CAPÍTULO VIII
El Canciller Igantti Oxmen sólo vio la luz a través de la pantalla gigante ubicada en el Centro de Recepción Intergaláctico.
Al principio no supo de qué se trataba.
Luego, a medida que el potente resplandor se fue acercando a la Tierra, una terrible, sospecha le hizo estremecer.
Permaneció en pie, con los ojos clavados en la enorme pantalla.
Poco a poco, el resplandor lo fue cubriendo todo, impidiendo toda visibilidad.
Entonces el Canciller comprendió. Su rostro adquirió una expresión desencajada y se dejó caer en su asiento.
Lo que tanto había temido se acababa de convertir en realidad ante sus ojos.
El decimocuarto hijo del Señor de la Luz regresaba a la Tierra para hacerse con el poder central..
«Es el fin», pensó Igantti Oxmen sin dejar de mirar a la pantalla.
Pero no pensaba entregarse. No pensaba renunciar al poder mientras tuviese bajo sus órdenes al poderoso y temido ejército galáctico.
Poniéndose nuevamente de pie, apretó un botón que había sobre el tablero de control.
Entonces dijo:
—A todas las unidades del ejército galáctico. Les habla el Canciller Igantti Oxmen. Se trata de una emergencia. Todas las unidades deben atacar a una nave resplandeciente que se acerca a la Tierra a gran velocidad.
Dejándose caer nuevamente en el asiento, Igantti Oxmen se dispuso a presenciar la batalla desde el propio centro receptor.
* * *
Desde el interior de la cabina de la nave Hiorj vio venir al enemigo.
Las distintas unidades de combate del ejército galáctico avanzaban en semicírculo hacia ellos.
—¡Necios! —exclamó Thorvald—. Deberían saber que nada pueden frente a tu enorme poder.
Hiorj no se inmutó.
Su rostro, iluminado por un haz de luz blanquísima, permanecía inalterable.
Tenía la vista fija en los cristales de la cabina a través de los cuales veía avanzar a las naves de combate.
De pronto, la luz que rodeaba la nave se hizo más y más intensa y un potente resplandor lo cubrió todo.
Una a una, las distintas unidades del ejército galáctico fueron absorbidas por el resplandor, desintegrándose tras el contacto.
Convirtiéndose en nada.
Hiorj ni siquiera pestañeó.
Veía a las naves enemigas entrar en el círculo de luz y desaparecer luego ante sus ojos.
* * *
Ignatti Oxmen desconectó la pantalla receptora. Gruesas gotas de sudor surcaban su rostro.
Había visto demasiado.
Todo el ejército, el poderoso e invencible ejército galáctico, destrozado por aquel haz luminoso que se acercaba a la Tierra.
Sabía lo que eso significaba.
Su hora había llegado.
Con la cabeza hundida entre los hombros, Ignatti Oxmen salió del Centro de Recepción Intergaláctica.
La luz, una luz potente y enceguecedora, lo envolvía todo.
Ignatti Oxmen intentó correr.
Sabía que de nada serviría. Sabía que no tenía escapatoria. Pero su instinto, aquel viejo instinto que sólo los humanos conservaban, le impulsaba a correr.
Pero el Canciller estaba en lo cierto. Para él no había posibilidad de salvación.
El resplandor era cada vez más intenso, más intensamente blanco.
Ignatti Oxmen sintió su garganta seca y ni un sonido escapó de su garganta.
Dio aún unos pasos más y sintió como un estallido en el interior de su cabeza.
No pudo sentir nada más.
Su cuerpo, envuelto en una esfera roja como el fuego, se fue consumiendo, derritiendo por el intenso calor, hasta convertirse en cenizas.
Entonces el resplandor se hizo más tenue y la luz, que todo lo envolvía, se apagó.
En ese preciso instante, una nave descendió suavemente frente a la sede del Consejo Galáctico.
Seguido por Thorvald, el joven Hiorj descendió de la nave y entró en la sede del Congreso.
La piedra asteroidea que llevaba colgada al cuello continuaba emitiendo un brillo incandescente.
Hiorj no tuvo que decir una palabra.
Los senadores y demás integrantes del Consejo le vieron y huyeron precipitadamente.
Thorvald hizo ademán de detenerles.
—Déjalos —dijo Hiorj—. Ya nada pueden hacer.
Thorvald comprendió las palabras de su antiguo discípulo. Ya no había poder en todo el Universo capaz de enfrentársele.
—Quiero que vayas a Belconda —agregó Hiorj— y traigas a mi padre. Con su ayuda espero poder implantar desde aquí una democracia universal.
Thorvald sonrió y se dispuso a obedecer.
La Molécula Infernal ya no existía y nada impediría que los deseos de Hiorj se convirtiesen en realidad.
FIN