14

Coventry

Abril de 1470

Johnny!

Ricardo entraba en el priorato de Santa María, pero frenó su montura al ver a su primo. Lo llamó de nuevo y esta vez logró hacerse oír.

—Parece que esos tres meses en Gales te sentaron bien, Dickon.

Ricardo rio, sabiendo que nunca había tenido peor aspecto: las botas enlodadas, la capa sucia con el polvo del camino, el pelo desgreñado, la cara tostada por el viento. Había afrontado tres semanas de cabalgada, y se le notaba cada milla. Pero por el momento aún no sentía la fatiga, pues se alegraba de estar en Coventry.

—No sé qué es peor, Johnny, si mi apariencia o tu impertinencia al mencionarla. —Sonrió, y Juan rio pero no hizo ningún comentario. Ricardo bajó de la silla, entregó su caballo a manos fiables y ordenó a sus hombres que siguieran hacia los establos.

No veía a Juan desde enero, cuando Eduardo lo había enviado de vuelta a Gales, esta vez para presidir un tribunal de indagación. En los últimos meses, había explorado un terreno mucho más intimidatorio que las escabrosas serranías de Gales, los confines desconocidos del liderazgo, y muchas veces había ansiado el consejo de su primo. Pero ahora le costaba encontrar un tema de conversación, y nada menos que con Johnny.

Juan parecía sufrir el mismo malestar. Caminaron en silencio unos instantes. Un hirsuto perro mestizo los seguía, buscando comida, y Juan lo miró de soslayo.

—¿Cuán grande está ese perro lobero? —preguntó—. ¿Aún lo tienes?

—¿Gareth? —Ricardo asintió—. Cuando Ned me envió de vuelta a Gales, lo dejé al cuidado de mi hermana Elisa. —Sonrió levemente—. Espero no lamentarlo. Mejor dicho, espero que Gareth no lo lamente. Mi sobrino Jack solo tiene siete años, pero es bastante travieso.

¿Cómo habían Urdido a esto? Al cabo de tres meses, solo podían hablar de un maldito perro. No, todo lo contrario. Podían hablar de muchas cosas, pero no podían mencionarlas. Y cuando aprehendieran a Warwick y Jorge, ¿qué pasaría entonces?

—Lord condestable, presidente de la corte suprema de Gales del Norte. Y ahora presidente de la corte suprema y chambelán de Gales del Sur, también. Todo un muestrario de títulos, Dickon.

Ricardo se encogió de hombros. Ninguno de los dos mencionó que el último puesto era el que Eduardo había tenido que entregar a Warwick bajo presión, ocho meses atrás.

—Ned pide mucho de ti. Más de lo que es justo para tu edad, creo yo. ¿No te abruma semejante carga, Dickon?

Ricardo no habría aceptado ese comentario de ninguna otra persona. Pero si alguien se había ganado el derecho a criticar a Eduardo, era Juan. Además, era un raro alivio contar con un confidente.

—Bien —concedió—, hay momentos, sobre todo de noche, al saber que por la mañana tomarás una decisión sobre la vida de otros hombres por la mañana, y si escoges mal… —Pero había hablado más de la cuenta, y se contuvo abruptamente, sonrió—. Tu capacidad para escuchar terminará por perjudicarme, Johnny. ¡Si no me vigilo, confesaré pecados que ni siquiera he cometido!

Habían llegado a la entrada de los aposentos del prior cuando Thomas Parr, escudero de Ricardo, los alcanzó.

—Milord, ¿qué hay de nuestros hombres?

Ricardo se avergonzó. Era algo que debía de haber dispuesto de inmediato, pero estaba tan complacido de ver a Juan que se había olvidado momentáneamente de sus hombres. Miró a Juan de soslayo, pero su primo fue más piadoso de lo que habría sido Eduardo, y se abstuvo de burlarse.

—Dudo que haya espacio suficiente en el priorato, Dickon —comentó con naturalidad—, y creo que también las posadas vecinas están repletas. Prueba suerte en la Rosa Blanca de Little Parke Street.

Ricardo asintió con gratitud, se volvió a Thomas.

—Tendrás que alojarlos dondequiera hallemos cuartos, Tom. Prueba la Rosa Blanca y el Ángel. Avísame de inmediato si tienes problemas para instalarlos. —Señaló con la cabeza los aposentos del prior—. Con el rey alojado en la cámara del prior Deram, dudo que haya siquiera un jergón libre, así que será mejor que pensemos en usar la casa de huéspedes. Encárgate también de eso, Tom, por favor. Y mi señor de Northumberland cenará conmigo esta noche, así que también encárgate de eso… —Ricardo miró a Juan—. Aceptas, ¿verdad, Johnny?

—Sugeriría que le preguntaras al conde de Northumberland —respondió Juan, y Ricardo lo miró con asombro.

—Creí que eso había hecho —dijo al cabo, con la mirada incierta e inquisitiva de alguien que no entiende una broma pero desea ser cortés.

—¿De veras no lo sabes? No, veo que no. Sucede que ya no poseo ese título. Hace nueve días Ned se lo devolvió a Henry Percy.

Ricardo se proponía avisar a su hermano de que había llegado y bañarse y cambiarse antes de reunirse con Eduardo en los aposentos del prior. Pero había trazado ese plan antes de enterarse de que el lancasteriano Henry Percy era el nuevo conde de Northumberland y su primo pasaba a ser marqués de Montagu. Su necesidad de ver a Eduardo era tan urgente que lo buscó sin pérdida de tiempo.

El salón del priorato estaba iluminado por dos miradores y varias ventanas, pero la luz era mucho más tenue que en el soleado jardín, y Ricardo se detuvo un instante para adaptar la vista. Allí estaba Will Hastings, que sonrió al verlo, al igual que John Howard.

Su cuñado, el duque de Suffolk, lo saludó desde lejos, sin mayor entusiasmo. Ricardo no conocía bien a Suffolk, un lancasteriano a quien habían casado con su hermana Elisa años atrás con la esperanza de ganarlo para la causa de York. Suffolk había sido más tratable que el otro cuñado de Ricardo, el exiliado duque de Exeter, pero Ricardo dudaba de que Suffolk sintiera genuino afecto por la Casa de York.

Un joven delgado de pelo rubio y desaliñado y ojos claros y evasivos estaba de pie junto a la ventana más próxima. Ricardo reconoció a Henry Percy, el lord lancasteriano de veintitrés años que súbitamente había recobrado el título de conde. Ricardo intercambió saludos corteses con Percy y enfiló hacia su hermano, pero se paró en seco al cabo de varios pasos, mirando al hombre que estaba junto a la silla de Eduardo.

Era de estatura mediana y físico corpulento, de unos treinta y cinco años. El jubón de terciopelo de hombros anchos, las calzas de seda y los anillos incrustados de gemas proclamaban que era un hombre de fortuna. Pero su colorido atuendo era eclipsado por el bigote pulcramente recortado y la barba castaña y puntiaguda, en lo que Ricardo consideraba un afectado reto a la moda. Pero Ricardo no tenía ningún pensamiento caritativo para Thomas, lord Stanley. Ninguno en absoluto.

En los últimos seis meses, mientras Eduardo le daba cada vez más responsabilidades, Ricardo había soportado una abundante cuota de momentos desagradables, momentos de duda íntima e incertidumbre. El hecho de que otros hombres buscaran su liderazgo podía provocar entusiasmo pero también abatimiento, pues él era consciente de su edad e inexperiencia. Pero ningún momento había sido tan malo como el encontronazo que había tenido con Stanley una quincena atrás, en la carretera de Hereford a Shrewsbury.

Había sido una sorpresa para ambas fuerzas y Ricardo había tenido que tomar una decisión instantánea que podía tener consecuencias militares inmediatas para él y consecuencias políticas duraderas para su hermano. Conocía a Stanley, lo consideraba un hombre indigno de confianza. No sabía por qué Stanley cabalgaba hacia Manchester con una fuerza bien armada, pero no le agradaba en absoluto. El instinto, la suspicacia y el parentesco de Stanley con Warwick se fusionaron en su mente, y con una certeza glacial y convincente exigió que Stanley despejara el camino. Había convencido a Stanley, al menos. Este había cedido, a regañadientes y con protestas, pero había cedido.

Al ver a Stanley evocó el episodio y no le quitó los ojos de encima mientras se arrodillaba ante su hermano. Al mismo tiempo, lamentó no haberse tomado el tiempo para bañarse y cambiarse de ropa. Se sentía incómodamente sucio, defensivo, aprensivo e irritable, todo al mismo tiempo.

—Mi señor de Gloucester —dijo su hermano, y le sonrió mientras él rozaba con los labios el espléndido anillo de Eduardo—. Huelga decir cuánto me alegra que hayáis vuelto de Gales sano y salvo. No obstante, milord Stanley tiene una queja contra vos. Alega que obrasteis de modo ilegal e injustificado en la carretera de Hereford a Shrewsbury hace una quincena. Él declara —Eduardo miró de soslayo a Stanley, buscando su confirmación— que interferisteis con el uso pacífico de la carretera real, y para colmo lo insultasteis. ¿Es un resumen atinado, milord Stanley?

Stanley miraba a Ricardo con rencor.

—Muy atinado, Vuestra Gracia.

Ricardo abrió la boca, pero la cerró porfiadamente. Sentía un hueco en el estómago, la creciente sospecha de que había liado a Ned en una engorrosa situación política, y todo porque había sido demasiado impulsivo, demasiado atolondrado. Pero no, no era así. Había tenido razón al sospechar de Stanley, estaba seguro, y de ninguna manera diría lo contrario, ni siquiera por Ned. Aun así, había algo raro en la voz de Ned, una leve insinuación de… ¿enfado? ¿Decepción? Ricardo detectaba una emoción, aunque no lograba identificarla.

Eduardo lo miraba con expectación, aguardando su respuesta. Ricardo notó que todos la aguardaban. Vio también, con cierto azoramiento, que solo el rostro de John Howard manifestaba simpatía. Hastings tenía un aire socarrón, Suffolk parecía medianamente interesado, Percy cautelosamente neutral. Pero Ricardo sabía que ninguno de ellos gustaba de Stanley. Extraño, pero nunca había advertido que también él podía ser blanco de la envidia, que algunos le guardaban rencor tan solo porque era el hermano de Ned. Tendría que pensar en ello, pero por el momento recobró la compostura.

—¿Majestad? —dijo con voz tensa.

—¿No queréis responder a las acusaciones de lord Stanley?

Ricardo miró de nuevo a Stanley, descubrió que la furia era una muleta útil para su tambaleante confianza.

—Lord Stanley olvidó hacer la única acusación que debe haberlo contrariado más —dijo con serenidad—. De no haber sido por nuestro encuentro en la carretera de Hereford a Shrewsbury, habría seguido con tranquilidad para reunirse con el conde de Warwick en Manchester.

—Habláis sin fundamento, mi señor de Gloucester. Lo niego enfáticamente y no tenéis pruebas para respaldar semejante acusación. Sabéis que no las tenéis. —Stanley se volvió hacia Eduardo y protestó—: Vuestra Gracia, me ofende profundamente que se difame mi lealtad con semejante calumnia.

—No esperaba menos, milord —respondió Eduardo, siempre con ese tono elusivo que Ricardo no lograba identificar—. ¿Tenéis dicha prueba, mi señor de Gloucester?

—No, Vuestra Gracia —dijo Ricardo a su pesar, y se negó a explayarse sobre esa admisión tajante y a dar explicaciones, pero no pudo abstenerse de dirigir a su hermano una mirada escrutadora y fugaz en la que había una medida de súplica.

—Bien, milores… A mi modo de ver, se trata de un lamentable malentendido. Agradezco vuestros votos de lealtad, lord Stanley. No cuestiono vuestra buena fe, aunque confío en el criterio de mi hermano de Gloucester. Dadas las circunstancias, creo que deberíamos olvidar el incidente. ¿Ambos coincidís conmigo?

Eduardo se reclinó en la silla, mirándolos por encima del borde de su copa de vino. Ricardo asintió casi imperceptiblemente. Stanley, en cambio, dijo en voz alta, un poco acalorado:

—No, Vuestra Gracia, no coincido. ¿Por qué debo responder por las sospechas de un niño? Creo que no entendéis, Vuestra Gracia, cuan impertinente fue. Osó decir…

Eduardo miró a Ricardo, interrumpiendo la perorata de Stanley.

—¿Qué dijiste exactamente, Dickon? —preguntó.

Ricardo ahora estaba más furioso que inseguro, y el tratamiento de confianza disipó sus dudas. Sabía que su hermano lo respaldaría, al menos en público. Aún no sabía qué esperar cuando estuvieran a solas.

—Le dije que despejara el camino. Como se negó, dije que pasaríamos entre sus hombres o sobre ellos, que la elección era suya —declaró, procurando enunciar cada palabra con claridad, y Eduardo se atragantó con el vino.

Jadeó, escupió y empezó a toser, y tanto Ricardo como Will Hastings se alarmaron, hasta comprender que no procuraba recobrar el aliento sino reprimir una carcajada. Pero la había contenido mucho tiempo y ya no podía más, así que se desternilló de risa hasta que le brotaron lágrimas.

Stanley miró al rey envaradamente. Tenía la cara arrebolada, y había llegado a un matiz del rojo que la naturaleza nunca había tenido en cuenta. También él tenía lágrimas en los ojos, lágrimas de rabia que ardían como rescoldos, enturbiándole la visión. Vio que todos sonreían: Hastings, Howard, Suffolk, hasta Percy. Y Gloucester lo observaba sin disimular su aire triunfal.

—Vuestra Gracia, por favor —articuló, mascullando las palabras.

Eduardo se había calmado y empezó a levantarse.

—Tienes la piel demasiado delicada, Tom —dijo con una sonrisa—. Nos conocemos hace largo tiempo, así que sabrás disculpar una ocasional falta en mis modales.

Stanley se quedó boquiabierto, sorprendido por la oleada de repulsión que se imponía sobre su enfado, fría, calculadora y desdeñosa. Nunca le había gustado Eduardo de York, pero nunca lo había visto con tanta lucidez. Qué actitud tan típica de York, pensó amargamente. Tan seguro de que nadie resistiría sus encantos, de que solo tenía que sonreír y hacer una broma. Tan arrogante, tan convencido de que se le perdonaría cualquier pecado.

No notó con cuánta claridad sus pensamientos afloraban a su semblante hasta que vio que la sonrisa de Eduardo se enfriaba en una mueca severa.

—Si recapacitáis, lord Stanley, convendréis conmigo en que más vale olvidar este episodio. —Eduardo tendió la mano para aceptar el gesto de sumisión de Stanley, y añadió con glacial ironía—: También sugeriría que tengáis en cuenta que conozco vuestro mérito, milord. Sé precisamente qué valor debo adjudicar a vuestra lealtad.

Las buenas intenciones de Ricardo siguieron de pronto el camino que suelen tener esas decisiones. Se había esforzado para ser un buen ganador que no se ufanaba abiertamente de su triunfo, pero no pudo contenerse y lanzó una risotada. Eduardo lo miró de soslayo, y también él se rio. Las carcajadas siguieron a Stanley mientras se marchaba. Aún las oía cuando salió al cálido y soleado jardín del priorato.

Thomas Parr era industrioso y eficiente; cuando Ricardo entró en la estancia, ya le estaban calentando agua para el baño. Thomas también había pedido vino a la despensa y se alegró de haber pensado en ello cuando vio que el joven lord no estaba solo, sino acompañado por lord Hastings y el rey.

—Ned, sé que no me equivocaba con Stanley. Nunca creeré lo contrario. —Los pliegues del jubón sofocaban la voz de Ricardo. No se había molestado en desabotonarlo por completo, y se lo pasó con impaciencia sobre la cabeza con cierta ayuda de Thomas. Una vez libre, continuó—: Se proponía reunirse con Warwick y Jorge en Manchester. Sé que es así.

—No lo dudo, hermanito —concedió Eduardo. Se había sentado en la cama, y aceptaba la copa de vino que le ofrecía Thomas—. Pocas cosas son constantes en la vida, pero puedes dar por seguro que nunca te equivocas cuando sospechas de un Stanley.

Ricardo se sumó a sus risotadas, y también Will. Al cabo de un rato, Eduardo se calmó.

—Me prestaste un servicio que no olvidaré pronto, Dickon —dijo con una sonrisa—. Pero debo decirte, muchacho, que careces tremendamente de tacto.

—¿Tacto? —protestó Will con voz incrédula—. ¡Santa Madre de Dios! —Miró a Eduardo con la libertad de una larga familiaridad, y dijo—: Una broma extraña, Ned, viniendo de ti. Dudo que Stanley creyera que tomarías su denuncia en serio. Aunque parezca mentira, no es un tonto rematado. Pero no creo que esperase que te desternillaras de risa cuando acudió a ti para salvar su reputación.

—No fue uno de mis momentos más diplomáticos, ¿verdad? —concedió Eduardo, sin el menor arrepentimiento—. Pero cielos, Will, ¡ese hombre es tan papanatas!

—¡Lo sé muy bien! —exclamó Will con un mohín—. En cierto modo somos parientes, pues ambos tenemos esposas Neville.

—¡Ojalá Warwick se quedara sin hermanas! Tiene demasiados cuñados para mi gusto. También le ha echado la red al conde de Oxford.

Ricardo le arrojó la camisa a Thomas, y miró a Eduardo con sorpresa.

—¿Oxford? Es lancasteriano, ¿verdad?

—Más o menos. Pero el año pasado se casó con Madge, hermana de Warwick, y parece que desde entonces le ha prestado demasiada atención a Warwick. Pero le faltan agallas. Echó a correr en cuanto supo que yo había ganado en el Campo de las Cotas Perdidas, huyó a la costa y se embarcó hacia Francia. —Eduardo vació la copa, la dejó en el suelo—. Me pregunto si el cristianísimo rey de Francia sentirá tanto afecto por sus aliados Neville cuando empiecen a aparecer con un precio por su cabeza y sin dinero en el bolsillo —dijo ácidamente, y le pidió a Thomas que volviera a llenarle la copa.

A Ricardo le complacía que el rey francés sufriera frustraciones y la política exterior francesa quedara sumida en el caos, pero el precio era demasiado alto. No se imaginaba a Warwick y Jorge como exiliados indigentes en la corte francesa. ¿Pero qué sucedería si no escapaban, si caían en manos de Ned? Prefería no pensar en ello.

El baño estaba perfumado con hojas de laurel y mejorana, tenía fragancia a menta y estaba deliciosamente caliente. Este era un lujo que Ricardo había extrañado mucho y se hundió satisfecho en la tina de madera, apoyando la cabeza en la toalla plegada que le habían puesto bajo la nuca. La habitación estaba en silencio. Will Hastings se había marchado y los sirvientes que vertían agua bajo la supervisión de Thomas estaban demasiado abrumados por la presencia del rey para hablar en voz alta.

—Ned, vi a Johnny cuando llegué al priorato. Me dijo que le habías devuelto Northumberland a Percy. —Ricardo no estaba acostumbrado a cuestionar las decisiones de su hermano; más aún, nunca lo había hecho. Titubeó al preguntar—: ¿Por qué?

—No hay ningún misterio, Ricardo. Sabes que he tenido problemas en el norte. Hace tiempo que la familia Percy es poderosa allí. Es una medida popular que contribuirá a aplacar las disputas locales. Es conveniente, hermanito, mostrar a la gente que puedes escuchar sus quejas… siempre que no lo tomes por costumbre.

—Sé que Percy tiene mucho respaldo en Yorkshire —concedió Ricardo—. Aun así… —No sabía bien lo que quería decir, y de nuevo titubeó.

—¿Te das cuenta, Dickon, de que este jueves hará nueve años que vencí en Towton? Nueve años, y todavía tengo que derrochar energías sofocando revueltas lancasterianas. Te aseguro que se me ocurren modos mejores de pasar los próximos nueve años, hermanito. No, si la restauración de un título puede aplacar a la familia Percy, el precio es bajo. Necesito que los Percy mantengan el norte en paz… y ahí tienes la respuesta a tu pregunta.

—Pero… ¿no es Johnny quien paga el precio?

—¿Eso dijo él? —preguntó Eduardo sorprendido, irguiéndose. Por primera vez Ricardo pensó que la lealtad a Johnny podía no concordar con la lealtad a Ned.

—No, claro que no —se apresuró a decir—. Fui yo quien lo pensó, no él.

—No creo que Johnny esté en mala posición, Dickon —dijo Eduardo lentamente—. No solo lo nombré marqués de Montagu sino que le di el grueso de las fincas que antes pertenecían al conde de Devon. Más aún, como bien sabes, nombré a su hijo duque de Bedford y convine en desposar al muchacho con mi Bess. Su hijo podría llegar a ser rey de Inglaterra. ¿El condado de Northumberland es un precio demasiado alto por eso? No lo creo.

Ricardo estaba dispuesto a coincidir. El compromiso de su pequeña sobrina y el hijo de Juan, que se había celebrado poco antes de que él partiera para Gales, era una prueba cabal del favor del rey. Eduardo tenía tres hijas y, si moría sin heredero, la corona pasaría a Bess y al hijo de Juan, no a Jorge.

—Tal como tú lo explicas, tiene mucho sentido —concedió Ricardo. Pero al mirar la ondulante agua del baño, no vio su propio reflejo sino el rostro de su primo tal como lo había visto en el patio del priorato, tenso y desdichado—. Johnny no me dijo nada sobre esto, Ned —dijo, escogiendo las palabras con inusitada cautela—. He dado mi opinión, no la suya. Es solo que esta tarde lo noté muy preocupado, como un hombre con muchas heridas.

—No me extraña —replicó Eduardo, cambiando de tono—. Verás, esta mañana ordené el arresto del arzobispo de York.

Ricardo asintió.

—Pobre Johnny —murmuró. Solo tenía que pensar en Jorge para entender cómo debía sentirse Johnny. De pronto tiritó, no había notado que el agua se estaba enfriando. No se molestó en pedir más agua caliente; por algún motivo, no valía la pena. En cambio pidió una toalla—. Ned, ¿sabes algo sobre el paradero de la esposa de Warwick, sus hijas? ¿Todavía están en el castillo de Warwick?

—No lo sé. Se rumorea que Isabel estuvo en Exeter la quincena pasada, pero no sé si es cierto o no. —Eduardo se encogió de hombros.

Ricardo comprendió que si Warwick y Jorge huían de Inglaterra, quizá llevaran a sus esposas. Y Ana. Este pensamiento era tan perturbador que lo rechazó de inmediato y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Sin duda no pensarán llevarse a las mujeres. ¡Por Dios, Ned, el bebé de Bella nacerá este mes!

Eduardo no respondió, y Ricardo no se sorprendió. ¿Acaso había algo que decir?

Las noticias tardaban en llegar al norte, y solo varias semanas después, en una noche de finales de mayo, Francis cogió su pluma y anotó en su diario:

Escrito en Middleham en el día anterior a la Ascensión, en el año de gracia de 1470, décimo año del reinado del rey Eduardo.

El conde de Warwick llegó a Exeter, en la costa de Devonshire, el 10 de abril y ese mismo día se embarcó para Francia. Tras un peligroso cruce del Canal, fue expulsado de Calais por su antiguo aliado, lord Wenlock. Buscó refugio en Honfleur, Normandía, y recibió la cálida bienvenida del rey francés. Por el momento no se sabe nada más en cuanto a su paradero ni a sus planes. Pero sé con certeza que mi señor de Warwick no es hombre que acepte dócilmente el destino del exilio.