CAPÍTULO VII

¿Qué había ocurrido?

Hiorj, cuya única esperanza durante todo el largo trayecto había sido visitar la Tierra, pisar los lugares que antes habían pisado los legendarios héroes de las épocas anteriores a la historia, se encontró de pronto envuelto en la maremagna de voces y gritos, se encontró mirando las caras, el tumulto que vociferaba y declamaba en la pantalla gigante.

Sintió, mientras veía todo aquello, que cambiaba.

Que algo en él poco a poco se modificaba.

Sus células, sus neuronas, sus tejidos, su sangre, sus músculos, su piel se transformaban.

Y su cerebro.

Poco a poco, en un tiempo fuera del tiempo, fue comprendiendo que recibía y asimilaba conceptos, ideas, visiones, sabiduría.

Sin asombro se dio cuenta de golpe, que lo sabía todo, hacia atrás y hacia adelante.

Vio la imagen de la cara de su padre, el que siempre había creído su padre y que ahora sabía que no lo era.

Vio un sol que estallaba; un mundo que al calor del sol que reventaba se derretía.

Vio cosas sin nombre.

Vio ríos sin tiempo y sin materia.

Vio cosas que nunca antes se habían dicho y que nunca después se dirían.

Vio y supo. Sintió, más que saberlo, quién era y se adelantó.

Sus sentidos humanos (que los conservaba) vieron en el gran cristal de la proa de la nave su imagen y el reflejo del brillo que al avanzar despedía.

Su mente humana (que todavía latía) se asombró.

Sus ojos con párpados se cerraron una milésima de segundo.

Su cerebro perplejo silabeó:

«Eso soy yo.»

Yo, él, Hiorj, el Último Vástago del Señor de la Luz.

Hiorj dio un paso hacia su Maestro, su antiguo señor Thorvald Emphiteles Rodríguez.

—Yo soy el hijo del Señor de la Luz —dijo en extinto griego—. Mi nombre es Hiorj, que significa Fuerza.

Puso la mano, con los cinco dedos abiertos, sobre el panel de mandos de la nave y AQUELLO ocurrió.

AQUELLO, lo que contaban las más viejas leyendas.

Thorvald lo había oído, lo había leído, sabía.

Nunca había creído que fuera posible, que pudiera existir. Y sin embargo... Decían las leyendas que en el Origen, el Señor de la Luz había viajado en una nave que un día se había transformado en Luz.

La nave su vieja nave abderiana de titanio y cromo, matrícula ABD 698767656762087 XBTB, había dejado de ser.

Era y no era.

El (Thorvald Rodríguez), seguía allí sentado, muy cómodo. Y los mandos seguían, visibles, frente a él.

Y las paredes abovedadas alrededor.

Y sin embargo todo era luz. La Luz.

Otra Luz, no la luz física.

Una Luz que viajaba a mucho más de los clásicos trescientos treinta y tres mil trescientos treinta y tres kilómetros por segundo (según el último récord de Sldelmalik en la regata Sirio-Arcturus).

Una nave que viajaba a velocidad infinita.

Porque no viajaba.

Porque podía estar a la vez en todos, los lugares del Universo. Ahora en uno y ahora mismo en otro. Y en otro. Y en mil.

—Cálmate, Maestro —dijo Hiorj—. Ya hemos llegado al final de nuestro viaje.

No era la Tierra, no, claro que no.

Era otro sitio.

El Único.

El Central Axial y Azimutal de la Galaxia.

Allí donde moraba el Señor de la Luz.

Entre las estrellas apiñadas como racimos de uvas.

En la permanente, la perpetua explosión nuclear del núcleo.

En la explosión de la vida y la muerte.

En el Uranio, como decía una vieja canción, y el Yodo primitivos.

En la Sal y los Rayos Gamma.

Allí.

* * *

¿Quién era el Señor de la Luz?

¿Cómo era?

Ni él lo sabía.

Él estaba y vivía. ¿Desde cuándo?

Tampoco podía saberlo.

¿Porqué?

¿Por qué?

Era eso.

Era una cosa.

Era LA cosa.

Era luz y aire y fuego y éter.

Respiraba y las estrellas en la vecindad estallaban. Se movía y mundos y universos y galaxias se hacían y se deshacían.

Y sin embargo ahora, por una vez, estaba asustado.

Sentía miedo.

Sabía que Ella se acercaba.

Su esposa primigenia, su Enemiga: la antimateria.

La Molécula Infernal.

El Señor de la Luz era Luz.

La Molécula era Sombra.

El Señor de la Luz era Todo.

La Molécula era nada (y peor nada ionizada).

Su Esposa, a la que había abandonado, de la que había huido. La dueña del lecho nupcial de Sombra y Luz que había abandonado.

Ella lo seguía, la molécula, lo buscaba.

¿Cuándo?

Desde el principio de las cosas.

Y pronto lo encontraría.

Él estaba cansado, estaba viejo. No quería volver a huir. No quería desmantelar ese universo de luz que había creado durante su huida y en cuyo centro refulgente se había refugiado.

No quería y no podría.

Ya no tenía fuerzas.

* * *

El cuerpo del Señor de la Luz era mensurable en milenios luz.

Su cerebro ocupaba multitud de estrellas con sus satélites.

Su sistema nervioso se extendía de la constelación de Orion a la del Escorpión (aproximadamente).

Con la edad y la distancia que había en su interior, sus reflejos se habían hecho lentos.

Hacía poco había pensado algo, pero no conseguía recordarlo.

Era algo que quizá pudiera salvarlo de la Molécula y salvar también el Universo de luz, su Universo.

—¿Qué era? —se preguntó.

Tres años después (el tiempo que tardó en viajar la pregunta desde el lóbulo inquisitivo de su cerebro al lóbulo deductivo), se respondió:

—¿Y qué importa?

Durmió.

En sueños se movió y tres quarks estallaron horriblemente. Soltó gases dos veces y creó otros tantos voraces y terribles agujeros negros.

Despertó.

—Sí, sí, sí —dijo su boca de viejo, temblorosa, mientras bebía jarabe de estrellas—. Algo pensé una vez para salvarme y salvar todo esto. Algo, ¿qué?

Era un pobre viejo lastimero.

¡Ah, pero en otros tiempos! Trece hijos había tenido. Trece semidioses. Trece seres que habían salvado y engrandecido su galaxia.

Le gustaba copular etéreamente, una vez cada tanto, con hembras humanas.

—Tienen ese no sé qué —se dijo.

Baba ígnea le cayó de la boca al recordar viejas aventuras lascivas.

—¡Que me quiten lo bailado! —se dijo.

Terminó su compota y se volvió a dormir.

* * *

Cuando Hiorj llegó, el Señor de la Luz dormía. Sus ronquidos formaban nebulosas de ondas radiactivas.

La nave, Thorvald y Hiorj, ya hechos uno, se detuvieron en algún punto de la vasta periferia del Señor.

—En algún sitio —dijo Hiorj— está su cerebro: Allí tenemos que dirigirnos.

—¿Cómo lo haremos?

—Creo que esto nos guiará —dijo Hiorj.

Sostuvo con una mano la piedra aerolítica que llevaba colgada del cuello.

—No fue una casualidad que yo la hallara —dijo—. No creo en esas cosas.

Efectivamente, la piedra empezó a brillar.

Parecía querer escapar de las manos de Hiorj y seguir sola su viaje.

—Allí.

Envueltos en un campo de fuerza mágico, ya sin nave alrededor (aun sólo los controles, afantasmados, inútiles), Hiorj y Thorvald avanzaron por entre el magma estelar.

La piedra rojo fuego emitía un agudo silbido.

Hiorj la dejó caer.

Los dos la vieron caer durante varios segundos, luego aquietarse en el aire y desaparecer.

* * *

El Señor de la Luz revivió.

Ahora recordaba. El hijo. Su hijo: Hiorj.

Una mujer fecundada por él en el lejano planeta de Thorodon.

Y su alimento.

Esa piedra asteroide que su hijo le había llevado.

El Señor de la Luz habló:

—Humanos —dijo—. Regresad con los vuestros. Alejaos.

Se removió, desplazando estrellas y partió.

El centro ígneo de la galaxia reventó en millones de pedazos.

Desde muchos lugares del universo, los humanos vieron la incandescente masa de luz que se desplazaba.

La vieron surcar veloz como la luz el cielo, la vieron llenar el cielo con su luz, hacer días las noches.

Unos pocos planetas de la periferia de la galaxia fueron testigos del brutal enfrentamiento entre el Señor de la Luz y la Molécula.

Fue allí que se vio aquel negro agujero que al ocupar el cielo iba tragando estrellas y que se tragó un sol.

Lo sintieron, los humanos, como algo vivo y terrible. Rezaron, gritaron, se amotinaron, imploraron.

El Señor de la Luz avanzó hacia la Molécula, hacia la horrible Molécula que le esperaba dispuesta para la lucha.

Una lucha terrible, titánica, que iba a decidir para siempre el futuro del Universo.

El combate fue violento y se prolongó varios días.

Finalmente, el Señor de la Luz envolvió dentro de su poderoso campo magnético a su enemiga.

En su lucha intestina, los dos se fundieron en una inmensa esfera rojiza, cuyos rayos quemaron la tierra y secaron los mares de muchos planetas.

Luego la esfera estalló.

Se produjo un estruendo tremendo, jamás antes escuchado en ningún rincón del Universo.

Los planetas más cercanos al lugar de combate se convirtieron en polvo a causa de la explosión.

En los otros planetas más lejanos se produjeron tremendos temblores y vibraciones.

Luego todo fue silencio.

Silencio y Luz.

La Molécula Infernal, desintegrada en innumerables y pequeñas partículas, se esparció por la Galaxia para no reunificarse nunca más.

Libre de su terrible enemigo, el Señor de la Luz regresó junto a la nave donde Hiorj y Thorvald le esperaban.

—Hijo mío —dijo el Señor de la Luz con una voz atronadora, no humana—. La Molécula Infernal, madre de todos los males, ya no existe.

Hiorj le escuchó en silencio.

El Señor de la Luz agregó:

—Te he fecundado para que te hagas cargo del Gobierno Central. Igantti Oxmen, el Canciller del Consejo Galáxico actuaba bajo el amparo de la Molécula Infernal. Desintegrada ésta, su poder se ha debilitado. ¡Regresa y derrótale para siempre!

Hiorj asintió y se volvió hacia Thorvald.

—¡Vamos! —dijo el joven.

—¿Para qué quieres que te acompañe? —preguntó el viejo educador—. No necesitas de mí para derrotar a esos intrusos. Tu poder es ya incomparable.

Hiorj lo miró con tristeza.

—¿Qué será de ti? —preguntó.

—Me retiraré a Belconda junto a tu padre ficticio. Ya he cumplido mi tarea.

—¡No! —dijo Hiorj—. Cuando haya derrotado a esos miserables os enviaré a buscar. Quiero que vosotros dos estéis a mi lado a la hora de gobernar.

Thorvald fue a protestar pero se dio cuenta que nada ganaría con hacerlo.

Entonces dijo:

—En ese caso regresaré contigo a la Tierra. Quiero ver el rostro de Igantti Oxmen cuando te vea regresar en pos de lo que es tuyo.

El Señor de la Luz había escuchado todo el diálogo con atención.

Sin decir una palabra, se alejó en medio de un gran resplandor.

Nadie vio, tapado por el gran resplandor del Señor de la Luz al moverse, el mínimo brillo de un par de cohetes que se alejaban a toda velocidad del terremoto abismal del Centro de la Galaxia.

El cohete, al salir ambos despedidos, envueltos en el campo de fuerza protectora, se había formado en nuevo en torno a ellos.

Thorvald accionó los mandos de control y la nave enfiló nuevamente en dirección a la tierra.