17

Londres

Octubre de 1470

Sólo el lunes 1 de octubre llegó a Londres la noticia de que Juan Neville había cambiado de bando y Eduardo había huido a medianoche de la aldea norteña de Doncaster. Sir Geoffrey Gate, leal al conde de Warwick, aprovechó la oportunidad para encabezar un triunfal ataque contra las prisiones de Southwark. Veintenas de presos políticos, partidarios de Lancaster o Warwick, fueron liberados. También fueron liberados un sinfín de criminales convictos que asolaron las calles de Southwark, saqueando tiendas y tabernas, aterrando a la numerosa comunidad de mercaderes flamencos y sembrando el pánico incluso en los dieciocho burdeles de la barriada comúnmente llamada «las mancebías».

El alcalde de Londres ordenó que cerraran las puertas a la turba, pero todo el día el humo acre de los incendios de Southwark impregnó el aire. Al oscurecer, Isabel Woodville, en su octavo mes de embarazo, juntó a sus tres chiquillas y sus dos hijos varones y buscó refugio en la abadía de San Pedro, en Westminster. Robert Stillington, el canciller de Eduardo, buscó refugio en San Martín el Grande, y al amanecer las iglesias estaban abarrotadas de yorkistas que no querían o no podían retractarse de su respaldo a la Rosa Blanca.

El viernes 5 de octubre Jorge Neville, arzobispo de York, entró airosamente en Londres, se apropió de la Torre y liberó a Enrique de Lancaster de su largo encierro. Un desconcertado Enrique, aferrando sus misales y sus compañeros de cautiverio (un perro de aguas gris y un estornino enjaulado) abandonó la austera cámara que él gustaba llamar su celda monacal. Después de ceremoniales que suscitaban borrosos recuerdos en su enajenado cerebro, pasó a ser el renuente ocupante de un aposento lujosamente amueblado donde aún flotaba la fragancia del perfume de la reina de Eduardo.

El sábado 6 de octubre por la tarde, Ricardo Neville, conde de Warwick, entró en la ciudad por Newgate. Acogido por su hermano el arzobispo, marchó en fastuosa procesión a la Torre de Londres, donde se arrodilló para jurar lealtad a un hombre que ni siquiera comprendía que volvía a ser Su Gracia Soberana, Enrique VI.

Los hombres, mujeres y niños de Londres salieron a la calle para presenciar el lento desfile del rey lancasteriano y del Hacerreyes hacia la catedral de San Pablo. Estandartes multicolores flameaban en las ventanas. Las tiendas y puestos de mercado estaban cerrados. Banderines de seda con el Oso y el Báculo Enramado festoneaban las calles adoquinadas. El vino corría por los desagües como si fuera un día de coronación, y parecía que toda la ciudadanía agitaba o llevaba puesta la insignia carmesí de los Neville.

El conde de Warwick montaba un magnífico corcel, un caballo de guerra árabe blancuzco como leche espumosa; atraía miradas de admiración al pasar, y corcoveaba bajo el pulso firme del jinete.

Jorge, duque de Clarence, también había escogido una cabalgadura blanca. A diferencia de Warwick, no usaba armadura, y su capa de terciopelo carmesí ondeaba en la brisa llamando la atención de la muchedumbre. Pero el observador perspicaz reparaba en los labios apretados y los ojos cautos, y no podía evitar ciertas conjeturas.

Juan Neville, marqués de Montagu, cabalgaba junto a su hermano sacerdote, con un semblante tan sombrío como exultante estaba el arzobispo. Los espectadores se codeaban y murmuraban mientras pasaba ese hombre taciturno que había depuesto a un rey pero no parecía regodearse en su victoria.

Lord Stanley, cuñado de Warwick, cabalgaba a la zaga de ellos. Seguían el conde de Oxford y lord Fitz-Hugh, con una atractiva montura y un largo cortejo. Pero solo Warwick atraía más miradas que el hombre maduro vestido con una larga túnica de terciopelo azul, una túnica que lo envolvía con tan poco donaire como una mortaja, pues estaba confeccionada para un hombre mucho más fornido, el derrocado rey yorkista.

Warwick había tenido la prudencia de cerciorarse de que Enrique de Lancaster montara un castrado gris y dócil y el animal avanzaba obedientemente, aunque las riendas flojas colgaban de dedos laxos. El monarca parpadeaba con ojos azules y lechosos poco habituados a la luz. En ocasiones esbozaba una sonrisa desencajada, pero no parecía entender que las cálidas exclamaciones de «¡Dios salve al rey!» iban dirigidas a él.

Will Parr observó mientras pasaba Enrique de Lancaster. Los ojos desleídos lo miraron un instante; Enrique sonrió con singular dulzura, y Will saludó a su rey, pidiendo a Dios que se apiadara de ese pobre cretino, que se apiadara de todos ellos.

—¿Adónde crees que irán después de hacer las ofrendas en San Pablo? —preguntó a su compañero, en voz baja.

—Warwick sin duda se alojará en el palacio del obispo, o quizá el Herber, y supongo que llevarán a Su Gracia el rey a Bedlam.

Bedlam era el nombre popular del hospital de Santa María de Belén, el asilo londinense para los desquiciados mentales, y Francis no se había molestado en bajar la voz. Una risotada recorrió la multitud, y también murmullos de reprobación, quizá más motivados por el temor que por la lealtad a Lancaster, pero aun así peligrosos.

—¡Por amor de Cristo, Francis, contén la lengua! —Will cogió a Francis del brazo y lo echó hacia atrás, arrastrándolo hacia una calleja cercana—. ¡Por aquí, deprisa! ¡Quizá no te moleste que tu cabeza adorne Drawbridge Gate, pero yo no quiero ser carroña para los cuervos!

Francis lo siguió sin resistirse mientras Will se abría paso a empellones. Una vez que se alejaron de Lombard Street, por donde avanzaba la procesión, la congestión menguó bastante y Will aminoró la marcha para mirar severamente a su amigo.

—¿Por qué no vitoreas a York en la escalinata de San Pablo y terminas con el asunto?

Francis tuvo el buen gusto de poner cara de contrición.

—Tienes razón, Will. No quise ponerte en peligro. Pero cuando vi a ese pobre necio con la corona de Inglaterra… no pude soportarlo.

Aplacado, Will le palmeó el brazo en un incómodo gesto de consuelo.

—Lo sé. Yo también estuve en Middleham, Francis. Pero no cambiaré las cosas si muero como mártir de York… y lo mismo vale para ti. Procura tenerlo en cuenta.

Francis asintió.

—Rob Percy estaba con Dickon. ¿Lo sabías, Will? —preguntó, tras caminar un rato en silencio.

—No, no lo sabía. ¿Estás seguro?

—El 11 de septiembre viajé de York a la residencia de Fitz-Hugh en Tanfield, y Rob aún estaba allí, sin planes de partida.

—Dicen que Eduardo ordenó la dispersión de su ejército. Es probable que Rob haya vuelto a Scotton.

—Me extraña que digas eso —replicó Francis, y Will frunció el ceño.

—Sí, tienes razón. Si es cierto el rumor de que han huido a Borgoña, entonces Rob también está en Borgoña.

—Hoy oí decir que su buque se hundió en una tormenta, y que todos sus ocupantes murieron —dijo Francis, con voz tan neutra que Will lo miró con inquisitiva dureza.

—Y yo oí decir que fueron capturados por los franceses. ¿Prefieres creer en eso? Cielos, Francis, me extraña que prestes atención a esos chismorreos de taberna. Ni siquiera Warwick sabe con certeza el paradero de Eduardo de York.

Francis no tuvo oportunidad de responder. Una cascada de agua pringosa cayó desde la ventana de un piso alto. Francis, ágil como un gato, rescató a Will a tiempo, pero otros dos viandantes no tuvieron tanta suerte y quedaron empapados. Comprensiblemente enfadados, lanzaron una ristra de airados insultos mientras una mujer miraba con indiferencia desde arriba para evaluar los daños causados y cerraba los postigos para no oír sus imprecaciones.

—¡Esa zorra desgraciada! —clamó airadamente una de las víctimas, dirigiéndose a Will y Francis—. Vosotros lo visteis… Mirad mi chaquetón. ¡Estoy empapado! —Elevó la voz en un grito—. ¡Qué la peste te lleve, zorra descuidada! ¡Qué tu hombre se encame con rameras y te contagie la sífilis! ¡Qué sufras tantas penas como esa mujerzuela de Woodville!

Francis y Will siguieron caminando, dejando que despotricara bajo los ojos picaros de dos mocosos y un demacrado perro mestizo.

—Hace una semana, esas palabras le podrían haber costado la cabeza —dijo amargamente Francis—. ¡Por Dios, con qué rapidez hacen leña del árbol caído!

Hacía tiempo que Cecilia Neville, duquesa de York, sentía predilección por su finca rural de Berkhampsted sobre el castillo de Baynard, el palacio de York en Londres. Pero con la proximidad de Todos los Santos, había vuelto a residir a orillas del Támesis, y cada vez que salía para oír misa en San Pablo o para hacer ofrendas de caridad para los hospitales de San Bartolomé y Santo Tomás, los londinenses recordaban a su hijo, el joven rey yorkista.

Anochecía. Durante el día una procesión festiva había abarrotado las calles de la ciudad, desplazándose desde el gremio de Aldermanbury por Cheapside, Fleet Street y el Strand, hacia Westminster, donde el nuevo alcalde prestaría su juramento. Ahora las calles volvían a ser transitables y Francis no tuvo dificultades para encontrar una barcaza que lo trasladara de Southwark a Pauls Wharf, a corta distancia del castillo de Baynard.

El mirador de la cámara de audiencias daba al sur y Francis tenía un claro panorama del Támesis, donde luces fluctuantes indicaban el tráfico fluvial. No había esperado que la duquesa de York lo recibiera y comenzaba a lamentar el impulso que, en el comedor de una posada de Southwark, había parecido un rapto de inspiración, pero que en esta cámara de audiencias parecía excesivamente audaz.

Ella entró tan silenciosamente que él no oyó la puerta ni las leves pisadas, y se giró sobresaltado cuando la duquesa pronunció su nombre.

Las primeras palabras le evocaron vívidamente a sus hijos, con quienes ella compartía una voz singularmente agradable, bien modulada, melodiosa, difícil de olvidar. Ella le extendió la mano y él besó los dedos largos y ahusados, desprovistos de joyas salvo una sortija nupcial de oro incrustada de gemas.

En la otra mano tenía un papel plegado, y cuando él se incorporó se lo entregó con una fugaz sonrisa.

—Te advertiría que no dejes testimonio escrito de tus indiscreciones —dijo fríamente—. Será mejor que quemes esto.

Francis arrugó el mensaje que le había permitido ingresar allí.

—Me enorgullece ser amigo de Su Gracia, el duque de Gloucester. Nada de lo que ha pasado en estas cuatro semanas ha cambiado eso, Vuestra Gracia.

—Me temo, Francis Lovell, que no prosperarás bajo los Lancaster.

—Tampoco lo deseo, madame.

—¿Por qué deseabas hablarme?

Los ojos grises eran tan directos que él se sintió obligado a decir la verdad.

—Londres se ha transformado en una letrina de rumores y chismes ruines. —Torció la boca—. Los promotores de escándalos y los alarmistas se deleitan con las historias más extravagantes, siempre expuestas como artículo de fe.

—Entiendo. ¿Temes que esas historias sean veraces? ¿Qué Eduardo se haya ahogado mientras intentaba cruzar el Canal?

—No lo sé, madame —murmuró Francis—. Y eso es lo que no soporto. Creo que preferiría enterarme de lo peor que no enterarme de nada. Pensé que tal vez vos tuvierais noticias… que quizá supierais…

—Eduardo desembarcó en Texel, Holanda, hace casi un mes, el mismo día en que la nave de Ricardo arribó sana y salva a la isla de Walcheren, Zelanda. Se reunieron en La Haya el 11 de octubre.

Deo gratias —jadeó él, tan fervientemente que ella le dedicó una sonrisa que reservaba para muy pocos.

Desdeñando el cojín que él le ofrecía, ella se sentó en una maciza silla de respaldo recto, señaló un taburete y lo invitó a hacer lo propio.

—Lo que voy a decirte viene de la pluma de mi hija, la duquesa de Borgoña, escrito de su puño y letra y despachado en secreto en cuanto se enteró del desembarco de Eduardo en el reino de su esposo. Hay una pizca de verdad en las historias lúgubres que circulan en las tabernas de Londres. Las ciudades alemanas de la Liga Hanseática estaban en busca de los buques yorkistas; el capitán que capturase a Eduardo de York podría haber reclamado una recompensa al rey francés. Persiguieron a Eduardo hasta el mismísimo puerto de Texel, pero la bajamar impidió que los buques atracaran. Los alemanes anclaron, esperando que subiera la marea para abordar el buque de Eduardo.

Francis jadeó.

—¿Cómo se salvó, madame?

—Gracias a su talento para la amistad —dijo ella, sonriendo al ver su sorpresa—. Cuando los borgoñones negociaban el matrimonio de su duque con mi hija, en el verano de 1467, Eduardo se ganó la admiración y el afecto de uno de sus enviados, Luis de Brujas, seigneur de la Gruuthuse. Afortunadamente, hoy es gobernador de la provincia de Holanda y, cuando se enteró del trance de mi hijo, obligó a los alemanes a retirarse y permitió el ingreso de Eduardo en el puerto.

—Fue un día propicio para York cuando lady Margarita unió su casa a la de Borgoña —dijo cálidamente Francis.

Ella endureció los gráciles dedos blancos que tenía entrelazados sobre el regazo.

—Sospecho que Carlos de Borgoña piensa lo contrario.

—¡Pero él ha ayudado a York! —dijo Francis, frunciendo el ceño—. Después de todo, es cuñado del rey Eduardo…

—Y Jorge es hermano de Eduardo.

Francis la miró con desconcierto.

—¿Me estáis diciendo que Carlos no ayudará a vuestros hijos, madame?

—Yo diría que él… carece de entusiasmo para dicha empresa. No quiere una guerra con Inglaterra, y si respalda a Eduardo, le dará motivos a Warwick para sumar fuerzas con el rey francés contra Borgoña. No puede negar asilo al hermano de su esposa, pero se niega a reunirse con él, y Eduardo estaría en aprietos de no mediar la generosidad de Gruuthuse. —Escrutó a Francis con gravedad—. Solo tenían encima la ropa que llevaban al huir de Inglaterra, y Eduardo solo tenía una capa de piel de marta para dar al capitán del barco.

Francis, conmocionado, no supo qué responder. Había temido que Eduardo y Ricardo no llegaran a Borgoña. Había pensado que una vez allí Carlos les daría el oro y los soldados que necesitaban para vérselas con Warwick. Ahora solo veía una imagen: Eduardo Plantagenet, rey de Inglaterra y Francia, señor de Irlanda, pagando el pasaje con una capa forrada de piel.

La duquesa de York no parecía incómoda con el prolongado silencio. Se levantó, apartó la mano que él le tendía y se acercó al reclinatorio que había frente al hogar. Recogió un rosario de coral, se lo sujetó a la esbelta muñeca y se volvió hacia el muchacho, que la miraba con ansiedad.

—Dime, ¿alguna vez reparaste en un símbolo de peregrino usado por mi hijo menor? ¿Una pequeña moneda de plata donde está grabada una cruz latina?

Desconcertado, él asintió.

—Sí, Vuestra Gracia. Por lo que recuerdo, nunca se desprendía de ella en los años que pasamos en Middleham.

Un magnífico paño de Arras cubría la pared este de la cámara, una detallada descripción del sitio de Jerusalén. Ella fijó los ojos en el tapiz, siguiendo la intrincada urdimbre de topacio y bermejo.

—Cuando yo tenía quince años —dijo—, fui presa de las tercianas. Creían que no sobreviviría, y mi hermano favorito juró que si yo me recobraba él haría una peregrinación al bendito altar de Santa Cecilia en Trastevere. —Le obsequió una sonrisa distante—. Yo me recobré y él respetó su voto, y durante casi treinta años llevé su símbolo de peregrino en una cadena de plata que me colgaba del cuello.

Francis dio una respuesta apropiadamente devota, esperando que su semblante no delatara su desconcierto.

—Cuando mi esposo, mi hermano y mi hijo Edmundo fueron asesinados en el castillo de Sandal, y mi sobrino Warwick fue derrotado en San Albano, temí por la vida de mis hijos menores, y decidí enviarlos a Borgoña, para que no cayeran en manos de Lancaster. Esa noche me quité la cruz de peregrino por primera vez. La colgué del cuello de Ricardo y encomendé a mis hijos a la misericordia del Todopoderoso, sin saber si volvería a verlos en esta vida.

Francis no sabía qué reacción se esperaba de él. Era una historia vivida y conmovedora, pero contada con tan poco apasionamiento como si ella le hablara de la contabilidad de su casa.

—Estoy seguro de que él aún lleva vuestra cruz, madame, y que lo salvaguardará tal como antes.

—Ricardo ya no tiene ocho años —dijo ella glacialmente—. Es muy capaz de cuidarse.

—No entiendo, madame.

—Tu piedad me resulta presuntuosa, al igual que tu suposición de que soy una madre doliente a quien debes complacer y consolar con ñoñerías. Te aseguro que tenía otro propósito al narrarte esa historia. —Curvó los labios—. Tengo mis defectos, Francis, pero no soy llorona.

—No, madame, claro que no —coincidió él, tan enfáticamente que ella se aplacó.

—Quería que entendieras —continuó con inusitada paciencia— cómo nos sentíamos en la ciudad cuando nos enteramos de la derrota de Warwick en San Albano. Yo sabía lo que sucedería cuando Londres cayera en manos de Lancaster. La noche en que puse a Ricardo y Jorge a bordo de un buque con destino a Borgoña, esperaba que los lancasterianos entraran en Londres pocas horas después. La ciudad era presa del pánico. Las tiendas estaban tapiadas, los hombres estaban frenéticos de miedo por sus esposas y sus hijas, las calles estaban desiertas como si cundiera la peste.

»Todo parecía perdido. Y luego, por gracia de Dios, llegaron noticias de Eduardo. Warwick le había llevado la funesta noticia de San Albano y él juntó tropas, y se aproximaba a Londres al galope.

»El 26 de febrero, nueve días después de San Albano, Eduardo ganó Londres. Jamás en tu vida verás una escena como la que saludó su ingreso en la ciudad. —Su sonrisa fue tan fugaz que él apenas llegó a verla—. Ese día, los londinenses hicieron causa común con él.

»Tres días después, una delegación de nobles encabezada por Warwick vino al castillo de Baynard y, en esta misma habitación, le ofreció la corona.

»Su coronación, empero, tuvo que esperar. En solo once días, reunió una fuerza de combatientes y marchó al norte. Alcanzó al ejército de Margarita en Towton, a doce millas de York. La batalla se libró en medio de la peor tormenta de nieve en años, y duró diez horas. Dicen que cuando terminó el río Cocke Beck estaba rojo y había veinte mil muertos y moribundos. Y Eduardo obtuvo la victoria.

»Solo tres meses mediaron entre la muerte de mi esposo en Sandal y el triunfo de Eduardo en Towton. Eduardo logró lo que mi esposo no pudo lograr, lo que Warwick no pudo lograr… cuando le faltaba un mes para cumplir diecinueve años.

»¿Me entiendes? Mi hijo y yo hemos tenido desavenencias. Él es un auténtico Plantagenet y es presa de los pecados de la carne y de una arrogancia que fue muy útil para Warwick. Pero te diré esto con toda certidumbre: nada en esta bendita tierra de Dios le impedirá regresar para reclamar lo que es suyo. Si Carlos de Borgoña se niega a ayudarlo, buscará el apoyo de Francisco de Bretaña o Juan de Aragón… y, si es menester, del gran visir del Imperio otomano.

»Conozco a mi hijo. Él regresará, y cuando se enfrente a Warwick en el campo de batalla, triunfará.

—Sí —murmuró Francis—. Os creo. —La sinceridad lo instó a añadir—: Tengo que creerlo.

—También yo —dijo Cecilia.