CAPÍTULO TRES

El claro seguía tal como Jared lo recordaba —bordeado de árboles, con hongos en el medio—, pero esta vez, cuando se plantó en el centro, nada ocurrió. Las ramas no se entrelazaron para atraparlo, las raíces no se enrollaron en torno a sus tobillos, y no apareció ni un solo elfo para reprenderlo.

—¡Hola! —llamó Jared. Aguardó un momento, pero no obtuvo más respuesta que el canto lejano de unos pájaros. Frustrado, Jared se puso a caminar de un lado a otro—. ¿No hay nadie? ¡Tengo un poco de prisa!

Nada. Transcurrieron varios minutos.

Al fijarse en el círculo de setas, le entraron unas ganas irresistibles de arremeter contra los elfos. Ojalá nunca se hubieran llevado a Arthur.

Había levantado el pie con la intención de pegarle una patada a uno de los hongos cuando oyó una voz suave procedente de la arboleda.

—Muchacho insensato, ¿qué haces en este lugar?

Era la elfa de ojos verdes, cuyo cabello había adquirido más tintes rojizos y marrones.

Ahora llevaba un vestido de color ámbar intenso y dorado, que recordaba el paso del verano al otoño. Su voz sonaba más triste que enfadada.

—Por favor —dijo Jared—. Mulgarath ha raptado a mi madre. He de rescatarla. Tienes que dejarme hablar con Arthur.

—¿Qué me importa a mí el destino de una mortal? —La elfa se volvió hacia los árboles—. ¿Tienes idea de a cuántos de los nuestros hemos perdido? ¿Cuántos enanos, tan viejos como las piedras que se encuentran bajo nuestros pies, han dejado de existir?

—Lo he visto —respondió Jared—. Estábamos ahí. Por favor..., te daré lo que me pidas. Me quedaré aquí si lo deseas.

Ella sacudió la cabeza.

—Sólo tenías una cosa que era de cierto valor para nosotros, y eso se ha perdido.

A Jared lo invadió una mezcla de alivio y terror. Necesitaba ver a Arthur, pero no le quedaba nada que ofrecer a cambio.

—No teníamos el cuaderno de campo —alegó—. No podríamos habéroslo dado entonces, pero quizás ahora podamos recuperarlo.

La elfa de ojos verdes se volvió hacia él con el ceño fruncido.

—Ya no me interesan tus historias.

—Puedo... puedo demostrarlo. —Jared se llevó la mano a la capucha, sacó a Dedalete y lo depositó en el suelo—. Os dije que nuestro duende doméstico tenía el cuaderno. Éste es Dedalete.

El duendecillo se quitó el sombrero e hizo una profunda reverencia, temblando ligeramente.

—Gran dama, os seré sincero: era yo quien tenía el cuaderno.

—Tus modales te honran.

La elfa los miró a los dos por unos instantes y se quedó callada.

Jared se revolvió con impaciencia mientras Dedalete trepaba por su pierna para volver a su escondite. El silencio de la elfa de ojos verdes lo estaba sacando de quicio, pero se obligó a estarse quieto. Quizás era su última oportunidad de convencerla.

Por fin, ella habló de nuevo:

—El tiempo de infligir castigos y de ejercer nuestro dominio ha pasado. El momento que temíamos ha llegado. Mulgarath ha reunido un ejército muy numeroso y está utilizando el cuaderno de campo para hacerlo aún más temible.

Jared asintió con la cabeza, aunque estaba confundido. No se le ocurría qué podía hacer Mulgarath con el cuaderno de campo para conseguir que su ejército fuese más peligroso. No era más que un cuaderno.

—Joven mortal —dijo la elfa de ojos verdes—, quiero que me prometas que si la guía de campo de Arthur vuelve a caer en tus manos mientras buscas a tu madre, nos la entregarás para que la destruyamos.

Jared asintió de nuevo con la cabeza, aturdido y ansioso por aceptar cualquier condición con tal de poder hablar con Arthur.

—Lo haré. Os la traeré...

—No —lo interrumpió la elfa—. Cuando llegue el momento, nosotros acudiremos a ti. —Apuntó con el dedo hacia arriba y pronunció unas palabras en un idioma extraño. Una hoja solitaria se desprendió de una de las ramas altas de un viejo roble y comenzó a descender lentamente, como si cayese a través de agua y no a través del aire—. Tu audiencia con Arthur Spiderwick durará el tiempo que esta hoja tarde en llegar al suelo.

Jared miró hacia donde ella le señalaba. Por muy despacio que se moviera la hoja, a él le pareció muy deprisa.

—¿Y si no me basta con ese tiempo?

La elfa le dirigió una sonrisa glacial.

—El tiempo es un lujo que ninguno de nosotros puede permitirse ya, Jared Grace.

Pero Jared apenas se fijó en lo que ella decía, porque de entre los árboles surgió un hombre con una chaqueta de tweed y mechones entrecanos a ambos lados de la calva. Las hojas secas se arremolinaban a su alrededor y formaban una alfombra que le permitía avanzar sin tocar el suelo. Se ajustó las gafas con nerviosismo y miró fijamente a Jared.

Un hombre con una chaqueta de tweed.

Un hombre con una chaqueta de tweed.

Al chico se le escapó una sonrisa. Arthur Spiderwick era idéntico al retrato que colgaba en la biblioteca. Todo iría bien. Su tío bisabuelo le explicaría lo que debía hacer, y sus problemas se solucionarían.

—Tío Arthur —comenzó—, soy Jared.

—Dudo que pueda ser tu tío, muchacho —replicó Arthur con frialdad—. Hasta donde yo sé, mi hermana no tiene hijos.

—Bueno, en realidad eres mi tío bisabuelo —dijo Jared, sintiéndose inseguro de repente—. Pero eso no importa.

—Eso es absurdo.

Las cosas no marchaban en absoluto como habían imaginado.

—Has estado ausente mucho tiempo —explicó Jared eligiendo las palabras con cuidado.

Arthur frunció el ceño.

—Unos meses, tal vez.

Dedalete salió de su escondrijo y subió al hombro de Jared.

—Escucha al chico, dice la verdad; no podemos perder un segundo más —dijo en voz muy alta.

Arthur bajó la vista hacia el duende y pestañeó.

—¡Hola, viejo amigo! ¡Te he echado de menos! ¿Cómo está mi Lucy? ¿Y mi esposa? ¿Querrás darles un mensaje de mi parte?

—¡Escucha! —lo cortó Jared—. Mulgarath ha capturado a mi madre, y tú eres el único que sabe qué hay que hacer.

—¿Yo? —preguntó Arthur—. ¿Por qué iba a saberlo? —Se subió las gafas—. Supongo que mi consejo sería que... Un momento, ¿cuántos años tienes?

—Nueve —respondió Jared, temblando al imaginarse lo que vendría a continuación.

—Te diría que debes ponerte a salvo y dejar que tus mayores se ocupen de esas criaturas tan peligrosas.

—¿Es que no me has oído? —gritó Jared—. ¡MULGARATH HA CAPTURADO A MI MADRE! ¡NO PUEDO ACUDIR A MIS MAYORES!

—Entiendo —asintió Arthur—. Sin embargo, debes...

—¡No, no lo entiendes! —Jared no podía contenerse. Sentía un gran alivio al poder gritarle a alguien por fin—. ¡Ni siquiera sabes cuánto tiempo has pasado aquí! ¡Ahora Lucinda es mayor que tú! No sabes nada.

Arthur abrió la boca como para decir algo pero la cerró de inmediato. Aunque estaba pálido y tembloroso, a Jared no le daba mucha pena. Las lágrimas de rabia que se esforzaba por reprimir le escocían en los ojos. Al otro lado del círculo de hongos, la hoja seca se acercaba cada vez más al suelo.

—Mulgarath es un ogro muy peligroso —dijo Arthur en voz baja, sin mirar a Jared—. Ni siquiera los elfos saben cómo detenerlo.

—Además, tiene un dragón —añadió Jared.

Arthur levantó la mirada con súbito interés.

—¿Un dragón? ¿En serio? —Se encorvó y sacudió la cabeza—. No puedo decirte cómo debes enfrentarte a todo eso. Lo siento; sencillamente... no lo sé.

Jared quería suplicarle, exigirle, pero no le salían las palabras.

Arthur se acercó un paso hacia él y le habló con mucha suavidad.

—Muchacho, si yo siempre supiese qué hacer, ¿crees que estaría aquí, prisionero de los elfos, condenado a no volver a ver a mi familia?

—Supongo que no —respondió Jared con los ojos cerrados.

La hoja había llegado a la altura de su cabeza. Faltaba poco para que el tiempo se agotase.

—No está en mi mano darte una solución —murmuró Arthur—. Todo lo que puedo ofrecerte es información. Ojalá pudiera hacer algo más. —Tras una pausa agregó—: Los trasgos se mueven en manadas pequeñas, normalmente de no más de diez. Siguen a Mulgarath porque lo temen; de lo contrario nunca verías a tantos trasgos juntos. Si él no se impusiese, ellos enseguida empezarían a pelearse entre sí. Pero incluso a pesar de su autoridad, lo más seguro es que no estén muy bien organizados.

»Por lo que respecta a los ogros, Mulgarath es un ejemplar típico. Domina la técnica de cambiar de forma, y es astuto, taimado y cruel. Los ogros suelen tener una debilidad que quizá te sea útil: son vanidosos y muy dados a alardear.

—¿Como en el cuento del Gato con Botas? —preguntó Jared.

—Exactamente. — A Arthur le brillaron los ojos—. Los ogros tienen un gran concepto de sí mismos y quieren que los demás también lo tengan. Les encanta escucharse mientras hablan. Por otro lado, toda protección convencional, como esas prendas que llevas, resultan insuficientes para resistir su ataque. Son demasiado poderosos.

»En cuanto a los dragones... bueno, debo confesar que todo lo que sé de ellos procede de las observaciones de otros investigadores.

—¿Otros investigadores? ¿Significa eso que hay otras personas que se dedican a estudiar a los seres sobrenaturales?

Arthur asintió en silencio.

—Por todo el mundo. ¿Sabías que hay seres sobrenaturales en todos los continentes? Varían de un lugar a otro, por supuesto, tal como sucede con los animales. Pero me estoy yendo por las ramas.

»El dragón es probablemente del subtipo célebre europeo, el más común en esta región. Es extremadamente venenoso. Recuerdo haber leído el caso de un dragón que se alimentaba de leche de vaca... Llegó a ser enorme, y su ponzoña lo envenenaba todo, abrasaba la hierba y contaminaba el agua.

—¡Un momento! —exclamó Jared—. El agua de nuestro pozo te abrasa en la boca cuando la bebes.

«Mala señal.»

«Mala señal.»

—Mala señal. —Arthur exhaló un hondo suspiro y sacudió la cabeza—. Los dragones son ágiles, pero es posible matarlos como a cualquier otra criatura. La dificultad, por supuesto, reside en el veneno. Su potencia aumenta conforme el dragón crece, por lo que hay muy pocos seres lo bastante rápidos y valientes para enfrentarse a un dragón tal como la mangosta ataca a la cobra.

Jared echó un vistazo a la hoja: estaba a punto de tocar el suelo. Arthur siguió su mirada.

—El tiempo que nos queda para hablar casi ha terminado. ¿Podrías darle un recado a Lucinda de mi parte?

—Claro. Lo que quieras —asintió Jared.

—Dile... —Sin embargo, las palabras de Arthur quedaron ahogadas bajo el remolino de hojas que lo ocultó a la vista. El torbellino se elevó, y cuando se hubo alejado, ya no había nadie. Jared buscó a la elfa con la vista, pero ella también había desaparecido.

«Ahora te toca a ti fiarte de nosotros»

«Ahora te toca a ti fiarte de nosotros»

Cuando Jared salió de los límites del claro, vio a Byron escarbando en la tierra. Simon, montado sobre su lomo, acariciaba al grifo para apaciguarlo. Detrás de él, Mallory empuñaba en alto la espada élfica, que resplandecía al sol. Cerdonio, sentado sobre el cuello de la bestia, ofrecía un aspecto de lo más lastimoso.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Jared—. Pensaba que habíais dicho que confiabais en mí.

—Pero si confiamos en ti —repuso Mallory—. Por eso te hemos esperado aquí en lugar de irrumpir en el claro para sacarte a rastras.

—Incluso hemos pensado un plan. — Simon levantó la cuerda que tenía en la mano—. Vámonos. Nos contarás lo que te han dicho los elfos en el camino.

—Bueno —terció Mallory—. Ahora te toca a ti fiarte de nosotros.