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La Brigada Rompebuches

¿Crees que lo necesitaremos? – preguntó Catti-brie a Drizzt. Los dos amigos se encontraban en los niveles más bajos de Mithril Hall; avanzaban por un corredor que se abría a la izquierda y desembocaba en la enorme caverna de gradas escalonadas que albergaba la legendaria ciudad subterránea de los enanos.

Drizzt se detuvo y miró a la joven; luego se encaminó hacia la izquierda, tirando de Catti-brie para que lo siguiera. Cruzó el acceso y salió a la segunda grada por encima del suelo de la inmensa caverna.

Reinaba un gran bullicio en el lugar; los enanos corrían de un lado para otro, gritando para hacerse oír sobre el constante zumbido de los enormes fuelles y el inconfundible repicar de martillos contra el mithril. Éste era el corazón de Mithril Hall, una gigantesca caverna abierta cuyas paredes este y oeste estaban cortadas en terrazas, de manera que el lugar semejaba una pirámide invertida. La zona de suelo más amplia era el nivel inferior, entre las gigantescas gradas, y en ella se encontraban los enormes hornos. Enanos fornidos tiraban de carretillas cargadas con mineral en bruto a lo largo de las rutas establecidas, en tanto que otros se ocupaban del manejo de las muchas palancas de los intrincados hornos y otros tiraban de carretillas más pequeñas, con metal fundido en lingotes, que llevaban a las gradas. Había varios forjadores convirtiendo el metal en objetos útiles. Por lo general, aquí se producía una gran variedad de mercancías, como artículos de plata, copas con gemas incrustadas y yelmos decorados; todo ello muy hermoso pero poco práctico. Ahora, sin embargo, con la amenaza de la guerra cernida sobre sus cabezas, los enanos se habían volcado en la fabricación de armas y corazas que protegían realmente. A unos seis metros de Drizzt y Catti-brie, un enano -tan pringado de hollín que no se distinguía el color de su barba- apoyó en la pared otra saeta de balista con el astil de hierro y la punta de mithril. El enano no llegaba al extremo del venablo de casi dos metros y medio de longitud, pero miró la punta de varias lengüetas con sus filos aguzados y se echó a reír. Sin duda lo divertía imaginar el proyectil lanzado contra un montón de elfos drows colocados en fila.

En uno de los arqueados puentes tendidos entre las gradas, unos cuarenta y cinco metros por encima de los dos amigos, estalló una discusión acalorada. Drizzt y Catti-brie no alcanzaban a entender las palabras a causa del estrépito reinante, pero comprendieron que tenía que ver con algún plan de derribar ése y casi todos los demás puentes a fin de obligar a los supuestos invasores drows a marchar por determinadas rutas si intentaban alcanzar los niveles superiores del complejo.

Nadie, ni Drizzt ni Catti-brie ni ningún súbdito de Bruenor, esperaba que llegara a producirse tal situación.

Los dos amigos intercambiaron una mirada cómplice. Pocas veces en la larga historia de Mithril Hall, la ciudad subterránea había presenciado este ambiente de excitación que rayaba en el frenesí. Dos mil enanos corrían de aquí para allí, gritando, golpeando sus martillos o transportando cargas que ni siquiera una mula habría sido capaz de llevar.

Y todo ello porque temían que los drows estuvieran en camino.

Catti-brie entendió entonces el motivo por el que Drizzt había hecho un desvío para venir a este sitio, por qué había insistido en encontrar a Regis, el halfling, antes de partir para Piedra Alzada a fin de llevar a cabo la misión encomendada por Bruenor.

–Busquemos a ese perillán -dijo la joven, que tuvo que gritar para que Drizzt la oyera.

El drow asintió con la cabeza y siguió a la muchacha de vuelta a la relativa tranquilidad de los sombríos corredores. Se alejaron de la ciudad subterránea, en dirección a las cámaras remotas en las que Bruenor les había dicho que podrían encontrar al halfling. Avanzaban en silencio, y Drizzt estaba impresionado por el sigilo con que Catti-brie había aprendido a moverse. Al igual que él, la muchacha llevaba una magnífica cota de malla de anillas de mithril, muy finas pero increíblemente resistentes, que Buster Brazal, el mejor armero de Mithril Hall, le había hecho a la medida. La cota de la joven justificaba la gran reputación del enano, ya que estaba elaborada tan perfectamente que se amoldaba a sus movimientos como si se tratara de una camisa de tela gruesa.

También como las de Drizzt, las botas de Catti-brie eran finas y flexibles, aunque, para los aguzados oídos del drow, pocos humanos, aun equipados así, podían moverse tan silenciosamente como ella. Drizzt la observó a la tenue y parpadeante luz de las antorchas que ardían a grandes intervalos. Advirtió que caminaba como un drow, apoyando la planta del pie primero, en lugar del estilo más habitual entre los humanos de plantar el talón en primer lugar. El tiempo que Catti-brie había pasado en la Antípoda Oscura, siguiendo a Drizzt hasta Menzoberranzan, le había sido de gran utilidad.

El drow asintió en un gesto de aprobación, pero no hizo comentario alguno. A su modo de ver, el ego de Catti-brie ya había subido hoy suficientes puntos. No tenía sentido hincharlo más.

Los corredores estaban desiertos y cada vez más oscuros, detalle que no le pasó inadvertido a Drizzt, que incluso cambió su percepción visual al espectro infrarrojo, de manera que distinguía las formas generales de los objetos merced a la variación del calor que emitían. Por supuesto, al ser humana, Catti-brie no poseía esta visión de la Antípoda Oscura, pero la joven llevaba puesta en la cabeza una fina banda de plata con una gema, un ágata verde surcada en el centro por una fina veta negra: el Ojo de Gato. Era un regalo de la dama Alustriel, y su magia permitía que quien lo llevara puesto pudiera ver incluso en los túneles más profundos y oscuros como si se encontrara en campo abierto bajo la luz de un cielo estrellado.

Los dos amigos no tenían problemas para moverse en la oscuridad, pero, aun así, no se sentían a gusto; cada uno de ellos, para sus adentros, se preguntaba por qué no estaban las antorchas encendidas, y no apartaban las manos de las empuñaduras de sus armas. En estos momentos, Catti-brie deseó haber traído a Taulmaril, el Buscador de Corazones, su arco mágico.

Sonó un fuerte estruendo y el suelo tembló bajo sus pies. Los dos se agazaparon de inmediato; las cimitarras de Drizzt aparecieron en sus manos con tal rapidez que Catti-brie ni siquiera vio el movimiento. Al principio, la joven pensó que la maniobra, increíblemente veloz, había sido obra de los brazales mágicos, pero al mirar a Drizzt vio que el drow no los llevaba puestos. También ella desenvainó su espada y respiró hondo, echándose una reprimenda a sí misma por pensar que estaba muy cerca de igualar la destreza del increíble vigilante. Catti-brie desechó la idea -ahora no había tiempo para eso- y se concentró en el sinuoso corredor que se extendía al frente. Codo con codo, Drizzt y ella avanzaron lentamente, escudriñando las sombras que podían ocultar enemigos y buscando líneas en la pared que indicaran puertas secretas a pasadizos laterales. Dichos pasillos eran comunes en el complejo minero, ya que la mayoría de los enanos podía hacerlos y, codiciosos por naturaleza, eran muchos los que tenían sus tesoros personales escondidos en lugares secretos. Catti-brie no conocía muy bien este sector de Mithril Hall, apenas utilizado. Drizzt tampoco estaba familiarizado con él.

Sonó otro estampido y el suelo volvió a temblar, más que antes; los amigos comprendieron que se estaban acercando. Catti-brie se alegró de haber estado entrenándose con tanto empeño, y se alegró aún más de tener a Drizzt Do'Urden a su lado.

Se paró; el drow se detuvo también y se giró para mirarla.

«¿Guenhwyvar?», pronunció la joven en silencio, refiriéndose a la amiga felina de Drizzt, una leal pantera que el drow podía invocar del plano astral.

Drizzt consideró la posibilidad un instante. Últimamente estaba intentando no llamar a Guenhwyvar demasiado a menudo, consciente de que muy pronto llegaría un tiempo en que necesitarían a la pantera con frecuencia. La magia tenía límites; Guenhwyvar sólo podía permanecer en el plano material medio día de cada dos.

Por último decidió que todavía no la llamaría. Bruenor no había dicho lo que Regis estaba haciendo aquí abajo, pero tampoco había insinuado nada que sugiriera algún peligro. El drow sacudió la cabeza levemente, y los dos amigos reanudaron la marcha, silenciosos y seguros.

Resonó un tercer estampido, seguido de un gemido.

–¡Con la cabeza, maldito idiota! – sonó una áspera reprimenda-. ¡Tienes que usar tu apestosa cabeza!

Drizzt y Catti-brie abandonaron su postura agazapada y aflojaron los dedos sobre las empuñaduras de sus armas.

–Pwent -dijeron al unísono, refiriéndose a Thibbledorf Pwent, el escandaloso camorrista, el enano más repugnante y maloliente al sur de la Columna del Mundo (y, probablemente, también al norte de la cordillera).

–Y lo siguiente que querrás es llevar puesto un apestoso casco, ¿no? – prosiguió la filípica.

Los dos compañeros giraron en un recodo y llegaron a una bifurcación del corredor. A la izquierda, Pwent seguía bramando fuera de sí; a la derecha había una puerta por la que se colaba la luz de antorchas a través de las muchas grietas de la madera. Drizzt ladeó la cabeza al captar una queda y familiar risita en aquella dirección.

Hizo un gesto a Catti-brie para que lo siguiera y entró sin llamar a la puerta. Regis estaba dentro, solo, apoyado en una manivela que había en la pared de la izquierda. La sonrisa del halfling se ensanchó al ver a sus amigos, a los que saludó con un ademán. Regis era bajo, incluso para la media de los halflings, y apenas alcanzaba los noventa centímetros de estatura, incluido su rizoso cabello castaño; tenía un estómago prominente, aunque su volumen parecía haberse reducido últimamente, ya que hasta el perezoso halfling se había tomado muy en serio la amenaza cernida sobre este lugar que ahora consideraba su hogar.

Se llevó un dedo a los labios mientras Drizzt y Catti-brie se acercaban a él, y señaló la «puerta» que tenía delante. A los dos amigos no les costó mucho comprender lo que sucedía. La palanca que había junto a Regis accionaba una gruesa plancha metálica que se deslizaba por unas correderas situadas por encima y a un lado de la puerta. La hoja de madera apenas se veía en estos momentos, ya que la plancha estaba colocada justo delante de ella.

–¡Ya! – se oyó la ensordecedora orden al otro lado, seguida del ruido de unos pies lanzados a la carga y un retumbante rugido, y a continuación un tremendo golpazo cuando el enano impulsado se precipitó (y, por supuesto, rebotó) contra la hoja reforzada.

–Entrenamiento de «lucha camorrista» -explicó Regis con aire tranquilo.

Catti-brie miró a Drizzt y su expresión se tornó desabrida al recordar lo que su padre le había contado sobre los planes de Pwent.

–La Brigada Rompebuches -comentó, y Drizzt asintió con la cabeza, ya que Bruenor también le había informado que Thibbledorf Pwent se proponía entrenar a un grupo de enanos en el arte, poco o nada sutil, de la «lucha camorrista», que formarían su Brigada Rompebuches personal, altamente motivada, experta en exaltación enajenada, y más bien corta de entendederas.

Otro enano arremetió contra la puerta reforzada, probablemente de cabeza, y Drizzt comprendió la manera en que Pwent tenía pensado favorecer la última de las tres condiciones requeridas a sus soldados.

Catti-brie sacudió la cabeza y suspiró. No ponía en duda la importancia militar de la brigada, ya que el camorrista era capaz de derrotar a cualquier morador de Mithril Hall con excepción de Drizzt y quizá de Bruenor; ¡pero la idea de tener un puñado de réplicas de Thibbledorf por los alrededores le revolvía el estómago!

Detrás de la puerta, Pwent se explayaba a gusto soltando invectivas contra sus tropas, bramando todos los insultos enanos habidos y por haber, algunos de los cuales Catti-brie, que había vivido con el clan más de veinte años, no había oído jamás, y otros cuantos que Pwent parecía estar inventando sobre la marcha, tales como «chinchamulas», «soplapulgas», «cata aguas», «ordeñavacas» y «mendruguero.»

–Partimos hacia Piedra Alzada -explicó Drizzt a Regis; repentinamente, el drow se sentía ansioso por salir de allí-. Berkthgar está poniéndose difícil.

–Me encontraba presente cuando le dijo a Bruenor que quería el martillo de guerra -dijo el halfling. A su rostro, rollizo como el de un angelote, asomó una de sus habituales sonrisas pensativas-. ¡Os aseguro que creí que Bruenor lo abriría en canal!

–Necesitamos a Berkthgar -le recordó Catti-brie.

Regis desestimó el comentario con un gesto de desdén.

–Se está tirando un farol -insistió-. Berkthgar nos necesita a nosotros, y a su gente no le va a gustar mucho que quiera dar la espalda a los enanos que tan bien se han portado con ellos.

–En realidad, Bruenor no lo mataría -opinó Drizzt, aunque no parecía muy convencido.

Los tres amigos guardaron silencio y se miraron unos a otros. Los tres pensaban en el terco rey enano, el viejo y fiero Bruenor de siempre, y en Aegis-fang, la más maravillosa de las armas, con los laterales de su reluciente cabeza de mithril grabados con las runas sagradas de los dioses enanos. En uno de los lados, el martillo y el yunque de Moradin, el Forjador de Almas; en el otro, las hachas cruzadas de Clanggedon, dios enano de la batalla; y ambos protegidos perfectamente por las runas de la gema dentro de la montaña, el símbolo de Dumathoin, el Guardián de los Secretos. Bruenor se había contado entre los mejores forjadores de su raza, pero después de Aegis-fang, aquella obra cumbre de creatividad y pericia artesanal, apenas si se había molestado en volver a su forja.

Y, al pensar en Aegis-fang, recordaron a Wulfgar, el joven alto y rubio que había sido como un hijo para Bruenor y para quien el enano había forjado el poderoso martillo.

que lo mataría -dijo Catti-brie, manifestando en voz alta lo que los tres estaban pensando.

Drizzt iba a hablar, pero Regis se lo impidió levantando una mano.

–¡… agacha más la cabeza! – bramaba Pwent al otro lado de la puerta.

Regis asintió con un cabeceo y con un gesto indicó a Drizzt que podía hablar.

–Pensamos que tal vez querrías…

Retumbó otro zambombazo y luego un nuevo gemido, seguido por una especie de golpeteo de labios cuando el desplomado camorrista en ciernes sacudió la cabeza vigorosamente.

–¡Buena recuperación! – lo felicitó Pwent.

–Pensamos que tal vez querrías acompañarnos -dijo Drizzt, haciendo caso omiso del suspiro de fastidio de Catti-brie.

Regis lo pensó un momento. Al halfling le habría gustado salir de las minas y estirar los músculos bajo la luz del sol otra vez, a pesar de que el verano había quedado atrás y el frío otoñal empezaba a notarse en el ambiente.

–He que quedarme -repuso el halfling con una dedicación poco habitual en él-. Tengo muchas cosas que hacer.

Drizzt y Catti-brie asintieron con un cabeceo. Regis había cambiado en el transcurso de los últimos meses, durante la crisis. Cuando Drizzt y Catti-brie partieron hacia Menzoberranzan -el drow para poner fin a la amenaza que pendía sobre Mithril Hall y la joven para encontrarlo a él- Regis se había puesto al mando de la fortaleza enana para incitar al deprimido Bruenor a iniciar los preparativos de guerra. Regis, que se había pasado casi toda la vida dedicado a buscar el sillón más cómodo en el que tumbarse, había conseguido impresionar a los generales enanos más duros, incluso a Thibbledorf Pwent, con su fogosidad y su ímpetu. Los dos amigos sabían que al halfling le habría encantado acompañarlos, pero cumplir su cometido estaba ante todo.

Drizzt observó a Regis con intensidad, intentando encontrar el mejor modo de plantearle su petición. Pero, para sorpresa del elfo oscuro, el halfling adivinó su propósito y, sin dudarlo un solo momento, alzó las manos hacia la cadena que llevaba colgada al cuello, se la quitó y le lanzó el colgante de rubí a Drizzt con gesto despreocupado.

Mientras contemplaba el centelleante rubí, Drizzt llegó a la conclusión de que esta actitud era otra muestra palpable de la madurez experimentada por Regis. La joya era la posesión más preciada del halfling, un poderoso objeto encantado que le había robado a su antiguo jefe de cofradía, en la lejana Calimport. Regis lo había guardado celosamente, como lo haría una leona con su único cachorro; al menos, hasta ahora.

Drizzt seguía mirando el rubí, sintiéndose atraído por sus múltiples facetas, sumergiéndose en las profundidades que prometían…

El drow sacudió la cabeza y se obligó a apartar la mirada. Sin necesitar siquiera que alguien se lo ordenara, el rubí mágico había intentado atraer su voluntad. Jamás había visto un encantamiento tan poderoso. Y, sin embargo, Jarlaxle, el mercenario, se lo había devuelto, se lo había entregado de buena gana cuando se encontraron en los túneles exteriores de Menzoberranzan tras la huida de Drizzt. El que se lo devolviera era algo inesperado e importante, pero el motivo que había tenido para hacerlo todavía escapaba a su comprensión.

–Ten mucho cuidado antes de utilizar eso con Berkthgar -recomendó el halfling, sacando a Drizzt de su ensimismamiento-. Es muy orgulloso, y, si descubre que se ha hecho uso de la hechicería con él, entonces sí que se romperá la alianza.

–Eso es cierto -se mostró de acuerdo Catti-brie, que miró al drow.

–Sólo lo usaré si es preciso -aseguró Drizzt mientras se metía la cadena por la cabeza. El colgante quedó cerca de su corazón y del broche tallado como la cabeza de un unicornio, el símbolo de su diosa, que llevaba prendido allí.

Otro enano chocó contra la puerta, salió rebotado y quedó tendido en el suelo, gimiendo.

–¡Bah! – oyeron resoplar a Pwent-. ¡Sois un puñado de duendes lameculos de elfos! ¡Os demostraré cómo se hace!

Regis hizo un gesto de asentimiento -ésa era su señal- y empezó a girar la palanca de inmediato, retirando la plancha de detrás de la puerta.

–Cuidado -advirtió a sus amigos, que se encontraban en la dirección por la que Pwent haría su apoteósica entrada reventando la puerta.

–Yo me largo -dijo Catti-brie al tiempo que se encaminaba hacia la otra puerta, la normal. La joven no tenía pizca de ganas de ver a Pwent. Con toda probabilidad, le pellizcaría la mejilla con sus mugrientos dedos y le recomendaría por enésima vez que se dejara la barba para llegar a ser una preciosa mujer.

Drizzt no podía estar más de acuerdo con su amiga. Levantó el rubí, le dio las gracias a Regis con un gesto y salió presuroso al pasillo en pos de Catti-brie.

No habían dado doce pasos cuando oyeron el estruendo de la puerta de entrenamiento al reventar con un impacto, seguido de la demente risotada de Pwent y las exclamaciones de admiración de la cándida Brigada Rompebuches.

–Tendríamos que mandarlos a todos a Menzoberranzan -dijo Catti-brie con acritud-. ¡Pwent ahuyentaría a toda la ciudad hasta el fin del mundo!

Drizzt -que había crecido entre los drows de las casas increíblemente poderosas y había sido testigo de la cólera de las grandes sacerdotisas y de hazañas mágicas que sobrepasaban con creces cualquier otra cosa vista en los años vividos en la superficie- no refutó sus palabras. Estaba totalmente de acuerdo con la muchacha.

El consejero Firble se pasó la arrugada mano por la casi calva cabeza; se sentía intranquilo con la luz de la antorcha. Firble era un svirfnebli, un enano de las profundidades, cuarenta kilos de músculos fibrosos contenidos en un cuerpo de un metro cinco de estatura. Pocas razas de la Antípoda Oscura estaban tan bien adaptadas a su medio ambiente como los svirfneblis, y ninguna etnia, salvo quizá los escasos peks, estaba tan vinculada con la piedra ni conocía mejor su naturaleza.

A pesar de ello, Firble estaba bastante asustado en estos momentos, aquí, en los desiertos túneles (ojalá fuera así) que quedaban fuera de los límites de Blingdenstone, la ciudad que era su hogar. Odiaba la luz de la antorcha, cualquier tipo de luz, pero las órdenes del rey Schnicktick eran terminantes e indiscutibles: ningún enano podía recorrer los túneles sin llevar una antorcha encendida.

Ninguno, salvo uno. El compañero de Firble no llevaba antorcha porque no tenía manos. Belwar Dissengulp, el muy honorable capataz de Blingdenstone, había sido mutilado por un drow, el hermano de Drizzt Do'Urden, Dinin, muchos años atrás. Sin embargo, a diferencia de tantas otras razas de la Antípoda Oscura, los svirfneblis eran compasivos, y los artesanos habían fabricado unos apéndices sustitutivos de puro mithril encantado: un martillo remataba el brazo derecho de Belwar, y un zapapico coronaba el izquierdo.

–Hemos terminado el circuito -comentó Firble-. ¡Volvamos a Blingdenstone!

–¡Ni hablar! – retumbó Belwar, cuya voz era más profunda y potente que la de la mayoría de los svirfneblis; y era apropiada para su sólida constitución, con el torso grande como un barril.

–No hay drows en los túneles -insistió Firble-. ¡Hace tres semanas que no han surgido enfrentamientos!

Eso era cierto; después de largos meses de combates contra los elfos oscuros de Menzoberranzan en los túneles cercanos a Blingdenstone, en los corredores reinaba ahora una quietud realmente extraña. Belwar Dissengulp imaginaba que Drizzt Do'Urden, su amigo drow, tenía algo que ver en este cambio, y temía que hubiera sido capturado o asesinado por los elfos oscuros.

–Todo está muy tranquilo -dijo Firble en voz más baja, como si acabara de darse cuenta del peligro de hablar tan alto. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del pequeño svirfnebli. Belwar lo había obligado a salir a los túneles exteriores; era su turno de ronda, pero, por lo general, alguien tan experimentado y venerable como Firble habría sido dispensado de servicios de patrullas. Pero Belwar había insistido y, por alguna razón que Firble no entendía, el rey Schnicktick estuvo de acuerdo con el muy honorable capataz.

Los túneles no eran algo nuevo para Firble. Todo lo contrario. Él era el único enano de Blingdenstone que tenía contactos en Menzoberranzan y el que mejor conocía los corredores cercanos a la ciudad drow. Esa dudosa distinción le estaba causando dolores de cabeza últimamente, sobre todo por parte de Belwar. Cuando los svirfneblis habían capturado a Catti-brie, disfrazada, y posteriormente descubrieron que no era enemiga, Firble, con gran riesgo personal, fue quien le mostró el camino más rápido y secreto hasta Menzoberranzan.

Firble sabía que a Belwar no le preocupaba que hubiera drows en los túneles, ya que éstos estaban tranquilos. Las patrullas svirfneblis y otros aliados secretos no habían hallado indicio alguno de que los elfos oscuros se encontraran por los alrededores, ni siquiera por las rutas normales más próximas a Menzoberranzan que los drows utilizaban. Algo importante estaba ocurriendo en la ciudad drow, eso era evidente, y también lo era que Drizzt y esa fastidiosa Catti-brie estaban involucrados de alguna manera. Firble sabía que ésta era la verdadera razón por la que Belwar lo había obligado a venir aquí; se estremeció de nuevo al pensar que también era el motivo por el que el rey Schnicktick había aprobado de buena gana la iniciativa de Belwar.

–Ha ocurrido algo en Menzoberranzan -afirmó Belwar, descubriendo sus cartas de manera inesperada, como si hubiera adivinado el derrotero que seguían los razonamientos de Firble.

Firble miró al muy honorable capataz con desconfianza. Sabía lo que iba a pedirle; sabía que tendría que volver a tratar con ese mañoso de Jarlaxle muy pronto.

–Hasta las propias piedras están intranquilas -continuó Belwar.

–Como si los drows se dispusieran a emprender una marcha muy pronto -intervino Firble con tono desabrido.

Cosim camman denoctusd -se mostró de acuerdo Belwar, pronunciando un antiguo dicho svirfnebli que significaba, más o menos, «la quietud de la tierra antes del terremoto» o, como decían los habitantes de la superficie, «la calma que precede a la tormenta».

–El rey Schnicktick querrá que me reúna con mi informador drow -razonó Firble, que no veía motivo para seguir ocultando sus deducciones más tiempo. Sabía que estaba sugiriendo lo que Belwar estaba a punto de proponerle.

Cosum camman denoctusd -repitió el capataz, esta vez con más determinación.

Belwar y Schnicktick, así como muchos otros en Blingdenstone, estaban convencidos de que un ejército drow se pondría en marcha dentro de poco. Aunque los túneles más directos hacia la superficie, al lugar que Drizzt Do'Urden llamaba su hogar, se encontraban al este de Blingdenstone, al otro lado de Menzoberranzan, los drows tendrían que dirigirse al principio hacia el oeste, y llegarían peligrosamente cerca de la ciudad svirfnebli. Tan inquietante era dicha posibilidad que el rey Schnicktick había enviado patrullas exploradoras hacia el este y el sur, muy lejos de Blingdenstone y Menzoberranzan, a unas distancias a las que los svirfneblis jamás habían llegado. Corrían rumores acerca de abandonar Blingdenstone para siempre si la amenaza de la marcha drow se confirmaba y si se podía encontrar una nueva ubicación. Ningún enano quería que ocurriera esto, y quizá los que menos lo deseaban eran Belwar y Firble. Los dos eran viejos, casi dos siglos de edad, y estaban vinculados en cuerpo y alma a esta ciudad llamada Blingdenstone.

Pero, entre todos los svirfneblis, ellos dos eran quienes entendían el alcance de una marcha drow; sabían que, si el ejército de Menzoberranzan llegaba a Blingdenstone, los enanos serían exterminados.

–Arreglaré un encuentro con mi contacto -dijo Firble mientras soltaba un suspiro de resignación-. No será mucho lo que me cuente, de eso estoy seguro. Nunca lo hace, ¡pero su precio siempre es alto!

Belwar no comentó nada; le importaba poco el coste de tal entrevista con el codicioso informante drow. El muy honorable capataz sabía que el precio de la ignorancia sería aún mayor. También se daba cuenta de que Firble era de la misma opinión, y que la aparente resignación del consejero era producto de la teatralidad de Firble. Belwar había llegado a conocerlo muy bien, y le gustaba el protestón enano.

En estos momentos difíciles, Belwar y todos los demás svirfneblis necesitaban desesperadamente de Firble y sus contactos.