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Miércoles por la noche, 20 de septiembre de 1989

Volví a casa más tarde de lo normal, y después de dar las vueltas de rigor encontré un sitio para aparcar bastante decente al final de la calle. Al cruzar la verja saqué el correo del buzón, sorprendida de que Henry aún no lo hubiera recogido. No me di cuenta de que algo iba mal hasta que rodeé el estudio y llegué al jardín de atrás. Henry, en camiseta, pantalones cortos y chancletas, esperaba en su porche trasero quieto como una estatua. Pearl, apoyada en las muletas junto al tendedero, parecía clavada al suelo. En la ventana de la cocina, el gato Ed estaba hinchado como un globo. Tenía el blanco pelaje erizado, al igual que la pelusa de un diente de león.

La pequeña tienda de campaña seguía en el mismo sitio, con la cremallera bajada. Frente a la tienda, un perrazo negro mordisqueaba una muñequita de goma. Tenía una cabeza enorme y la cara oscura, surcada de arrugas, con un puntito dorado sobre cada ojo. Pelo corto, salvo la cola greñuda de color canela, y una franja dorada alrededor del cuello. No le quitaba ojo a su juguete, que roía con fruición sin llegar a romperlo. Nada más verme, se levantó en silencio con la cabeza gacha y las orejas echadas hacia atrás. Tenía la cola pegada al cuerpo y sorprendentemente rizada. Un ruido sordo retumbó en su pecho, como el de un motor al girar. Clavó los ojos en mí, gruñó una vez y empezó a ladrar. Aunque me había quedado paralizada, el corazón me latía con fuerza.

—Un chucho encantador —observé.

—Yo que tú no me movería —advirtió Pearl.

—No te preocupes, no pensaba hacerlo. ¿Cuánto tiempo lleváis así?

—Diría que unos veinte minutos. ¿Estás de acuerdo conmigo, Henry?

—Por ahí andará la cosa. He oído chillar a Pearl y he salido corriendo para ver qué pasaba. El perro no la dejaba moverse. He pensado en intervenir, pero al animal no ha parecido gustarle la idea. Se ha abalanzado sobre mí y se ha puesto a ladrar tan cerca de mi pantorrilla que incluso he sentido la calidez de su aliento en los tobillos.

—¿Este es el chucho que rescatasteis?

—El mismo —respondió Pearl.

—¿Dónde está Lucky?

—En la tienda, durmiendo la mona. Henry y él han ido a recoger al perro en la consulta del veterinario. Según ha dicho Lucky, eso lo ha estresado mucho y aún no se ha recuperado. Todos esos pobres gatitos y perritos enfermos. A uno lo había atropellado un coche, y el veterinario le tuvo que amputar la pata trasera. Lucky ha dicho que era la cosa más terrible que había visto en su vida. Al animalito sólo le quedaba un muñón. Cuando Lucky ha vuelto a casa ha tenido que beberse cuatro cervezas para tranquilizarse. Nada más entrar Lucky en la tienda, el perro se ha hecho el amo del jardín y ahora nos tiene a raya. Que no se mueva nadie, o lo destrozará a mordiscos.

Para demostrar lo que acababa de decir Pearl, el perro pegó unos ladridos tan fuertes que el pecho le tembló y las patas delanteras se le levantaron del suelo. Los tres saltamos como si nos hubieran pinchado con una picana.

—¿De qué raza es? —pregunté intentando no mover mucho los labios.

—Un cruce de mastín y rottweiler. También tiene algo de golden retriever. Las partes de mastín y de rottweiler lo convierten en un perro guardián muy leal. Y como tiene una parte de retriever, le encanta ir a buscar lo que le lances. Le he tirado su muñequita y me la ha traído enseguida, pero después de que Lucky se metiera en la tienda, el perro ya no ha querido seguir jugando.

—¿Cómo se llama?

Killer.

—Le va que ni pintado. ¿Cómo estás, Henry? ¿Todo bien?

—Más o menos. Pearl ha dicho que andabas buscándome.

—Quería comentarte si te parece bien que instalemos una alarma para proteger tu casa y la mía. Ned anda suelto, y ayer pasó por aquí.

—Pearl me lo mencionó. Reforzar la seguridad doméstica nunca está de más.

—Me gustaría pagar la mitad.

—No hace falta, corre de mi cuenta. ¿Con qué empresa?

—Sistemas Operativos de Seguridad. Son los que me instalaron la alarma en el despacho.

—SOS. Muy ingenioso. Ya los llamaré.

—Aunque, con Killer aquí, los ladrones lo tendrían crudo —comenté, y luego me dirigí a Pearl—. ¿Alguna noticia sobre el paradero de Ned?

—Mis colegas no lo han visto, aunque no les vendría mal tener una foto —respondió Pearl—. Cuando preguntas por un tío blanco de mediana edad no es que se disparen las alarmas.

—Veré lo que puedo hacer —dije.

—¡Ah! Antes de que se me olvide, quería recordarte el cumpleaños de Rosie —dijo Henry—. Vamos a celebrar una fiestecita el viernes por la noche.

—Me alegro de que me lo comentes, se me había pasado totalmente.

—Lucky y yo también estamos invitados, así que no nos des la paliza.

—Lo celebraremos después de la cena, y yo haré la tarta —explicó Henry.

—Henry iba a hacer un pastel de ángel, que es una especie de bizcocho. Lleva claras de huevo muy batidas en vez de levadura, pero yo sugerí una tarta rectangular, porque cundirá más.

—Muy bien, Pearl. Estoy impresionado —dijo Henry.

Pearl se encogió de hombros con modestia.

—¿El viernes es el veintidós? —pregunté.

—Exacto.

—¿Y qué le regalamos?

—Eso te lo dejo a ti —respondió Henry.

Le eché una mirada a Pearl.

—¿Lucky va a seguir durmiendo mucho tiempo más?

—Espero que no, tengo que hacer pis.

—Y yo también —dijo Henry tímidamente.

Killer levantó la cabeza y enseñó los dientes. Como por arte de magia, se le erizó una cresta en el lomo desde los omóplatos hasta la cola, lo que le dio aspecto de perro infernal. No podía hablar en nombre de Henry ni de Pearl, pero yo estaba más que dispuesta a arrepentirme de mis pecados.

—Puede que Killer también tenga una parte de crestado rodesiano —aventuró Pearl.

—¿A alguien se le ocurre algún plan? —pregunté.

—A mí se me han agotado —respondió Pearl.

—¿Henry?

—Seguro que no se muestra tan receloso contigo como con Pearl o conmigo. Creo que nos asocia con la desaparición de Lucky, pero aún no sabe qué pensar respecto a ti.

—Pues a mí me parece que lo tiene bastante claro. ¿Habéis intentado llamar a Lucky a gritos para ver si lográis despertarlo?

—Ya nos hemos cansado. Cuando duerme la mona, ese tío queda fuera de combate —contestó Pearl—. A ver si consigues que se ponga a jugar.

—¿Lucky?

—El perro, joder —respondió Pearl, exasperada—. Perdona las palabrotas, Henry. Sé que no te parecen bien.

Henry aceptó la disculpa con filosofía, acostumbrado como estaba a mis exabruptos ocasionales.

—Cuando dices «jugar», ¿a qué te refieres? —le pregunté a Pearl.

—Ya sabes, retozar por ahí y bailar sobre las patas traseras.

—¿Retozar?

—Vale, pues sáltate lo de retozar. Es pedir demasiado. Dile lo buen chico que es, alaba a su muñequita. Es un perro fiero, pero no muy listo.

—Venga ya, como si fuera a tragarse algo así.

—¿Se te ocurre una idea mejor?

—La verdad es que no.

Miré a Killer, pensando en todas las historias que había leído sobre humanos atacados salvajemente por sus fieles amigos de cuatro patas. Acababa de conocerlo y el chucho ya me había cogido antipatía. Observé cómo se tumbaba en el suelo y volvía a babear sobre su juguete, aparentemente satisfecho. Royó el brazo de su muñeca y luego se puso a chuparle los piececitos de goma. Desde la ventana de la cocina, Ed se había relajado al vigilarlo, pero seguía mirándolo con preocupación.

—Venga, empieza de una vez —dijo Pearl.

—¡Ahora voy! No me atosigues.

Lentamente, me fui agachando hasta quedar en cuclillas con las rodillas muy tensas, sin saber si llegaría a levantarme de nuevo.

Killer, eres un perrito muy bueno. ¡Buen chico! ¿Esa es tu muñequita?

El perro gruñó para sí mientras llenaba su juguete de babas, sin saber cómo interpretar mi comportamiento.

—¿Esa es tu muñequita? ¡Qué muñequita tan mona! Me encanta. ¿Me la puedes traer?

Killer dejó de prestarle atención a su muñeca, quizá dispuesto a compartirla si recibía el incentivo adecuado. El perro me dirigió una mirada recelosa.

—Tráemela, Killer. ¡Vamos! ¡Vamos, chico!

Me di unas palmadas en las rodillas y repetí la exhortación. Me daba vergüenza tener que soltar tantas chorradas, pero al perro no parecía molestarle. Vi que empezaba a considerar mi petición: golpeó la cola contra el suelo un par de veces y la cresta se le aplanó. Sabía que su muñequita era merecedora de elogio, y no podía evitar sentirse orgulloso.

—Tráemela aquí. Tráeme tu muñequita.

Tímidamente, Killer se levantó como si la idea acabara de ocurrírsele a él. Juguetón, lanzó su muñeca al aire y me miró con el rabillo del ojo para ver qué me parecía.

—¡Buen chico! ¡Qué perro tan bueno! —exclamé.

Killer recogió la muñequita con ternura y se me acercó un poco más. Gorjeé nuevas palabras de aliento. Más tarde caí en la cuenta de que así estaba activando al golden retriever que había en él. Finalmente, Killer me trajo la muñequita y la depositó a mis pies. Esperé hasta que se puso a ladrar con expectación. Luego retrocedió y meneó la cola con las patas delanteras en el suelo, la grupa levantada y la mirada clavada en su juguete.

—Gracias. ¡Buen chico! Ahora voy a cogerla, ¿de acuerdo?

No percibí hostilidad en su respuesta.

Alargué el brazo con mucho cuidado, moviéndome lentamente por si cambiaba de opinión. Agarré la muñequita y la lancé al otro extremo del jardín. Killer dio un salto, la alcanzó con la boca, la lanzó al aire, la alcanzó de nuevo y luego volvió y me la dejó a los pies.

—Sigue con el juego, vuelvo enseguida —dijo Henry.

Fue derecho a la puerta trasera y se metió en la casa.

—Detrás de ti —dijo Pearl, y luego siguió a Henry.

Killer y yo jugamos a lanzar y recoger la muñequita durante los veinticinco minutos siguientes. Ni rastro de Henry. Ni rastro de Pearl. Si mi atención decaía, el perro empezaba a enfurruñarse y me daba pánico que pudiera morderme. Ed nos observaba desde el alféizar de la ventana, divertido y perplejo a un tiempo. Probablemente pensaba que sólo un perro podía comportarse de un modo tan tonto. Me pregunté si acabaría volviéndome loca antes de que anocheciera. Por suerte, la muñequita también estaba agotada. Killer tuvo que tumbarse y colocarla entre sus patas delanteras para que la pobre pudiera descansar un poco. Me levanté tambaleándome y retrocedí lentamente de espaldas hasta la puerta de mi estudio, saqué las llaves y entré sin apartar la vista del chucho.

Entre las cartas que habían llegado había un sobre marrón de 20 × 30 centímetros con mi nombre escrito en el anverso. No llevaba sello ni remite. Lo examiné brevemente y lo abrí con cautela. Una vez me regalaron un par de tarántulas metidas en un sobre similar.

Las hojas que saqué del sobre eran copias de la foto de Ned Lowe para el archivo policial, junto a una breve descripción de las órdenes de arresto que pesaban contra él. La fotografía en blanco y negro no resultaba muy favorecedora. Debieron de sacársela diez años atrás, porque parecía más joven pero igual de cansado. En aquella época lucía un bigotillo ralo y las bolsas debajo de los ojos aún no se le habían hinchado hasta alcanzar las proporciones actuales. Resultaba poco atractivo, lo cual no se debía tanto a sus facciones como a su expresión derrotada. Puede que fuera esa característica la que me llevó a pensar que era inofensivo. Quizá Ned había adoptado aquella expresión por considerarla el camuflaje perfecto.

«La policía de los estados de Arizona y Nevada busca a Ned Benjamin Lowe, 53, sospechoso de la desaparición de Susan Telford, mujer blanca de 14 años, vista por última vez el 28 de marzo de 1987 por la mañana en Paseo Verde Parkway, Henderson, Nevada. Asimismo, Lowe está siendo investigado por la desaparición de Janet Macy en 1986 de su domicilio en Tucson, Arizona. En ambos casos, las víctimas fueron abordadas por un hombre que afirmaba ser un fotógrafo en busca de modelos dispuestas a trabajar en la industria de la moda.

»A Ned Lowe también lo buscan en relación con varias órdenes de detención activas por delitos sujetos a extradición. Quien posea información sobre su paradero debe ponerse en contacto con la policía estatal».

En el texto constaban los teléfonos de ambos departamentos, y se indicaba que todas las llamadas serían tratadas de forma confidencial. También figuraba el número de una línea telefónica para la colaboración ciudadana.

Descolgué el auricular y llamé al domicilio de Jonah.

—¿Dígame?

Era Camilla.

—¿Puedo hablar con el inspector Robb? —pregunté. Mencioné su rango y su apellido para que Camilla no descubriera quién lo llamaba. ¿A que soy lista?

Se produjo un silencio antes de que Camilla me colgara de golpe. Supongo que ella es más lista que yo.

Al cabo de tres minutos sonó el teléfono.

Respondí con cautela, pensando que Camilla me devolvía la llamada para insultarme.

—Hola, Kinsey. Soy Jonah.

Me aparté el auricular de la oreja y entrecerré los ojos.

—¿Cómo sabías que quería hablar contigo?

—Camilla le ha colgado el teléfono a alguien, y he supuesto que serías tú.

—¿La tienes delante?

—Ha salido dando un portazo. Lo pagaré más tarde, pero qué le vamos a hacer. ¿Llamabas por lo de la circular?

—Sí, gracias por enviármela. Supongo que tus agentes no han encontrado ninguna pista sobre su paradero.

—No, pero aún es pronto. Este asunto se trató en la reunión de la brigada, y ahora todo el mundo está al corriente. Registraremos los moteles de la playa y luego iremos ampliando la búsqueda.

—Me parece estupendo. Tengo a un par de amigos sintecho controlando el centro cristiano para indigentes y Harbor House. También lo buscan en los pasos subterráneos de la autopista y en el antiguo campamento de vagabundos. Pensaba investigar en los moteles de Winterset y Cottonwood.

—Adelante.

La llamada se cortó de repente, por lo que supuse que Camilla habría vuelto con la esperanza de pillar a Jonah hablando conmigo.

Como Killer seguía tumbado en el jardín posterior, decidí que no tenía ninguna razón de peso para salir de casa. Mi despensa estaba vacía, pero probablemente podría aguantar hasta que Lucky se despertara. Decidí aprovechar el tiempo pasando a máquina mis notas, así que cogí la Smith Corona portátil y le quité la tapa. Saqué mis fichas y repasé los datos que había recopilado hasta entonces. Mientras convertía mis notas manuscritas en un informe comprensible, dejé que los datos fluyeran sin tratar de encauzar la corriente. Llegar a cualquier conclusión en esta fase de la investigación serviría para filtrar posibilidades contrapuestas. Sólo subrayé una idea para estudiarla luego más detenidamente: el chantaje se le había ocurrido a un recién llegado. Todos los que participaron en la grabación diez años atrás —Fritz, Troy, Iris, Austin y Bayard— la consideraban una broma. Al parecer, el extorsionista desconocía que la grabación era una gamberrada pseudopornográfica, por lo que nadie pagaría un rescate para recuperarla.

Percibí los contornos de una historia detrás de la versión que me habían dado, pero no conseguí adivinar de qué se trataba. Aunque había recogido diversos fragmentos, me faltaba una trama coherente. Troy se había responsabilizado de su participación en la muerte de Sloan, y su arrepentimiento me parecía sincero. Fritz seguía empeñado en señalar a otro —a cualquier otro— con la esperanza de hacerle cargar con la culpa. Austin había desaparecido, y por consiguiente se había librado de las consecuencias. Empecé a pensar en los personajes secundarios que no habían participado en el homicidio de Sloan. Como Poppy e Iris, por ejemplo. Me pregunté cuántas ocasiones habrían tenido de dar la cara. Podrían haber llamado a la policía, o haber mencionado la situación a sus padres o a cualquiera que ocupara un puesto de autoridad. Al inhibirse, las supuestas amigas de Sloan habían sido casi tan culpables de su muerte como Fritz con su pistola. En retrospectiva, ¿reconocería alguna de la dos el precio que Sloan tuvo que pagar por la pasividad de sus amigas? Su omisión de ayuda resultaba aún más imperdonable por la ligereza con la que habían racionalizado después su comportamiento.

Leí los dos nombres que quedaban en mi lista. La madre de Sloan debería ser la siguiente ahora que había vaciado el dormitorio de su hija, pero seguía resistiéndome a llamarla. No sé qué se le puede decir a una mujer que ha perdido a su única hija. Sí, podía hacerme pasar por una periodista interesada en el caso, pero mentir a una mujer que había sufrido semejante pérdida pondría a prueba incluso mi capacidad innata para tergiversar la verdad. Soy capaz de mentir como el que más, pero no podía hacerle creer a aquella mujer que buscaba justicia para Sloan cuando en realidad me pagaban para investigar algo muy distinto, y ni siquiera estaba avanzando en la investigación.

El último nombre de mi lista era el de Bayard Montgomery. Por el momento, nadie me había hablado mucho de él. Sabía que Bayard era el cámara que había grabado el vídeo pornográfico, razón por la que no aparecía en ninguna escena. No pude evitar preguntarme si aquella sería su forma habitual de actuar: erigirse en cronista de los acontecimientos y, al mismo tiempo, rehuir cualquier protagonismo por razones que sólo él conocía. Pasé su nombre al principio de la lista y me fui a la cama sintiéndome tan cobarde como aliviada.