me toparía con él cada vez que doblara una esquina, o que lo vería correr hasta casa con la lengua fuera y toda su descomunal provisión de comida y carne; llevándonos a todos la seguridad inmortal de su fuerza, su poder y su pasión; llevándonos a todos una vez más el mensaje atronador de su fuego, que hacía tambalear hasta el tubo de la fogosa chimenea con su formidable estruendo; dándonos una vez más el exultante placer de saber que los buenos días, los mágicos días, los tiempos dorados de nuestras vidas volverían de nuevo, y que este mundo fantasmal y de ensueño donde me hallaba daría paso de inmediato a toda la gloria de la tierra sólo si mi padre volvía para revivirlo, para hacemos vivir una vez más.

Por tanto, no podía hacerme a la idea de que él estuviera muerto. Y por las noches, en casa de mi madre, me recostaba en mi cama en medio de la oscuridad y escuchaba el viento que hacía chasquear las hojas secas sobre el pavimento vacío y, a través del viento, el remoto ladrido de un perro, mientras sentía el tiempo oscuro, el tiempo extraño, secreto y oscuro, fluyendo a mi alrededor, y recordaba mi vida, la casa familiar y el millón de extraños y secretos rostros del tiempo, pensando, sintiendo, pensando: «Octubre ha vuelto, ha vuelto una vez más... He vuelto a casa una vez más y mi padre está muerto... y ése era el tiempo... el tiempo... el tiempo... ¿Adonde iré ahora? ¿Qué debo hacer? Pues octubre ha vuelto una vez más, pero algo de la riqueza de la vida tal como la conocíamos se ha desvanecido y estamos perdidos».

Por la noche, la tormenta hacía estremecer la casa, la vieja casa, la casa de mi madre, donde siempre recordaba la muerte de mi hermano Grover. Las viejas puertas aleteaban y gemían en la oscuridad, la oscuridad ahogaba la casa, la oscuridad nos llenaba, llenaba la casa por las noches, se movía entre nosotros, sutil y secreta, palpable, llena de mil presencias secretas que venían de los tiempos de congoja, de la memoria, girando a mi alrededor mientras yacía bajo el cuarto de mi hermano en medio de la oscuridad, mientras la tormenta hacía estremecer la casa y algo gemía y chasqueaba bajo el estruendo del viento.

El viento nocturno nos azotaba con sus hombros fornidos. La oscuridad se movía en la casa como algo silencioso, palpable, un espíritu que respiraba en la casa de mi madre, un demonio y un amigo que me hablaba con su silenciosa e intolerable profecía de la fuga, del secreto y de la tormenta, moviéndose a mi alrededor constantemente, merodeando por los bordes de mi vida, siempre a mi lado, dentro de mí, susurrando: «Niño, niño, ven conmigo, ven conmigo a ver la tumba de tu hermano esta noche. Ven conmigo a los lugares donde yacen los más jóvenes, sus cuerpos enterrados bajo la tierra desde hace tanto tiempo... Ven conmigo al lugar donde caminan y vuelven a moverse, ven esta noche y verás el rostro de tu hermano nuevamente y escucharás su voz y verás otra vez cómo marchan a tu encuentro desde sus tumbas (la procesión de los jóvenes que han muerto como murió tu hermano, en octubre) y te entregan sus mensajes de fuga y de triunfo, y verás a la todopoderosa oscuridad decirte que las cosas volverán a ser como antes».

Y yo me quedaba allí echado, pensando: «Octubre ha vuelto, ha vuelto de nuevo», sintiendo la oscuridad a mi alrededor, incapaz de creer que mi padre pudiera estar muerto y pensando: «Los tiempos extraños de soledad han vuelto de nuevo... he vuelto a casa de nuevo... he vuelto a casa de nuevo... ¿Y él no volverá a estar con nosotros como solía hacerlo?», sintiendo la oscuridad arrastrándose a mi alrededor, pensando: «No es la misma oscuridad que conocí en la infancia, pero ¿acaso no he sentido antes una oscuridad parecida arrastrándose en torno a mí? ¿No he oído antes cómo ladraban los perros en la oscuridad de octubre? ¿Acaso los aullidos no llegaban remotos y entrecortados por el viento? ¿No he escuchado antes el ruido nocturno que hacen las hojas secas en la calle y el impetuoso y formidable empuje del viento y las ramas rígidas que se rompen entre el aullido demencial y lejano de ese mismo viento... ? ¿No había también antes algo que gemía junto al viento por la noche... ? ¿Y no pensaba entonces, como pienso ahora, en todos los hombres que se han marchado para no volver nunca jamás y los amigos y hermanos que yacen enterrados, bajo tierra?...». Y lloraba: «Oh, ¿acaso no es verdad que octubre ha vuelto de nuevo como siempre, como siempre vuelve octubre?». Y escuchaba los ruidos y silencios de la gran oscuridad, que merodeaba suavemente por la casa de mi madre en plena noche. La escuchaba pensando, sintiendo: «Y ahora octubre ha vuelto de nuevo, algo que en esta tierra no sucede igual que en otras tierras. El mes dorado, el mes de los frutos maduros, ha vuelto de nuevo y en Virginia las nueces caen de los árboles. La escarcha afina el intermezzo entre las estaciones y todas las cosas vivientes de la tierra vuelven a casa de nuevo».

El país es tan grande que no se puede decir que haya un solo octubre.

En Maine, la escarcha llega recia y veloz como una lluvia de clavos; durante algo más de una semana los bosques, todas las hojas verdes y sanas, parecen arder: los arces se vuelven de un rojo resplandeciente y otras hojas se ponen amarillas como una luz fulgurante y caen a tus pies mientras caminas entre los árboles, caen a tus pies como pequeños fragmentos solares, de modo que no se puede distinguir el brillo de la luz del sol del propio brillo de las hojas.

La estación se expande por toda la nación y los tupidos bosques de las colinas del sur arden y luego se apagan, y los niños de Ohio dicen, cuando les llega ese aroma como de humo de leña: «Apuesto a que hay un bosque ardiendo en Michigan».

Y el hombre que ama las montañas sale a cazar en Carolina del Norte y se queda hasta muy tarde acompañado por sus tristes sabuesos de orejas caídas, y una muesca de luna surge sobre la abrupta cima de las montañas. (¿Qué le dicen sus amigos cuando se queda en el bosque hasta tan tarde? Con toda su bronca inocencia, entre carcajadas, le dicen: «Amigo, tu vieja esposa te va a castigar si no regresas a casa ya». Como en una vieja canción le dicen: «¡Oh, vuelve, vuelve ya!».)

Octubre es el mes más rico de todos: es el tiempo de la cosecha en algunas tierras, los graneros se llenan, las cestas están cargadas hasta el borde con su abundancia y en la prensa de la sidra manan los fluidos marrones de la manzana York Imperial. La abeja se llena la barriga con las uvas amarillas; la mosca envejece y se pone gorda y azul, zumba con fuerza, camina lentamente y se arrastra con dificultad hasta su muerte en el alféizar; en el cielo, el sol cae como una nube de sangre y polen sobre los prolijos campos de bronce. El viejo octubre.

El maíz estalla y surge prominente en macizas filas amarillas, listo ya para los graneros rojos de Pensilvania y los grandes y manchados dientes de los caballos. Cascos indolentes castigan inesperadamente los portones, el establo rebosa de heno y de dulce cuero, de madera y manzanas.

Esto es todo, además del seco y limpio rumiar de esos caballos: el sudor, el trabajo y la cosecha han terminado.

Las peras tardías se endulzan en un estante luminoso; los jamones ahumados cuelgan de las cornisas combadas de los establos; las despensas están llenas con cientos de tarros de fruta. Entretanto, las hojas arden en Maine, el castaño se desgrana sobre la tierra con cada racha de viento y en Virginia las nueces caen sin parar.

Los hombres barren las hojas en el patio mientras los niños andan por ahí con sus tirantes y el humo pone su aroma alrededor. Las hojas de los robles, grandes y marrones, se acumulan sin cesar en los jardines y cunetas: amortiguan bien las rodillas de los niños que juegan en la calle. El fuego chasqueará y azuzará como un fuste, el humo agrio y penetrante irritará los ojos; en los campos cosechados, como un ejército de langostas, las pequeñas víboras de fuego lo devorarán todo, dejando a su paso un tosco y negro borde de rastrojo chamuscado.

El fuego entierra una espina de recuerdos en el corazón.

La hierba escarchada, afilada como un bosque de pequeños cuchillos de hielo, se derrite al mediodía: el verano ha terminado pero el sol calienta de nuevo y hay días de oro y carmín sobre la tierra. El verano ha muerto, la tierra espera, el suspense y el éxtasis roen los corazones de los hombres. El sol arde con tonos sangrientos a medida que se pone, hay destellos colorados en los cubos maltrechos, el gran establo adquiere la antigua luz mientras el chico vuelve a casa con la leche tibia y espumeante. Enormes sombras se alargan en el campo, la vieja luz roja muere rápidamente y los ladridos crepusculares de los sabuesos suena remoto y lleno de escarcha: suenan los astutos silbidos dirigidos a los perros de la escarcha y el silencio. Eso es todo. El viento se enrosca y traquetea entre las viejas hojas marrones, y las del gran roble no dejan de caer a lo largo de la noche.

Los trenes cruzan el continente en medio de un torbellino de polvo y ruido, las hojas cubren los rieles al paso de la locomotora: los grandes trenes se abren camino a lo largo de barrancos y desfiladeros; pasan atronadores sobre los puentes, por encima del oscuro y poderoso rumor de los portentosos ríos; trepan por las colinas, bordean la hojarasca marrón de los campos esquilmados; pasan como una exhalación por las estaciones vacías de los pequeños poblados, y su ritmo frenético palpita regularmente por toda la nación.

Campos y colinas, pendientes y barrancos y abismos, montañas y planicies y ríos, territorio salvaje de árboles talados; un matorral de maleza tupida, retorcida y oscura; una meseta, un desierto y una plantación; un fabuloso paisaje sin amabilidades acotado por cercas; una inmensidad de pliegues y circunvoluciones que no puede memorizarse, que nunca se puede olvidar, que nunca ha sido descrita. Exhausta después de la cosecha, potente gracias a cada fruto, a cada mineral, la inconmensurable riqueza del mundo se torna parda con el otoño. Flagrante y desbocada, y al mismo tiempo extática y perenne: así es la tierra americana en octubre.

Y los poderosos vientos barren y aúllan por toda la tierra: rugen a lo lejos entre grandes árboles. Y los chicos se agitan extasiados en sus camas, pensando en demonios y en descomunales remolinos de ese viento. Y toda la noche se escucha la nítida e inclemente lluvia de bellotas y castañas, que no dejan de caer en medio del silencio viviente y los remotos y escarchados ladridos de los perros, en medio de la torpe y menuda agitación de plumas en los corrales encalados, mientras resplandece la voluminosa y baja luna de otoño, ora enredada entre las ramas desnudas de los pinos, ora en el linde absorto que forman las copas en la cima, a veces dejándose caer con su luz fantasmal y lechosa sobre las ondulaciones del terreno, sobre la pelusa llena de rocío de las calabazas, a veces más blanca, más pequeña y más brillante, pero elevándose siempre sobre la colina de la iglesia, elevándose también sobre un millón de calles, sobre la tierra inmersa en rocío y silencio.

En medio de esas noches, el repique de las campanas heladas brotaba de su cáscara en el aire absorto y la gente lo escuchaba desde sus camas. La gente no hablaba ni hacía aspavientos, el silencio roía la oscuridad como una rata, la gente susurraba en su corazón: «El verano vino y se fue, vino y se fue, ¿y ahora...?».

No dirán nada más, no tendrán nada más que decir: sólo recordarán a los que llevan tanto tiempo muertos; recordarán los rostros olvidados, los rostros perdidos; y pensarán (con el ruido de fondo de los grandes barcos en el río, de sus silbatos) en aquello que no se puede expresar con palabras.

La oscuridad era lo único que se movía a mi alrededor mientras yacía en la cama, pensando y sintiendo la oscuridad, sintiendo y pensando en la oscuridad. Sólo una puerta chirriaba suavemente en algún lugar de la casa.

Pensaba: «Octubre es la estación del regreso, el tiempo de anhelar todo lo perdido, incluso los amores perdidos. Las bocas de los jóvenes están secas y amargas a causa del deseo: sus corazones, nuestros corazones, fueron heridos con las espinas de la primavera; con las espinas de abril, cruel y florido».

Pensaba: «La primavera no tiene lenguaje, sólo un grito. Aun así, más cruel que abril es la serpiente del tiempo».

Octubre es la temporada del regreso: hasta el pueblo parece renacer. La corriente de la vida está en todo su esplendor nuevamente, regresan los atuendos a la moda y los negocios fáciles, y los cuerpos de los pobres quedan a salvo del calor y de la extenuación. La miseria y el terrible bochorno del verano caen en el olvido, como caen en el olvido el recuerdo de los tejados calientes y las paredes húmedas, el infierno del sudor y del esfuerzo, la preocupación sin esperanza, el limbo de caras grasientas y pálidas. Ahora, la felicidad y la esperanza renacen de nuevo en los corazones de millones de hombres; la gente respira de nuevo el aire con apetito, los movimientos están llenos de vida y energía.

Aunque la marca del sufrimiento veraniego aún se puede leer en sus pieles, pues hay algo famélico y pasivo en sus ojos cansados, vemos en cada mirada un poco de esperanza, casi infantil por repleta de expectativas.

Todas las cosas en la tierra se dirigen a casa en octubre: los marineros al mar, los viajeros a sus trenes, los cazadores al campo y a la hondonada, el amante al amor abandonado: todas las cosas vivientes sobre la faz de la tierra regresan, regresan.

Padre, ¿no deberías regresar tú también? ¿Dónde estás, ahora que todas las cosas sobre la faz de la tierra regresan una vez más? Pues ¿no han estado antes aquí todas estas cosas? ¿Acaso no las hemos visto antes? ¿No las hemos escuchado, conocido? Padre, por las noches, en la oscuridad, he oído el paso atronador del tren expreso. Por las noches, en la oscuridad, he escuchado el aullido del viento entre los grandes árboles y la nítida lluvia de bellotas. He oído los pasos de la lluvia en el tejado, el borboteo y las gárgaras en los desagües. He escuchado el silencio melancólico del río; el de la goteante arcilla excavada; el agua que ruge al pasar por el molino... toda esa agua que se une y que acaba en el mar. Todo eso ya lo conocía del pasado. ¿No volverás tú también?

«Todo eso» ha ocurrido en la faz de la tierra y durará para siempre. Pero tú no estás.

Nuestras vidas están arruinadas y deshechas en la noche, nuestras vidas son socavadas por el agua del río, se las lleva la corriente hasta el mar, hacia lo oscuro, y nos perderemos para siempre si no vienes otra vez a darnos la vida.

Ven, padre, en la vigilia de la noche.

Así, pensando, sintiendo, hablando conmigo mismo y con todo lo perdido (mi hermano, mi padre), pasaba el tiempo en casa de mi madre, pero nada me respondía en la casa salvo el silencio y el movimiento de la oscuridad: la tormenta hacía estremecer el edificio y las grandes ráfagas de viento se abatían sobre mí.

Así supe que mi padre no había de volver, y que la vida que un día conocimos se había roto, la habíamos perdido para siempre. Así supe que cada hombre que ha vivido sobre la faz de la tierra ha buscado y busca a su padre, y supe que incluso cuando el padre ha muerto, su hijo lo busca incansablemente hasta por las calles de la mala vida, con tal de encontrarlo, y supe que el hijo nunca pierde la esperanza y siente que algún día verá de nuevo el rostro de su padre.

Había regresado en octubre y no había puertas, no había puertas por las que pudiera entrar: sabía que no podría volver a sentir aquella vida como propia. Sin embargo, a pesar de la terrible inquietud que me incitaba a marcharme, no había otra puerta o morada a la que acudir. Debía construirme una vida distinta a la que mi padre había trazado para mí o abandonarme yo también a la muerte.

«¡Vete! ¡Vete lejos, muy lejos! ¡Hay nuevas tierras, nuevos días y una ciudad luminosa que te esperan! ¡Hijo, busca nuevamente otras tierras!»

Aquél fue un momento de los tiempos oscuros, aquél fue uno de los rostros oscuros en un extraño tiempo hecho de un millón de rostros oscuros. Y éste que viene es otro.