I
Octubre de 1931
Es maravilloso ver con cuánto entusiasmo algunos hombres y mujeres de bien, personas que nunca han tenido que estar solas en toda su vida, ponderan las bondades de la soledad. Yo hablo con conocimiento de causa. He estado solo buena parte de mi vida, más solo que nadie que yo conozca. También he conocido, durante un corto periodo de mi vida, a algunas de estas personas de bien. Y sus febriles ansias por vivir una vida de soledad me resultan asombrosas. Al atardecer, su chófer los lleva a su bonita casa de campo donde lo esperan anhelantes su esposa y sus hijos. O a sus formidables apartamentos en la ciudad, donde una cariñosa esposa o una encantadora amante los aguarda con una sonrisa tierna, con un cuerpo perfumado, seductor y bien acicalado, con el abrazo del amor. Y todo eso no es más que un puñado de polvo y cenizas frías y un poco de escoria.
En ocasiones, una de esas personas te invita a cenar: tu anfitrión es un caballero rubicundo y agradable de cuarenta y seis años, un poco calvo, saludablemente corpulento, de los que dan la impresión de estar bien alimentados pero carecen por completo de vulgaridad o de lujuria. De hecho, se trata de un millonario incluso atractivo.
Sus rasgos, aunque generosos, están llenos de inteligencia y sensibilidad; sus modales son gentiles, prudentemente contenidos; su sonrisa es un poco triste, ligeramente tocada con un mohín irónico, algo que hace pensar en un hombre que, habiendo pasado por todas las angustias, las esperanzas y la atormentada furia de la juventud, puede ahora saber y sabe lo que ha de esperar de la vida, y cuyos «párpados parecen un tanto cansados», pacientemente resignados, con un aire no demasiado melancólico.
Pero lo cierto es que la vida no se ha cebado con nuestro anfitrión: las evidencias de su interés por las cosas no monetarias y admirables aparecen a su alrededor de manera sutil y dispendiosa.
Vive en un ático cerca del East River: el lugar está amueblado con los detalles de un gusto sobrio pero distinguido. Posee numerosos bustos y figuras firmados por Jacob Epstein, incluyendo un retrato de él mismo que el escultor realizó «hace dos años, cuando estuve en su taller». Tiene también una selecta colección de incunables y primeras ediciones.
Y después de admirar con asombro estos tesoros, os asomáis juntos a la ventana para admirar por un instante la vista del río.
Cae la noche a toda prisa y el cristal helado produce en tus manos un tintineo leve pero muy agradable. La gran ciudad parece arder en toda su amplitud, en su apabullante telón de torres recubiertas de destellos, zurcidos ahora junto al polen diamantino de un millón de luces... y el sol se ha puesto ya detrás de ellas y la vieja luz rojiza del crepúsculo queda pintada sin calor, sin violencia, sobre el río. Y allí están los botes, los remolques, las barcazas que pasan y la perspectiva alada de los puentes con su gracia exultante. De pronto ha caído la noche y hay barcos allí, hay barcos, y una ansiedad animal e intolerable dentro de ti que no consigues calmar.
Cuando vuelves a la habitación te sientes muy lejos de Brooklyn, que es donde vives, y todo lo que la ciudad te hacía sentir cuando eras niño, antes de que pudieras saber nada al respecto, ahora te resulta no sólo posible sino inminente, a punto de ocurrir.
La grandiosa imagen de la ciudad vive en tu corazón con sus colores fantásticos, tal como ocurría cuando tenías doce años y pensabas en ella. Crees que esa felicidad gloriosa que dan la fortuna, la fama y el triunfo será tuya de un momento a otro, que estás a punto de ocupar tu sitio entre los grandes hombres y las mujeres cariñosas, una vida afortunada y feliz como jamás has visto. Todo eso está allí, esperándote de algún modo, al alcance de la mano, al alcance de una palabra, sólo tienes que pronunciarla. Apenas un muro, una puerta, un paso de distancia, sólo te falta saber dónde se encuentra.
Y de algún modo renace en ti la vieja, indomable y muda esperanza de que finalmente hallarás la puerta por la que debes entrar, que este hombre te dirá dónde encontrarla.
Hasta el aire que respiras se llena con la emocionante inminencia de ese golpe de buena fortuna. Una vez más quieres preguntarle qué secreto mágico ha otorgado a su vida tanto poder, autoridad, bienestar; cómo ha conseguido que toda la lucha brutal, el dolor y los horrores de la vida, la rabia, el hambre y la errancia parezcan cosas tan lejanas. Y crees que te lo va a decir, que te revelará su secreto mágico, pero el hombre no te dice nada.
Y al final tu incertidumbre es total, no sabes nada, salvo que la bebida es estupenda y que vas a cenar muy pronto. Entonces, la vieja perplejidad, la vieja confusión del alma que sentías cada vez que pensabas en el misterio del tiempo y en la ciudad vuelven a ti.
Recuerdas cómo la ciudad se alzaba con su resplandor de fábula delante de tus ojos, aquella primera vez en que atravesaste el portal de la inmensa estación y la viste allí; recuerdas cómo, a pesar de haberlo sabido siempre, era algo que hasta entonces te parecía imposible; recuerdas cómo, de manera increíble, la ciudad era real y estaba allí, dispuesta en su leyenda de tiempos encantados, de tal modo que incluso los millones de rostros oscuros y apresurados que pasaban como un enjambre tenían ese mismo aire de leyenda de tiempos encantados: algo así como la Ciudad-Tiempo, y no tu tiempo, algo en lo que habías vivido siempre como un extraño y que era más real que la mañana, más fantasmal que un sueño.
Y por un momento ese viejo misterio inextricable del tiempo y la ciudad regresa para sobrecoger tu espíritu con las horribles sensaciones de la derrota y la asfixia. Ves a este hombre, a su amante y a toda esa otra gente de la ciudad que has conocido bajo la forma de un brillo inmortal, pero sus vidas y su tiempo te resultan más extraños que un sueño, y piensas que estás condenado a caminar entre ellos como un fantasma que no puede asir la sustancia de sus vidas ni apoderarse de su tiempo. Te parece ahora que vives en un mundo de criaturas que han aprendido a vivir sin el cansancio y la agonía del alma, en una vida que nunca puedes palpar, a la que no puedes acercarte y mucho menos asir; una extraña raza urbana que nunca ha vivido en aquella dimensión del tiempo que reconoces como propia (y que se puede medir en minutos, horas, días, años), sino en una dimensión de sensaciones inefables e inmemorables; gente a la que, en un determinado momento de sus vidas, sólo se la puede recordar nueve mil entusiasmos antes, veinte mil noches de borrachera, ocho mil fiestas, cuatro millones de crueldades, nueve mil engaños e infidelidades y doscientas aventuras amorosas atrás. Y cuyas vidas adquieren así una pátina fabulosa y horrible de escándalo, hasta el punto de que parecen no haber conocido jamás la juventud o la inocencia, y que te producen sensación de asfixia, como si estuvieras ahogándote en un océano de horror, en un mar de tiempo insondable, eterno e inmemorial. No hay puerta alguna.
Pero ahora tu anfitrión, con su sonrisa vagamente amarga e irónica, se sirve otra copa de alguna bebida espirituosa o de noble whisky de centeno en un vaso largo con un poco de hielo y se moja los labios con aire meditabundo. Y después de dos o tres sorbos pensativos, con una pizca de melancolía, se lamenta por el arduo destino que la vida ha elegido para él.
Entretanto, la amante se sienta grácilmente en el borde de un asiento mullido y bien tapizado, acariciándose las cejas con sus dedos fríos y delicados. Y mientras su buen sirviente Ponsonby o Kato se encarga silenciosamente de «los preparativos» para la cena, tu anfitrión lanza una mirada taciturna al vacío y con una sonrisa amarga te felicita por la bendita suerte que te ha permitido vivir solo en el barrio armenio de Brooklyn Sur.
Bueno, dices entonces, vivir solo en el sur de Brooklyn tiene sus inconvenientes. El lugar en el que vives tiene la forma de un vagón de tren, sólo que no es tan largo y apenas tiene una ventana en cada extremo; la que da a la calle tiene unos barrotes que la casera puso allí para evitar que los ladrones de ese amable vecindario entraran en el apartamento. En invierno el lugar es frío y oscuro y las paredes gotean un agua viscosa. En verano eres tú el que se encarga de gotear y lo haces sin parar, bastante más que cualquiera. El lugar es un infierno.
Además, y en este punto realmente empiezas a animarte, cuando te levantas por la mañana, el dulce hedor del viejo canal Gowanus se te mete por la nariz, por la boca, en los pulmones, en todo lo que haces o piensas o dices. Es, explicas, una peste descomunal, un hedor sinfónico, un gigantesco órgano monocorde de pasmosa fetidez, astutamente confeccionado, compactado y moldeado a partir de ochenta y siete capas de putrefacción. Y, con un entusiasmo cada vez más evidente, enumeras todas esas capas. Está, dices, el olor de la goma adhesiva derretida y del caucho quemado, impregnado de la fragancia de los gatos muertos en descomposición, el hedor de la col podrida, huevos prehistóricos y tomates pochos. El olor de los harapos quemados y las sobras putrefactas, mezclado con la fragancia del caballo muerto, de la madriguera de una mofeta y los asquerosos efluvios de alcantarilla estancada; también está...
Pero en ese momento tu anfitrión agacha la cabeza y, con un aire de embeleso en el rostro, aspira profundamente, extasiado y satisfecho, como si, en esa gran panoplia de aromas, hubiera encontrado realmente el aliento de la vida misma. Y exclama: «¡Maravilloso! ¡Maravilloso! ¡Sencillamente formidable! ¡Estupendo!», y vuelve a agachar la cabeza antes de lanzar una carcajada exultante.
«Oh, John», dice su dama en ese momento, con una expresión algo turbada en su primoroso rostro, «no creo que un sitio así te pareciera agradable en absoluto. ¡Suena terrible! No quiero oír hablar de estas cosas», dice ella, con un pequeño estremecimiento de rechazo. «¡Me parece sencillamente horrible que dejen a la gente vivir en un lugar así!»
«¡Oh!», dice él, «¡es una maravilla! ¡El poder, la riqueza, la belleza de todo aquello!», dice.
Y, en fin, tú asientes casi sorprendido. El canal posee, claro, poder y riqueza; eso sin duda. Ahora bien, en cuanto a belleza, eso es otro asunto; no estás tan seguro. Pero justo mientras dices esto muchas cosas acuden a tu mente.
Recuerdas un caballo enorme y poderoso, pesado, con greñas sobre los cascos y pintas grises en toda la piel (como siguiendo un patrón pictórico), parado junto a la acera en un brutal día de agosto. Su dueño lo ha desenganchado del carro y el animal está allí, con su gigantesca y paciente cabeza inclinada, presa de una tristeza infinita y muy discreta. Y un niño pequeño de ojos negros, la cara tiznada, parado frente al animal, le ofrece un terrón de azúcar. Entonces, el cochero, un hombre que tiene en la cara todas las cicatrices de la ciudad, se acerca con un cubo de agua y lo arroja en un costado del caballo. Durante un segundo los grandes flancos se agitan agradecidos y liberan vapor; el hombre vuelve a subirse a la acera y empieza a observar al animal con una mirada entusiasta. Y el niño se queda allí, frotando el morro del animal con su mano, hablándole en voz baja.
Luego recuerdas cómo un árbol que crecía sobre el estrecho callejón donde vivías había florecido aquel año y cómo observabas día tras día la llegada del momento de esplendor máximo, su joven y mágico verdor.
Y recuerdas una calle indómita y trasegada junto al malecón, con su desnuda y brutal agitación, su aglomeración de casuchas, patios de vecindad y chabolas, los enormes muelles sucios, su inenarrable fealdad, su belleza. Y recuerdas cómo un día, al atardecer, caminaste por esa calle y viste todos los colores del sol y el puerto que parecía arder, relumbrante y en constante mutación a través de un enjambre de motas, en una iridiscente telaraña de luz y de color que, por un instante, se posó sobre un orgulloso buque blanco.
Y describes para tu anfitrión lo que fue aquello y qué aspecto tenían las cosas esa tarde y cómo se percibían el olor excitante y el sabor del muelle desolado, la luz menguante sobre las viejas y lánguidas casas de ladrillo y la belleza deslumbrante de aquella telaraña de luz y de color en la proa del gran barco. Y, sin embargo, al hablar de todo ello no puedes ni podrás, lo sabes, recobrar el sentimiento de misterio, entusiasmo y profunda pena que experimentaste entonces.
Sí, había belleza de sobra, la suficiente al menos para quemar el corazón, para enredar los sesos y rasgar los tendones de tu vida ya partida en dos, pero, ¿había algo que decir? Recuerdas todas estas cosas y mil otras más, pero cuando quieres contárselas a tu anfitrión eres incapaz de hacerlo.
En lugar de ello, le hablas simplemente del lugar en el que vives: de lo oscuro y caliente que es en verano, de lo húmedo y frío que es en invierno y de lo difícil que es encontrar allí algo bueno para comer. Le hablas de tu casera, que es una curtida ex reportera. Le hablas de lo buena y generosa, de lo franca y lista que es esa mujer, llena de vida y energía, de lo mucho que le gusta beber y de lo mucho que le gusta la compañía de otros bebedores y de lo bien que conoce, como le ocurre tarde o temprano a todo reportero, el lado sórdido y salvaje de la vida.
Le cuentas cómo esa mujer ha estado en compañía de asesinos a punto de ser ejecutados, escuchando sus historias por boca de ellos mismos o de sus madres, cómo ha tenido que trepar clandestinamente a un barco para obtener una historia, cómo se ha colado en funerales y ha perseguido cortejos fúnebres hasta el cementerio y cómo ha pasado por encima de cualquier emoción dolorosa, decente o triste con tal de obtener su noticia. Y aun así continúa siendo una mujer íntegra, una persona inmensamente buena, generosa e incluso lozana que, no obstante, se muestra como una dama ya mayor y en cierto modo puritana hasta la médula.
Le cuentas que hace mucho tiempo la mujer se volvió loca y tuvo que pasar dos años encerrada en un asilo: le cuentas cómo de vez en cuando sufre episodios de esa vieja demencia y cómo una noche en que volvías a casa, hace varios meses, la hallaste echada sobre tu cama y te recibió como si fueras el gran amante de sus sueños, el doctor Eustace McNamee, un nombre, una persona y un amor que se había inventado para su propio placer. Lúego le hablas de su fantástica familia, de sus tres hermanas y de su padre, todos tocados con la misma demencia pero sin su misma energía, sin su poder y su tremenda habilidad; y cómo ella se ha encargado de mantener a toda esa panda desde los dieciocho años.
Le hablas de ese viejo que se hace llamar inventor y que no inventa nada; de cómo un día inventó un sacacorchos con un corcho adherido en la punta y que no servía para sacar corchos, una cerradura que no cerraba y un espejo irrompible que no reflejaba nada. Y le cuentas cómo, sólo un año atrás, ese hombre heredó 120.000 dólares (por primera vez en su vida tenía tanto dinero) y en cuanto tuvo ocasión llevó toda la suma a Wall Street, donde no tardaron en esquilmarlo; mientras tanto, envió a su mujer y a sus hijos de viaje por Europa, hospedados en la suite nupcial de un transatlántico palaciego, y cuando ellos manifestaron su deseo de volver él les envió un cable que decía: «¡Seguid hasta Roma, hijos míos! ¡Seguid! Vuestro padre está ganando millones».
Sí, todo esto y cien cosas más habría podido contarle a mi anfitrión sobre esta familia increíble, loca, fantástica y, pese a ello, tan noble que conocí en un astroso callejón de Brooklyn. Y mil cosas más habría podido contarle sobre la gente que me rodeaba, los armenios, los españoles, los irlandeses del callejón que volvían a casa después del trabajo y encendían la radio hasta que todo el lugar rebosaba con cien disonancias; hombres que llegaban a casa los sábados y se emborrachaban y maltrataban a sus mujeres, la evolución más íntima de sus vidas puestas al desnudo a través de cien ventanas abiertas que soltaban gritos, carcajadas, alaridos y maldiciones.
Habría podido contar cómo discutían, bebían y se mataban; cómo robaban, cómo secuestraban y timaban; cómo se prostituían, cómo asaltaban y asesinaban; todo lo cual, en su opinión, formaba parte de la decencia y la naturalidad de la vida. Y cómo, pese a todo ello, eran capaces de aullar con falsa e indignada modestia, quejándose ante la policía para hacer que enviaran a la comisaría entera cuando el joven sobrino de mi casera se recostaba durante una hora, con sus pantalones cortos, en el pequeño retazo de hierba del patio trasero.
«¡Tenéis a un tipo desnudo allí!», decían con tono de acusación y horror apenas contenido.
Sí, nosotros, señor, nosotros, que tanto apreciamos la ironía, nosotros, el viejo Whittaker el Inventor y la Loca Maude, su hermana mayor, que refunfuñaba cuando se rompía un plato y luego te atiborraba en el desayuno, que regaba pacientemente sus seis metros cuadrados de patio entre abril y agosto hasta que el pasto crecía maravillosamente y entonces dejaba entrar a veinte chiquillos flacos, morenos y medio desnudos que dejaban todo hecho un barrizal en menos de veinte minutos, mientras ella mojaba sus cuerpecillos escuálidos con la manguera; nosotros, ese viejo, sus hijas y su nieto, tres cajeros de banco, un dibujante de tiras cómicas, dos jóvenes que trabajaban para Hearst y yo; nosotros, buen señor, que a veces llevábamos a una chica a nuestras habitaciones, nos emborrachábamos, lloriqueábamos, nos confesábamos nuestras pecaminosas y malgastadas vidas, leíamos a Shakespeare, a Milton, a Whitman, a Donne, la Biblia, además de las columnas deportivas; nosotros, jóvenes, tontos, viejos, locos y perplejos que, pese a todo, nunca habíamos asesinado, asaltado o roto a golpes los dientes de ninguna mujer; nosotros, que, tal como iba el mundo, éramos sencillamente decentes, amables y de buen corazón; nosotros éramos los parias de la plaza Balcony, llamada así porque no tenía balcones ni era una plaza, sino un callejón estrecho con un largo muro de ladrillo y una hilera de casitas endebles construidas a partir de los establos y cocheras de una época anterior algo más próspera.
Sí, éramos sospechosos, enemigos del orden y la moral pública, desvergonzados partícipes de una infamia indecente y obscena, y nuestros vecinos nos miraban con la aprehensión estremecida de sus ojos desconfiados, mientras golpeaban a sus mujeres como los amorosos maridos que eran, se rasgaban el cuello los unos a los otros con orgullo cívico y continuaban con su honesta y dura labor de asesinos, ladrones y salteadores como los ciudadanos respetables que eran.
Y entretanto, en las escaleras de una casa, a unos metros de mi ventana, un hombre era asesinado de un golpe en la cabeza; y una borracha se bajaba de un automóvil a las dos de la madrugada, gritando improperios contra su acompañante para que la escuchara todo el vecindario: «¡Págame, holgazán!», gritaba. «¡Tienes que pagarme ahora mismo! ¡Dame mis tres dólares o iré a buscar a mi marido para que te los saque a golpes! ¡No ha nacido el hijo de perra que me... y se salga con la suya sin pagar! ¡Vamos, págame ahora mismo!», gritaba.
«Compórtate como una dama», decía el hombre en un tono más bajo. «No te pagaré hasta que no empieces a comportarte como una dama. Tienes que actuar como una dama», insistía, con una conmovedora devoción por las reglas de la galantería.
Y la cosa siguió igual hasta que él encendió el motor de su coche y huyó a toda velocidad, con lo cual la mujer se quedó recorriendo la acera de un lado a otro, gritando y sollozando, maldiciendo del peor modo y anunciando la venganza de su marido contra el pretendiente que se había aprovechado de ella. Una perorata que se prolongó sin interrupciones hasta que tres codiciosos matones aprovecharon la ocasión para asaltar a la mujer. Pasaron junto a mi ventana, corriendo, en medio de la noche.
Uno de ellos, algo temeroso, dijo retrocediendo: «¡Vaya, me siento mal! ¡Id vosotros! ¡Necesito una taza de café!». Y los otros dos gruñendo como dos bestias: «¡Venga, venga! ¡Vamos, maldito bastardo amarillo! ¡Si no vienes con nosotros te mataré!». Y juntos fueron los tres, pies veloces correteando ágilmente en la oscuridad.
Los aullidos ebrios y enloquecidos de la mujer llegaron tenues hasta mí desde la esquina, luego cesaron.
A estas alturas tu anfitrión está encantado con la crónica salvaje. De repente, se da una palmada encima de las cejas y grita: «¡Grandioso, grandioso! ¡Qué tipo más afortunado es usted, amigo! ¡Si yo estuviera en su lugar, me sentiría el hombre más feliz de la tierra!».
Miras a tu alrededor y no dices nada.
«¡Ser libre! ¡Ir por ahí y ver estas cosas!», exclama. «¡Vivir entre gente real! ¡Ver la vida tal como es, en toda su crudeza! ¡La vida real y no esto!», dice mientras mira con hartazgo todos esos fantásticos muebles de ensueño a su alrededor. «¡Y lo mejor de todo: estar solo!»
Le preguntas si alguna vez ha estado solo, si sabe lo que es la soledad. Intentas contárselo, pero él afirma que lo sabe todo al respecto. Sonríe vaga, irónicamente y desdeña tu relato y a ti mismo con la experimentada tolerancia con que los sabios tratan a la juventud: «¡Lo sé, lo sé!», resuella. «Pero todos, al fin y al cabo, estamos solos, amigo, la auténtica soledad para la mayoría de nosotros se encuentra aquí», dice y se da un toquecito a la izquierda del tercer botón de la camisa, donde, supone, tiene el corazón.«¡En cambio, usted es libre, joven y de pies ligeros, con todo un mundo por explorar! ¡Usted tiene una vida envidiable! ¿Qué más puede pedir un hombre?»
En fin, ¿qué se puede decir ante algo así? Por un instante, la sangre te palpita en las sienes, una respuesta agresiva se insinúa, aguda y cruel, en la punta de tu lengua y sientes que podrías contarle a ese hombre unas cuantas cosas. Podrías contarle, y con ello dejar de ser amable y delicado, que hay una infinidad, una maldita infinidad de cosas que un hombre puede pedir: buena comida y maravillosa compañía, comodidad, bienestar, seguridad, una mujer amorosa como la que está sentada a su lado ahora mismo, el final de la soledad. Pero ¿qué se puede decir ante algo así?
Pues, a fin de cuentas, tú eres lo que eres, sabes lo que sabes y no hay palabras para describir la soledad, la negra, cruel y dolorosa soledad que roe las raíces del silencio por las noches. Que yace junto a nosotros en la oscuridad mientras el río sigue su curso, nos colma con su desaforada canción secreta y con la inconmensurable desolación del cielo gris, y permanece con nosotros para siempre, callada, hasta que ya no podemos separarla de nuestra sangre ni arrancarla de nuestro espíritu o desenredarla de nuestro seso. Su sabor es amargo, cortante y agrio en los bordes de la boca y se queda con nosotros, en nosotros, a nuestro alrededor todo el tiempo; es nuestra cárcel, nuestro esclavo y nuestro amo, todo en uno, y ya no podemos distinguir su rostro oscuro del nuestro; es alguien a quien hemos combatido, amado, odiado y finalmente aceptado, alguien a quien debemos, en definitiva, tolerar hasta la muerte.
Así que, ¿se puede decir algo? Hemos tenido vida de sobra; poder, grandeza, felicidad de sobra, y también ha habido demasiada belleza. Dios sabe que ha habido miseria y suciedad y sufrimiento y locura y desesperación a más no poder; asesinatos y crueldad y odio a raudales, y soledad de sobra para llenarte las entrañas con la sustancia del horror, para endurecerte los labios con su fuerte y acre sabor a desolación.
Y, claro, ha habido tiempo de sobra, incluso en Brooklyn hay tiempo de sobra, un tiempo extraño, tiempo secreto y oscuro de sobra, demasiado tiempo oscuro hecho de un millón de rostros, siguiendo su curso como un río que pasa junto a ti durante el día, por las noches, fluyendo a tu alrededor como una corriente, adueñándose de tu vida, de todas las vidas y todas las ciudades de la tierra, hundiendo bajo su curso la tierra entera, y con ella el millón de oscuros y secretos momentos que componen tu vida, carcomiendo los costados de los barcos, inundando las dos orillas de tu alma, produciendo espuma sobre la costra acumulada por los viejos muelles en la oscuridad, deslizándose como el tiempo y el silencio por los insondables precipicios de la ciudad, asediando la ínsula rocosa de nuestras vidas con sus aguas turbulentas, río alimentado con los sedimentos de la tierra, oscurecido por nuestros pecados y cargado de nuestros desperdicios, abundante, apestoso, bello e interminable como la vida, como todo lo vivo; el río, el oscuro e inmortal río, colmado de un tiempo extraño y trágico, aguas vivientes que fluyen en nosotros, por nosotros, en nosotros, hasta el mar. Oh, ha habido tiempo de sobra, tiempo de rostros oscuros de sobra, incluso en los sótanos de Brooklyn ha habido tiempo de sobra, pero cuando intentas decírselo a tu anfitrión, no puedes. Al fin y al cabo, ¿qué se puede decir al respecto?
Y es que de repente recuerdas cómo cae la trágica luz de la tarde sobre la enorme y maltrecha jungla conocida como Brooklyn, cómo cae sobre los rostros de todos los hombres con los ojos muertos y la piel gris, sebosa, y cómo incluso en Brooklyn la gente se asoma a las ventanas de poniente bajo esa triste y silenciosa luz. Y recuerdas cómo te recostaste una tarde en el sofá de tu lúgubre habitación de Brooklyn para escuchar los sonidos del día que moría y el canto agónico de los pájaros en el árbol; y recuerdas haber oído cómo se abrían dos ventanas, y dos voces, las de un hombre y una mujer, empezaban a hablar bajo aquella suave y trágica luz. Y como si se tratara del estribillo pegadizo de una vieja canción, el recuerdo de esas palabras una vez escuchadas y olvidadas en Brooklyn acude a tu memoria:
«Has estado de viaje, ¿no?», dice una voz.
«Sí, he estado de viaje. Acabo de regresar», responde la otra.
«¿De verdad? Eso creía», dice la primera. «Me pregunté: ¿estará de viaje?»
«Sí, me fui de vacaciones. Acabo de volver.»
«¿De verdad? Eso creía. Justo el otro día pensaba que llevaba un buen tiempo sin verte y entonces me dije: se habrá ido de viaje.»
Y, entonces, durante unos segundos, se forma el silencio a pesar del canto del pájaro, de las voces en la calle, que se vuelven ruidos tenues, gritos y frases entrecortadas, algo sutil y oculto en la tarde, algo lejano e inmenso, sólo un murmullo en el aire.
«¿Y qué hay de nuevo?», continúa la voz entre la calma de la trágica y suave luz. «¿Ha ocurrido algo nuevo desde que me fui?»
«Bah, nada de nada», responde la otra. «Lo mismo de siempre, ya sabes», dice conteniéndose a duras penas (las insinuaciones brotando entre el dolor acumulado por las dos lenguas yermas).
«Sí, lo sé», contesta la otra voz con tranquila resignación.
Luego se hace el silencio nuevamente en Brooklyn.
«Creo que el Padre Grogan murió mientras estabas fuera», empieza una de las voces.
«No me digas», replica la otra con sereno interés.
«Hum.»
Y durante un instante de espera vuelve el silencio.
«Vaya, qué pena, ¿no?», dice la voz tranquila con inquieto remordimiento.
«Sí. Murió el sábado. El viernes por la noche, cuando volvía a casa, estaba perfectamente.»
«No me digas.»
«Hum.»
Y por un instante ambas voces hacen equilibrio en un silencio cada vez más pesado.
«Menuda desgracia, ¿no?»
«Hum. Lo encontraron tirado en el suelo», dice.
Y una vez más las dos voces se balancean en el silencio.
«Menuda desgracia... Supongo que yo no estaba cuando todo eso ocurrió.»
«Hum. Seguro que no estabas.»
«Sí, eso es, supongo. Aún estaba de viaje. De otro modo me habría enterado. Pero no estaba, claro.»
«En fin, hasta pronto, chico... Nos vemos.»
«Sí, nos vemos.»
Una ventana se cierra. Y otra vez el silencio, la tarde y los sonidos remotos y las voces entrecortadas de Brooklyn; Brooklyn en la informe, incalculable y corrosiva brutalidad de la vida.
Y recuerdas cómo la vieja luz roja se apaga rápidamente en el ladrillo rojo de las viejas casas y hay voces en el aire y música que viene de no se sabe dónde.
Y recuerdas cómo nos quedamos allí tumbados, átomos ciegos en la oscuridad de nuestros pequeños cuartos, grises y mudos átomos en medio de la hormigueante desolación de la tierra.
Y recuerdas cómo nuestra fama se desvanece, nuestros nombres caen en el olvido, despojados de nuestros poderes como tierra saqueada mientras nos quedamos allí tumbados...
¡Por Dios, nos estamos muriendo todos en la oscuridad!... Y has estado de viaje, seguro...
Has estado de viaje...
Aquél fue un momento de los tiempos oscuros, aquél fue uno de los rostros oscuros en un extraño tiempo hecho de un millón de rostros oscuros. Y éste que viene es otro.