CAPÍTULO DOS

¿Qué hacéis ahí parados, papirotes? —chilló Cerdonio—. ¡Echadme una mano!

Con la espalda contra una chimenea, se sujetaba con una mano el abrigo bajo el que ocultaba algo, mientras blandía amenazadoramente con la otra un tirachinas descargado.

—¿Cerdonio? —Jared sonrió al ver al trasno, pero de pronto se detuvo, con el ceño fruncido—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Simon se había interpuesto entre Cerdonio y el grifo e intentaba aplacar a la fiera a gritos. Byron volvió su cabeza de halcón a un lado y luego rascó la pizarra del tejado con las garras, como si fuese más felino que ave. A Jared le pareció que el grifo creía que todo aquello era un nuevo juego.

Cerdonio vaciló, con la vista clavada en Jared.

—No sabía que ésta era vuestra casa hasta que apareció el grifo.

—¿Tú los has ayudado a capturar a mamá? —Jared notó que el rostro se le congestionaba—. ¿A poner la casa patas arriba y matar los animales de Simon?

Dio dos pasos hacia Cerdonio, con los puños apretados. Se había fiado de él. Incluso le había caído bien. Y ahora el trasgo los había traicionado. Sentía tanta rabia que notaba un zumbido en los oídos y apenas podía pensar.

—Yo no he matado a nadie.

Cerdonio se abrió el abrigo ligeramente, dejando al descubierto una bola de pelo color naranja.

—¡Kitty! —exclamó Simon, distraído por la visión del gatito.

En ese momento, Byron se abalanzó hacia delante, esquivando a Simon, y aprisionó el brazo del trasgo con el pico.

—¡Aaaaaaayyy! —aulló Cerdonio.

Con un maullido, el gato saltó al tejado.

—¡Byron, no! —gritó Simon—. ¡Suéltalo!

El grifo agitó la cabeza, zarandeando a Cerdonio. Los alaridos del trasgo sonaron más fuertes.

—¡Haz algo! —exclamó Jared, presa del pánico.

Simon se acercó al grifo y le propinó un manotazo en el pico.

—¡NO! —bramó.

—¡Jolín, Simon, no hagas eso! —le advirtió Mallory llevándose la mano a la espada.

Pero en vez de atacar, el grifo dejó de sacudir a Cerdonio y se quedó mirando a Simon, alarmado.

«Lo siento, alfandoques.»

«Lo siento, alfandoques.»

—¡Suéltalo! —repitió éste, apuntando con el dedo al tejado de pizarra.

Cerdonio forcejeaba en vano, metiéndole los dedos en la nariz a Byron y tratando de morderle el cuello emplumado con sus inofensivos dientecillos. El grifo no le prestaba atención, pero tampoco hizo el menor ademán de soltarlo.

—Ten cuidado —le advirtió Jared a su hermano—. Más vale que se coma a Cerdonio antes que a nosotros.

—¡Noooo! Lo siento, alfandoques —gimió Cerdonio sin dejar de retorcerse—. No lo he hecho a propósito, en serio. ¡Sacadme de aquí! ¡Socooooorro!

—Jared, sujeta a Cerdonio, ¿vale? —le indicó Simon.

Jared asintió con la cabeza y se acercó cautelosamente. Desde esa distancia, le llegaba el olor del grifo; un olor salvaje, como el que despide el pelaje de un gato.

Simon agarró el pico de Byron por arriba y por abajo con las dos manos y empezó a abrírselo.

—Bueeeen chico —lo calmaba mientras tanto—. Eso es. Suelta al trasgo.

—¡Trasno! —lo corrigió Cerdonio.

—¿Te has vuelto loco? —le chilló Mallory a su hermano. El grifo se volvió bruscamente hacia ella, tumbando a Simon de espaldas—. Lo siento —añadió ella, en voz mucho más baja.

Jared agarró a Cerdonio por las piernas.

—Lo tengo.

—Oye, cagarrache, no nos pondremos ahora a jugar a tira y afloja con mi cuerpo, ¿verdad? ¿Eh?

Jared se limitó a sonreír con malicia. Simon trató de nuevo de abrirle el pico a Byron por la fuerza.

—Mallory, ven y ayúdame. Sujétale la parte de abajo del pico, mientras yo le sujeto la parte de arriba.

Ella cruzó con cuidado la vertiente inclinada del tejado. El grifo le lanzó una mirada inquieta.

—Cuando yo te lo diga, tira con fuerza —le dijo Simon—. ¡Ahora!

Juntos intentaron separar las mandíbulas del grifo. Los dedos de Mallory se deslizaron hasta el interior de la boca de Byron mientras ella se esforzaba por abrírsela, tirando con todo su peso, casi hasta el punto de colgarse del grifo. Byron se resistía, pero de pronto cedió, abriendo la boca y dejando caer por completo a Cerdonio en brazos de Jared. Éste perdió el equilibrio, se tambaleó hacia atrás sobre las tejas y soltó a Cerdonio, buscando desesperadamente un sitio de donde agarrarse. El trasgo resbaló también y desprendió con los pies la teja a la que Jared se aferraba. El muchacho se deslizó hasta el borde del tejado, donde se asió al canalón antes de precipitarse desde lo alto.

Simon y Mallory se quedaron mirándolo con los ojos muy abiertos. Jared tragó saliva. Mientras sus hermanos se acercaban para ayudarlo a encaramarse de vuelta al tejado, él se percató de que Cerdonio salía disparado hacia la ventana abierta.

—¡Se escapa! —gritó Jared, intentando auparse. Su codo se hundió entre las hojas secas y el barro que obstruían el canalón.

—Olvídate de ese estúpido trasgo —repuso Mallory—. Agárrate a mí.

Lo izaron sobre el borde del tejado. Tan pronto como estuvo de nuevo en pie, Jared echó a correr detrás de Cerdonio, seguido de cerca por Mallory y Simon. Bajaron ruidosamente las escaleras.

Cerdonio yacía despatarrado en el pasillo que conducía a las habitaciones de los chicos, mientras un hilo amarillo se enrollaba por sí mismo en torno a él. Jared observó boquiabierto el hilo, que finalmente se ató formando un lazo.

De pronto, Dedalete se subió de un salto sobre la cabeza de Cerdonio.

—Os ayudaré a combatir contra este ser. Es lo menos que puedo hacer.

«¡Se escapa!»

«¡Se escapa!»

Jared paseó la vista desde el hilo hasta Dedalete.

—¡No sabía que supieras hacer eso!

Entonces se acordó del modo en que los cordones de sus zapatos se habían atado entre sí, aparentemente por sí solos, y de repente lo entendió todo.

El duendecillo sonrió de oreja a oreja.

—No basta con no ser visto para dejarlo todo listo.

—¡Eh! — chilló Cerdonio —. ¡Quitadme este gorgojo chiflado de encima! ¡Yo no estaba huyendo de vosotros, sino de ese monstruo mangón que hay en el tejado!

—Cállate —ordenó Mallory.

—No hagáis caso a este trasgo —dijo Dedalete—. Algo avieso tiene en el seso.

—Este duende currutaco tiene un pico de oro —observó Cerdonio.

—Y ahora vas a decirnos todo lo que sabes o te embadurnaremos de ketchup y te llevaremos de vuelta al tejado —lo amenazó Jared.

Estaba tan furioso que en ese momento hablaba completamente en serio.

Dedalete saltó a la pata de una mesa de centro tumbada.

—Algo peor que eso merece este trasgo tan perverso. No, lo echaremos a las ratas para que le muerdan las patas, le coman los ojos y le roan la nariz hasta dejársela chata. Te arrancaremos los dedos con nuestros propios dientes, y no pararemos hasta que confieses.

Simon empalideció, pero no abrió la boca. Cerdonio se retorció entre sus ataduras.

—Os diré todo lo que queráis saber, bruscos botarates. ¡No hay por qué amenazarme!

—¿Dónde está mamá? —inquirió Jared—. ¿Adónde se la han llevado?

—La guarida de Mulgarath está en el depósito de chatarra de las afueras. Con las basuras se ha construido un palacio, que está custodiado por su ejército de trasgos, además de otros seres. No seas cabeza de calabaza; jamás podréis entrar ahí.

—¿Cuáles son los otros seres que custodian el palacio? —quiso saber Jared.

—Dragones —respondió Cerdonio—. En su mayoría dragones pequeños.

—¿Dragones? —repitió Jared, horrorizado.

En el cuaderno de campo de Arthur se mencionaba a estas criaturas, aunque el propio Arthur nunca los había visto. Todo lo que sabía de ellos lo había oído de boca de otras personas. Aun así, las descripciones de los dragones eran escalofriantes: su mordedura venenosa, sus dientes afilados como puñales, sus cuerpos ágiles y veloces como látigos...

—¿Y tú formabas parte del ejército de trasgos de Mulgarath? —preguntó Mallory, entornando los ojos.

—¡No tenía opción! —se justificó Cerdonio—. ¡Todo el mundo estaba alistándose! ¿Qué querías que hiciera yo, merolica?

—¿Qué les contaste que les había pasado a los otros trasgos con los que estabas antes? —preguntó Jared.

—¿Los otros trasgos? —exclamó Cerdonio—. ¡Por última vez, petimetre, soy un trasno! ¡Es como si llamaras estornino a una vaca!

Jared suspiró.

—Bueno, ¿qué les contaste?

Cerdonio puso los ojos en blanco.

—¿Qué esperabas que les contara, mameluco? Les conté que un trol se los había zampado, ni más ni menos.

—Si te desatamos, ¿nos llevarás al depósito de chatarra? —le propuso Mallory.

—Seguramente ya es demasiado tarde —gruñó Cerdonio.

—¿Cómo dices? —Jared frunció el entrecejo.

—Sí —rectificó Cerdonio—. ¡Sí! Os llevaré. ¿Estáis contentos, chiquilicuatres? Todo con tal de no tener que volver a ver a ese grifo.

—Pero, Jared —terció Simon, esbozando una sonrisa—, llegaríamos mucho más deprisa si fuéramos volando.

—¡Eh, un momento! —protestó Cerdonio—. ¡Eso no formaba parte del trato!

—Necesitamos un plan —dijo Mallory, apartándose del trasgo y bajando la voz—. ¿Cómo vamos a derrotar a un ejército de trasgos, un dragón y un ogro que cambia de forma?

—Tiene que haber algo... —reflexionó Jared, siguiéndola— algún punto débil...

Las páginas del cuaderno de campo de Arthur que había memorizado empezaban a borrarse de su mente y cada vez tenía más lagunas. Intentó concentrarse, rememorar cualquier detalle que pudiera serles útil.

—Lástima que ya no tenemos el cuaderno de campo. —Simon se quedó mirando las peceras rotas como tratando de buscar una respuesta entre los fragmentos de vidrio.

—Pero sabemos dónde está Arthur —intervino Jared pausadamente, trazando un plan en su cabeza—. Podríamos preguntárselo a él.

—¿Y se puede saber cómo vamos a hacer eso? —preguntó Mallory, con una mano en la cintura.

—Les pediré a los elfos que me lleven hasta él —contestó Jared, como si fuera una propuesta de lo más razonable.

Mallory abrió mucho los ojos, sorprendida.

—La última vez que vimos a los elfos, no estaban en un plan muy amistoso que digamos.

—Es cierto, querían encerrarme bajo tierra para siempre —señaló Simon.

—Tenéis que confiar en mí —dijo Jared despacio—. Puedo hacerlo. Me prometieron que nunca volverían a retenerme allí contra mi voluntad.

—Pero si yo confío plenamente en ti —repuso Mallory—; es de los elfos de quienes no me fío, y tú tampoco deberías hacerlo. Te acompaño.

Jared negó con la cabeza.

—No hay tiempo. Sonsácale a Cerdonio todo lo que sepa acerca de Mulgarath. Yo regresaré tan pronto como pueda. —Bajó la vista hacia el duendecillo—. Me llevaré a Dedalete conmigo... si es que quiere venir.

—Creía que tenías que ir tú solo —señaló Simon.

—Tengo que ser el único humano —precisó Jared, sin apartar la mirada de Dedalete.

—Hace muchos años que no salgo de casa. —Dicho esto, Dedalete se acercó al borde de la silla y dejó que Jared lo colocara en la capucha de su sudadera—. Ya va siendo hora de que tenga agallas.

Se marcharon antes de que Simon o Mallory pudieran disuadirlos. Cruzaron la calle en dirección a la arboleda de los elfos. El cielo del mediodía se había teñido de un azul brillante y despejado. Jared se dio prisa, ante el temor de que no les quedase mucho tiempo.