22

La fiesta no parecía que fuera a acabarse nunca. Esperé un tiempo razonable y luego me escabullí por la puerta sin despedirme. Henry ya se había ido. Estuve intentando captar su atención, pero me evitó deliberadamente. Rosie, que solía ser cortante, criticona y muy dada a censurar, me dirigió varias miradas comprensivas. Levanté el dedo índice y lo agité en un gesto de negación como si fuera un metrónomo, esperando que captara mi mensaje sobre el malentendido. Respondió dándose unas palmaditas en el corazón para mostrarme lo mucho que lo sentía. Había demasiado ruido para poder hablar, y la única vez que la tuve cerca me tomó la mano y la apretó entre la suyas como si amasara un panecillo.

William me dirigió una mirada afligida. Probablemente estaría calculando mis posibilidades de morir de fiebre puerperal. A ojos de los asistentes a la fiesta, y dado que yo no me había subido a una mesa para pedir tampones, yo estaba «encinta». ¡Menuda estupidez! Sabía que acabaría aclarando el malentendido, pero las buenas noticias no vuelan. Eso se debe a que las buenas noticias suelen ser demasiado aburridas y la gente no quiere repetirlas. La verdad pura y dura siempre cae en saco roto, mientras que los rumores más descabellados florecen como las malas hierbas.

Recorrí la media manzana de rigor, crucé la verja chirriante y rodeé el edificio para llegar a mi estudio. La casa de Henry estaba completamente a oscuras. Sabía que él se encontraba en el interior, pero sólo dio señales de vida Ed, cuya pálida forma parecía brillar en la oscura ventana de la cocina. El gato miró con su cara pequeña y esperanzada. ¿Cómo conseguía romperme el corazón sin emitir ni un sonido? Pearl y Lucky se habían quedado en la fiesta, donde podrían beber gratis hasta desplomarse. Como no vi a Killer por ninguna parte, supuse que aún estaría dentro de la tienda durmiendo plácidamente con su muñequita entre las patas.

Entré en mi estudio y cerré la puerta con llave. El ataque de Camilla me había dejado exhausta. No estaba acostumbrada a las agresiones verbales en mi vida personal. En mi vida profesional, sí, vale, me tocaba aguantarlas. Mi trabajo suplementario, notificar citaciones judiciales, saca lo peor de la naturaleza humana. Las órdenes de desahucio o de comparecencia son pequeños avisos que te da la vida para decirte que has metido la pata hasta el fondo y que ahora te toca pagar. La hostilidad de Camilla era algo muy distinto, y yo no había sabido protegerme.

Me dejé caer en el sofá, demasiado machacada para arrastrarme escaleras arriba.

Alguien llamó a la puerta. Cerré los ojos unos instantes y supliqué que fuera Henry. Supuse que estaría demasiado preocupado para conciliar el sueño, y que finalmente se habría enfrentado a la oscuridad para asegurarse de que yo me encontraba bien. Me moría de ganas de aclarar la confusión sobre mi embarazo inexistente y así poder redimirme a sus ojos. Me acerqué al ojo de buey y encendí la luz de fuera. Vi a Anna esperando en el porche, con las manos metidas en los bolsillos de su tabardo azul marino. Parecía muy enfadada. Descorrí la cadena y abrí la puerta.

Mientras la hacía entrar, Anna me señaló con el dedo.

—No me vengas con críticas ni con acusaciones.

—Nada más lejos de mi intención. Mi única pregunta es cómo te las has arreglado para fastidiarla tanto.

—No quiero hablar del tema.

—¿Y quién querría? —Cerré la puerta y le indiqué uno de los taburetes de la cocina—. ¿Por qué no te sientas?

Anna se quitó el tabardo y echó una mirada rápida a su alrededor, sin saber dónde ponerlo. Se lo quité de las manos y lo coloqué sobre una butaca de madera. Incluso estresada por el embarazo, Anna era toda una belleza: ojos azules, pelo oscuro y cutis de porcelana. Jonah y Anna tenían el mismo color de ojos y de cabello, una combinación muy llamativa. Percibí un cambio sísmico en mi actitud hacia ella. Fueran cuales fueran sus defectos, Anna había conseguido doblegar a Camilla Robb. Un tanto para el equipo local. Después de todo, éramos parientes de sangre.

Anna se encaramó al taburete de la cocina, se inclinó hacia delante, alargó los brazos sobre la encimera y apoyó la mejilla sobre la fría superficie.

—¿Te puedo convencer para que me sirvas una copa de vino?

—Desde luego que no.

—Estoy abierta a cualquier cosa que me ofrezcas. ¿Desatascador de tuberías?

—Herviré agua para hacerte un té.

—Sin teína, si tienes. Procuro cuidarme hasta que decida lo que voy a hacer.

—Pensaba que quizás ya lo habías hecho.

—No descarto ninguna posibilidad.

—Eh, espera un momento. ¿No te vi bebiendo un gin-tonic el martes por la noche?

—Era agua mineral con lima. Jonah me invitó.

—Vale, eso está mejor.

Cogí la tetera que reposaba sobre el fogón y la llené con agua del grifo. A continuación la puse sobre un quemador y giré el mando al máximo. Saqué la caja de bolsitas de té, el azucarero y dos tazas. El cartón de leche sólo era de hacía dos semanas y aún olía bien.

—¿Qué quiere Jonah? —pregunté.

—Que lo tenga, desde luego. De momento no lo sabe nadie, excepto él, Cheney y ahora tú.

—¿Y todos los que estaban en la fiesta de Rosie?

—Creen que la embarazada eres tú.

—Menos Camilla. Seguro que Jonah ya se lo ha dicho.

—No he hablado con él. Ha ido a llevar a su familia a casa. Bueno, a ella no. Camilla iba en su propio coche.

No entendí qué importancia podía tener que Camilla no viajara en el coche de su marido, pero en momentos de crisis solemos centrarnos en detalles prosaicos o irrelevantes.

Anna levantó la cabeza y apoyó la mejilla en la palma de la mano.

—Espero que no se lo cuentes a nadie.

—No digas tonterías. Se lo contaré a Henry en cuanto tenga oportunidad.

—Mierda. Se lo dirá a William, y entonces Rosie también lo descubrirá.

—¿Y eso qué importa? Estás embarazada a pesar de todo. Ese es el asunto del que tendrías que ocuparte.

—Ya lo hago. Más o menos.

Escuchamos el borboteo del agua a punto de hervir.

—¿De cuánto estás?

—De quince semanas.

—¿Y eso qué son, unos tres meses?

—Casi cuatro.

—Si aún piensas abortar, te queda muy poco tiempo.

—Poquísimo —admitió Anna.

—Te comprendo.

—¿De verdad?

—En absoluto. Pensé que quedaría bien decirlo.

Introduje una bolsita de té en cada taza.

—¿Qué es lo que falló? Eres demasiado lista para pifiarla así.

—No fue culpa mía. ¿Recuerdas cuando todos nos pusimos tan enfermos durante el verano? Yo pillé una bronquitis, no había manera de quitármela de encima. Tomé dos tipos distintos de antibióticos, pero nadie me mencionó que podrían contrarrestar la efectividad de las píldoras anticonceptivas.

—Es la primera vez que lo oigo. Lo tendré en cuenta.

—Resulta que no es verdad. Se lo pregunté a la doctora y me dijo que eran cuentos de viejas.

—Entonces, ¿fue mala suerte? ¿Tomabas la píldora y te quedaste embarazada de todos modos?

Anna hizo una mueca.

—Bueno, no exactamente. Estaba tomando hipérico. Es un remedio a base de hierbas que se vende como suplemento.

—¿Remedio para qué?

—Para la depresión.

—No sabía que estuvieras deprimida.

—Pues ahora lo estoy.

—¿Por qué te recetaría hipérico un médico? Parece muy raro.

—No me lo recetó un médico, sino la mujer que trabaja en la tienda naturista.

—Mira qué bien. Una especialista.

—Bueno, parecía saber de qué hablaba. Le conté que estaba ansiosa y cansada, y que no tenía hambre. No dormía bien, puede que dos o tres horas cada noche. Dijo que sonaba a depresión, y que debería tomar un frasco de hipérico. Ahora he descubierto que, si lo tomas, se supone que debes usar otro método anticonceptivo además de la píldora. Como un condón o algo así, por si acaso.

—¿No se te ocurrió que un suplemento podría tener efectos secundarios negativos?

—Kinsey, es orgánico. No es un medicamento fabricado por una farmacéutica. La planta crece en los prados y al lado de la carretera. Es completamente natural.

—También lo son las setas venenosas y las hojas de adelfa.

—Has dicho que no me criticarías.

—Yo no he dicho tal cosa, lo has dicho tú.

Vertí el agua borbollante en las tazas y las dos agitamos las bolsitas de té.

—Entonces, ¿qué debería hacer? —preguntó.

—Eso es asunto tuyo.

—No te pongas borde.

—¡No pienso decirte lo que tienes que hacer!

—Vale, pues muy bien. No me lo digas. ¿Tú qué harías en mi lugar?

—¿Cómo voy a saberlo? A veces hacemos elecciones teóricas basadas en nuestros principios, pero a la hora de la verdad, ¿quién sabe lo que haría cada uno? Te diré una cosa: tomes la decisión que tomes, tendrás que vivir con ella cada día durante el resto de tu vida.

—¡Joder! Siento habértelo preguntado.

Tras agotar el tema nos acabamos el té y luego la acompañé hasta casa de Moza y le di las buenas noches. Volví a mi estudio, cumplí con mi ritual nocturno de seguridad y me acosté poco después. No esperaba dormir. Había demasiada tensión emocional en el ambiente.

Me despertaron los timbrazos del teléfono. Mi primera reacción fue enfadarme, pensando que acababa de dormirme hacía un momento. Le eché un vistazo al reloj y vi que eran las siete y veintidós. Caí en la cuenta de que estábamos a sábado, y que la llamada reduciría mi oportunidad de hibernar hasta el mediodía.

Descolgué el auricular y conseguí emitir un «hola» ronco mientras intentaba sonar despierta. No sé por qué todos evitamos reconocer que nos han sacado abruptamente de un sueño profundo cuando la culpa es del que nos despierta.

—Kinsey, soy Lauren.

Me froté los ojos.

—Ah, hola. ¿Qué pasa?

No me apetecía mucho tener noticias suyas, y si hubiera sabido lo que se avecinaba, me habría apetecido aún menos.

—Ayer por la noche recibimos una llamada de Troy Rademaker —dijo Lauren, como si conociéramos a muchos otros Troys—. Dijo que ayer te presentaste en su casa y lo acusaste —igual que a Bayard y a Fritz, debería añadir— de mentir cuando dijeron que la cinta sexual sólo era una broma.

—En líneas generales, sí.

—En líneas generales, querida —dijo Lauren con tono mordaz—, estás despedida.

Luego colgó bruscamente.

Yo también colgué, y después me tapé la cara con la almohada, aunque sabía que no serviría de nada. Ya que estaba despierta, sería mejor levantarme y ducharme para empezar el día con buen pie. ¿Qué más daba si era fin de semana y yo estaba desempleada? Cosas peores habían pasado. Aunque, así de pronto, no se me ocurría ninguna.

Una vez me hube cepillado los dientes, duchado, lavado el pelo, afeitado las piernas, vestido, deslizado por la escalera de caracol y comido el tazón de Cheerios, le vi el lado bueno a lo que podría haberme parecido insultante a primera vista. Lauren McCabe había resultado ser una tocapelotas. Me alegraba de quitármela de encima, y también a Hollis. Fritz era un capullo integral, y lo que pudiera pasarle a partir de entonces ya no sería asunto mío.

Lavé el tazón y la cuchara y los dejé en el escurreplatos. A continuación cogí el bolso y las llaves del coche y me dirigí a mi despacho con la cabeza lo suficientemente fría para observar todas las precauciones de seguridad. Tenía que asegurarme de que Ned Lowe no me esperara agazapado entre los arbustos cuando abriera la puerta y desactivara la alarma. Todo aquel follón me parecía exagerado, pero me resistí al impulso de bajar la guardia. Volví a cerrar con llave, activé las alarmas perimetrales, me acerqué al escritorio y cogí la Smith Corona portátil. Le quité la cubierta dura y la dejé a un lado. Busqué una hoja con el membrete de mi agencia, un papel carbón y una segunda hoja; luego preparé un pulcro sándwich de papel y lo enrollé en el carro. A fin de formalizar el cambio en nuestra relación, mecanografié lo siguiente:

«A la atención de los señores McCabe:

»En relación con nuestra conversación telefónica de esta mañana, les escribo para confirmar que nuestra relación profesional ha concluido. Les adjunto un cheque de dos mil quinientos dólares en concepto de adelanto por servicios que ustedes han considerado insatisfactorios. A partir de esta fecha, 23 de septiembre de 1989, el acuerdo comercial que establecimos queda rescindido.

»Atentamente».

Firmé y rubriqué la carta, la doblé y encontré un sobre en el que mecanografié sus nombres y su dirección. Saqué el talonario y extendí un cheque por los dos mil quinientos dólares. Metí la carta y el cheque en el sobre y lamí la solapa. Le pegué un sello, subí al coche y me dirigí a la central de Correos, que estaba a pocas manzanas de distancia. Cuando abrieron las puertas a las diez, yo era la primera de la cola. Envié la carta por correo certificado, con acuse de recibo.

Una vez enviada, volví a casa y me puse a hacer una limpieza a fondo. El despido debió de afectarme más de lo que pensaba, porque mi complejo de Cenicienta se intensificaba por momentos. Aparté los muebles de las paredes y les saqué el polvo a los zócalos. Pasé el aspirador. Limpié la bañera, el fregadero y el retrete, fregué el suelo. Quité el polvo a los postigos. Con un cepillo de dientes limpié la lechada entre los azulejos. Cuando el estudio brillaba como una patena, me puse el chándal, salí a correr cinco kilómetros y luego fui al gimnasio, donde levanté pesas durante una hora. Después me eché una siesta, que resultó tan reparadora como un coma profundo aunque sin llevarme al borde de la muerte.

A las cuatro menos cuarto dejé la cama arrastrándome, me cepillé los dientes, me volví a duchar y me puse el jersey de cuello alto, la falda y las medias que había llevado la noche anterior. Entre la repetición de vestuario y la ausencia de maquillaje, acicalarme me llevó trece minutos exactos. Cuando salía del estudio vi a Pearl en su silla de ruedas, con los pies sobre una de las hamacas de madera. Estaba tomando el sol con los ojos cerrados, pero volvió la cara distraídamente hacia mí cuando me oyó cerrar la puerta con llave.

—Henry me ha dicho que esté al tanto por si veo a Ed. Lleva fuera de casa desde ayer por la noche.

—¿Ah, sí? Vaya, eso es preocupante.

—Ya lo conoces. Henry lo ha estado llamando por todo el barrio, pero de momento no ha habido suerte.

—Si no aparece pronto, dímelo y yo también lo buscaré.

—Lo más seguro es que acabe volviendo a casa por su cuenta, pero tú estate al tanto por si acaso.

—De acuerdo.

El viaje a Perdido, que tendría que haberme llevado veinticinco minutos, me llevó cincuenta. El tráfico vespertino de la 101 va muy lento incluso durante los fines de semana, por lo que tuve que salir con bastante más antelación de la habitual. Las vistas al océano que tenía a mi derecha y el tenue sol de otoño me relajaron por primera vez aquel día. Debido a la sequía, el chaparral se había teñido de un gris fantasmagórico. La reseca vegetación formaba una neblina plateada que se cernía sobre la ladera a lo largo de la costa. Las escarpadas colinas que se elevan junto a la autopista se consideran jóvenes, una cazuela geológica de arenisca y esquisto con afloramientos de caliza en la parte occidental de la cordillera. Hace cinco millones de años estas montañas surgieron a lo largo de la falla de San Andrés, que recorre California a lo largo de mil trescientos kilómetros como la espina dorsal de algún animal prehistórico. La llanura costera de Santa Teresa está tan agrietada que es un milagro que no tiemble la tierra a diario con la suficiente intensidad para que vibre la vajilla sobre la mesa.

Tras buscar en el callejero la dirección que me había dado Phyllis, tomé la salida de Sea Side Boulevard y seguí por la carretera hacia el puerto, allí había unos cuantos restaurantes y algunas tiendas de artículos playeros. La urbanización de Phyllis, llamada El Refugio, estaba situada a dos manzanas del agua. Era un complejo de veintidós edificios más acordes con la arquitectura de Nueva Inglaterra que con el habitual estilo californiano. Las estructuras eran simétricas, con ventanas de doble guillotina, balaustradas y buhardillas. El revestimiento de madera estaba pintado de gris, con molduras blancas. El perfil de los tejados era lo bastante irregular para resultar interesante. Los edificios tenían tres plantas —baja, primera y segunda— y estaban construidos uno al lado de otro, con los espacios exteriores dispuestos de tal modo que no resultaran visibles de un edificio a otro. La privacidad era probablemente ficticia, y supuse que aquel tipo de construcción permitiría que los ruidos se oyeran, a veces amplificados, de un piso a otro.

Tenía entendido que era una urbanización de acceso controlado, así que al detenerme junto a la entrada esperé a que el guarda de seguridad se asegurara de que mi nombre figuraba en la lista. Seguí cuidadosamente sus indicaciones y fui contando todos los giros a izquierda y derecha —ya que las estructuras eran idénticas— hasta encontrar la calle y el número que Phyllis me había dado. Incluso tras una inspección superficial, me extrañó que las puertas electrónicas de la entrada no parecieran tener ninguna utilidad. La urbanización no estaba vallada, y si bien sólo se admitía la entrada de vehículos autorizados, cualquiera podría entrar a pie desde las calles vecinas. Divisé una puerta trasera sin vigilancia, activada por los propios coches al salir de la urbanización, pero el retraso del mecanismo de cierre bastaba para permitir la entrada de cualquier vehículo sin que nadie lo impidiera ni lo controlara.

Aunque los dúplex parecían formar parte de una hilera de casas adosadas, en realidad estaban construidos como pareados, con garajes a nivel de calle y dos plazas por piso para los coches de los invitados. Un pasaje techado conducía desde el aparcamiento hasta un jardín vallado, donde había una puerta que daba a un vestíbulo, que a su vez daba a un pequeño recibidor. Las paredes interiores estaban recubiertas de espejos para dar sensación de amplitud. Vi varias plantas artificiales, y unos cuantos muebles coloniales de imitación. Bajo dos buzones empotrados había espacios donde dejar paquetes. Las puertas del ascensor estaban abiertas. En el interior de la cabina había un panel con dos botones de llamada, uno para cada propietario. Un interfono permitía que visitantes y residentes se comunicaran antes de que a los primeros se les permitiera acceder a las viviendas.

«P. Joplin» figuraba a la izquierda y «E. Price» a la derecha. Había un botón de subida, pero cuando lo pulsé no pasó nada. Supuse que los residentes utilizarían una llave para poner en marcha el ascensor. Si llegaba alguna visita, o si un operario necesitaba entrar, el residente enviaba la cabina desde la primera planta. Si la cabina ya estaba en la planta baja, las puertas quedaban abiertas y el botón de subida no funcionaba. Tal y como sucedía con las medidas exteriores, la seguridad interior era más ficticia que real. No vi indicios de la existencia de cámaras en el recibidor ni en la cabina del ascensor, lo que significaba que los ocupantes de los dos dúplex podían comunicarse por el interfono cuando alguien los llamaba, pero no llevaban a cabo ninguna verificación visual. La empresa propietaria del complejo se había esforzado mucho en crear una sensación de seguridad, pero había omitido la instalación de auténticas salvaguardas. Me inquietaba que Phyllis desconociera las deficiencias del sistema, ya que se había trasladado a una urbanización de acceso controlado pensando que así estaría segura.

Pulsé el botón de llamada de su casa y esperé. Como nadie respondía, miré el reloj. Eran las cinco y diez. Llamé por segunda vez, de nuevo sin obtener respuesta. Empujé la puerta que daba al patio y miré a mi izquierda. Había luz en las plantas primera y segunda de su dúplex. No estaba segura de cuál sería la distribución de las habitaciones, pero parecía probable que los espacios públicos —salón, comedor, cocina y balcón— se encontraran en la primera planta, mientras que la segunda estaría reservada para la suite principal, los dormitorios de los invitados y quizás un despacho. Tras una rápida inspección visual de los dúplex vecinos, me fijé en que también había balcones exteriores en las plantas primera y segunda, lo cual respaldó mi suposición.

Volví al ascensor y pulsé de nuevo el botón de llamada de Phyllis. Era posible que se hubiera olvidado de nuestra cita, o quizá le había surgido algún imprevisto y había intentado telefonearme después de que yo hubiera salido de mi estudio para emprender el viaje. O puede que estuviera haciendo una compra de última hora en el supermercado. O que se hubiera «ausentado un momento», es decir, que hubiera ido al baño. Debía de haber media docena de razones más por las que Phyllis no contestaba a la llamada. Aun así, aquello no me gustaba nada.

Pulsé el botón de E. Price. Tras una breve pausa, contestó una voz masculina.

—¿Sí?

—Hola. Me llamo Kinsey Millhone. Había quedado con Phyllis para tomar algo en su casa a las cinco, pero no me contesta.

—Su invitado ya ha llegado.

—Yo soy su invitada.

—Entonces, ¿quién me ha llamado hace media hora?

—Yo no —contesté.

—Ah. Qué raro, porque me la he encontrado cuando volvía del supermercado y me ha dicho que esperaba visita.

—¿Qué le ha hecho pensar que yo ya había llegado?

—Me he equivocado. Supuse que Kinsey sería un nombre masculino, así que cuando usted, o, mejor dicho, cuando un hombre ha llamado hace un rato, he pensado que el invitado de Phyllis había llegado temprano y lo he hecho subir.

—¿Cómo sabe que se trataba de un hombre?

—Porque he hablado con él. Le he preguntado qué quería, y me ha contestado que el botón de llamada de Phyllis estaba averiado. Por eso le he enviado el ascensor.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

—¿Qué aspecto tenía?

—No lo sé. Yo estaba hablando por teléfono, así que he dejado el auricular en la encimera de la cocina mientras le enviaba el ascensor. Como sabía que Phyllis estaba en casa, he supuesto que ella abriría la puerta cuando ese hombre subiera.

—¿Usted cómo se llama?

—¿Cómo dice?

—¿Qué significa la «E» de E. Price?

—Erroll.

—Escúcheme, Erroll, creo que debería activar el ascensor para permitirme subir. O eso, o llame usted mismo a la puerta de Phyllis y compruebe si está bien.

—¿Cree que puede haber pasado algo?

—Creo que puede haber pasado algo muy grave.

Instantes después las puertas de la cabina se cerraron y el ascensor empezó a subir.