13

Reparación del daño

Con delicadeza! – susurró Fret bruscamente, sin quitar ojo de las manos de Drizzt mientras el drow rascaba y desprendía el emplasto seco que había alrededor del cuello de la estatuilla de la pantera-. ¡Oh, ten cuidado!

¡Pues claro que tenía cuidado! Más de lo que el drow había tenido jamás al hacer cualquier cosa. Por importante que pareciera ser la figurilla para Fret, era cien veces más importante para Drizzt, que amaba a su compañera felina. Nunca se había encargado de una tarea tan crítica, ni con su ingenio ni con sus armas. En estos momentos, estaba utilizando la delicada herramienta que Fret le había dado, una fina varita plateada con un extremo plano y la punta ligeramente doblada como un gancho.

Otro fragmento de emplasto se desprendió; el cuello de la pantera tenía ya más de un centímetro de su circunferencia limpio de la seca sustancia. Y no se veía fisura alguna, advirtió Drizzt, esperanzado. El emplasto había unido la estatuilla de ónice tan perfectamente que no se apreciaba dónde se había producido la rotura.

Drizzt domeñó el entusiasmo, consciente de que lo conduciría, inevitablemente, a trabajar con precipitación. Tenía que tomárselo con calma. La circunferencia del cuello de la figurilla medía sólo unos cuantos centímetros, pero Drizzt calculaba -y Fret coincidía con él- que la tarea le ocuparía toda la mañana.

El vigilante drow se apartó un poco de la estatuilla para que Fret pudiera ver la zona limpia. El pulcro enano hizo un gesto de asentimiento a Drizzt después de revisar el trabajo, incluso esbozó una sonrisa esperanzada. Fret confiaba en la magia de la dama Alustriel y en su habilidad para enmendar la tragedia.

Tras dar a Drizzt una palmadita en el hombro, el enano se apartó y el drow reanudó su trabajo, lenta y delicadamente, desprendiendo pizca a pizca.

A mediodía, el cuello estaba limpio de emplasto. Drizzt giro la estatuilla entre sus manos, examinando la zona donde había estado la rotura, y no apreció ninguna fisura o residuo del emplasto que indicara que la figurilla hubiera estado dañada. La agarró por la cabeza y, tras inhalar lenta y profundamente, la sostuvo en vilo, con toda la presión de su peso centrada en el área del corte.

Aguantó. Drizzt sacudió la mano, arriesgándose a que volviera a romperse, pero no lo hizo.

–La unión será tan fuerte como cualquier otra zona de la figurilla -aseguró Fret al drow-. Ten la seguridad de que está intacta de nuevo.

–Conforme -contestó Drizzt-. Pero ¿qué pasa con su magia? – Fret no tenía respuesta para eso-. El verdadero reto será enviar a Guenhwyvar al plano astral. – O llamarla de vuelta aquí -añadió Fret. Drizzt sintió una punzada ante esa idea. El pulcro enano tenía razón. Quizá conseguiría abrir un túnel que permitiera a Guenhwyvar regresar a su hogar sólo para descubrir que había perdido a la pantera para siempre. Con todo, Drizzt ni siquiera se planteó el conservar al animal a su lado. El estado de Guenhwyvar se había estabilizado -al parecer, la pantera podía permanecer en el plano material indefinidamente-, pero el gran felino no gozaba de buena salud ni de ánimos. Aunque no parecía correr el riesgo de morir, Guenhwyvar se encontraba en un estado de perpetuo agotamiento, fláccidos los músculos de sus antaño lustrosos flancos, y los ojos cerrados a menudo ya que la pantera intentaba encontrar desesperadamente el necesario reposo del sueño.

–He de enviar a Guenhwyvar a su hogar -dijo Drizzt con determinación-. Mi vida no será lo mismo si no puedo hacer que vuelva conmigo, pero su bienestar está ante todo. Con la estatuilla en la mano, Drizzt y el enano se encaminaron a la habitación del drow. Como siempre, Guenhwyvar estaba tumbada en la alfombra que había frente a la chimenea, absorbiendo el calor del brillante rescoldo. Drizzt no vaciló. Se plantó delante de la pantera, que alzó la cabeza perezosamente para mirarlo, y colocó la estatuilla en el suelo, frente al animal.

–La dama Alustriel y el buen Fret, aquí presente, han venido en tu ayuda, Guenhwyvar -anunció el drow. La voz le tembló un poco cuando intentó continuar al comprender que quizás ésta era la última vez que veía a su amiga.

La pantera percibió su inquietud, y, con gran esfuerzo, consiguió sentarse, de manera que su cabeza quedó a la altura de la de Drizzt.

–Vuelve a casa, amiga mía -musitó el vigilante-. Ve.

La pantera vaciló y miró fijamente a Drizzt como intentando discernir el motivo de su evidente desasosiego. Guenhwyvar también tuvo la sensación -por Drizzt, no por la estatuilla, que parecía estar intacta otra vez- de que ésta podía ser la separación definitiva de amigos muy queridos.

Pero el felino no tenía poder de decisión en el asunto. En su estado de agotamiento, Guenhwyvar era incapaz de hacer caso omiso de la llamada de la magia aunque lo intentara. Temblorosa, la pantera se puso de pie y caminó alrededor de la figurilla.

Drizzt se sintió emocionado y asustado por igual cuando la forma de Guenhwyvar empezó a difuminarse en una niebla gris hasta disiparse completamente.

Cuando el felino hubo desaparecido, Drizzt recogió la estatuilla y cobró ánimos al no percibir calor alguno en ella y comprobar que, aparentemente, lo que quiera que había fallado la última vez que había intentado enviar a Guenhwyvar al plano astral no se repetía. Comprendió de repente qué necio había sido, y miró a Fret con los ojos, color violeta, desorbitados por el pánico.

–¿Qué ocurre? – preguntó el enano.

–¡No tengo la espada de Catti-brie! – susurró con la voz enronquecida-. Si el paso al plano astral no está despejado…

–La magia vuelve a funcionar bien -respondió Fret al punto mientras le daba unas palmaditas en la mano-. En la figurilla y en todo el mundo. La magia ha vuelto a funcionar.

Drizzt apretó la estatuilla contra su pecho. No tenía idea de dónde se encontraba Catti-brie, y sabía que tenía la espada con ella. Lo único que podía hacer era cruzar los dedos, esperar y confiar en que todo saliera bien.

Bruenor estaba sentado en el trono, con Regis a su lado, y el halfling parecía mucho más excitado que el rey enano. Regis ya había visto a los visitantes que pronto le serían anunciados a Bruenor, y al curioso halfling siempre lo alegraba ver a los extraordinarios Harpel de Longsaddle. Eran cuatro los que habían venido a Mithril Hall; cuatro hechiceros que podían jugar un importante papel en la defensa de la fortaleza enana… si es que antes no la destruían por descuido.

Era la clase de riesgo que se corría cuando se contaba con los Harpel.

Los cuatro entraron atropelladamente en el salón del trono, a punto de arrollar al pobre enano que había pasado primero para anunciarlos. Uno de ellos era Harkle, por supuesto, y llevaba un vendaje alrededor de la cara, puesto que sus ojos estaban ya en Mithril Hall. El que lo guiaba era el rechoncho Regweld, que había entrado en el vestíbulo exterior montado en un curioso corcel, cuya parte anterior tenía apariencia de caballo mientras que la posterior tenía las patas traseras y el lomo más semejantes a los de una rana. Regweld, muy apropiadamente, le había puesto de nombre Saltacharcas.

Bruenor y Regis no conocían al tercer Harpel, y el hechicero no se presentó a sí mismo, sino que se limitó a soltar un gruñido bajo al tiempo que saludaba con una inclinación de cabeza.

–Soy Bella don DelRoy Harpel -anunció el cuarto miembro de la familia, una joven muy menuda y bastante bonita, con la salvedad de que cada ojo miraba en distinta dirección. Los iris eran de color verde, pero uno brillaba con una vehemente luz interior, en tanto que el otro estaba apagado y opaco. En Bella, sin embargo, esta anomalía parecía mejorar su apariencia, dar a sus bonitos rasgos un cierto aspecto exótico.

Bruenor reconoció uno de los apellidos dados por la joven, y dedujo que, probablemente, Bella era el líder del grupo.

–¿Hija de DelRoy, el cabecilla de Longsaddle? – preguntó el enano, a lo que la menuda mujer respondió con una reverencia tan profunda que su reluciente y rubia melena casi barrió el suelo.

–Saludos de Longsaddle, octavo rey de Mithril Hall -dijo Bella cortésmente-. Tu llamada no fue desoída.

«Una lástima», pensó Bruenor, aunque tuvo el tacto de guardar el comentario para sí mismo.

–Me acompañan…

–Harkle y Regweld -la interrumpió Regis, que conocía a los dos muy bien de su estancia en Longsaddle-. ¡Bienvenidos! Me alegra ver que tus experimentos con cruces de caballo y rana han tenido éxito.

–¡Es Saltacharcas! -respondió con alegría el habitualmente melancólico Regweld.

¡Aquel nombre prometía un espectáculo que a Regis le encantaría presenciar!

–Soy hija de DelRoy -dijo Bella con un tono bastante cortante mientras miraba con fijeza al halfling-. Te ruego que no me interrumpas otra vez o te convertiré en algo que a Saltacharcas le encantaría comerse.

El brillo chispeante de su ojo bueno mientras hablaba hizo comprender a Regis que la amenaza no iba en serio. De todas formas, tomó en cuenta la advertencia, dominado por el súbito deseo de ganarse la simpatía de Bella. El halfling calculó que la estatura de la joven no llegaba al metro y medio, y que era de constitución rellenita; una especie de versión del propio Regis un poco más grande… salvo por el detalle de que no había equívoco posible respecto a sus atributos femeninos. Al menos, no para el halfling.

–Mi tercer compañero es Bidderdoo -continuó Bella.

El nombre les sonaba extrañamente familiar a Bruenor y a Regis; sus dudas se despejaron cuando Bidderdoo respondió a la presentación con un ladrido.

Bruenor gimió; Regis batió palmas y se echó a reír. Cuando habían pasado por Longsaddle en su viaje a la búsqueda de Mithril Hall, Bidderdoo, a causa de una poción mala, se había convertido en el perro de la familia Harpel.

–La transformación no es completa todavía -se disculpó Bella mientras daba un revés a Bidderdoo para recordarle que volviera a meter la lengua en la boca.

Harkle carraspeó sonoramente y rebulló azogado. – Oh, por supuesto -dijo Bruenor inmediatamente, cogiendo la indirecta.

El rey enano lanzó un penetrante silbido, y uno de sus ayudantes salió de una habitación contigua llevando los globos oculares del hechicero, uno en cada mano. Hay que decir en su favor que el enano intentaba mantenerlos lo más equilibrados posible y ambos apuntados en dirección a Harkle.

–¡Oh, qué estupendo es volver a verme! – exclamó el hechicero, y giró sobre sus talones. Siguiendo lo que podía ver, empezó a partir de sí mismo, o de sus ojos, o de la pared trasera, en realidad, y la puerta por la que sus compañeros y él habían entrado-. ¡No, no! – gritó y dio un giro completo intentando orientarse, cosa nada fácil de conseguir al estar viéndose a sí mismo desde el lado opuesto de la habitación. Bruenor gimió otra vez.

–¡Es tan desconcertante! – comentó Harkle, exasperado, mientras Regis lo agarraba e intentaba girarlo en la dirección correcta-. ¡Ah, sí! – dijo el hechicero, y de nuevo se volvió hacia el lado equivocado, encaminándose hacia la puerta. – ¡Al otro lado! – gritó, frustrado, Regis. Bruenor agarró al asistente enano y cogió los ojos, que enfocó directamente hacia su propio semblante ceñudo. Harkle gritó. – ¡Eh! – rugió Bruenor-. Date media vuelta. Harkle se tranquilizó e hizo lo que le decía, poniéndose de frente a Bruenor una vez más.

Bruenor miró a Regis, soltó una risita, y arrojó uno de los ojos en dirección a Harkle; una fracción de segundo después lanzó el otro con un brusco giro de muñeca que hizo que el globo ocular rotara mientras volaba por el aire. Harkle chilló de nuevo y se desmayó. Regwled cogió uno de los ojos; Bidderdoo se lanzó tras el otro para atraparlo con la boca. Por suerte, Bella se le anticipó. Sin embargo, la joven falló y el ojo rebotó en su brazo, cayó al suelo y rodó.

–¡Eso ha estado muy mal, rey enano! – lo reprendió la hija de DelRoy-. Ha sido… -No pudo aguantar el tipo y pronto sus carcajadas se unían a las de sus compañeros, bien que las risas de Bidderdoo sonaban más como un gañido. Regis se sumó a la algazara, y también Bruenor, aunque sólo unos segundos. El rey enano no podía olvidar el hecho de que estos chiflados hechiceros quizá serían la única defensa mágica contra un ejército de elfos oscuros. No era una perspectiva agradable.

Al día siguiente, Drizzt se encontraba fuera de Mithril Hall al amanecer. Había visto una lumbre de campamento en la montaña la noche anterior y supo que era Catti-brie. Todavía no había intentado llamar a Guenhwyvar y resistió el apremiante deseo que lo asaltaba ahora, recordándose que a los problemas había que hacerles frente uno por uno.

El inmediato era Catti-brie, o, más concretamente, su espada.

Encontró a la joven al pasar un recodo del camino, cruzando por el umbroso hueco entre dos grandes peñascos. Estaba casi directamente debajo de él, en un pequeño y llano claro desde el que se divisaba el terreno, vasto y ondulado, al este de Mithril Hall. Con el sol asomando por el horizonte justo detrás de la joven, Drizzt sólo distinguía su silueta. Se movía con gracilidad mientras realizaba ejercicios de práctica con su espada, dirigiéndola en trayectorias lentas y amplias por delante y sobre ella. Drizzt se paró y observó con gesto aprobador tanto la gracia como la perfección de las evoluciones de la mujer. Él le había enseñado a hacerlo y, como siempre, Catti-brie había aprendido bien. Drizzt pensó que podría ser su propia sombra, por lo perfectos y sincronizados que eran sus movimientos.

La dejó continuar, no sólo por la importancia de esta práctica, sino porque disfrutaba viéndola.

Por fin, al cabo de unos veinte minutos, Catti-brie inhaló hondo y levantó los brazos, desperezándose y gozando del sol naciente.

–Bien hecho -la felicitó Drizzt mientras se acercaba a ella.

La joven se sobresaltó al oírlo y giró veloz sobre sus talones, un tanto turbada y molesta, para mirar al drow.

–Deberías avisar antes de aparecer de repente ante una chica-dijo.

–Topé contigo por casualidad -mintió Drizzt-, aunque, al parecer, ha sido una coincidencia afortunada.

–Vi a los Harpel entrar en Mithril Hall ayer -comentó Catti-brie-. ¿Has hablado con ellos?

–Ahora no son importantes -explicó el drow mientras sacudía la cabeza en un gesto de negación-. Tengo que hablar contigo.

Su actitud era seria. Catti-brie hizo intención de envainar su espada, pero la mano de Drizzt se alzó para detenerla.

–He venido por la espada -explicó.

–¿Por Khazid'hea? -preguntó la joven, sorprendida.

–¿Qué? – inquirió el drow, aún más sorprendido que ella.

–Ése es su nombre -explicó Catti-brie mientras sostenía la excelente hoja frente a sí; su agudo filo brillaba rojizo una vez más-. Khazid'hea.

Drizzt conocía esa palabra, ¡un término drow! Significaba «cercenar» o «cercenadora», y aparentemente era un nombre muy apropiado para un acero que podía hender la piedra. Pero ¿cómo podía saberlo Catti-brie? La expresión en el semblante del drow planteó la pregunta tan claramente como lo hubieran hecho sus palabras.

–¡La espada me lo dijo! – repuso Catti-brie.

Drizzt asintió con la cabeza, tranquilizado. No debería haberse sorprendido tanto; después de todo, sabía que la espada tenía vida propia.

Khazid'hea -convino el drow. Desenvainó a Centella, la hizo dar media vuelta sobre su mano y la presentó, con la empuñadura por delante, a Catti-brie.

La joven miró fijamente el arma ofrecida, sin entender su intención.

–Un trueque justo -explicó Drizzt-. Centella por Khazid'hea.

–Tú prefieres las cimitarras -dijo Catti-brie.

–Aprenderé a utilizar una cimitarra y una espada en armonía -contestó Drizzt-. Acepta el cambio. Khazid'hea pidió que fuera yo quien la manejara, y la complaceré con gusto. Es justo que la espada y yo estemos unidos.

La expresión de Catti-brie pasó de la sorpresa a la incredulidad. ¡No podía creer que Drizzt le pidiera esto! Había pasado días -¡semanas!– sola en las montañas, practicando con esta espada, conectando con su inusual inteligencia, intentando establecer un vínculo.

–¿Has olvidado el episodio en mi cuarto? – preguntó Drizzt con cierta crueldad.

La joven se sonrojó profundamente. Por supuesto que no lo había olvidado; jamás lo olvidaría. Ni lo estúpida que se sintió cuando comprendió cómo se había arrojado -o al menos cómo lo había hecho la espada utilizando su cuerpo- en brazos de Drizzt.

–Dame la espada -instó el drow firmemente mientras balanceaba la empuñadura de Centella frente a la aturdida joven-. Es justo que estemos unidos.

Catti-brie agarró a Khazid'hea con actitud defensiva. Cerró los ojos y se meció ligeramente; Drizzt tuvo la impresión de que estaba comunicándose con el arma, escuchando sus sensaciones.

Cuando abrió los ojos de nuevo, Drizzt tendió la otra mano hacia la espada y, para sorpresa y satisfacción del drow, la punta del arma se alzó bruscamente, apartándole la mano y obligándolo a retroceder.

–¡La espada no te quiere! – gruñó Catti-brie con fiereza.

–¿Vas a asestarme un golpe? – inquirió Drizzt, y su pregunta calmó a la joven.

–Ha sido sólo una reacción -balbució, intentando disculparse.

«Sólo una reacción», repitió Drizzt para sus adentros, pero era exactamente la clase de respuesta que había esperado ver. La espada estaba dispuesta a defender el derecho de la mujer a manejarla; lo había rechazado en favor de su legítima dueña.

En un abrir y cerrar de ojos, Drizzt invirtió la posición de Centella y la volvió a enfundar. Su sonrisa reveló a Catti-brie la verdad de su encuentro.

–Era una prueba -dijo-. ¡Acabas de ponerme a prueba!

–Era preciso.

–En ningún momento pensaste quedarte con Khazid'hea -continuó la joven, subiendo el tono a medida que crecía su ira-. Aun en el caso de que hubiese aceptado tu oferta…

–La habría cogido -respondió Drizzt con sinceridad-. Y la habría colocado como pieza de exposición en un lugar seguro en la Sala de Dumathoin.

–Y habrías recuperado a Centella -bufó Catti-brie-. ¡Drow mentiroso!

Drizzt consideró sus palabras; luego se encogió de hombros y asintió, admitiendo el razonamiento de la joven.

Catti-brie frunció los labios en una mueca insolente y sacudió la cabeza, echando hacia atrás la espesa melena cobriza.

–La espada sabe que ahora soy la mejor -dijo, y su tono sonaba sincero.

Drizzt se echó a reír.

–¡Vamos, saca tus armas! – bufó la joven mientras se aprestaba a la lucha-. ¡Déjame demostrarte lo que mi espada y yo podemos hacer!

Drizzt sonreía de oreja a oreja cuando desenvainó las cimitarras. Sabía que ésta sería la prueba definitiva y más crucial para comprobar si Catti-brie tenía realmente bajo control a la espada.

El sonido de metal al chocar se alzó en el claro aire matinal; los dos amigos se desplazaron buscando una buena posición, en tanto que su aliento formaba nubecillas de vapor en el aire frío. Al poco de iniciarse la liza, Drizzt dejó un hueco en sus defensas, ofreciendo a Catti-brie la oportunidad de dar un golpe perfecto.

Khazid'hea se adelantó, pero se frenó a medio camino, y Catti-brie retrocedió de un salto.

–¡Lo has hecho adrede! – acusó la joven, y tenía razón. Al no lanzar un golpe feroz y peligroso, ella y su espada habían pasado la segunda prueba.

Sólo quedaba otra más.

Drizzt no dijo nada mientras se aprestaba de nuevo a la lucha. Catti-brie reparó en que no llevaba los brazales puestos, así que no era probable que se desequilibrara. Atacó, de todas formas, de buena gana y fieramente, y ofreció un combate excelente mientras el sol se alzaba sobre el horizonte e iniciaba su lento discurrir por el cielo oriental.

No obstante, no podía igualar a Drizzt y, en verdad, no había visto al drow combatir con tanto ímpetu desde hacía mucho tiempo. La liza terminó con Catti-brie caída de nalgas, con una cimitarra apoyada en cada uno de sus hombros, y su propia espada tirada en el suelo a varios palmos de distancia.

Drizzt temió que la espada sensitiva se sintiera ofendida porque su usuaria hubiera sufrido una derrota tan clara. Se apartó de Catti-brie y se dirigió hacia Khazid'hea, inclinándose para cogerla. Pero el drow se detuvo, con la mano a un par de centímetros de la empuñadura.

En ella ya no había esculpida la cabeza de un unicornio; tampoco el rostro diabólico que ostentaba cuando la manejaba Dantrag Baenre. El pomo representaba ahora la armoniosa y flexible figura de un felino, algo parecido a Guenhwyvar en pleno salto, con las patas delanteras y traseras extendidas. Pero lo más importante para Drizzt era la runa grabada en un costado del felino: las montañas gemelas, símbolo de Dumathoin, el dios enano, el dios de Catti-brie, el Guardián de los Secretos bajo la montaña.

Drizzt recogió a Khazid'hea y no percibió enemistad o ninguno de los deseos que la espada le había demostrado anteriormente. Catti-brie se acercó a él y sonrió ante su evidente aprobación por la elección de la talla de la empuñadura.

Drizzt devolvió a Khazid'hea a su legítima dueña.