CAPÍTULO II
El Ilustre Thorvald se dejaba mecer por el leve oleaje de ámbar y xenón cuando llegó el mensajero con aquellos primeros datos inquietantes.
El Ilustre Thorvald observaba lánguidamente el cielo rojo del planeta Kosta, sintiendo a través del fluido de xenón y ámbar la tentacular caricia de Selene.
El Ilustre vio asomar entre las ondas la cabeza de Selene.
—¿Más?
—Por supuesto.
Selene era nativa de Kosta, una mujer medusa. Era la más bella de las mujeres medusa, la reina del serrallo que Thorvald poseía.
Sumido en el voluptuoso placer que le deparaban las caricias de Selene, el Ilustre Thorvald no se percató de la presencia del mensajero hasta que lo tuvo al lado.
Vio el resplandeciente uniforme dorado junto a la piscina y gruñó:
—¿Qué pasa?
Selene, sumergida, sintió el repentino endurecimiento de los músculos de Thorvald y comprendió que por algún motivo el Ilustre había escapado al mágico poder de sus caricias.
Al remontarse hacia la superficie, Selene atisbo a través del ámbar el uniforme del mensajero y prefirió no asomarse.
Sabía que a su dueño no le gustaba que sus esclavas se mostrasen a los ojos de otro.
No sospechaba que el motivo de Thorvald no eran los celos (como su coqueta mentalidad femenina se complacía en creer) sino la posibilidad de qué aquellos no acostumbrados al aspecto de las mujeres-medusa pudieran sentir terror o repulsión en su presencia.
El mensajero, de pie junto a la piscina, vio algo que se movía bajo la superficie de ámbar y xenón.
Era algo amorfo, incoloro, que parecía más espeso que el líquido en que se hallaba y que tenía en su forma una vaga reminiscencia humana.
Era, pensó, como un traslúcido fantasma, como una ameba transparente que adoptara, por instantes, de forma humana de mujer para perderla al movimiento siguiente.
Debía tratarse, creyó, de una ilusión óptica provocada por el ámbar y el xenón.
O quizá de uno de los múltiples divertimentos que el Ilustre Thorvald poseía.
Thorvald era famoso por su sensualidad, su paganismo, su refinamiento. Era el último de una vieja estirpe de patricios y patriarcas decadentes.
—Un mensaje urgente, señor —dijo el mensajero—. Me ordenaron que lo entregara en mano y sin perder un instante. El Alcalde Mayor espera su respuesta inmediata.
Thorvald refunfuña, salió de la piscina y envolvió su desnudez (que ya mostraba los primeros fláccidos síntomas de la edad) en una bata de armiño de Armoricia.
—Dame eso.
Cogió el cilindro que el mensajero le entregaba, lo abrió con la presión dactilar de su meñique izquierdo y sacó del interior del mismo el rollo de bauxita hidroponizada.
Leyó el contenido del rollo y apenas pudo contener una exclamación de asombro.
Devolvió el rollo al cilindro, presionó ambos extremos fotosensibles del cilindro con los pulgares y un segundo después, el cilindro y su contenido se desvanecieron entre sus dedos.
—Dile al Alcalde Mayor —dijo— que iré a verlo cuando el sol se ponga.
—Bien, señor. ¿Ningún mensaje en mano, señor?
—Sólo eso.
Thorvald esperó que el mensajero y su reluciente uniforme desaparecieran entre la vegetación de madreselva enana del Caribe (auténtica madreselva terrestre) y se zambulló en el ámbar.
El temblor de sus músculos y su carne, el galopar de su sangre ardiente llamaron, a través del líquido elemento, a la solícita Selene.
Las hábiles, envolventes, deliciosas caricias de Selene arrancaron del viejo patricio libertino gemidos de placer.
* * *
Tres horas después (el tiempo entre el mediodía y el anochecer en el pequeño planeta Kosta) Thorvald entraba en la cámara acorazada donde lo aguardaba el Alcalde Mayor.
Al entrar, Thorvald recordó otro tiempo, ya remoto, ya perdido, que ya no volvería, en que los altos funcionarios del Gobierno Central eran seres humanos.
Porque el Alcalde Mayor no era un ser humano.
Era una máquina. Era una semiesfera de cristal colocada sobre una caja alargada recubierta de acero que a su vez se apoyaba en el cubo de sólido y macizo plutonio de Ameneuthis.
La esfera o semiesfera no medía más de quince centímetros de diámetros y la caja menos de medio metro. Sin embargo pesaban más de nueve toneladas. El gran cubo sólido de plutonio constituía el alimento de sus numerosas mesotrónicas, de sus circuitos atómicos y de su cerebro positrónico. Cuando el cubo empezaba a amarillear era un síntoma de que la Máquina envejecía.
El cubo del Alcalde Mayor ya tenía varias vetas amarillas. Su edad, calculó Thorvald, debía superar ya los treinta años terrestres.
La vida media de las Máquinas era de apenas medio siglo. Al envejecer, se sabía, se volvían a menudo maniáticas, malhumoradas, despóticas y abusivas,
El Alcalde Mayor de Kosta (cuyo verdadero nombre o nominación legal era CR-2X, Serie B, Made in Hong-Kong) estaba camino de la vejez.
Su voz era áspera y tenía un deje de desdén:
—Siéntese, Thorvald.
—Gracias, Alcalde.
Había una sola silla en la habitación. Una silla incómoda, de duro respaldo de acero.
—Puede fumar si lo desea —dijo el Alcalde Mayor— o masticar, o deglutir, o dedicarse a cualquiera de esas extrañas particularidades que poseen ustedes los humanos y que llaman vicios.
Su voz hiriente denotaba un desprecio no escondido.
«Pasa siempre», pensó Thorvald, «La Máquina desprecia al Hombre».
Sacó de un bolsillo una lámina de córnea de camello gobiniano y se la colocó en la boca.
La aplastó contra el paladar con la lengua y saboreó con placer la saliva impregnada de sabor.
—¿Qué opina usted del informe que hemos recibido, Thorvald? —preguntó el Alcalde Mayor.
—Lo más probable es que no sea más que otra patraña, Alcalde —dijo Thorvald—. No conviene hacerse ilusiones.
—Nunca me hago ilusiones —dijo el Alcalde Mayor—. No sé lo que son y no me importa. ¿Por qué sospecha una patraña, Thorvald?
—Porque las probabilidades así lo indican —dijo Thorvald—. ¡Un hijo secreto del Señor de la Luz! Todo sistema planetario perteneciente al Gobierno Galáctico, todo planeta de cada uno de sus sistemas, toda región de cada planeta, toda familia de cada región, todos aspiran a que un hijo secreto del Señor de la Luz nazca en su seno. Por eso abundan tanto las patrañas, los equívocos, las confusiones.
Thorvald sonrió a la Máquina.
Sabía que la Máquina lo veía, que poseía un órgano que lo registraba, pero no tenía idea de dónde podía estar. Sabía también que la Máquina no era sólo la semiesfera, la caja y el cubo de alimento, sino que también las paredes que lo encerraban, el piso en que sus pies se apoyaban, la silla en la que estaba sentado, todo lo que había allí en aquél habitáculo formaba parte de la Máquina.
Era la Máquina.
Thorvald se sintió incómodo, registrado y palpado y auscultado.
Se sintió desnudo, sin vida propia, sin personalidad, sin albedrío.
Se sintió solo, pequeño e indefenso.
La Máquina emitió algo similar a una risa y Thorvald se estremeció.
La Máquina le había imbuido esa sensación de soledad y desamparo.
Una Máquina bromista.
Thorvald había oído decir que existían.
Una Máquina dañina, irresponsable y caprichosa como un niño pequeño.
Thorvald miró con odio la semiesfera transparente. Al otro lado del cristal flotaba una especie de niebla o de humo de color azul grisáceo.
—Usted tiene algo en mente que no ha querido decirme, Thorvald
—Sí —dijo Thorvald—. Es cierto.
—¿De qué se trata, Thorvald? ¿Me lo va a decir o no?
—No sé si debo, Alcalde.
—Podría averiguarlo por mí mismo, pero mi pequeña exploración probablemente lo afectaría a usted. No creo que sea una experiencia agradable para un cerebro débil como el de los humanos.
—¿Qué quiere saber?
—Quiero saberlo todo —dijo el Alcalde—. Debo informar.
—Sí, claro.
Thorvald vaciló un instante y algo, dentro de su cerebro, lo hirió, Thorvald ahogó a duras penas un grito.
—Vamos, Thorvald —dijo el Alcalde Mayor—. Tengo otras cosas que hacer. No puedo perder más tiempo.
—Hace treinta y cinco años, Alcalde, o mejor dicho hace casi ciento sesenta nos terrestres que fui nombrado Educador. ¿Sabe lo que es eso?
—Prefiero que me lo explique.
«Lo sabe», pensó Thorvald. «Sólo me está probando.»
—Bien —dijo—. Bien.
Miró alrededor. La córnea de camello había perdido ya el gusto y deseaba escupirla.
—Escúpala al suelo-dijo la Máquina.
Thorvald se sobresaltó. La Máquina le había adivinado el pensamiento. «Adivinado no», se dijo. «Me lo ha leído. Está aquí dentro, aquí en mi cerebro, en mi mente.»
Con esfuerzo, se quitó de la boca la lámina de córnea y la arrojó al suelo.
—Aléjela de usted con un pie —dijo el Alcalde Mayor.
Thorvald obedeció.
Un instante después, hubo en el suelo un chisporreteo y una leve columna de humo. La lámina gastada había desaparecido.
—Lo escucho, Thorvald —dijo el Alcalde.
—Los Educadores son, o mejor dicho, fueron, un cuerpo especial, creado por el propio Señor de la Luz, hace ya miles de años. La historia de los Educadores se confunde con la historia de la galaxia. El Cuerpo es tan antiguo como los primeros colonos estelares. Existen desde antes que naciera el primero de los hijos secretos del Señor de la Luz.
—El legendario Philos de Eumea, fundador del Gobierno Central —dijo la Máquina—. ¿Correcto?
—Correcto, Alcalde —dijo Thorvald—. A Philos de Eumea lo prepararon para su elevada misión los Educadores. Cientos de ellos, miles quizá. Hay una vieja leyenda terrícola. No sé si usted la conoce.
—¿La leyenda del Buda? —dijo la Máquina—. Me gustaría que usted me la contara, Thorvald.
—Es, en esencia, una historia muy simple. El padre del Buda, que era un hombre muy poderoso en su tiempo, no quería que a su hijo lo contaminara el mundo con sus tristezas, sus enfermedades y sus muertes y por eso lo encerró en un palacio, rodeándolo de servidores a los que se había prohibido que le hablaran al Buda de aquellas cosas nefandas. No podían mencionar ni la vejez, ni las enfermedades, ni la pobreza, ni el hambre, ni la muerte.
—Lo escucho.
—El Señor de la Luz —dijo Thorvald— decidió proceder igual con sus hijos, a medida que los fuera engendrando. Aunque su finalidad no era escamotearles el universo y sus errores sino educarlos para su buen gobierno. De ahí que decidiera crear el Cuerpo de Educadores.
Thorvald miró alrededor.
Se sentía mejor, ya liberado. Sentía, con alivio, casi con agradecimiento, que los horribles tentáculos inmateriales de la Máquina se habían retirado del interior de su cerebro.
Ahora podía pensar con más libertad.
—Tanto Philos de Eumea con sus sucesivos hermanos —dijo— fueron educados siguiendo la consigna del Señor de la Luz. Hasta que cumplieron dieciocho años, ninguno de ellos vio nunca un ser humano que no fuera un educador. »Se creó, para cada uno de ellos, un mundo poblado por Educadores, un mundo en la periferia siempre de la galaxia y lejos de cualquier posible contaminación extraña. »Allí el Hijo Secreto crecía y se formaba, sin saberlo. La primera muchacha a la que miraron sus hijos, los amigos de infancia y adolescencia, los vecinos, todos eran Educadores. El mundo entero formado, con sus normas, su burocracia, su economía, sus costumbres y su moral para que él creciera y se educara.
La Máquina chirrió.
¿Sería otra risa?
Thorvald aguardó en silencio un instante.
—Siga usted, Thorvald —dijo la Máquina— lo escucho atentamente.
—Todo esto usted ya lo conoce, Alcalde —dijo Thorvald—. Sé que lo conoce.
—Siga usted. Hay algo que todavía no me ha dicho.
—En los ocho mil años terrestres —dijo Thorvald— que van desde la creación por parte de Philos de Eumea del Gobierno Central hasta la fijación de las fronteras galácticas y la derrota final y exterminio de los horribles tritones, trece fueron los hijos secretos del Señor de la Luz.
»E1 último de ellos, Auxis de Boronda, vencedor de los Tritones, murió hace más de dos mil años terrestres y, desde entonces, el Señor de la Luz no ha vuelto a procrear. »¿Por qué?
»Los sabios, los estudiosos, opinan que ya su misión estaba cumplida, el Gobierno creado, los límites del Imperio establecidos. El Señor de la luz, por tanto, podía descansar. »En mi opinión, se aburrió, se hartó. Lo hartamos.
»Todos estos años, más de dos mil, la humanidad ha esperado al decimocuarto vástago, al continuador de la interrumpida dinastía.
»En cada planeta, en cada familia, alentó la misma esperanza. ¿Será aquí? ¿Nos habrá tocado a nosotros? De cada niño, al nacer, se esperaba el prodigio. Cada mujer, al parir, confiaba en que el Señor de la Luz se hubiera fijado en ella, la hubiera elegido a ella para depositar en su matriz su secreta semilla.
»Dos mil años largos, Alcalde, y nada.
Thorvald enmudeció.
El aire, en el cerrado habitáculo, parecía haberse espesado. La Máquina no chirriaba, su complejo mecanismo no daba señal ninguna de vida.
«¿Estará dormida?», pensó Thorvald.
La Máquina habló:
—Adelante, Thorvald. Siga usted.
—Por eso es que sospecho que se trata de una nueva patraña, Alcalde —dijo Thorvald—. Ya ha habido muchas. A mí mismo me ha tocado presenciar algunas y desbaratarlas. Hubo casos en que se trataba sólo de malentendidos, de señales mal interpretadas. Y hubo otros en que existió un deliberado propósito de engaño. El motivo, claro, era la ambición. Demasiado conocida es la leyenda de que todo aquel planeta donde nace un hijo secreto del Señor de la Luz prospera rápidamente.
—Demasiado conocida —dijo la Máquina— y, por lo que usted, ha dicho, totalmente falsa.
—Totalmente —dijo Thorvald—. Es cierto, sin duda, que aquellos planetas donde fueron educados los Hijos Secretos prosperaron luego que éstos ciñeron la corona. ¿Por qué? Sencillísimo. Ellos, los Hijos, habían crecido allí. Aquel sitio, el que fuera en cada caso, era su patria. Es un impulso inherente a todo ser humano el de querer el lugar en que ha nacido. Y estando en posesión de poder hacer algo por la patria, ¿quién se negaría a hacerlo?
—¿Y la patria verdadera? —preguntó la Máquina—. ¿La auténtica? ¿Cuándo se le comunica al Hijo Secreto su verdadero origen?
—Bueno...
—No se me escabulla, Thorvald —dijo la Máquina—. Sabe que puedo con usted. Más vale que hable por propia voluntad.
Thorvald se mantuvo callado.
Gotas de frío sudor le perlaba la vieja frente, la piel agrietada sobre los ojos.
—No me obligue a emplear la fuerza, Thorvald —amenazó la Máquina.
—Espere, espere —pidió Thorvald—. Hablaré. Lo diré todo.
—Y no intente engañarme.
—No lo engañaré, Alcalde. Se lo prometo.
—Bien. ¿Qué espera?
—¿Usted sabe —preguntó Thorvald— de dónde proceden los Educadores, en que se basó el Señor de la Luz para elegirlos?
—Algo he oído sobre un mundo con un sol negro...
La voz de la Máquina vaciló entre dos chirridos.
Parecía, la Máquina, molesta y malhumorada.
«Porque no lo sabe todo», se dijo Thorvald. «Le disgusta que un mero ser humano corruptible pueda saber cosas que ella, con su corazón de titanio y su alimentación a base de plutonio, desconoce.»
—Abdera —dijo Thorvald—. El mundo en que yo nací. El mundo del cual han salido todos los Educadores. Un mundo dedicado exclusivamente a engrosar las filas del Cuerpo especial creado por el Señor de la Luz.
»Un mundo muy viejo, que gira lentamente en torno a un sol apagado. Un pedazo de materia negra como el carbón y fría cómo el hielo. De allí han salido todos. Yo soy el último.
—Eso lo sé —dijo la Máquina—. Lo que no entiendo es por qué. ¿Qué ha pasado?
—¿Qué podía pasar, en dos mil años de inútil e infructuosa espera? Los abderianos vivían con una sola finalidad. Era uno solo, y el más grande, el motor de sus vidas. Educar a los hijos del Señor de la Luz.
»Sin esta motivación esencial, perdieron interés en lo demás. Dejaron de procrear, arreciaron los suicidios. Cuando yo nací, hace trescientos diez años terrestres, la población de Abdera no excedía de veinte o treinta personas.
—¡Trescientos diez años! —:dijo la Máquina.
Había emoción en su voz. Había admiración y envidia.
—Sí —dijo Thorvald—. Trescientos diez. Los abderianos somos los habitantes de la galaxia más longevos. También nuestra longevidad influyó en el Señor cuando nos eligió para tan alto designio.
—Es injusto —dijo la Máquina.
—¿Qué?
—¿Cómo qué? —la voz chilló, chirrió—. ¡Que un pedazo de carne como usted pueda vivir tanto tiempo mientras yo, un ser perfecto fabricado con materiales no corruptibles tengo que desaparecer en menos de medio siglo! ¿No le parece injusto?
—Puede ser.
—No desbarremos —dijo ahora la triste voz de la Máquina—. Continúe.
—¿Entiende ahora por qué sospecho que todo esto no es otra cosa que una engañifa? —dijo Thorvald, tratando de ocultar su ansiedad—. ¿Usted cree que, en caso de tener intención de volver a procrear, el Señor de la Luz hubiera permitido que los Educadores desaparecieran, que se extinguieran?
—Uno sigue con vida.
—No es bastante. Y ya soy viejo. Pronto habré muerto. Es raro que un abderiano sobrepase los cuatrocientos años.
—¡Cuatrocientos!
La voz de la Máquina murió entre gorgoteos.
—¿Quiere decir que seguramente usted seguirá con vida después que yo... que a mí...?
—¿Cuánto le queda a usted?
—No lo sé. No lo sé —dijo, desesperada, la Máquina—. Podría calcularlo exactamente midiendo mis reservas de plutonio, pero no quiero hacerlo. No quiero saber. No quiero morir.
Thorvald ya había oído decir que las Máquinas eran muy temerosas con relación a la Muerte. Mucho más todavía que los humanos.
Por eso se negaba a vaciar por entero su mente ante el Alcalde Mayor.
Si los informes eran exactos...
Si en el lejano Thorodon había nacido de verdad un nuevo vástago del Señor de la Luz...
Thorvald se mordió los labios.
Él era un viejo sensual, hipócrita, voluptuoso, bebedor de malvasía siriana y poseedor de harenes en cinco mundos distintos, pero era también un hombre sensible. Tenía una tendencia enfermiza a la piedad. Odiaba ver gente sufrir. «Aunque sean Máquinas», se dijo.
—Diez años, como mucho —se quejaba el Alcalde Mayor—.Quince años... No creo que me quede mucho más.
«Quizá no te queden ni dos días», pensó Thorvald y se arrepintió.
Una llamarada rojiza brilló tras la cúpula de cristal, los remolinos de humo dentro del cristal parecieron moverse como un pequeño huracán.
—He captado... —dijo la Máquina—. Algo he captado en usted que no me gusta, Thorvald. ¿Qué es? Tiene que decírmelo. ¿Qué es?
—No sé de qué me habla, Alcalde.
—Sí que lo sabe. Oh, sí que lo sabe... Y yo lo quiero saber. Yo...
Thorvald lanzó un grito y trató de taparse los oídos con las manos.
No pudo alzar los brazos.
Con gran esfuerzo, a duras penas, pudo articular:
—No... No, por favor.
Sentía como acero al rojo, peor todavía, los tentáculos inmateriales de la Maquina que exploraban los lóbulos de su cerebro.
—Quiero saber —decía la Máquina—.Voy a saber...
—Por favor. Ya basta. Sé lo diré.
El dolor disminuyó. Thorvald sintió que de nuevo podía manejar sus músculos. Con el dorso de la mano se limpió de la frente una película pegajosa de sudor.
—Mañana —dijo— me trasladaré a Thorodon a comprobar la veracidad de estos informes. Ya le he dicho que sospecho una patraña, pero en el caso que los informes sean auténticos...
—¿Sí...?
La voz de la Máquina sonó ansiosa, con un matiz de desesperación y miedo.
—En ese caso —dijo Thorvald— Thorodon desaparecerá. El sol que alumbra el planeta estallará.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque así debe ser-dijo Thorvald—. Así ha sido siempre. Desde Philos de Eubea hasta Auxis de Boronda. Trece, veces hasta ahora...
—¡Es horrible!
—Horrible, sí —dijo Thorvald—. Pero así lo ha ordenado al principio del tiempo el Señor de la Luz. No debe quedar un solo testigo del nacimiento, nadie qué pueda haberse enterado de oídas. Era eso lo que no quería decirle, Alcalde.
Thorvald se puso de pie.
—Bien —dijo, e involuntariamente tendió la mano—. Es hora de que me marche.
Retrajo, confundido, la mano y sonrió.
—Espere —dijo la Máquina.
La puerta se había abierto y Thorvald seguid andando.
«Un instante más —pensó—, sólo un segundo.»
—¡Espere! —chilló la Máquina.
La puerta se cerró y Thorvald quedó inmovilizado. Quiso mover una pierna y no lo consiguió.
—Hable —dijo la Máquina—. Dígalo todo.
—No le va a gustar, Alcalde.
—¡Dígalo!
De nuevo con los músculos bajo su dominio, Thorvald giró. Una mortecina luz violácea brillaba en el interior de la semiesfera de cristal.
—¿No lo ha entendido, pobre necio? —dijo Thorvald.
—¿Si no he entendido qué?
—Lo que le he dicho —Thorvald se metió en la boca una lámina nueva de córnea de camello: era buena para formar saliva, él tenía la boca reseca.—. Nadie debe saber una palabra del nacimiento. Y eso le incluye a usted.
—¡No!
Hubo un ruido líquido procedente del interior de la máquina. Un ruido de agua en ebullición.
«¿Lágrimas? —se dijo Thorvald—. ¿Lágrimas de miedo y sufrimiento?»
—Sí-dijo—. Lo siento, pero es así.
—¿Y... y cómo...? Yo no diré nada. A nadie. Jamás.
—Si estuviera en mi, mano, Alcalde —dijo Thorvald, con sinceridad—, lo dejaría a usted con vida. A usted y a todos. Pero debo cumplir mi obligación.
—¿Quiere decir... quiere decir que usted mismo...?
—Yo.
—¿Usted será mi verdugo?
—El verdugo de millones.
—¡No me importan los millones! Yo quiero vivir. ¡No podrá! Ya me ha oído. Lo aniquilaré ahora mismo. Sé que puedo. Lo destruiré. Lo destrozaré.
Thorvald pulsó con un dedo un botón que llevaba en el cinto y un campo de fuerza lo envolvió. Su cuerpo brillaba débilmente. Sintió los embates inútiles de la poderosa mente atómica de la Máquina tratar de penetrar en su cerebro y no pudo evitar una triste sonrisa. Pulsó otro botón y la Máquina aulló. Estática.
—No quería hacer uso de esto —dijo—, pero usted me obligó. Tal vez debí usarlo antes. En ese caso usted viviría lo que le queda de vida sin saber.
—¡No quiero morir! —aulló la Máquina.
—Todavía cabe la posibilidad de que sea una patraña —dijo Thorvald.
Sabía que no lo era.
La Máquina seguía gimiendo.
—Desconectaré los impulsos de estática —dijo Thorvald—, si me promete que me permitirá salir.
—¡Váyase y ojalá reviente! ¡Verdugo! ¡Asesino! —La Máquina jadeó—. Diré todo lo que me ha dicho. Lo transmitiré a millones de otras Máquinas y ellos lo transmitirán a su vez a los humanos. Se sabrá.
—No se sabrá —dijo Thorvald—. Desde hace una hora todos sus canales de comunicación con el exterior están bloqueados.
—¡Miente!
—Compruébelo, si lo desea.
La Máquina trajinó unos instantes en zumbidos y chirridos.
—¡Maldito asesino! —bramó—. ¿Cómo lo ha hecho?
—Poseo un pequeño dispositivo para casos como éste —dijo Thorvald—. Si los informes resultan ser falsos, mañana desbloquearé sus canales de comunicación. En caso contrario...