12
Middleham
Agosto de 1469
En los cinco años transcurridos desde que Eduardo desposara a Isabel Woodville, Francis Lovell había documentado concienzudamente la conflictiva relación entre el conde de Warwick y su primo el rey, y en esa húmeda noche de agosto Francis hojeaba su diario mientras todos aguardaban la llegada del conde con su remiso huésped, el cautivo rey de Inglaterra.
Francis estaba tan poco preparado para la decisión del conde como Eduardo, y aún sentía desconcierto e incredulidad un mes después de la captura del rey. No sabía qué se proponía Warwick, pero esta insólita circunstancia lo llenaba de aprensión. Esta aprensión era compartida por la esposa de Warwick y su hija Ana, que ahora aguardaban al conde en el salón, pues les habían anunciado que arribaría en una hora. Francis estaba seguro de que ellas ignoraban las intenciones de Warwick; el episodio de Olney las había conmocionado tanto como al resto del país. Según decían los rumores, toda Inglaterra estaba soliviantada.
Francis sopesaba ávidamente cada habladuría que le llegaba y hallaba cierto consuelo en lo que oía. Era cada vez más evidente que Warwick había interpretado mal el ánimo de sus compatriotas. Aun los más virulentos antagonistas de los Woodville estaban escandalizados por la campaña de Warwick contra Eduardo. Francis sabía que por ese motivo Warwick había decidido trasladar a Eduardo a Middleham. El castillo de Warwick estaba demasiado cerca de Londres, y Londres aún era leal a Eduardo.
Francis cerró el diario; se descorazonaba al leerlo. Se levantó, guardó el diario en el cofre y comenzó a extinguir las velas. Entonces oyó el ladrido de los perros del castillo.
Una veintena de antorchas alumbraban el salón, manteniendo a raya las sombras y arrojando una luz fluctuante sobre la escena que se representaba ante los pasmados ojos de Francis. Bajo la lumbre, Eduardo no parecía un hombre que había soportado seis días de marcha forzada. Menos aún parecía un hombre que había permanecido cautivo durante casi un mes. Aceptaba los saludos respetuosos pero inseguros del séquito del conde como si presidiera la corte en Westminster, y sonrió con soltura cuando Francis se arrodilló ante él.
—Francis Lovell… Claro que te recuerdo. Eres pupilo de mi primo de Warwick, y compañero de mi hermano de Gloucester.
Esas palabras evidenciaban una memoria turbadoramente precisa. El tono era cordial, pero los inescrutables ojos encerraban todos los secretos en un mar límpido y azul. Francis miró de soslayo a Warwick, que recibía la bienvenida de su esposa y su hija, y de nuevo a Eduardo. Es mucho más inteligente que Warwick, pensó, y por primera vez desde que habían recibido noticias del episodio de Olney, Francis dejó de temer por lo que deparaba el futuro.
Aunque fuera un cautivo, Eduardo sabía cuidarse, pensó Francis, y le dirigió al rey yorkista una sonrisa de tan franca admiración que Eduardo se detuvo y evaluó a Francis con los ojos.
Para íntima diversión de Francis, Eduardo saludó a la esposa de Warwick con tal calidez que ella se agitó visiblemente y se zafó del abrazo con una brusquedad que rayaba en la grosería. Eduardo, como si no hubiera reparado en el efecto que había surtido en la madre, se volvió hacia la hija, la tocaya de Nan.
Ana estaba en las sombras, y avanzó con renuencia para inclinarse en una rígida reverencia. Eduardo le asió los codos, la obligó a levantarse y la atrajo hacia sí. Alzándole la barbilla, le escrutó el rostro con un interés que no era fingido.
Francis, que conocía el rostro de Ana tan bien como el suyo, se encontró estudiándola con la mirada de Eduardo. Isabel siempre haría sombra a la frágil Ana. Pero Francis reparó en el cutis traslúcido e inmaculado, los ojos separados, un cálido castaño con motas doradas. Vio que su cabello tenía un lustre brillante; se había oscurecido bastante desde la infancia y su color era enigmático y elusivo, y bajo la luz cambiante pasaba de un castaño soleado a un oro rojizo y bruñido. Vio, por primera vez, que el carnoso labio inferior daba a su boca una expresión insinuante, en inesperado y cautivador contraste con los elegantes pómulos y la nariz angosta y recta, y pensó con cierta sorpresa que era muy bonita.
Era una revelación sorprendente para Francis, pues hasta esa noche siempre había visto a Ana con los ojos ciegos y afectuosos con que miraba a sus propias hermanas. Esta súbita valoración no implicaba otra cosa, sin embargo; sabía muy bien que Ana había entregado su corazón tiempo atrás. Pero, por primera vez en meses, se sorprendió pensando en Anna, su esposa, que tenía la edad de Ana pero para él era casi una desconocida. Se preguntó, con repentina curiosidad, si también ella habría florecido como mujer.
Estaba tan enfrascado en estas especulaciones que pasó por alto los murmullos que intercambiaban Ana y Eduardo. El comentario de Eduardo, mejor dicho, pues Ana no había hablado. Retrocedió, tropezó con Francis, y él vio que su piel ardía de rubor.
—¿Qué te dijo, Ana? —susurró.
Ella titubeó y luego habló en voz muy baja, así que él tuvo que esforzarse para entender las palabras.
—Me dijo… me dijo: «Con que tú eres la Ana de Dickon».
A mediados de septiembre, Jorge e Isabel visitaron el castillo de Middleham con un fastuoso séquito, y los aldeanos, a pesar de estar acostumbrados al magnífico cortejo que siempre rodeaba al señor de Warwick, quedaron deslumbrados por la espectacular llegada del duque de Clarence y su duquesa.
Solo entonces Eduardo supo que el parlamento planeado se había cancelado súbitamente y sin explicaciones. También supo que sus sospechas sobre la verdadera intención de Warwick eran acertadas.
Isabel Neville confirmó sus temores sin darse cuenta. Isabel eludía su compañía y parecía sumamente incómoda en su presencia. Él pronto adivinó el porqué. Isabel sabía lo que planeaban su esposo y su padre, coronar a Jorge, y no sabía cómo tratar al hombre que se proponían destronar, o algo peor. Al principio le divertía provocarla, pero pronto notó que estaba realmente angustiada, se apiadó de ella y dejó de buscar su compañía.
Siguió fingiendo aplomo, y era tan galante con la condesa que ella terminó por derretirse bajo sus sonrisas y empezó a actuar como si él fuera en verdad un huésped de honor. Él había intentado conquistar a la otra hija, la parca Ana, hasta que comprendió que lo más amable sería dejarla en paz, igual que a Isabel.
Solo con Jorge se le caía la máscara; a Eduardo le costaba ser cortés con Jorge. En parte era una respuesta espontánea a la creciente hostilidad de su hermano, pero ante todo era una amarga reacción contra lo que consideraba una traición de su propia sangre. Jorge era su hermano, así que su felonía era tan antinatural como imperdonable.
En cuanto a su primo, Eduardo consideraba afortunado que Warwick no pasara mucho tiempo en Middleham ese septiembre, pues cada vez le costaba más desviar las provocaciones y sarcasmos con cortesía irónica, disciplinar una lengua que nunca había conocido restricciones salvo las que él imponía por su voluntad.
No solo era un manojo de nervios a causa de la presión implacable, sino que la afabilidad de Warwick se estaba deteriorando. Warwick era cada vez más diestro para seleccionar palabras hirientes, y era tajante cuando semanas atrás había sido solícito, condescendiente en su cortesía. Eduardo reparó en este cambio con gran interés, comprendió que significaba que él se encontraba en una posición más favorable, y paradójicamente más peligrosa, que en aquellas primeras horas en Coventry.
Desde que lo habían capturado en Olney, Eduardo sabía que estaba al borde de la muerte. Pero nunca desesperaba. Desde su infancia, había actuado a su antojo, había cogido lo que quería y el precio nunca había sido demasiado alto.
Solo una vez le había fallado la suerte, en las nieves de Sandal, y estaba convencido de que si él hubiera estado allí ese día de diciembre, con su padre y Edmundo, habría podido impedir la necedad de ese ataque fatídico. No podía creer que perdería, aunque su primo parecía tener todos los naipes y él solo tenía a su favor el tiempo.
El sol de septiembre entraba oblicuamente por las ventanas del gabinete, salpicando el cabello de Eduardo con destellos cobrizos, haciendo resplandecer sus anillos mientras su mano revoloteaba sobre el tablero de ajedrez. Comió un alfil y miró a Francis con una sonrisa desafiante, mientras acariciaba la cabeza que tenía apoyada en la rodilla.
Francis vio que el alano lameteaba la mano de Eduardo y se echó a reír.
—Parece que habéis conquistado incluso a los perros de Su Gracia, majestad.
—Que mi primo no te oiga decir eso, Francis. No hay mejor modo de ganarse la enemistad de un hombre que conquistar a sus perros. Más vale seducir a su esposa.
Francis rio.
—Dudo que ni siquiera vos podáis seducir a lady Nan, Vuestra Gracia —osó decir—. Para ella solo existe un hombre en el mundo… mi señor de Warwick.
Eduardo reprimió la réplica procaz que se le ocurrió, por respeto a la edad de su joven compañero.
—Quizá eso explique, Francis —dijo en cambio—, por qué mi primo parece confiar su esposa a mi cuidado, pero me priva de la compañía de sus hijas.
Francis también había notado que Ana e Isabel eludían a Eduardo. Su discreción se relajó un poco frente al desenfado de Eduardo.
—Quizá vuestro hermano de Clarence esté celoso, majestad —dijo audazmente.
Eduardo sonrió con discreción y se encogió de hombros. Había reparado en la simpatía de Francis desde ese primer momento en el salón, y el muchacho se la había confirmado al responder ávidamente a los gestos amistosos de Eduardo. Pero Francis era pupilo de Warwick, y estaba casado con la sobrina de Warwick. Más aún, si la memoria no lo engañaba, los Lovell eran lancasterianos. Prefería no comprometerse hasta cerciorarse de haber conquistado plenamente el afecto del joven.
Miró los ojos oscuros de Francis con ojos inocentes, y desvió la conversación del peligroso tema de los celos de su hermano.
—Sea como fuere, eso aún deja a la hija menor, y ella ha sido tan elusiva como un hada del bosque. Apenas la he visto esta semana.
Francis miró el tablero, experimentando el ansia de proteger a Ana Neville.
—Se sintió muy apenada, majestad, cuando le negasteis permiso para desposar a Su Gracia, el duque de Gloucester.
—No tan apenada como mi primo de Warwick, sospecho —dijo secamente Eduardo. Como Francis no respondió, él urgió—: Te toca mover, Francis. —Y añadió, con vaga curiosidad—: Supongo que se sintió aún más apenada, pues, porque Gloucester no intentó casarse en secreto a despecho de mis deseos, como hizo Clarence.
—No, Vuestra Gracia, no es así —dijo Francis, con tanto énfasis que Eduardo lo miró inquisitivamente—. Ella lo conoce demasiado para eso. —Sacudió la cabeza con gravedad—. Vuestro hermano de Gloucester amaba al conde. Pero tomó su decisión hace cinco años. Lo sé, yo estaba con él.
Eduardo lo miró con súbita concentración.
—Ahora recuerdo… Tú eres amigo íntimo de Dickon, ¿verdad?
Francis captó el matiz sutil de esa pregunta, asintió.
—Tengo ese privilegio, Vuestra Gracia.
Tragó saliva, fijó los ojos en las piezas de marfil. Sabía que Eduardo lo observaba, sentía sus ojos, un escrutinio intenso que era como un contacto físico. Acercó la mano a su peón amenazado y Eduardo la cogió en la suya. El anillo de la coronación resplandecía con un brillo cegador. Francis alzó la vista, sabiendo qué preguntaría Eduardo y qué contestaría él.
—¿Cuán amigo eres de Dickon, Francis?
Francis no reparó en las consecuencias de su respuesta. Hacía tiempo había reconocido íntimamente que debía lealtad no al conde de Warwick ni a la olvidada reina de Lancaster, sino a la Casa de York. A Dickon y al hombre que ahora le aferraba la mano sobre el tablero.
—Haría cualquier cosa por vuestro hermano de Gloucester —murmuró, y su corazón dio un respingo de culpa, pues en cuanto pronunció esas palabras incriminadoras la puerta del gabinete se abrió y entró el conde de Warwick.
Warwick puso mala cara al ver a Francis, pero se abstuvo de hacer comentarios. No podía aislar a Eduardo del contacto con todos los de su casa, a menos que lo hiciera encerrar en sus aposentos bajo guardia constante. Y quizá ni siquiera eso bastara.
Aún recordaba la desagradable sorpresa que se había llevado al entrar en la cámara de Eduardo en el castillo de Warwick, poco después de la captura, y encontrar a su primo jugando a los naipes con los hombres encargados de custodiarlo. Había tomado medidas para cerciorarse de que Eduardo no confraternizara con sus carceleros en el futuro, pero aún recordaba el episodio, y le provocaba inquietud. Aunque le irritara reconocerlo, su primo podía ser muy seductor y eso, rumiaba amargamente, lo transformaba en un hombre muy peligroso. Demasiado peligroso para dejarlo en libertad.
Pero sus opciones se estaban reduciendo. Habría sido una cosa ejecutar a Eduardo en Olney o cuando lo llevaron a Coventry. Era muy otra matarlo a sangre fría al cabo de seis semanas de cautiverio. Miró a su primo, sopesando analíticamente cuánto arriesgaría y cuánto ganaría si hacía ahora lo que tendría que haber hecho en Coventry. Pero ya conocía la respuesta, sabía que si mataba a Eduardo ahora correría un albur que prefería evitar a menos que no le quedara más remedio.
—Puedes irte, Francis —dijo abruptamente, y miró a Eduardo como retándolo a objetar esta arbitraria interrupción de la partida. Pero Eduardo señaló el tablero con indolencia.
—Continuaremos en un momento más oportuno, Francis —dijo.
Warwick siguió con los ojos al joven que se marchaba y fijó una mirada huraña en Eduardo. No había ningún reflejo de viejos afectos en su semblante, solo una hostilidad fría y calculadora. En el último mes, sus sentimientos por Eduardo habían sufrido un cambio total, se habían revestido de resentimiento, despojado de toda calidez. Las cosas no salían como había planeado. Se encontraba asediado por dificultades, se topaba con obstáculos imprevistos, y solo podía atribuir sus crecientes problemas al hecho de que su primo aún estaba con vida.
Londres seguía inquieta, tercamente leal a Eduardo. El duque de Borgoña hacía amenazas en defensa de su cuñado. Había crecientes estallidos de violencia y pillaje a medida que oportunistas y forajidos aprovechaban el desmoronamiento de la autoridad. Algunos partidarios de Warwick se habían sumado a esa oleada de ilegalidad. Parecía que el país hubiera recaído en aquellos días caóticos en que reinaba Enrique de Lancaster y Margarita de Anjou luchaba contra el duque de York para decidir quién gobernaría.
Estos disturbios inquietaban a Warwick; tenía la astucia necesaria para entender que debía salvaguardar la paz si deseaba ejercer la autoridad, y en los últimos tiempos parecía que ambos se le escabullían. Para colmo de su frustración, no entendía qué había salido mal.
Hacía varios años que la popularidad de Eduardo menguaba. La gente se sentía agobiada por impuestos poco equitativos, culpaba a Eduardo porque el tratado con Borgoña aún no había acarreado los previstos beneficios económicos, estaba resentida porque los Comunes habían otorgado al rey un subsidio de sesenta y dos mil libras el año anterior para la guerra con Francia, pero Eduardo aún no había actuado en ese sentido. Warwick no esperaba contar con una oposición significativa para derrocar a Eduardo, pensaba que a nadie le importaría, y menos después de diez agotadores años de luchas entre York y Lancaster. Se había equivocado, y ahora descubría que el país aún respaldaba a su primo.
Su propia familia le causaba desazón en vez de apoyarlo. Su esposa no podía ocultar sus temores. Su hija Ana, que no tenía motivos para apreciar a Eduardo, le había comentado con zozobra que entre los servidores de su primo Jorge corría el rumor de que Warwick se proponía arrebatarle la corona a Eduardo para entregársela a Jorge. ¿No debía tomar medidas para castigar a quienes osaban difamarlo así?, le había preguntado con preocupación.
Había tenido una amarga confrontación con su tía Cecilia antes de irse de Londres, otra con su hermano en el castillo de Sheriff Hutton. Juan le había advertido sin rodeos que si Eduardo moría estando bajo su custodia, él creería que era un asesinato, aunque Warwick reuniera a una veintena de galenos y sacerdotes que jurasen que Eduardo había muerto por enfermedad o accidente.
Warwick apreciaba a su hermano; había sido una conversación dolorosa. Y no podía pasar por alto las implicaciones políticas de la posición de Juan. Como conde de Northumberland y soldado veterano capaz de convocar a muchos bajo la insignia del Grifo, Juan era una poderosa figura política. Warwick necesitaba su respaldo; después de Sheriff Hutton, había tenido que resignarse a no contar con él.
Al fin había tenido que cancelar el parlamento de York; con el país al borde de la anarquía, no podría lograr que aceptaran la reclamación de Jorge a la corona. Pero aunque septiembre le había traído malas nuevas, no estaba preparado para las lúgubres novedades que su hermano Jorge traía de Londres.
Los forajidos no eran los únicos que sacaban partido del desorden. Había estallado una revuelta lancasteriana en la frontera escocesa, y Warwick se apresuró a reunir tropas para sofocar la rebelión. La reacción había sido perturbadoramente lenta, sin embargo, y esa tarde el arzobispo había ido a Middleham con noticias realmente alarmantes de la capital. En el sur nadie respondería a su llamada a las armas mientras el rey permaneciera en cautiverio.
—Quiero que me acompañes a la ciudad de York —dijo sin rodeos, y vio el destello de sorpresa en los ojos de Eduardo, pronto reemplazado por una cauta reserva—. Seré franco contigo, Ned. Necesito que me ayudes a reclutar hombres para aplastar la revuelta lancasteriana.
Escrutó a Eduardo, que guardó un impávido silencio, acariciando pensativamente la pieza de ajedrez que sostenía cuando Warwick entró en el gabinete. Warwick ocupó el asiento que Francis había dejado.
—Te dije que sería franco, primo. Eso significa que haré lo que sea necesario si optas por cometer alguna necedad precipitada mientras estemos en York. Te recuerdo que cabalgarás con mis hombres.
Eduardo se reclinó en la silla.
—No te preocupes, primo —dijo con una sonrisa glacial—. Considero que es de mi conveniencia sofocar rápidamente cualquier rebelión respaldada por Lancaster.
Warwick asintió.
—Solo quería que nos entendiéramos.
Tras la aparición pública de Eduardo con Warwick en York, los hombres respondieron a la llamada a las armas. La rebelión fue sofocada y sus cabecillas decapitados en York el 29 de septiembre, en presencia de Eduardo y los Neville.
Con esas apremiantes preocupaciones, Warwick no tenía tiempo para ocuparse del paradero de su joven pupilo. Francis aguardó prudentemente a que el conde se hubiera ido a Pontefract, pero no preveía dificultades para hallar al mensajero que buscaba. No en vano había vivido cinco años en Yorkshire, y sabía qué hombres eran leales a York. Se escabulló un amanecer y viajó hacia Scotton, donde hacía tiempo que la familia de Rob Percy tenía una residencia. Ese intento fue vano, sin embargo; descubrió que hacía seis semanas que los Percy estaban en Scarborough.
Pero mientras regresaba por la aldea de Masham, su suerte tuvo un cambio favorable. Al cruzar el puente del río Ure, se encontró con Thomas Wrangwysh, y sabía que Thomas era uno de los pocos habitantes de York que siempre había respaldado incondicionalmente al rey yorkista. En un santiamén, le confió lo que Eduardo quería que hiciera y pronto galopaba hacia Middleham, con la exultante certeza de que Wrangwysh llevaría el mensaje del rey al sur.
Ese octubre prometía una considerable belleza, y amanecía con cielos radiantes y un follaje salpicado de colores resplandecientes. El sol del mediodía estaba en lo alto cuando el conde de Warwick y su cuñado entraron en el patio de Middleham tras pernoctar en el vecino castillo de Bolton.
Había sido una visita fructífera. Lord Scrope había accedido a presidir un tribunal especial para investigar los disturbios continuos del sur. También apuntaló el desfalleciente ánimo de Warwick al refirmar su lealtad y amistad en un tiempo en que Warwick necesitaba ese respaldo. Aun así, no disipó su desazón. Tenso y fatigado, Warwick tenía la sensación de estar luchando contra fantasmas, de no dominar la situación.
Tras entregar su cabalgadura a un palafrenero, despidió a su escolta. Mientras Jorge se dirigía a la cámara de damas en busca de su esposa, Warwick subió la escalera que conducía al torreón. Entró en el salón y se paró en seco para mirar con ojos incrédulos lo que veía. Hombres comiendo y bebiendo en largas mesas de roble, hombres que usaban los emblemas de la nobleza de Inglaterra. Reconoció de inmediato al duque de Suffolk, que estaba casado con Elisa Plantagenet, segunda hermana de Eduardo. También reconoció la lánguida elegancia del conde de Arundel, y al moreno sir John Howard y, junto al hogar, al duque de Buckingham, de quince años, que jugaba de rodillas con los perros de Warwick. Alzó la vista y le sonrió a Warwick con infantil despreocupación.
Buckingham parecía ser el único que no reparaba en la tirantez reinante. Los hombres observaban a Warwick con expectación; varios, como Howard, eran francamente hostiles. Warwick posó la vista de rostro en rostro hasta encontrar el que buscaba. Eduardo estaba con el arzobispo de York. Este resplandecía con su mitra enjoyada y la túnica de un príncipe de la iglesia, pero estaba blanco como si lo llevaran al patíbulo. Eduardo se reía cuando Warwick entró en el salón; estaba radiante de triunfo, y parecía asombrosamente joven y despreocupado.
Por un instante el tiempo pareció fragmentarse, como si ocho años se hubieran desvanecido, y Warwick volvió a ver al jubiloso joven de diecinueve años que había entrado con él en Londres en medio de vítores ensordecedores, en aquel día de febrero que lo conduciría al trono. Y luego la perturbadora ilusión se hizo añicos y Warwick afrontó a un hombre que lo miraba con ojos burlones y una sonrisa que no prometía reminiscencias sino venganza.
Francis se había vuelto en el asiento de la ventana del gabinete, que daba hacia el oeste, oteando la carretera que venía del sur. Se giró rápidamente cuando abrieron la puerta, y miró consternado mientras Warwick y Eduardo entraban en la cámara, seguidos por el arzobispo de York. Se encogió en el nicho de la ventana, pero estaban demasiado coléricos para reparar en él.
—No sé qué tienes en mente, Ned, pero te advierto que no dará resultado. Me importa un adarme que reúnas a todos los pares de Inglaterra en Middleham.
—En efecto, primo, es precisamente lo que he hecho.
Warwick inhaló trabajosamente.
—Mientes —replicó.
—¿De veras? —se burló Eduardo, y Warwick descubrió que aferraba la empuñadura de la daga con tal fuerza que las gemas incrustadas le dejaron profundas marcas en la palma de la mano. Destrabó los dedos con esfuerzo, dejó que la daga se deslizara en la vaina.
—Aunque digas la verdad, no tiene importancia —dijo al fin—. Estamos en Middleham, no en Westminster. Aquí yo doy las órdenes. Parece que lo has olvidado.
—No, en absoluto. Te aseguro que no olvidaré nada de lo que ha ocurrido en los dos últimos meses.
Francis quedó intimidado por el odio que veía en el rostro de Warwick. No dudaba de que en ese momento el conde quería matar a su primo. Eduardo también lo veía: había amargura y triunfo en su boca arqueada.
—Maldito seas —exclamó Warwick—. ¿Acaso crees que no haré nada mientras…?
—No, no estoy sugiriendo que no hagas nada, primo. Te sugiero que regreses al salón y te dispongas a acoger a tus huéspedes en Middleham. En tus propias palabras, debes apreciar «las imposiciones de la necesidad», ¿verdad?
—Él tiene razón, Ricardo —intervino el arzobispo—. ¿Qué podemos hacer salvo poner buena cara ante ello…?
Warwick no le prestó atención.
El silencio era sofocante. Eduardo se apoyó en la mesa, sostuvo la mirada de Warwick. Uno de los alanos del conde se aproximó a Eduardo, se le frotó afectuosamente contra las piernas. El silencio se prolongó hasta que Francis pensó que no lo aguantaría más. El arzobispo parecía compartir sus sentimientos. Pero Warwick desbordaba de furia y Eduardo parecía estar divirtiéndose.
—¿Y si digo que no? —murmuró Warwick—. ¿Y si digo que no puedes irte de aquí, primo? ¿Acaso debo recordarte que los hombres de Middleham responden a mí y solo a mí?
Eduardo no le dio importancia, pero el arzobispo estaba pasmado.
—¡Por Dios, hermano, no puedes recurrir a la violencia ante la mitad de los lores del reino!
Francis estaba tan pasmado como el arzobispo. Se movió con inquietud, y así obtuvo lo que menos deseaba, la atención del conde. Warwick se volvió hacia el muchacho.
—¿Qué haces aquí, Lovell? ¡Bien, responde! ¡Ven aquí, ya!
Francis atravesó rígidamente el gabinete. Estaba muy asustado, pues sabía que sería el cordero sacrificial de la cólera de Warwick. Solo rezaba para que Warwick estuviera actuando por furia y frustración y no con motivos más siniestros. Afrontaría de buena gana la cólera de Warwick si sabía que estaba libre de sospechas.
—Milord… —susurró, y se tambaleó cuando Warwick le abofeteó la cara. No fue un golpe demasiado fuerte; lo habían castigado con mayor severidad por infracciones menores. Pero un anillo de Warwick le abrió un tajo en la comisura de la boca. Jadeó, y la sangre empezó a gotear por la barbilla, y se dispuso a padecer el daño que Warwick estuviera dispuesto a infligirle.
—Tienes mi venia para irte, Francis. —Francis volvió a jadear, no de dolor sino de sorpresa. Se giró. No había esperado que Eduardo interviniera en su favor, pero tampoco esperaba que Eduardo compartiera la furia de Warwick ante su presencia. Pero Eduardo lo miraba con ojos indiferentes a su dolor, y añadió con una voz en la que no había el menor eco de amistad—: ¿No me has oído, Francis? Te di una orden. No me obligues a repetirla.
Francis quedó más conmocionado por la glacial despedida de Eduardo que por el golpe de Warwick. Aunque con ello quedaría libre de la ira de Warwick, le dolía, le dolía espantosamente. Miró nerviosamente a Warwick, y notó que Warwick lo miraba a Eduardo, no a él.
—Sí, Vuestra Gracia —dijo con aflicción, e hizo una torpe reverencia mientras Eduardo se alejaba de la mesa y señalaba la puerta con la cabeza.
—Venga, lárgate de aquí —dijo con impaciencia. Pero al volverse dio la espalda a Warwick. Le guiñó el ojo a Francis y en un santiamén el ánimo del muchacho pasó de la desesperación a la euforia. Caminó de espaldas hacia la puerta, procurando mantener su expresión acongojada.
—No sabía que te interesaba tanto mi pupilo —oyó que decía Warwick—. Me pregunto por qué.
Francis se alarmó, pero la respuesta despectiva de Eduardo lo tranquilizó.
—Me importa un bledo tu pupilo. Pero esta conversación no es para oídos ajenos. A menos, desde luego, que quieras un público que te mire mientras te pones en ridículo, primo. En ese caso, sugiero que regresemos al salón y continuemos esta conversación allí.
Francis cogió la traba, justo cuando la puerta se le abría en la cara. Retrocedió mientras Jorge de Clarence entraba en el gabinete.
—¡Hombres armados! —jadeó—. Acercándose desde el sur, quinientos por lo menos.
Los Neville se volvieron hacia Eduardo. Eduardo no dijo nada. Miró a Warwick y rio. Warwick no se movió.
—Mira los estandartes —le dijo a Jorge, sin apartar los ojos de Eduardo—. ¿Quién los comanda?
Jorge aún no había mirado a su hermano. Fue deprisa a la ventana donde Francis había montado guardia. Arrodillándose en el asiento, se enderezó de inmediato y se volvió hacia su suegro.
—Hastings… —dijo con voz ahogada—. Y el Jabalí Blanco de Gloucester… Dickon.
Todos miraron a Eduardo, pero él le habló solo a Warwick.
—En efecto. Mi hermano de Gloucester y mi lord chambelán han resuelto brindarme una escolta adecuada para mi viaje de regreso a Londres.
Por un helado instante, se sostuvieron la mirada, hasta que Warwick aflojó los hombros.
—Entiendo —dijo con voz átona.
Eduardo miró rápidamente a Jorge, y de nuevo a Warwick.
—Debiste haberlos retenido en Olney, primo —dijo con voz irónica pero estremecedora.
Warwick guardó silencio.
Francis, que había escuchado con embeleso, reparó tardíamente en el peligro que corría y avanzó varios pasos hacia la puerta. Entonces Jorge se acercó a su hermano.
—¿Deseas que te acompañe a Londres, Ned? —murmuró con voz tensa.
Warwick se puso rígido, se volvió hacia su yerno. También Eduardo.
—Por mí puedes irte al mismísimo infierno —dijo lenta y enfáticamente.
Jorge se sonrojó, y la sangre palpitaba en su rostro y su garganta.
—Ned, no ves…
—Claro que veo… hermano Jorge. Y lo que veo me repugna.
Jorge estaba tieso, y se aplastó un puño contra el muslo.
—Cuidado, majestad… Pues no seré manso como uno de tus malditos perros de caza.
El arzobispo de York jadeó. Warwick, en cambio, permaneció impasible, y parecía estar atento a algo que sucedía fuera del gabinete, más allá de sus primos. Y Francis deseó que nadie lo mirase nunca como Eduardo miraba al hermano.
Eduardo contempló a Jorge un largo instante y alzó la mano. Chasqueó los dedos, y los remolones perros de Warwick se levantaron y se acercaron, esperando órdenes.
Francis había visto suficiente. Traspuso la puerta, atravesó deprisa el salón, salió al rellano cubierto y miró el patio iluminado por el sol.
Allí reinaba la confusión. Un hombre delgado y rubio a quien reconoció como lord Dacre desmontaba junto a la escalera. Un hombre pasó junto a Francis, usando el Nudo de Stafford, emblema del joven Harry Stafford, duque de Buckingham. Al otro lado de la muralla vio al conde de Essex, y le alegró inmensamente que los lores de Inglaterra hubieran respondido con tal celeridad a la convocatoria de Eduardo. Por mucho que desprecien a los Woodville, aún son leales a Eduardo, pensó, y se volvió al oír su nombre.
Ana Neville corría hacia él.
—Francis, se aproxima una fuerza numerosa. En la casa de guardia me dijeron que suman centenares.
—Lo sé.
Ella le aferró el brazo.
—Aún están a cierta distancia, así que no estoy segura… Pero, Francis, creo que el estandarte que enarbolan es el Blancsanglier. El Jabalí Blanco.
Él asintió y ella apartó la mano.
—Lo sabía… Lo supe aun antes de ver el estandarte de Ricardo —susurró ella, y Francis solo pudo asentir.
En el último año, Ana había empezado a llamar así a su primo. Francis no había podido resistir una broma.
—¿Por qué le dices Ricardo, cuando todos lo llaman Dickon?
Ella se había reído.
—¿Tan poca imaginación tienes, Francis? Precisamente por eso. Porque todos lo llaman Dickon.
Mientras Francis recodaba esa conversación, ella dijo:
—No puedo verlo, Francis.
—Ana, no seas injusta. No puedo creer que tú también le reproches su lealtad a su hermano. Y menos conociéndolo como lo conoces.
Ella ensanchó los ojos oscuros.
—¡Pero no es así! ¡Por Dios que no es así!
—Si te niegas a verlo, Ana, él creerá lo contrario.
Ella meneó la cabeza.
—No puedo, Francis. —Le tembló la voz—. No puedo. —Y lanzó una exclamación, pues él había vuelto la cara hacia ella y por primera vez ella vio la sangre que le manchaba la comisura de la boca—. Francis, ¿estás lastimado? ¿Qué sucedió?
—Tu padre me pegó —dijo él sin pensar, y se arrepintió de haberlo dicho, pues Ana estaba tan pasmada como si ella hubiera recibido el golpe.
—Creo que el mundo se ha vuelto loco —jadeó, y antes de que él pudiera responder, dio media vuelta y atravesó el patio para dirigirse hacia los aposentos del muro sur. Por el modo en que se tropezaba torpemente con los que se le cruzaban en el camino, Francis supo que estaba llorando.
Hacía meses que Francis no veía a Ricardo, y se aproximó mientras su amigo y lord Hastings cabalgaban hacia la escalera de la torre, donde los aguardaba Eduardo, flanqueado por el conde de Warwick y el arzobispo de York. Will Hastings sonrió al apearse de la silla para arrodillarse ante Eduardo, y lanzó una carcajada al ver a su cuñado, el conde de Warwick. Pero Francis no llegó a ver la reacción de Warwick, pues estaba atento a la llegada de Ricardo.
El sol le daba de lleno, nimbándole el cabello oscuro y lustroso con el brillo del ébano bruñido y obligándolo a alzar la mano para protegerse del resplandor. A diferencia de Hastings, ocultaba sus pensamientos; solo se le notaba la crispación. Francis pensó que estaba exhausto. La tez se estiraba sobre los pómulos altos y ahuecados; había manchas bajo los ojos profundos y oscuros, y la expresiva boca estaba petrificada en una curva tensa. Para Francis, la prueba más palmaria de la desazón de Ricardo era el hecho de que su amigo, un jinete consumado, tuviera dificultades para manejar al caballo. El animal, un semental sudado, corcoveaba nerviosamente, como si el jinete le hubiera contagiado sus emociones; en consecuencia, Ricardo no llegó a la escalera hasta que Will Hastings desmontó.
Pero, al ver los ojos de su hermano por encima de la ondeante crin del caballo, Ricardo cambió abruptamente de expresión y puso una sonrisa tan radiante de alivio que Francis supo de inmediato qué pensamientos oscuros lo habían acechado durante los dos meses del cautiverio de Eduardo.
Eduardo sonrió, se apresuró a alzar a Ricardo cuando el muchacho se arrodillaba ante él. Ricardo rehuía las manifestaciones de emoción en público, Eduardo no. Sin preocuparse por la formalidad, saludó a su hermano con risas y un afectuoso abrazo.
Francis miró de soslayo a Warwick, pero una vez más quedó defraudado; el conde observaba inexpresivamente. Desde que Warwick había salido del gabinete al lado de su primo, Francis había buscado indicios de tensión. Ansiaba ver al conde humillado ante los lores del reino, pero comprendió que no sería así.
Sus sentimientos por Warwick distaban de ser benévolos en ese momento, pero debía reconocer que el conde tenía su mérito. No era una hazaña menor sonreír y dedicarse a la charla menuda cuando estallaba de cólera, pensó, y si bien Warwick no era del todo convincente como gentil anfitrión, al menos se dominaba.
No podía decir lo mismo de los cómplices de Warwick. El arzobispo de York estaba sumamente incómodo; cuanto más procuraba ocultarlo, más evidente resultaba. En cuanto a Jorge de Clarence, no estaba a la vista.
De pie junto a su hermano mientras Eduardo recibía a los lores que seguían llegando, Ricardo había visto a Francis de inmediato y le dirigió una cálida sonrisa. Pero el sol había iniciado su lento descenso hacia el oeste cuando tuvieron la oportunidad de hablar a solas.
Se reunieron a la sombra de la torrecilla que sobresalía del muro sur del torreón, pero habían cambiado solo unas palabras cuando el conde de Warwick se separó de los nobles que rodeaban al rey y se les acercó.
—¿Renovando viejas amistades, Francis?
Francis sintió que se le secaba la boca, con la súbita certeza de que Warwick sabía el papel que él había desempeñado en la estratagema de Eduardo. Sintió gran alivio, pues, cuando vio que los ojos del conde resbalaban sobre él para posarse en Ricardo.
—Enhorabuena, Dickon. Una gran sorpresa, sí, pero nada desagradable. Prefiero que seas tú y no un Woodville.
Ricardo se había puesto rígido de cautela ante la cercanía de Warwick. Ahora solo estaba confundido. También Francis. Warwick lo notó y sonrió.
—Parece que no solo soy el primero en congratularte, sino que seré yo quien te dé la noticia. Como hice decapitar al conde Rivers en Coventry, el puesto de lord condestable está vacante. Debía heredarlo su hijo mayor, Anthony Woodville, junto con los títulos de Rivers. Pero tu hermano acaba de decirme que piensa otorgártelo a ti.
Francis estaba azorado. El lord condestable de Inglaterra esgrimía un poder enorme, entre ellos el derecho de determinar qué actos se consideraban traición y juzgar a los culpables. Miró a su amigo; hacía solo cinco días que había cumplido diecisiete años.
Ricardo estaba sorprendido y se le notaba. Abrió la boca, se clavó los dientes en el labio inferior mientras Warwick le sonreía.
—Ned debe de tener gran confianza en tu criterio —dijo el conde— para abrumarte con tales responsabilidades a tan corta edad. Pero yo sería el último en dudar de tus aptitudes. Ya se pusieron a prueba en Middleham.
Francis conocía bien esa táctica; con frecuencia Warwick hacía reclamos sobre Ricardo valiéndose de remembranzas de Middleham. Le disgustaban, en nombre de Ricardo, sabiendo que su amigo era muy vulnerable a esa manipulación. La respuesta de Ricardo lo apenó, aunque no le sorprendió:
—Fui bien instruido durante los años que pasé en tu residencia, primo.
—Me alegra que lo recuerdes, Dickon.
Ricardo no devolvió la sonrisa del otro.
—En todo salvo en el honor —dijo en voz baja, pero muy clara.
Francis sintió un arrebato de placer. Ah, no te esperabas eso, Hacerreyes, pensó con regocijo, viendo que Warwick arqueaba la boca y endurecía los ojos oscuros.
—Cuidado, Dickon. Esas palabras son peligrosas. Tienes una deuda conmigo.
—Toda deuda que tuviera contigo, primo, se saldó por completo en Olney.
—No, Dickon. Te equivocas. En Olney no se efectuó ningún pago. Pude haberlo exigido, pero no lo hice. Será mejor que no vuelvas a contar con ello. Mi joven primo de Gloucester, tómalo como el consejo de un amigo o como una admonición, según tu preferencia. —Sonrió amargamente—. Para mí da lo mismo.
Como Ricardo no respondió, Warwick dio media vuelta, añadiendo en el último momento:
—¿Tienes algún mensaje para mi hija?
Y tuvo la efímera satisfacción de ver que las minuciosas defensas de Ricardo eran vulnerables, a pesar de todo.
Siguiendo a Warwick con la mirada, Francis lanzó una maldición.
—Caminemos, Francis —dijo Ricardo—. Tenemos mucho que decir y muy poco tiempo.
Atravesaron el patio, se alejaron del torreón y de la presión de los hombres que rondaban las escalera, donde Eduardo reía bajo el sol.
Francis estudió al nuevo lord condestable de Inglaterra.
—Estoy pensando, Dickon —dijo gravemente— que quizá termines juzgando a parientes míos. Un hermano de mi esposa Anna murió luchando por Warwick en la batalla de Edgecot en julio, y mi suegro es la mano derecha del conde.
Ricardo se encogió de hombros. Tenía sentimientos ambiguos sobre la revelación de Warwick, una mezcla de entusiasmo con aprensión. No quería hacer comentarios antes de hablar con su hermano.
—Rob Percy está conmigo —dijo—. ¿Lo has visto?
Francis negó con la cabeza. Su amistad con Rob Percy, que antes solo se basaba en la proximidad, había evolucionado hasta transformarse en genuino afecto. No obstante, ahora percibía un vago resentimiento. Rob era libre de participar en los acontecimientos más decisivos mientras que él, como pupilo del conde, debía permanecer recluido en Middleham.
Tras una mirada al caviloso perfil de su amigo, Ricardo dijo:
—Tengo un mensaje para ti, de parte de mi hermano. Me pidió que te dijera que él no olvida las heridas sufridas a su servicio.
Francis rio, pensando que un labio partido era un precio pequeño por el favor del rey.
—Soy yo quien debe agradecer a Su Gracia. Él me salvó de la ira del conde, sin provocar sospechas en alguien que es famoso por su recelo.
—Pues no me sorprende. Conozco a pocos que puedan pensar tan rápidamente como él. —Ricardo miró con cierta compasión la mejilla hinchada del muchacho más joven; ya prometía que se descoloraría hasta transformarse en una magulladura espectacular—. También me pidió que te dijera que considera que soy muy afortunado en mis amistades. Yo pienso lo mismo, Francis.
Se miraron con repentina timidez, echaron a andar de vuelta.
—¿Has visto a mi hermano de Clarence, Francis?
Tomado por sorpresa, Francis estuvo a punto de barbotar un relato de ese agresivo diálogo en el gabinete del conde. Pensándolo mejor, negó con la cabeza.
—Es sumamente extraño —dijo Ricardo, con ecos de furia sofocada en la voz—. Jorge tiene tres años más que yo y no es ningún niño. Tiene veinte años. Sin embargo, se deja arrastrar como un chiquillo.
Francis dio una respuesta prudentemente neutra, y tan ambigua como para satisfacer su conciencia y al mismo tiempo alentar otras confidencias si Ricardo lo deseaba. Pero en ese momento Isabel Neville apareció en la puerta que conducía a la cámara de las damas.
Vaciló y luego caminó hacia ellos, se enfrentó a Ricardo con una sonrisa frágil.
—Bien, Dickon, reconozco que tus regresos son espectaculares.
—No porque yo lo haya elegido —dijo él, pronunciando cada palabra con helada precisión.
Ella lo miró con zozobra y suspiró, alzando las palmas en una súplica involuntaria.
—El buen Jesús sabe que vivimos tiempos aciagos. Pero debo confesar que yo no puedo verte como un enemigo, Dickon.
—¿Cómo cuñado, entonces? —sugirió él, y cuando ella se acercó, él la tomó en sus brazos. Se estrecharon en silencio y se separaron con una sonrisa.
—Dickon, nadie lo sabe aún, ni siquiera mi padre. Estábamos esperando a que yo estuviera segura. Pero quiero que lo sepas… Estoy encinta. —Ricardo contuvo el aliento y ella le tocó la mejilla en una tierna imploración—. Alégrate por nosotros, Dickon. Por favor, alégrate.
—Claro que me alegro, Bella —dijo él sinceramente, y le dio un beso leve. Ella lo abrazó convulsivamente.
—Dickon, habla con Ned, por favor —urgió—. Él no quiere escuchar a Jorge. Pero quizá te escuche a ti. Hazle entender que mi padre y Jorge solo querían apartarlo de los Woodville. Es la pura verdad. Obraron contra los Woodville, no contra Ned. Haz que lo entienda.
—Le hablaré en nombre de Jorge, Bella —convino Ricardo, al cabo de una larga pausa, y Francis se preguntó si Isabel discernía la sutil pero significativa diferencia entre lo que ella pedía y lo que él prometía.
—Gracias. Sabía que podíamos confiar en ti.
Mientras ella volvía a abrazarlo, Ricardo bajó la voz, le habló al oído, y Francis solo captó fragmentos.
—Dile… la capillita que está junto al salón… la esperaré allá…
Isabel escuchó atentamente y asintió.
—Claro que sí, Dickon. —Titubeó y luego dijo—: Pero no creo que ella vaya.
Francis tampoco lo creía, y poco después confirmó que tenía razón. Ricardo estaba de vuelta junto a su hermano y mientras leía la pregunta tácita de Francis, meneó lentamente la cabeza.
La mayoría de los hombres ya habían montado y Eduardo, en el fino caballo de raza que le habían llevado Hastings y Ricardo, intercambiaba cortesías sardónicas con el conde de Warwick, asegurándole a su primo que recordaría su hospitalidad.
Ricardo aprovechó estos momentos libres para guiar a su caballo hacia los dormitorios de sirvientes de la pared este, donde Francis estaba a solas.
Francis experimentaba el inevitable abatimiento de alguien que se quedaría atrás.
—Dios te guarde, Dickon… y también a Su Gracia el rey —dijo melancólicamente.
—Cuídate, Francis.
—Dile a Su Gracia que yo… —No terminó la frase, pues un borrón de color le llamó la atención. Señaló con la cabeza—. ¡Dickon!
Ana estaba sonrojada, y respiraba entrecortadamente. Tenía ojeras y el cabello suelto le enmarcaba el rostro con remolinos desgreñados. Viendo a Ricardo, anduvo más despacio y se detuvo mientras él se volvía en la silla.
Él hizo girar el caballo y se encontraron en el centro del patio. Francis estaba lejos, pero no parecían estar hablando. Ricardo se inclinó para apartarle el cabello castaño de la cara. Luego trazó un semicírculo y echó a trotar por el patio. Pasó frente a Francis y lo saludó en silencio antes de espolear al caballo para cruzar el puente levadizo y dirigirse a la carretera que atravesaba la aldea y conducía al sur, lejos de Middleham.
Dos meses después, Francis escribió en su diario:
Se comenta que el rey Eduardo fue aclamado con gran fervor al llegar a Londres. El lord alcalde, los regidores y doscientos artesanos vestidos de azul se reunieron en Newgate para darle la bienvenida. Llevaba consigo mil jinetes y en la escolta estaban los duques de Gloucester, Suffolk y Buckingham; los condes de Arundel y Essex; y los lores Hastings, Howard y Dacre.
También lo acompañaba Su Gracia el conde de Northumberland. Juan Neville se unió al rey en su avance hacia el sur y cabalgó junto a él cuando entraban en Londres. No puede ser fácil estar obligado a escoger entre un hermano y un soberano, pues no dudo de que los ama a ambos.
El rey ordenó que liberasen a Henry Percy de la Torre y nombró lord condestable a Dickon, tal como nos había dicho mi señor de Warwick. Ahora han despachado a Dickon a la frontera para sofocar una rebelión en Gales y para reconquistar Carmathen y Cardigan, que fueron tomadas por los rebeldes. Es su primer mando militar.
Titubeó, manchó la página con tinta, y luego añadió, a manera de epílogo, todo lo que le parecía seguro decir sobre la lucha de poder que se desarrollaba entre el rey y su primo, el Hacerreyes.
El conde de Warwick y el duque de Clarence permanecen en el norte. El rey los llamó a Londres, pero hasta ahora se han negado a acatar esa orden. Es como si Inglaterra estuviera partida en dos. No sé qué sucederá ahora, pero temo por el futuro. Creo que solo nos depara aflicciones.